Al Roosten

Al Roosten aguardaba quieto detrás del biombo. ¿Estaba nervioso? A decir verdad, estaba un poco nervioso, pero, con toda probabilidad, la mayoría de las personas estarían, en su situación, más nerviosas que él. Era probable que la mayoría, llegado ese momento, estuviera cagándose de miedo. ¿Se estaba cagando de miedo? Aún no. Aunque, vaya, podría llegar a entender que hubiera personas que realmente se—

«¡Qué empiece el shon’!», gritó la MC[5], una rubia con aires de animadora demasiado mayor para llevar trenzas, las cuales, ahora, botaban enérgicamente porque se había puesto, por alguna razón, a simular que hacía footing. «¿Estamos hoy aquí para combatir las drogas o qué? ¡Y tanto que sí! ¿Nos parece bien a los empresarios que nuestros hijos se droguen? En absoluto, no señor, ¡estamos muy en contra de eso! ¿Nos drogamos nosotros? A los chicos que estáis aquí os lo puedo decir; ¡creedme si os digo que no y que nunca lo hemos hecho! Porque soy una persona que se dedica al feng shui, que vive de esto, y sería imposible que ejerciera mi feng shui si estuviera colocada con crack, porque mi trabajo consiste en distinguir campos de energía, y si llevas un colocón, o si estás fumado, o incluso si has tomado demasiado café, los campos energéticos se vuelven un poco tarumba. Creedme, yo lo sé. ¡Antes fumaba!».

Era un almuerzo en el que se subastaba a Famosos Locales. Y un Famoso Local era cualquier pringado lo suficientemente zopenco como para contestar que sí cuando telefoneaba la Cámara de Comercio.

«¡Así que por eso estamos aquí, para reunir dinero para RisasContraCrack y sus payasos antidroga!», gritó la rubia. «¡Payasos como Don Di-No, que en su taller con los enanos le va dando forma a un globo, y al principio el globo parece una pipa de crack, pero al final acaba siendo un ataúd, lo cual es, creo, ¡una verdad como un templo!».

A su lado, en bañador, estaba Larry Donfrey, de Inmobiliarias Larry Donfrey. Donfrey era un buen tipo. Un buen tipo pero con sus cosas. No muy listo. Siempre moreno. ¿Era Donfrey atractivo? ¿Mono? ¿Considerarían las pujadoras que Donfrey era más mono que él, que Al Roosten? ¿Y cómo iba a saberlo? ¿Acaso le gustaban los tíos? ¿Acaso era él una especie de experto juzgador de si un tío estaba bueno o no?

No, no le gustaban los tíos y nunca le habían gustado.

Sí, cierto, pasó aquella época, al poco de empezar el instituto, en que le había preocupado un poco que, quizá, sí le pudieran gustar los tíos; aquella época en que había perdido una y otra vez en los torneos de lucha porque, en vez de concentrarse en sus agarres, se había dedicado a evaluar mentalmente si su cosita dolía dentro de la coquilla porque estaba empalmándose un poco, o porque la punta se había quedado pillada en un agujero para la ventilación y, una vez, estuvo seguro de haberse empalmado un poco cuando se vio con la cara apretada contra los duros abdominales de Tom Reed, que olían a coco; pero, después del entrenamiento, comiéndose la cabeza por ello en el bosque, se dio cuenta de que en ocasiones también se le empalmaba un poco cuando se le subía el gato al regazo, bajo el calor de un rayo de sol, lo cual demostraba que no tenía ninguna inclinación sexual hacia Tom Reed, porque estaba seguro de no sentir ninguna inclinación sexual hacia el gato, ya que ni siquiera había oído que eso fuera posible. Y, a partir de aquel día, siempre que se encontraba dudando entre si le gustaban o no los tíos, se acordaba siempre de la vez que caminó exultante entre los árboles, tras haber llegado a la liberadora conclusión de que no sentía atracción por los tíos, de la misma forma que no sentía atracción por los gatos, y se había dedicado felizmente a darle patadas a los sombreros de las setas, imbuido por una sensación de profundo alivio.

Empezó a sonar una especie de música que consistía en una serie de golpes fuertes y densos combinados con un intervalo de gemidos femeninos y lo que parecía una puerta que chirriaba, cuando, en ese momento, Larry Donfrey avanzó por la pasarela entre gritos y silbidos.

Pero ¿qué demonios?, pensó Roosten. ¿Gritos? ¿Silbidos? ¿Recibiría él gritos? ¿Silbidos? Lo dudaba. ¿Quién gritaba/silbaba por el calvo orondo vestido de gondolero? Si él fuera una mujer, gritaría/silbaría por Donfrey, el tío del culo prieto y los fornidos brazos morenos.

La rubia le indicó a Roosten que era su turno a la par que hacía un movimiento como de estar caminando sin moverse.

Oh Dios oh Dios.

Roosten emergió con cautela de detrás del biombo. Nadie silbó. Comenzó a avanzar por la pasarela. Nada de gritos. La sala hizo el sonido que hace una sala cuando intenta no reírse. Intentó forjar una sonrisa seductora, pero tenía la boca demasiado seca. Era probable que se le vieran los dientes amarillos y las encías caídas.

Petrificado bajo el inclemente foco, parecía tan enajenado y viejo y desolado pero, a la vez, dueño de tal poso de arrogancia, que una intensa sensación de incomodidad se apoderó de la sala, una sensación de incomodidad que, en una situación no benéfica, podría haber llevado al público a proferir insultos o a lanzar objetos, pero que, en este caso, se tradujo en una especie de silbido emitido por lástima desde algún punto cercano al bufé de las ensaladas.

Roosten se creció y lanzó un saludo vago en dirección al silbido, y la incomodidad de ese gesto —la forma en que inadvertidamente reveló cuán aterrorizado estaba—, hizo que se ganara al mismo público que, segundos antes, había estado a punto de comérselo, y entonces otra persona silbó por pena y Roosten sonrió con una sonrisa grande y bobalicona, lo cual provocó una ola de bravos compasivos.

A Roosten este matiz caritativo se le escapó. Menudo nivel más espléndido de gritos y silbidos. Debería hacer una flexión. La haría. La hizo. Esto provocó un incremento en el nivel de gritos y silbidos, lo que los situó, a su juicio, casi al mismo nivel en cuanto a volumen que los gritos/silbidos con que Donfrey había sido recibido. Habría que decir, además, que Donfrey salió prácticamente en bolas. Y eso significaba que, técnicamente, había vencido a Donfrey, ya que Donfrey tenía que recurrir a desnudarse solo para poder empatar con él, con Al Roosten.

Ja, ja, ¡pobre Donfrey! Paseándose en paños menores para nada.

La rubia cubrió la cabeza de Roosten con un cazamariposas y él se reunió con Donfrey en la cárcel de cartón.

Ahora que le había dado una paliza a Donfrey, empezó a sentir hacia él cierto afecto. El bueno de Donfrey. Donfrey y él eran los dos pilares gemelos de la vida empresarial local. No conocía bien a Donfrey. Solo lo admiraba desde la distancia, de la misma forma que Donfrey lo admiraba a él desde la distancia. Hubo un día que todo el clan Donfrey entró en su tienda, Tiempos Pasados. La mujer de Donfrey estaba guapísima: piernas bonitas, cintura delgada, pelo largo. La mirabas y no podías desviar la mirada. Los hijos de Donfrey también habían sido estupendos; dos andróginos algo élficos que debatían con calma sobre algo, ¿quizá sobre la historia del Tribunal Supremo?

Cada Famoso tenía su propio ventanuco con barrotes en la cárcel de cartón. Ahora Donfrey se alejaba del suyo para dirigirse hacia el de Roosten. Qué cortés. Qué príncipe. Ahora disfrutarían de una pequeña charla. El público se preguntaría lleno de celos sobre qué podrían estar charlando, en privado, los dos pilares gemelos. Pero no, se siente: esto queda entre pilares. Abstenerse muchedumbre.

Donfrey le decía algo, pero la música estaba muy alta, y Roosten algo sordo.

Roosten se inclinó hacia él.

«Decía que no te preocupes, Ed», gritaba Donfrey. «Lo hiciste bien. De verdad. No importa. Dentro de una semana ya ni se acordarán».

¿Qué? ¿Qué demonios? ¿Qué decía Donfrey? ¿Decía que lo había hecho mal? ¿Que había hecho el ridículo? ¿Delante de toda la ciudad? Ni de coña. Había triunfado. ¿Estaba Donfrey en la parra? ¿Estaba drogado? ¿Drogado en un evento contra las drogas? ¿Acababa Donfrey de llamarlo Ed?

Pues Donfrey le podía besar el culo. Ese falso. Ese esnob. Se le había olvidado eso. Se había olvidado de que Donfrey era un esnob falsísimo. Aquella vez que los Donfrey entraron en Tiempos Pasados se habían dado la vuelta enseguida y se habían marchado por donde habían venido, como si encontraran sus antigüedades demasiado polvorientas e indignas para la casa de los Donfrey, una mansión, en sentido literal, situada sobre una colina. Y la mujer de Donfrey no era guapa, admitió Roosten de pronto con toda franqueza; era pálida. Un palo pálido y altivo. En cuanto a los hijos de Donfrey —si es que la prole era suya—, si por él fuera los azuzaría un poco. Intentaría deselficarlos. ¿Eran chicas o chicos? La verdad es que era imposible saberlo.

Él no tenía hijos. No se había casado. Tenía, eso sí, a los chicos. Los chicos eran sus sobrinos. Los chicos no eran elfos. Au contraire. Los chicos eran un tipo de criaturas opuestas a los elfos. ¿Troles? ¿Zopencos? No, los chicos eran estupendos. Los chicos eran del todo chicos. ¡Y de qué manera! Quizá demasiado. Qué motivo podría tener su hermana, Mag, para llevarlos siempre a Peri-Cortes, cuando Peri-Cortes hacía que salieran pareciendo tres monstruosas versiones del mismo cabeza rapada germánico con el flequillo recto. Ni idea. Cada noche el sótano era un festival de luchas/gruñidos a tres bandas, con los chicos llamándose Pedofeto o Apestonto hasta que uno de los tres golpeaba su cabeza redonda contra algo metálico y los otros ayudaban al herido a subir hasta la cocina, con lágrimas bañando sus rojizas mejillas luchadoras, como tres arrepentidos nazis—

Nazis no. Madre. Alemanes. Chavalotes de estirpe teutona llenos de energía, antes de la guerra. Saludables y jóvenes Beethóvenes. Aunque, en lo que respecta a Beethoven, dudaba que este hubiera arrancado alguna vez, usando solo las manos, parte del banco de la iglesia por aceptar el desafío de otro Beethoven, mientras un tercer Beethoven exhibía orgulloso, sobre un himnario, cuatro compactas torres de mocos que acababa de—

Fue el divorcio. El divorcio los había asalvajado. Era triste lo de Mag. En el instituto, Al había sido el luchador popular, y Mag, la chica corpulenta en ChristLife enamoradísima de Cristo. Habían vivido en la granja de sus padres. Pero, por algún motivo, la única que había desarrollado aires de granjera había sido Mag. A los dieciséis había empezado a salir con Ken Glenn, que también era agrario y tenía orejas como platos. Circularon varias bromas sobre Mag y Ken casándose vestidos con mono de trabajo. Circularon varias bromas sobre Mag y Ken casándose en una iglesia repleta de animales de granja. Si había un matrimonio que tenía que durar, era este: dos granjeros cristianos y hogareños. Pero no, Ken acabó plantando a Mag por la hija de otro granjero que—

Mag no era hogareña. Era sencilla, tenía una especie de sencillez terrenal—

Era hermosa. Una mujer hermosa. Ella —todo estaba dónde tenía que estar—. Tenía porte. Excepto cuando les chillaba a los chicos. En ese momento la cara se le volvía una máscara roja contorsionada. Se podía adivinar la frustración que le provocaba ser la única mujer divorciada en su iglesia tan severa, la vergüenza de tener que mudarse a casa de su hermano, la preocupación que le provocaba el hecho de que, si él cerraba la tienda (tal y como parecía abocado a hacer), tendría que dejar de estudiar y conseguir un tercer trabajo. Anoche la había sorprendido en la mesa de la cocina, después de haber terminado su turno en Costco, completamente dormida encima de sus libros del módulo de Enfermería. Una enfermera de cuarenta y cinco. Menuda risa. Le parecía un chiste. Aunque no le parecía un chiste. Lo encontraba admirable. Un esnob como Donfrey podría encontrar que era algo risible. Un esnob como Donfrey le echaría un solo vistazo a Mag, con su uniforme holgado de enfermera, y regresaría corriendo con sus elfos malcriados a la estupendísima mansión de los Donfrey, sobre la que recientemente se acababa de publicar un reportaje en la sección de la revista Lifestyles que se llama—

Oh, ¡qué mansión ni qué niño muerto! ¿Tenía acaso la casa de Gandhi el trampolín más grande de toda la zona metropolitana? ¿Tenía Jesús una pista para coches teledirigidos de ocho mil metros cuadrados, con montañas a las que podías subirte y un pequeño pueblo que se iluminaba de noche?

En su Biblia no, desde luego.

Uy. Ahora la cárcel de cartón estaba a rebosar de famoseo. ¿Cómo había ocurrido? Al parecer se había perdido el desfile de Max, de Autos Max, el de Ed Berden, de Chuletón-n-Roll, y el de los dos gemelos hippiosos y demasiado altos que llevaban Mentes Cafeteras.

La rubia se había quedado callada y quieta, con la cabeza gacha, como si esperara que en cualquier momento todo el misticismo que había adquirido a base de experiencias profundas fuera a inundar el discurso rompedor y sentido que la proclamaría, de una vez por todas, como la más sufridora del lugar.

«Compañeros, hemos llegado al aspecto más importante», dijo en voz bajita. «Es decir, a la subasta. Que debe realizarse en silencio. Porque, sin vosotros, compañeros ¿sabéis qué? RisasContraCrack es solo un puñado de tíos con aversión a las drogas, unos tíos que llevan puesta ropa muy rara en su propia casa. Escribid vuestra puja, alguien vendrá a recogerla. Después, si sois los que habéis ganado, el Famoso por el que pujasteis os llevará a comer».

¿Se había terminado?

Parecía haber terminado.

¿Podría escabullirse?

Podría si se agachaba lo suficiente.

Se agachó y se dio el piro mientras la rubia seguía soltando su rollo.

En la zona habilitada como vestuario encontró los pantalones de Donfrey, tirados sobre una silla: pantalones de vestir caros, elegante camisa de seda. En el suelo estaban las llaves de Donfrey y su cartera.

Típico de Donfrey convertir un bonito vestuario en una pocilga.

Pero ¿por qué cabrearse con Donfrey? Donfrey no le había hecho nada. Solo había hecho un comentario, intentaba ser amable. Intentaba ser benévolo. Con alguien inferior a él.

Roosten dio un paso al frente y le propinó una patada a la cartera. Madre, cómo se deslizaba. Parecía un disco de hockey. Se coló debajo de un armario. Quedaban las llaves, tan solas ahora, como remarcando la ausencia de la cartera. ¡Ostras! Podría decir que le había dado una patada a la cartera sin querer. Lo cual era, en cierto modo, verdad. Tampoco es que lo hubiera planeado. Le había apetecido darle una patada y lo había hecho. El era así. Un tipo impulsivo. Esa era una de las cosas buenas que tenía. Así había comprado la tienda. La tienda ruinosa. Le dio una patada a las llaves. Pero ¿qué demonios...? ¿Por qué había hecho eso? Se deslizaban incluso mejor que la cartera. Ahora ambas, cartera y llaves, se ocultaban en algún lugar remoto debajo del armario.

Caramba, qué pena. Qué pena haberle dado accidentalmente una patada a esas dos cosas.

Donfrey irrumpió en la zona para cambiarse, mientras hablaba alto por el móvil con voz de sabelotodo.

Ella estaba bien, exclamaba Donfrey. Nerviosa pero mentalizada. Con la cabeza fría. Una campeona. Siempre cumplía: bajaba la colada el día que le tocaba, la basura igual. No había pegado ojo en toda la semana. Demasiado emocionada. ¿Que qué deseaba por encima de todo? Correr junto a sus compañeros en clase de gimnasia. Imagínatelo; toda la vida cojeando porque tienes un pie torcido y un día, por fin, averiguan de qué manera te lo pueden corregir. Pero daba miedo. Sí, Dios. Le colocaban un soporte que literalmente le rompía el pie y se lo recolocaba. La pobre, ¡había esperado tanto! Tenían que mover el culo, pronto[6]. Recogerla y volar hacia allá. Llegaban tarde, la cosa esta de la subasta se había alargado. Tendría que haber pasado de ir, pero era, claro, por una causa tan noble.

Roosten se vistió a toda prisa y salió de la zona de vestuario.

Joé, ¿y toda esa movida? Al parecer uno de los elfos no era tan perfecto como hubiera—

¿Cojeaba un elfo? No se acordaba. Bueno, eso era triste. La enfermedad de un niño era —los niños son el futuro. Haría lo que fuera con tal de poder ayudar a esa chica. Si uno de los chicos tuviera el pie torcido, movería cielo y tierra para que se lo arreglaran. Robaría un banco. Y si el chico fuera una chica, más incluso. ¿Quién iba a pedirle a una pietorcida o tapaboquetes, o lo que sea, que bailara? Allí estaba tu hija con su muleta, toda arreglada y sin bailar.

Cientos de fragmentos de hoja revoloteaban sobre el aparcamiento de Flapjackers. Un pájaro que había estado posado sobre un parachoques salió volando asustado por el avance de las hojas. Estúpidas hojas, nunca cogerían a ese pájaro.

A menos que lo matara con una piedra y lo dejara allí, tendido. Estarían tan agradecidas que lo nombrarían Rey de las Hojas.

Ja ja.

Le dio una patada con inquina a un montoncito de hojas.

Mierda. Tenía ganas de llorar. ¿Por qué? ¿Qué era? ¿Qué le había puesto tan triste?

Se marchó y condujo por la ciudad en la que había vivido toda su vida. El río había crecido. El colegio de Primaria tenía un nuevo aparcabicis. Un montón de perros se abalanzaron sobre la valla, como hacían siempre, cuando pasó frente a la Protectora Flannery. Junto a la protectora estaba el local de Mike Gyros. Una vez, durante aquel terrible curso de séptimo, Mamá le había llevado allí a tomar una Coca-Cola.

«¿Cuál es el problema, Al?» había dicho Mamá.

«Todo el mundo me llama gordo y marimandón», había dicho él. «Además, dicen que soy un chivato».

«Bueno, Al», había dicho ella, «eres un mandón, estás gordo y me imagino que puedes llegar a ser bastante chivato. Pero ¿sabes qué más eres? Tú tienes lo que se llama valentía moral. Cuando sabes que una cosa está bien, la haces, cueste lo que cueste».

A Mamá a veces se le iba. Una vez dijo que podía ver, por su forma de subir corriendo las escaleras, que sería un gran escalador. Una vez, cuando logró un notable bajo en matemáticas, ella había dicho que debería ser astrónomo.

Bendita Mamá. Siempre le había hecho sentir especial.

De pronto, sintió que le abrasaba la cara. Sintió cómo Mamá lo miraba desde el Cielo, severa pero irónica, como si dijera: «Y bien, ¿no es posible que se nos esté olvidando algo?».

Si había sido un accidente. Solo había descolocado accidentalmente unas cosas sin querer. Con el pie. Dando por error una patada espontánea.

Mamá frunció el ceño en el Cielo.

«Me estaban tratando mal», dijo.

Mamá, en el Cielo, empezó a tamborilear con el pie.

¿Y qué se supone que debía hacer? ¿Volver corriendo y mostrarles dónde estaban las llaves? Sabrían que había sido él. Además, era probable que Donfrey ya se hubiera marchado. Era probable que la mujer de Donfrey tuviera otro juego de llaves. Aunque la mujer de Donfrey no había estado allí. Bah, alguien podría acercar a Donfrey a su casa. Tras haber buscado sin éxito las llaves un ratito. Llegaría tan tarde que tendrían que pedir otra cita para la—

Mierda.

Bueno, no era grave. Nadie se iba a morir. Total, una chica que tendría que esperar unos cuantos meses más para poder—

Roosten pegó un volantazo y se detuvo en una entrada pavimentada con piedras blancas. Tenía que pensar. Acudió corriendo un Yorkshire ladrando ceremoniosamente. Luego llegó una gallina. Vaya. Una gallina y un Yorkshire que viven juntos en el mismo jardín. Se quedaron los dos mirando a Roosten.

Eureka.

Sabía cómo hacerlo.

Regresaría con sigilo. Haría como si no se hubiera marchado. Todo el mundo estaría buscando las llaves y la cartera. Les echaría una mano durante un rato. Y, cuando estuvieran a punto de abandonar, diría: «Me imagino que ya habréis mirado debajo de ese armario».

«Ah, pues no», diría Donfrey.

«No perdemos nada por intentarlo», sugeriría Roosten.

Entre unos cuantos moverían el armario. Y allí estarían las llaves, y allí estaría la cartera.

«Vaya», diría Donfrey, «eres increíble».

«No fue más que una corazonada», diría Roosten. «Lo único que hice fue eliminar mentalmente todas las otras posibilidades».

«Me temo que te he subestimado», diría Donfrey. «Tienes que pasarte por casa un día de estos».

«¿Por la mansión?», diría Roosten.

«Y, ¿sabes qué, Al?», diría Donfrey. «Perdona por aquella vez que nos fuimos de tu tienda. Eso estuvo mal. Y, ¿sabes qué, Al? Perdona por haberte llamado antes Ed».

«¿Ah, lo hiciste?», diría Roosten. «La verdad es que ni siquiera me di cuenta».

La cena en la mansión iría sobre ruedas. Al poco tiempo sería como de la familia. Se dejaría caer cuando fuera. Eso estaría bien. Estaría bien pasar el rato en la mansión. En alguna ocasión podrían venirse también los chicos. Pero habrá que vigilar que no rompieran nada. Tendrían que luchar en el jardín. Desde luego, no tenía ninguna necesidad de que se cargaran la mansión de sus amigos. Vio a la preciosa mujer de Donfrey, azorada por todas las cosas que habían roto los chicos; la vio desplomarse en una silla, llorando.

«Muchas gracias, chicos. Estupendo, os habéis lucido. Fuera. Salid al jardín y estaos quietos».

Ahora la luna llena asoma a través del gran ventanal y Donfrey y él llevan esmoquin, y la mujer de Donfrey algo dorado y corto.

«Esta cena es estupenda», dice. «Todas vuestras cenas han sido estupendas».

«Es lo mínimo», dice Donfrey. «Nos ayudaste tanto aquella vez que fui tan torpe al perder las llaves».

«Ja ja, sí, bueno, sobre ese tema», dice Roosten.

Y les cuenta todo: cómo hizo algo desafortunado, cómo vio la luz, cómo regresó corriendo para ayudar.

«¡Vaya fiesta!», dice Donfrey.

«Fuiste muy valiente», dice la mujer de Donfrey. «Volver así, fue valiente».

«Yo diría que demostraste tener valentía moral», dice Donfrey.

«La verdad es que tu honestidad nos hace admirarte aún más», dice la mujer de Donfrey.

Mag también estaba allí. ¿Qué hacía ella allí? Bueno, está bien, podía quedarse. Mag era un trozo de pan. Una conversadora decente. Los Donfrey apreciarían sus buenas cualidades. Y lo que le gustaría a Mamá ver eso: sus hijos, por fin, siendo correspondidos por gente sofisticada en una preciosa mansión.

Un extraño e involuntario sonido de jolgorio despertó a Roosten de su ensoñación.

Ja.

¿Qué demonios? ¿Dónde estaba?

El Yorkshire estaba olisqueando a la gallina. A la gallina no parecía importarle. Ni siquiera parecía notarlo. La gallina tenía los ojos clavados en él, Al Roosten.

Sí, hombre. Como si eso fuera a pasar. Anda que iba a regresar corriendo. Se le vería el plumero. Le patearían el culo. La gente siempre le veía el plumero y luego le pateaba el culo. Cuando le robó la visera a Kirk Desner, los otros chicos del equipo le habían visto el plumero y le habían pateado el culo. Cuando engañó a Syl, Syl le había visto el plumero, había roto el enlace y le había engañado con Charles, algo que, con toda probabilidad, le había pateado el culo mucho más de lo que le había pateado el culo cualquier otra pateada de culo en su vida, la cual, dicho sea de paso, últimamente parecía reducirse a una sucesión exponencial de pateadas de culo.

Como hacía siempre, dirigió sus pensamientos hacia Mamá en busca de unas palabras de consuelo.

«¿Qué pasa? ¿El gañán ese de Donfrey no se equivoca nunca?», dijo Mamá. «¿No se vio nunca inmiscuido sin querer en algo desafortunado ocurrido repentinamente? ¿Y ahora quiere él colgarte el sambenito de capullo, de escoria, de persona mala e inmadura, y todo por un diminuto error? ¿Te parece eso justo? ¿No crees que él también necesitará que lo perdonen alguna vez?».

«Quizá», dijo Roosten.

«Oh, desde luego», dijo Mamá. «Yo te conozco de toda la vida, Al, y no tienes ni una gota de maldad en el cuerpo. Tú eres Al Roosten. No lo olvides. A veces piensas que te pasa algo, pero al final, cada vez, resulta que no. ¿Por qué machacarte con esto y perderte, por eso mismo, la belleza del momento actual?».

La cadencia de la voz de Mamá en su cabeza lo reconfortó.

Dio marcha atrás y salió de la entrada. Mamá tenía razón. El mundo era hermoso. Aquí el cementerio de los pioneros, con sus lápidas inclinadas y amarillentas. Aquí el brillante Jiffy Lube. Una densa bola de pájaros se estiró hasta ser una raya, luego se dividió y los pájaros se repartieron por las ramas del árbol hendido por el rayo. Se daba cuenta de que no era Mamá la que hablaba en su cabeza. Solo estaba imaginándose lo que Mamá hubiera dicho. ¿Quién sabe lo que hubiera dicho Mamá? La verdad, a veces podía llegar a ser una vieja loca. Pero cómo la echaba de menos.

Pensó de nuevo en la chica tullida. Se habían perdido la cita y habían tenido que solicitar otra. El único hueco posible era para dentro de varios meses. En la penumbra de su cuarto, la chica se palpaba el pie torcido y emitía un pequeño gemido. Había estado tan cerca, tan cerca de poder—

Eso era una gilipollez. Eso era negativo. «Tenías que empezar el proceso de recuperación. Todo el mundo sabía eso. Tenías que amarte. ¿Qué era positivo?». La tienda: pensar en formas de mejorarla, hacer que fuera medio decente, devolverla a la vida. Pondría una barra y una cafetera. Arrancaría esa moqueta vieja y manchada. «Ves». Ya se sentía mejor. «Tenías que tener alegría. La alegría era lo que te impulsaba a seguir». Cuando consiguiera que la tienda fuera rentable, iría más allá: haría que fuera formidable. La gente estaría haciendo cola cuando llegara a abrir cada mañana. A medida que se abría paso entre la multitud en su mente, todo el mundo parecía estar preguntándole, con sonrisas y palmaditas en la espalda, si consideraría presentarse a alcalde. ¿Podría hacer por la ciudad lo que había hecho por Tiempos Pasados? Ja ja, menuda juerga sería esa, presentarse a alcalde. ¿Cuáles serían los colores de su candidatura? ¿Cuál era su eslogan?

AL ROOSTEN, AMIGO DE TODOS.

Ese era bueno.

AL ROOSTEN, EL MEJOR DE NOSOTROS.

Un poco vanidoso.

AL ROOSTEN: COMO TÚ, PERO MEJOR.

Ja ja.

Aquí la tienda. Nadie esperando para entrar. Una lona embarrada había volado desde el desguace y se había quedado pegada al escaparate. Más allá del desguace estaba el viaducto donde pasaban el día los pordioseros. Esos pordioseros estaban cargándose su—

Tenía entendido que preferían ser llamados «sintecho». ¿No lo había leído en algún sitio? ¿Por ser «pordiosero» despectivo? Jesús, había que tener morro. El tío se pasa la vida sin dar palo al agua, se limita a dar vueltas y a robar pasteles de carne de las repisas de las ventanas... ¿Y luego se pone a clamar por sus derechos? Le encantaría acercarse a un sintecho y llamarlo pordiosero. Lo haría, de verdad, agarraría al maldito pordiosero por el cuello y le diría: «Eh, pordiosero, me estás jodiendo el negocio. Llevo dos meses sin poder pagar el alquiler. Vuelve al país del que—».

Es que realmente odiaba que esos mendigos pasaran frente a su tienda con esos carteles tan toscos. ¿No podían, por lo menos, escribir sin faltas? Ayer había pasado uno con un cartel que decía «ayuda, por fabor no trabajo». Y a él le habían entrado ganas de gritar: «¡Eh, siento que por culpa de Fabor no trabajes!». Pasaban mucho tiempo debajo de aquel viaducto... ¿No podían, por lo menos, corregirse los unos a los otros los—

Aparcó el coche y la mente, de una forma muy extraña, se le puso en blanco. ¿Dónde estaba? La tienda. Ah. ¿Dónde estaban sus llaves? Enganchadas con el mismo viejo cordel de siempre, imposible sacarlas de tu bolsillo.

Por Dios, no podía soportar la idea de tener que entrar.

Se quedaría allí sentado toda la tarde. ¿Por qué tenía que hacerlo? ¿Para qué? ¿Para quién?

Mag. Mag y los chicos contaban con él.

Se quedó sentado un minuto, respirando hondo.

Un anciano con ropa mugrienta subía por la calle, arrastrando una plancha de cartón sobre la que, sin duda, dormía. Sus dientes eran macabros; sus ojos estaban húmedos y rojos. Roosten se imaginó pegando un brinco del coche, tirando al hombre al suelo, dándole patadas y más patadas; enseñándole, de esta forma, una valiosa lección sobre cómo comportarse.

El hombre le regaló a Roosten una sonrisa enferma, y Roosten le correspondió con otra igual.