Cachorro

Dos veces, ya, Marie había llamado la atención acerca del esplendor del sol otoñal sobre el maizal perfecto, porque el esplendor del sol otoñal sobre el maizal perfecto le traía a la mente una casa encantada —no una casa encantada que hubiera visto de verdad, sino la casa mítica (con su cementerio adyacente y un gato sobre una verja) que en ocasiones aparecía en su cabeza cada vez que veía el esplendor del sol otoñal sobre el etc., etc.—, y quería asegurarse, si es que los chicos tenían su correspondiente casa encantada y mítica que aparecía en sus mentes cada vez que veían el esplendor del etc., etc., de que se les apareciera la imagen ahora, para que así pudieran vivir esa experiencia juntos, como amigos, como compañeros de facultad en un viaje ocioso, sans hierba, ¡ja ja ja!

Pero no. Cuando se le ocurrió decir, por tercera vez: «Caray, chicos, echadle un vistazo a eso», Abbie dijo: «Que sí, Mamá, lo pillamos, es maíz», y Josh dijo: «Ahora no, Mamá, estoy echándole la levadura a la masa», lo cual a ella le parecía estupendo; no tenía ningún problema con eso, ya que El Noble Panadero era preferible a El Rellenador de Sujes, el juego que él había pedido.

Y bien, ¿quién sabe? Quizá no tenían ninguna estampa mítica en sus cabezas. O quizá las estampas míticas que tenían en sus cabezas eran totalmente diferentes de las que ella tenía en la cabeza. Lo cual era estupendo porque, después de todo, ¡ellos eran sus propias personitas! Tú solo eras la cuidadora. No tenían por qué sentir lo que tú sentías, solo había que apoyarlos mientras sintieran lo que ellos sentían.

Aunque, caray, ese maizal era de libro.

«Cuando veo un campo así, ¿sabéis, chicos?», dijo, «¡me acuerdo por algún motivo de una casa encantada!».

«¡Cuchillo de pan! ¡Cuchillo de pan!», gritó Josh. «¡Máquina idiota! ¡Si lo había elegido!».

Y hablando de Halloween, se acordaba del año pasado, cuando el gran tallo de maíz que habían comprado para decorar volcó el carro de la compra. Madre, ¡cómo se habían reído! Oh, la risa que se compartía en familia era un verdadero tesoro; en su infancia no tuvo nada de eso por ser Papá tan severo y Mamá tan vergonzosa. Si se hubiera caído el carro de Mamá y Papá, Papá le hubiera propinado una patada llena de frustración al carro y Mamá habría puesto rumbo a los servicios con pasos largos para volver a aplicarse el pintalabios, distanciándose de Papá, mientras ella, Marie, se habría llevado con nerviosismo a la boca esa horrible figurita de soldado al que llamaba Brady.

¡Pues, en esta familia, la risa era bienvenida! Anoche, cuando Josh le golpeó el culo con la Game Boy, había escupido pasta de dientes por todo el espejo y se habían tronchado, rodando por el suelo con Goochie, y Josh había dicho, con la voz llena de nostalgia: «Mamá, ¿te acuerdas de cuando Goochie era un cachorro?», momento preciso en el que Abbie se había puesto a llorar como una magdalena porque, al tener solo cinco años, no tenía ningún recuerdo de cuando Goochie era un cachorro.

Y de ahí que estuvieran embarcados en esta Misión Familiar. ¿Y en cuanto a Robert? Oh, ¡Dios lo bendiga! Eso era un hombre. No le pondría la más mínima pega a esta Misión Familiar. Amaba su forma de decir: «¡Ho HO!», cuando ella traía algo nuevo e inesperado.

«¡Ho HO!», había dicho Robert cuando, al llegar a casa, se encontró a la iguana. «¡Ho HO!», había dicho tras volver y tras encontrarse al hurón que intentaba meterse en la jaula de la iguana. «¡Por lo visto somos los felices guardas de una reserva animal!».

Lo amaba por su alegría —podías traerte a casa un hipopótamo que hubieras comprado con la tarjeta de crédito (tanto el hurón como la iguana fueron cargados a la tarjeta) y él se limitaría a decir «¡Ho HO!» y a preguntar qué comía la criatura, a qué horas dormía y cómo diantres iban a llamar al cabroncete—.

Josh, desde el asiento de atrás, emitió el guit guit guit que siempre hacía cuando su Panadero estaba en modo Hornear, esforzándose por introducir las Hogazas en el horno mientras defendía las barras de pan de los ataques de distintos Hambrientos Moradores, como el Zorro de la barriga sin fondo, el Petirrojo sobrenatural que se llevaría volando, contra toda lógica, la Hogaza atravesada por el pico siempre y cuando hubiera acertado, previamente, al bombardear con un Guijarro a tu Panadero —Marie había aprendido todo esto a lo largo del verano estudiando el manual de El Noble Panadero mientras Josh dormía—.

Y había sido útil, de verdad que sí. Últimamente Josh estaba menos ensimismado y ahora, cuando él estaba jugando y ella se acercaba por detrás y decía algo como: «Anda, cariño, ¡no sabía que supieras hacer Pan de Centeno!» o «Cielo, intenta con Cuchillo de Sierra, corta más deprisa. Inténtalo mientras haces Pestillo en Ventana», él extendía hacia atrás el brazo que no tenía ocupado con los botones y le lanzaba un zarpazo afectuoso, y ayer compartieron unas buenas risas cuando le tiró, sin querer, las gafas al suelo.

De modo que su madre bien podía seguir afirmando que les consentía demasiado a los niños. Estos niños no eran unos mimados. Eran unos niños amados. Ella, por lo menos, no había dejado a ninguno colgado durante dos horas, bajo una tormenta de nieve, en la puerta del instituto después de un baile. Ella, por lo menos, no le había ladrado a ninguno, con lengua borrachuza: «No creo que tengas lo que hay que tener para ir a la universidad». Ella, por lo menos, no había encerrado a ninguno de sus hijos en un armario (¡en un armario!) mientras entretenía a un auténtico peón caminero en la salita.

¡Oh, Dios, qué mundo más hermoso! Los colores del otoño, ese río centelleante, esa nube de color plomizo apuntando hacia abajo como la flecha redondeada del McDonald’s medio reformado que se erige sobre la 1-90 como un castillo.

Esta vez sería diferente, ella estaba segura de que sí. Los chicos cuidarían ellos mismos de esta mascota, ya que un perrito no tenía escamas ni mordía. («¡Ho HO!», había dicho Robert la primera vez que le mordió la iguana. «¡Veo que tiene usted una opinión al respecto!»).

Gracias, Señor, pensó mientras el Lexus dejaba atrás el maizal. Tú me has dado tanto: pruebas y la fuerza para superarlas; Gracia y nuevas oportunidades cada día para repartir Tu Gracia por el mundo. Y en su cabeza se puso a cantar como hacía, a veces, cuando sentía que el mundo era bueno y que había encontrado, por fin, su sitio: «¡Ho, HO, HO, HO!».

Callie separó un poco con los dedos las láminas de la persiana.

Sí. Cojonudo. El asunto seguía resuelto de un modo tan perfecto.

Tenía muchas cosas que hacer ahí fuera. Un patio trasero podía ser un mundo. Igual que su patio trasero, de niña, había sido todo un mundo. A través de los tres agujeros de la valla de madera había podido ver Exxon (Agujero Uno) y la Curva de los Accidentes (Agujero Dos), y Agujero Tres era, de hecho, dos agujeros, y si alineabas los ojos con cada uno te creaba un efecto bizco muy raro y podías jugar a Oh, Dios Mío, Estoy Muy Fumado y caminar haciendo eses y con los ojos bizcos diciendo: «Paz, tíos, paz».

Cuando Bo creciera un poco sería diferente. Entonces sí que necesitaría ser libre. Pero, por ahora, lo que necesitaba era, sencillamente, evitar morir. Lo habían encontrado una vez allá, en Testamento. Y eso estaba al otro lado de la 1-90. ¿Cómo había cruzado él la 1-90? Ella sabía cómo. A la carrera. Así cruzaba las calles. Hubo una vez que les había telefoneado un perfecto desconocido desde Hightown Plaza. Incluso el Dr. Brile había dicho: «Callie, este chico va a acabar muerto si no tomáis cartas en el asunto. ¿Está tomando la medicación?».

Pues la tomaba y no la tomaba. Las pastillas hacían que rechinara los dientes y que, de pronto, empezara a aporrear con los puños. Ya había roto unos cuantos platos así y una vez, también, una mesa de vidrio. Le pusieron cuatro puntos en la muñeca.

Hoy no necesitaba la medicación porque estaba a salvo en el patio de atrás, porque ella lo había resuelto de un modo tan perfecto.

Ahí estaba, practicando sus lanzamientos. Llenaba su casco de los Yankees con piedras y luego las arrojaba hacia el árbol.

Levantó la vista y al verla hizo aquel gesto de lanzarle un beso.

Adorable hombrecito.

Ahora solo tenía que preocuparse por el cachorro. Esperaba que la mujer que había llamado apareciese. Era un buen cachorro: blanco, con un ojo rodeado de una mancha marrón. Adorable. Si al fin la mujer aparecía, seguro que se lo quedaba. Y si se lo quedaba, Jimmy se iba a librar. Había odiado tener que hacerlo aquella vez con los gatitos. Pero si nadie se llevaba el cachorro, lo haría. Estaría obligado. Porque pensaba que si uno decía que iba a hacer algo y no lo hacía, era así como acababan los chavales enganchados a las drogas. Además, había crecido en una granja, o cerca de una granja en todo caso, y cualquiera que se hubiera criado en una granja sabía que tenías que hacer lo que había que hacer cuando se trataba de animales enfermos o animales de más —el caso del cachorro: enfermo no, solo de más—.

Aquella vez, con los gatitos, Brianna y Jessi lo habían llamado asesino, lo que había alterado a Bo, y Jimmy les había gritado: «¡Mira, niños, yo me crié en una granja y uno tiene que hacer lo que tiene que hacer!». Y después había llorado en la cama, contando cómo habían maullado los gatitos en la bolsa durante todo el trayecto hasta el estanque, y cómo había deseado no haber crecido en una granja, y ella casi había dicho: «Querrás decir cerca de una granja» (su padre había tenido un lavadero de coches a las afueras de Cortland), pero, a veces, cuando ella se pasaba de lista él le daba como un pellizco fuerte en el brazo y bailoteaba sin soltarla por la habitación, como si la tuviera sujeta por una especie de asa, y decía: «¿Qué dijiste? Creo que no te he oído bien».

Así que aquella vez, después de lo de los gatitos, ella se había limitado a decir: «Oh, cari, tú hiciste lo que había que hacer».

Y luego, como ella no le había complicado la vida haciéndose la listilla, se habían tumbado allí, y habían hecho planes: por qué no vender la casa y mudarse a Arizona y comprar un lavadero de coches, por qué no comprarles a los críos los juegos educativos de Hooked on Phonics, por qué no plantar tomates, y luego se habían revolcado sobre la cama y (ella no tenía ni idea de por qué lo recordaba), en un momento dado, él había hecho un gesto, agarrándola y apretando su cuerpo contra el suyo, que había consistido en proyectar una especie de risa o soplido desesperado en su pelo, como un estornudo, o como si estuviera a punto de romper a llorar.

Y eso había hecho que ella se sintiera especial, que él pudiera confiarle ese gesto.

¿Qué le encantaría que sucediera esta noche? Pues que se vendiera el cachorro, acostar a los niños temprano y luego, como Jimmy la vería tan organizada en cuanto al tema cachorro, podrían enredarse un poco y después quedarse allí tumbados, y hacer planes, y él podría volver a hacerle eso de la risa/estornudo.

No tenía ni zorra de por qué la risa/estornudo era tan importante para ella. Era solo una de las rarezas de la Maravilla que era ella, ja ja ja.

De pronto, en el jardín, Bo se puso de pie de un salto, algo le había llamado la atención. ¿Será que ha llegado (¡venga, vamos allá!) la mujer que llamó por teléfono?

Sí, y en un buen coche, además, lo que hacía que fuera una pena haber puesto «barato» en el anuncio.

Abbie chilló: «¡Me encanta, Mamá! ¡Lo quiero!», y el perrito, desde el fondo de su caja de zapatos, los miró sin mucho interés mientras la dueña se alejaba con pasos cansados, no sin antes, uno-dos-tres-cuatro, recoger cuatro cacas de perro de la alfombra.

Bueno, caray, pensó Marie, menuda excursión más fenomenal para los chicos, ja ja (la porquería, el olor a rancio, el acuario seco que albergaba un solo volumen de una enciclopedia, el tarro de pasta sobre el estante de la librería que contenía, sin explicación posible, un bastón de caramelo hinchable) y, aunque algunas personas hubieran sentido un poco de asco (por la rueda de repuesto sobre la mesa del comedor, por la forma en que la sombría mamá perra, supuesta autora de las cagarrutas intramuros, se encontraba en ese instante restregando el trasero sobre una montaña de ropa en la esquina, como si estuviera sentada con las piernas separadas, estúpido gesto de placer dibujado sobre la cara), Marie se dio cuenta (y resistió el impulso de ir corriendo al fregadero para lavarse las manos, en parte porque el fregadero tenía un balón de baloncesto dentro) de que lo que estaba ocurriendo allí era muy triste.

Por favor, no toquéis nada, por favor, no toquéis, le dijo a Josh y a Abbie, pero solo en su cabeza, porque quería darles a los chicos la oportunidad de verla actuar de una forma democrática y tolerante, y después podrían lavarse las manos en el McDonald’s medio reformado, siempre y cuando mantuvieran, por favor, por favor, las manos fuera de la boca, y Dios no quiera que se frotaran los ojos.

Sonó el teléfono, la dueña entró en la cocina y dejó el exquisito paquete de cagarrutas envueltas con papel de cocina sobre la encimera.

«Mamá, lo quiero», dijo Abbie.

«Lo voy a pasear, fijo, dos veces al día», dijo Josh.

«No digas “fijo”», dijo Marie.

«Lo voy a pasear dos veces al día», dijo Josh.

Bien, de acuerdo, adoptarían un cachorro basura blanca. Ja ja. Podrían llamarlo Zeke, comprarle una pequeña pipa de maíz y un sombrero de paja. Se imaginaba al cachorro, después de haberse cagado en la alfombra, mirándola y diciendo: «Me se ha escapado». Pero no. ¿Acaso procedía ella de un lugar perfecto? Todo era transmutable. Se imaginaba al cachorro de mayor, entreteniendo a unos amigos, hablando con un acento británico: «Veamos, mi familia de origen no era, por así decir, de lo más...».

Ja, ja, caray, la mente era alucinante, siempre fabricando estas—

Marie se acercó a la ventana y con un gesto antropológico separó con dos dedos las láminas de la persiana. Quedó horrorizada. Tan horrorizada que apartó la mano de la persiana y sacudió la cabeza, como si intentara despertar del horror, del horror de haber visto a un pequeño niño, solo unos años menor que Josh, embutido en un arnés y encadenado a un árbol con un mecanismo que —separó de nuevo las láminas, segura de que no había podido ver lo que creía que—

Cuando el niño corría, la cadena se desenrollaba. Ahora corría, mirando hacia ella, fanfarroneando. Cuando la cadena llegó al tope, pegó un tirón y el niño cayó fulminado, como si le hubieran pegado un tiro.

Se incorporó para sentarse, después le dio varios tirones a la cadena y caminó a gatas hasta un cuenco con agua y, llevándoselo a los labios, se puso a beber: a beber del cuenco de un perro.

Josh se acercó a la ventana.

Lo dejó mirar.

Debería saber que el mundo no se limita a las clases, a las iguanas y a la Nintendo. El mundo también era este niño sucio y simple, atado como un animal.

Recordó haber emergido del armario y haber encontrado la ropa interior de su madre esparcida por la habitación, junto a las banderillas naranjas del peón caminero. Recordó la larga espera en la puerta del instituto azotada por el frío, la nieve caía cada vez con más fuerza, cómo contaba una y otra vez hasta doscientos, prometiéndose en cada ocasión que al llegar a doscientos emprendería el largo camino de vuelta a—

Dios, lo que habría dado por un solo adulto justiciero que se hubiera enfrentado a su madre, que la hubiera zarandeado, diciendo: «¡Idiota! ¡Esta es tu hija, tu hija! Eres una—».

«Y, bueno, ¿cómo tenéis pensado ponerle?», dijo la mujer, saliendo de la cocina.

Qué manera tenía esa cara gorda, torpemente embadurnada con pintalabios, de irradiar ignorancia y crueldad.

«Me temo que al final no podremos llevárnoslo», dijo Marie con frialdad.

¡Menudo berrido soltó Abbie! Pero Josh —tendría que agradecérselo luego, quizá comprándole la Extensión Pan Italiano— le susurró algo al oído y en un momento estaban atravesando la cocina desvencijada (junto a una especie de cigüeñal colocado sobre una bandeja de horno, junto a medio pimiento rojo que flotaba en un bote de pintura verde) mientras la dueña los perseguía diciendo espera, espera, podían llevárselo gratis, por favor, lleváoslo, que ella realmente quería que lo tuvieran.

No, dijo Marie, no les iba a ser posible quedárselo en este momento, ya que ella opinaba que uno no debería poseer algo si uno no estaba por la labor de cuidarlo como Dios manda.

«Oh», dijo la mujer, parada en el umbral de la puerta con el inquieto cachorro sobre un hombro.

Ya en el Lexus, Abbie empezó a llorar suavemente, mientras decía: «De verdad, era el perrito perfecto para mí».

Y era un cachorro muy bonito, pero Marie no iba a contribuir a una situación así ni en lo más mínimo.

No iba a hacerlo y punto.

El niño vino hasta la valla. Si tan solo pudiera decirle, con una sola mirada, La vida no será siempre así, necesariamente. Tu vida podría florecer de pronto y convertirse en algo maravilloso. Puede ocurrir. A mí me ocurrió.

Pero las miradas secretas —las miradas que transmiten todo un mundo de significación con un sutil bla-bla-bla— eran una gilipollez. Lo que no era una gilipollez era una llamada a la oficina de Servicios Sociales para Menores, donde conocía a Linda Berling, una mujer que no se andaba con rodeos y que se llevaría a este pobre crío de aquí, tan deprisa, que la gorda tonta de su madre se caería de culo.

Callie gritó: «¡Bo, vengo ahora!» y, apartando el maíz con el brazo libre-de-cachorro, caminó hasta que no había otra cosa que maíz y cielo.

Era tan pequeño que ni siquiera se movió cuando lo dejó en el suelo; se limitó a husmear un poco y a caerse.

Bueno, ¿qué más daba? Ahogado en una bolsa o muerto de hambre en el maizal. Así Jimmy no tendría que hacerlo. Ya tenía bastantes preocupaciones. El chico que había conocido con el pelo por la cintura era ahora un hombre viejo, encogido por la incertidumbre. En cuanto al dinero, tenía sesenta escondidos por ahí. Le daría veinte de eso y diría: «La gente que compró el perrito era muy agradable».

No mires atrás, no mires atrás, no mires atrás, se dijo para sí mientras atravesaba corriendo el maizal.

Poco después estaba caminando por Teallback Road como una de esas personas que andan para hacer deporte, como una de esas mujeres que andan cada noche para estar delgadas, salvo que ella estaba muy lejos de estar delgada, lo sabía, y también sabía que cuando andabas para hacer deporte no te ponías vaqueros ni botas de montaña sin cordones. Ja ja. No era estúpida. Lo que pasaba es que tomaba malas decisiones. Se acordaba de Sor Lynette, cuando le decía: «Callie, lista eres, pero tiendes hacia aquello que no te beneficia». Sí, hermana, ahí lo has clavado, le dijo a la monja en su cabeza. Pero qué demonios. Qué carajo. Cuando las cosas se pusieran mejor, cuando tuviera más dinero, se compraría unas zapatillas decentes y saldría a andar y adelgazaría. Y se apuntaría a la escuela nocturna. Más delgada. Quizá tecnología médica. Nunca estaría realmente delgada. Pero a Jimmy le gustaba tal y como era.

Y a ella le gustaba él tal y como era. Quizá era eso el

amor: querer a alguien tal y como es y hacer cosas para ayudarle a ser aún mejor.

Como ahora mismo, que estaba ayudando a Jimmy al hacerle la vida más fácil matando algo para que él no — no—. Ella solo estaba caminando, alejándose de—

¿Qué acababa de decir? Eso había estado bien. El amor era querer a alguien tal y como es y hacer cosas para ayudarle a ser aún mejor.

Como Bo, que no era perfecto, pero ella lo quería tal y como era e intentaba ayudarle a mejorar. Si podían mantenerlo a salvo, quizá se sosegara cuando fuera más mayor. Si se sosegaba, quizá podría tener, algún día, una familia. Como ahora, que estaba sentado en el patio de atrás, quieto y en silencio, mirando las flores. Dando golpecitos con el bate, y tan contento. Ayer había estado encerrado en casa, todo triste. Había acabado el día chillando en la cama, tan frustrado. Hoy estaba mirando flores. ¿Y a quién se le había ocurrido la idea, la idea que hizo que hoy fuera mejor que ayer? ¿Quién lo había querido lo bastante como para pensar en ello? ¿Quién lo quería más de lo que lo quería cualquier otra persona en el mundo?

Ella.

Ella lo quería.