Diez de diciembre

El niño pálido con un desafortunado flequillo de Príncipe Valiente y ademanes de cachorro caminó con torpeza hasta el armario del vestíbulo y requisó el abrigo blanco de Papá. Luego requisó las botas que había pintado de blanco con aerosol. Pintar la escopeta de balines de blanco había recibido un no. Fue un regalo de la Tía Chloe. Cada vez que venía de visita tenía que ir a por ella para que todo el mundo pudiera admirar las vetas de la madera.

Asignación de hoy: caminar hasta la laguna, confirmar presa de castores. Probablemente sería interceptado. Por esas criaturas que vivían dentro de la vieja pared de piedra. Eran pequeñas pero, al asomarse, adquirían ciertas proporciones. Y te perseguían. Este era, precisamente, su modus operandi. Su aplomo les perdía los papeles. Bien que lo sabía. Y le deleitaba. Se giraba hacia ellos, cerraba la escopeta, exclamaba: ¿Acaso estáis al tanto del uso que se le da a este instrumento humano?

¡Pum!

Eran los Avernobitantes. O Avernos. Tenían un extraño vínculo con él. A veces pasaba días enteros dedicado a curarles las heridas. En ciertas ocasiones, para gastarles una broma, le disparaba a uno en el culo mientras huía y este pasaba el resto de sus días con cojera. Un tiempo que podría llegar a los nueve millones de años.

Ya a salvo en el interior de la pared de piedra, el agraviado decía: Oigan, mírenme el culo.

Como grupo, todos miraban el culo de Gzeemon, intercambiando lúgubres miradas de: ¡Ay!, el pobrecito Gzeemon va a andar cojeando los próximos nueve millones de años, fíjate fíjate fíjate.

Porque, sí: los Avernos tendían a hablar como los personajes de El Chavo del 8.

Algo que, naturalmente, suscitaba algunas preguntas sobre sus orígenes aquí en la Tierra.

Retenerlo representaba un problema para los Avernos. El era astuto. Además, no cabía por la entrada de su pared de piedra. Cuando lo dejaban maniatado y se metían en su guarida para preparar su pócima especial miniaturizante —¡Tras!— rompía sus cuerdas viejas con la llave de artes marciales que él mismo había inventado, ToiFoi, también conocido como Antebrazos Mortales. Y colocaba en la entrada una implacable roca de asfixia, que los dejaba atrapados.

Más tarde, al imaginarlos en sus últimos estertores, se apiadaba de ellos, regresaba, quitaba la piedra.

Órale, diría, quizá, alguno desde el interior. Gracias, jefe. Es usted un digno adversario.

A veces había tortura. Le obligaban a tumbarse boca arriba mirando las nubes pasajeras mientras lo torturaban con métodos que de hecho podía soportar. Solían dejarle los dientes en paz. Lo cual era una suerte. Ni siquiera le gustaba que le hicieran una limpieza. En ese aspecto eran unos zoquetes. Nunca le hacían nada en la pilila ni tampoco en las uñas. Aguantaba, sin más, exasperándolos con sus ángeles de nieve. A veces, creían asestarle el golpe de gracia —aunque ignoraban que ciertos cretinos del colé llevaban diciéndole esto mismo desde tiempos en memoriales— al decir: Anda, ni siquiera sabíamos que Robin podía ser nombre de chico. Y soltaban, satisfechos, sus características carcajadas averniles.

Se olía que hoy los Avernos podían intentar secuestrar a Suzanne Bledsoe, la chica nueva de clase. Ella era de Montreal. Le encantaba su forma de hablar. Al parecer, también a los Avernos, y planeaban usarla para recuperar su población mermada y para hornear varias cosas que no sabían hornear.

NASA, traje puesto y listo. Realizo giro incómodo para salir por la puerta.

Afirmativo. Tenemos tus coordenadas. Ten cuidado ahí fuera, Robin.

Hala, jopé, qué frío.

El pato-termómetro marcaba menos doce[12]. Y eso sin contar con la sensación térmica. Así era divertido. Así era real. Había un Nissan verde aparcado al final de la calle Poole, donde empezaba el campo de fútbol.

Ojalá el dueño no fuera un pervertido al que tuviera que despistar.

O un Averno disfrazado de humano.

Brilla, brilla, azul y fría. Cruje que cruje la nieve al cruzar el campo de fútbol. ¿Por qué un frío así te daba dolor de cabeza si corrías? Era probable que se debiera a una Destacada Velocidad del Viento.

La senda que se adentraba en el bosque era tan ancha como un humano. Parecía que al final el Averno sí que había secuestrado a Suzanne Bledsoe. ¡Maldito sea él y toda su calaña! Como solo había un par de huellas, el Averno debía de llevarla en brazos. Repugnante rufián. Será mejor que no esté tocando a Suzanne de forma inapropiada al sujetarla. Si así fuera, no hay duda de que Suzanne se estaría resistiendo con una furia indomable.

Esto era preocupante, esto era muy preocupante.

Cuando los alcanzara, diría: Mira, Suzanne, sé que no te sabes mi nombre, ya que me llamaste Roger aquella vez que me pediste que me echara más para allá, pero, aun así, debo confesar que siento que hay algo entre nosotros. ¿Tú sientes lo mismo?

Suzanne tenía los más alucinantes ojos castaños. Ahora estaban húmedos, por el miedo y por haberse dado cuenta de la situación.

Deje ya de platicar con ella, mano, dijo el Averno.

No lo haré, dijo. Y, ¿Suzanne?, incluso si no sientes que hay algo entre nosotros, descuida: mataré a este sujeto y te devolveré a casa. ¿Dónde vivías? ¿Por El Cirro? ¿Cerca del depósito de agua? Allí hay unas casas muy chulas.

Sí, dijo Suzanne. También tenemos piscina. Deberías pasarte por allí este verano. Está bien siempre y cuando no te quites la camiseta para nadar. Y, también, sí, a eso de que hay algo entre nosotros. Eres, con mucho, el más perspicaz de nuestra clase. Incluso cuando pienso en los chicos que conocí en Montreal, me quedo en plan: no hay color.

Bueno, es bonito oír eso, dijo. Gracias por decirlo. Sé que tampoco soy el más delgado.

¿Sabes una cosa de las chicas?, dijo Suzanne. A nosotras nos mueve más el contenido.

¿Pueden dejarlo ya de una vez?, dijo el Averno. Porque ahorita es la hora de su muerte. Muertes.

Bueno, desde luego a alguien sí que le ha llegado su hora, dijo Robin.

Lo tonto del asunto es que nunca llegabas a salvar a nadie de verdad. El verano pasado hubo allí un mapache moribundo. Pensó en llevarlo a rastras a casa para que Mamá pudiera llamar a un veterinario. Pero de cerca daba demasiado miedo. Ya que los mapaches son, en realidad, mucho más grandes de lo que aparentan ser en los dibujos animados. Y este parecía un mordedor en potencia. Así que corrió a casa para, por lo menos, llevarle un poco de agua. Al volver pudo distinguir las marcas de lo que debieron ser los últimos zarpazos del mapache. Eso era triste. Lo triste no se le daba muy bien. Hubo, quizá, unos pre-lloriqueos, por su parte, en el bosque.

Eso solo quiere decir que tienes un gran corazón, dijo Suzanne.

Bueno, no sé, dijo él con modestia.

Había llegado al viejo neumático de camión. Donde montaban fiestas los chicos del instituto. Dentro de la rueda, cubiertas de escarcha, había tres latas de cerveza y una manta enrollada.

A usted seguro que le gusta la fiesta, le había dicho con sorna el Averno a Suzanne unos momentos antes, al pasar por ese mismo lugar.

No, no me gusta, dijo Suzanne. Me gusta jugar. Y me gusta abrazar.

Madre, dijo el Averno. Menudo muermo.

En algún lugar hay un hombre al que le gusta jugar y abrazar, dijo Suzanne.

Salió del bosque y se topó con la vista más hermosa que conocía. La laguna estaba completamente congelada y blanca. Le dio la impresión de que tenía un aire suizo. Algún día lo podría comprobar. Cuando los suizos montaran un desfile en su honor o algo por el estilo.

En este punto las huellas del Averno se bifurcaban de la senda, como si se hubiera tomado un momento para contemplar la laguna. Quizá este Averno no era del todo malo. Quizá sufría un debilitante ataque de remordimientos sumado al hecho de que la valiente Suzanne, sobre su espalda, no dejaba de darle patadas para zafarse de sus garras. Al menos parecía profesar cierto amor por la naturaleza.

Más allá las huellas regresaban a la senda, rodeaban la laguna y subían en dirección a la colina de Lexow Hill.

¿Qué era este extraño objeto? ¿Un abrigo? ¿Sobre un banco? ¿El banco que los Avernos utilizaban para sus sacrificios humanos?

Nada de nieve acumulada sobre el abrigo. Interior del abrigo todavía tibio.

Ergo: el abrigo recién desechado por el Averno.

Esto era un extraño talismán. Esto era todo un intríngulis de lo más intrigante, si es que alguna vez se había enfrentado a uno. Y lo había hecho. Una vez se encontró un sostén sobre el manillar de una bici. Una vez se encontró un plato combinado de filete y patatas, sin tocar, detrás de Fresno’s, y no se lo había comido. Había pensado que tenía bastante buena pinta.

Algo se estaba tejiendo.

Entonces distinguió un hombre que subía por la colina de Lexow Hill.

Un hombre calvo y sin abrigo. Flaquísimo. Parecía ir en pijama. Ascendía con pasos torpes, con paciencia de tortuga, sus brazos desnudos y blancos salían del pijama como dos ramas desnudas saliendo de un pijama. O de una tumba.

¿Qué clase de persona se deja olvidada la chaqueta en un día así? Un loco, esa es la clase de persona. Este tío parecía un poco loco. Como un pavo de Auschwitz o un abuelo triste y confundido.

Papá le dijo una vez: Confía en tu mente, Rob. Si huele a mierda pero lleva escrito encima Feliz Cumpleaños y tiene una vela en el centro, ¿qué es?

¿Tiene nata por encima?, había dicho él.

Papá había hecho ese gesto que hacía de entrecerrar los ojos cuando una respuesta no terminaba de ser correcta.

¿Qué le decía ahora su mente?

Aquí había algo que estaba mal. Una persona necesita un abrigo. Incluso si la persona era un adulto. La laguna estaba congelada. El pato-termómetro indicaba menos doce. Si la persona estaba loca, razón de más para socorrerla, ¿o no había dicho Jesús: Benditos aquellos que ayudan a los que no pueden ayudarse a sí mismos sino que están demasiado locos, chochean, o tienen una discapacidad?

Arrancó el abrigo del banco.

Era un rescate. Un verdadero rescate, por fin, más o menos.

Diez minutos antes, Ron Eber se había detenido un momento en la laguna para recobrar el aliento.

Estaba tan cansado. Qué cosa. Cielo santo. Cuando solía pasear a Sasquatch[13] por allí, rodeaban seis veces la laguna, subían corriendo la colina, tocaban la gran roca de la cima, y volvían a bajar haciendo un sprint.

Mejor ponerse en marcha, dijo uno de los dos tipos que llevaban discutiendo en su cabeza toda la mañana.

Es decir, si todavía estás empeñado en la idea de la gran roca, dijo el otro.

Idea que nos sigue pareciendo algo caprichosa.

Parecía que uno de los tipos era Papá y el otro Kip Flemish.

Malditos embusteros. Se habían intercambiado las mujeres, después habían abandonado a sus mujeres intercambiadas, y se habían fugado juntos a California. ¿Eran gais? ¿O solo smngers? ¿Smngersgais? Los Papá y Kip en su cabeza habían admitido sus pecados y los tres habían llegado a un acuerdo: él los perdonaría por ser posibles swingers gais y por dejarlo tirado a la hora de preparar las carreras del Soap Box Derby[14], solo, con Mamá, y ellos aceptarían darle unos cuantos buenos consejos varoniles.

Quiere que sea bonito[15].

Este era Papá. Parecía que Papá estaba un poco de su parte.

¿Bonito?, dijo Kip. Yo no lo diría así.

Un cardenal pasó rasgando el día.

Era de locos. De verdad, de locos. Era joven. Tenía cincuenta y tres. Ahora nunca llegaría a pronunciar su gran discurso nacional sobre la compasión. ¿Y qué hay de bajar por el Misisipi en una canoa? ¿Y qué hay de vivir en una cabaña triangular en la ribera sombría de un arroyo, con las dos hippies que conoció en 1968 en esa tienda de recuerdos en Los Ozarks, el día que Alien, su padrastro, que llevaba puestas esas increíbles gafas de aviador, le había comprado una bolsa llena de fósiles? Una de las hippies le había dicho que él, Eber, sería un tío bueno cuando creciera, y que no se olvidara de darle un telefonazo llegado ese momento. Y luego las dos chicas habían juntado sus cabezas leonadas y habían reído pensando en su futuro como tío bueno. Y eso nunca había—

Eso, por alguna razón, nunca—

Sor Val le había dicho: ¿Por qué no intentar ser el nuevo JFK? Así que se había presentado a delegado de clase. Alien le había comprado un sombrero gondolero de gomaespuma. Se habían sentado juntos a decorar con permanentes la banda del sombrero, ¡vence con Eber! Y detrás: ¡chachi! Alien le había ayudado a grabar una cinta. Un pequeño discurso. Alien había llevado la cinta a algún sitio y había vuelto con treinta copias, «para que rule».

«Tu mensaje es bueno», había dicho Alien. «Y tienes una labia increíble. Puedes conseguirlo».

Y lo había conseguido. Ganó. Alien le había montado una fiesta por su victoria. Una fiesta de pizzas. Vinieron todos.

Oh, Alien.

No hubo persona más amable. Le había llevado a nadar. A hacer découpage. Le había peinado con tanto esmero aquella vez que llegó a casa con piojos. Nunca le dijo una mala, etc., etc.

La cosa cambió cuando empezó a suplir. Sufrir. Maldita sea. Cada vez más, sus palabras. Se torcían. Sus palabras se alejaban cada vez más de lo que había corrido.

Querido.

Cuando empezó a sufrir, Alien enfureció. Dijo cosas que nadie debería decir. A Mamá, a Eber, al repartidor del agua. Pasó de ser un hombre tímido, que siempre estaba allí para ofrecerte su apoyo, a una figura encamada, menguada y pálida, que gritaba ¡PUTA!

Solo que con un acento raro de Nueva Inglaterra, de modo que lo que se entendía era ¡PATA!

La primera vez que Alien gritó ¡PATA! siguió un momento raro durante el cual Mamá y yo nos miramos para ver a cuál de los dos le estaba llamado PATA. Pero luego Alien se corrigió, por mor de la claridad: ¡PATAS!

Así que estaba claro que se dirigía a los dos. Menudo alivio.

No pudieron contener la risa.

Rayos, ¿cuánto llevaba aquí de pie? Se le iba la tú.

La luz.

lui verdad es que no tenía ni idea de cómo íbamos a enfrentarnos a esto. Pero él hizo que fuera tan simple.

Cargó con todo el peso.

No sé de qué nos sorprendemos.

Tú lo has dicho.

Estos de ahora eran Jody y Tommy.

Hola, hijos.

Hoy es un gran día.

Hombre, claro que hubiera estado bien poder despedirse como Dios manda.

¿Pero a qué precio?

Tú lo has dicho. ¿Ves? El se daba cuenta perfectamente.

Era un padre. Y eso es lo que hacen los padres.

Evita las penas de aquellos a los que ama.

Evita que aquellos a los que ama tengan que contemplar escenas duras que quizá perduren una vida entera en el recuerdo.

No pasó mucho tiempo antes de que Alien se convirtiera en ESO. Y nadie iba a culpar a nadie por evitar ESO. A veces Mamá y él se atrincheraban en la cocina.

Antes que arriesgarse a desatar la ira de ESO. Incluso ESO entendió el estado de las cosas. Entrabas a paso ligero con un vaso de agua, te sentabas, decías, con mucha educación: ¿Algo más, Alien? Y veías a ESO pensar: He sido tan bueno con vosotros durante todos estos años y, ahora, ¿no soy más que ESO? También, a veces, andaba por allí dentro el Alien delicado, pidiéndote con los ojos: ¡Mira, vete, por favor, vete, estoy haciendo todo lo posible por no llamarte PATA!

Un palillo, las costillas marcándose.

Sonda aferrada a la polla.

Tufo de mierda flotando en el aire.

Tú no eres Alleny Allen no eres tú.

O eso dijo Molly.

En cuanto al Dr. Spivey, él no podía decirlo. No quería decirlo. Estaba ocupado dibujando una margarita en un post-it. Luego, al fin, dijo: Bueno, ¿la verdad? A medida que estas cosas crecen, pueden tener una tendencia a hacer cosas raras. Pero no tiene por qué ser necesariamente terrible. ¿Un paciente que tuve? Se la pasaba con antojo de Sprite.

Y Eber había pensado: ¿Acaba usted, querido Doctor/salvador/esperanza, de decir se la pasaba con antojo de Sprite?

Así era como te entrampaban. Se te ocurría: Quizá se me antoja un Sprite. Y antes de darte cuenta, eras ESO, chillando ¡PATA!, cagándote en la cama, azotando a la gente que se afanaba por limpiarte.

Quita, quita.

No señor.

El miércoles volvió a caerse de la cama hospitalaria. Allí, a oscuras en el suelo, le sobrevino la idea: Puedo ahorrárselo.

¿Ahorrárnoslo a nosotros o ahorrártelo a ti?

Vete de mí[16].

Vete de mí, amorcito.

Una pequeña ráfaga de viento trajo una serie de jirones de nieve de algún punto en el cielo. Precioso. ¿Por qué nos habían hecho así, de modo que encontráramos tantas cosas hermosas en el día a día?

Se quitó el abrigo.

Madre del amor hermoso.

Se quitó la gorra y los guantes, metió la gorra y los guantes dentro de una manga del abrigo, dejó el abrigo en el banco.

Así lo sabrían. Encontrarían el coche, recorrerían el sendero, encontrarían el abrigo.

Era un milagro. Que hubiera llegado tan lejos. Bueno, siempre había sido fuerte. Una vez corrió una media maratón con un pie roto. Después de su vasectomía había limpiado el garaje, como si nada.

Había aguardado en la cama a que Molly se marchara a la farmacia. Esa fue la parte más dura. Despedirse con un adiós cualquiera.

Ahora sus pensamientos viraron hacia ella, y los apartó con un rezo: Déjame salirme con la mía. Dios, no dejes que la cague. No me dejes ser motivo de ignominia. Dega me hacerlo impío.

Déjame. Déjame hacerlo impío.

Limpio.

Limpiamente.

¿Tiempo estimado para adelantar al Averno, entregarle su abrigo? Aproximadamente nueve minutos. Seis minutos para recorrer el caminito que rodea la laguna, otros tres minutos adicionales para subir corriendo la colina como un espectro salvador o un ángel de la guarda, portador de un sencillo regalo; un abrigo.

Eso es solo un cálculo estimado, NASA. La verdad es que más o menos me lo he inventado.

Ya lo sabemos, Robín. A estas alturas sabemos ja muy bien la irreverencia con la que trabajas.

Como aquella vez que te peíste en la luna.

O aquella vez que engañaste a Mel para que le deletreara al Presidente, en inglés, el nombre técnico asignado al asteroide que habíais descubierto, que era, según le dijiste, «T.n.S.L.p-2-T.e.S.O».

Este cálculo estimado era particularmente discutible. Por ser este Averno sorprendentemente ágil. Y tampoco es que Robin tuviera la velocidad de un tocino. Tenía cierta envergadura. Que Papá pronosticó cuajaría pronto y terminaría por adquirir la solidez de un defensa. Esperaba que sí. Por ahora solo tenía las consabidas tetitas de hombre.

Date prisa, Robin, dijo Suzanne. Me da tanta pena ese pobre viejo.

Es un insensato, dijo Robin, porque Suzanne era joven, y aún no comprendía que cuando un hombre era un insensato ponía en apuros a aquellos hombres menos insensatos que él.

No le queda mucho tiempo, dijo Suzanne al borde de la histeria.

Ya está, ya pasó, dijo, confortándola.

Es que tengo tanto miedo, dijo.

Pero, con todo, el hombre tiene suerte de tener a alguien como servidor, que acarree su abrigo por esa pedazo de cuesta que, por ser tan empinada, no es precisamente santo de mi devoción, dijo Robin.

Supongo que esa es la definición de «héroe», dijo Suzanne.

Supongo que sí, dijo.

No quiero seguir siendo insolente, dijo ella. Pero parece que se te escapa.

¿Qué sugieres?, dijo él.

Con todos mis respetos, dijo ella, y porque sé que nos consideras a los dos iguales pero diferentes, y que mi tarea consiste en ser la parte que piensa y que se ocupa de los inventos especiales y todo eso...

Sí, sí, continúa, dijo él.

Bueno, haciendo cálculos en términos de geometría de primero—

Entendió por dónde iba. Y la chica tenía toda la razón. ¿Cómo no iba a amarla? Debía atajar cruzando la laguna, decreciendo así la amplitud de ángulo, ergo recortando unos valiosos segundos de su tiempo de alcance.

Espera, dijo Suzanne. ¿Es eso peligroso?

No lo es, dijo. Lo he hecho infinidad de veces.

Por favor, ten cuidado, suplicó Suzanne.

Bueno, una vez, dijo.

Tienes tanto aplomo, dijo Suzanne, tímida.

La verdad es que nunca, susurró él, intentando no alarmarla.

Tu valentía es irascible, dijo Suzanne.

Empezó a caminar sobre la laguna.

La verdad es que molaba bastante caminar sobre el agua. En verano flotaban aquí mismo las canoas. Si Mamá pudiera verlo, tendría un berrinche. Mamá lo trataba como si fuera de cristal. Debido a las intervenciones quirúrgicas que supuestamente le hicieron cuando era un bebé. Se ponía en modo alerta si cometía la osadía de utilizar una grapadora.

Pero Mamá era un trozo de pan. Buena consejera y una mano firme a la hora de orientarlo. Tenía una generosa melena plateada y la voz áspera, aunque no fumaba y era, incluso, vegana. Nunca había sido motera, aunque algunos de los cretinos del colé decían que lo parecía.

La verdad es que le tenía mucho cariño a Mamá.

Ya había recorrido tres cuartos, es decir, un sesenta por ciento.

Entre él y la orilla había una zona grisácea. Aquí, en verano, un arroyo desembocaba en la laguna. Parecía un pelín dudoso. Le dio al hielo un golpe con la culata del rifle justo al borde de la zona grisácea.

Duro como una piedra.

Allá vamos. El hielo se quebró un poco bajo sus pies. Era probable que esta parte fuera poco profunda. Esperaba que sí. ¡Ay!

¿Cómo va?, dijo Suzanne, temerosa.

Podía ir mejor, dijo él.

Quizá deberías volver, dijo Suzanne.

¿Pero no era esta sensación de miedo la exacta sensación con la que debían enfrentarse todos los héroes al principio de su vida? ¿No era la superación de este miedo lo que realmente distinguía a los valientes?

No había regreso posible.

¿O quizá sí? Quizá sí que era posible. De hecho, debería volver.

El hielo cedió y el niño se fue al agua.

No hubo mención alguna de las náuseas en La estepa de la humildad.

Me sobrevino una sensación de dicha a medida que me dejaba caer en los bracos del sueño, para dormir como duerme la grieta. No había miedo, no había desasosiego, solo una vaga tristeza al pensar en todo lo que restaba por hacer. ¿Es esto la muerte? No es nada.

Autor, cuyo nombre no recuerdo, me gustaría decirte cuatro cositas.

Gilipuertas.

Esta forma de tiritar era una locura. Como convulsiones. La cabeza le bailaba sobre el cuello. Se detuvo un instante para vomitar sobre la nieve, blanco amarillento sobre blanco azulado.

Esto daba miedo. Ahora esto daba miedo.

Cada paso era una victoria. Debía recordárselo. Con cada paso huía y se alejaba. Cada vez más lejos. Padre sin rastro. Pasos sin rastro. Padrastro. Estaba librando una botella. Contra las fauces de la rota.

Sintió en el fondo de la garganta la necesidad de decirlo bien.

Contra las fauces de la derrota. Contra las fauces de la derrota.

Oh, Alien.

Incluso cuando eras ESO, para mí seguías siendo Alien.

Quiero que lo sepas.

Te caes, dijo Papá.

Durante un tiempo determinado esperó a ver dónde aterrizaba y hasta qué punto dolía. Momentos después tenía un árbol en la tripa. Se encontraba en posición fetal abrazado alrededor de un árbol.

Me cago en la puta.

Ay, ay. Esto era demasiado. No había llorado después de las cirugías ni durante la quimio, pero ahora tenía ganas de llorar. No era justo. A todo el mundo le ocurría, supuestamente, pero ahora le estaba ocurriendo a él en particular. Había confiado una y otra vez en recibir alguna exención. Pero no. Algo/alguien más grande que él insistía en denegársela. Te inculcaban que el gran algo/ alguien sentía por ti un amor especial, pero al final veías que no era así. El gran algo/alguien era neutral. No le preocupaba. Cuando decidía, con toda su inocencia, moverse un poco, aplastaba a gente.

Hace años, en El cuerpo iluminado Molly y él habían visto una rodaja de un cerebro. En la rodaja podía verse un puntito marrón del tamaño de una moneda de cinco centavos. Ese puntito marrón fue lo único que hizo falta para matar al tipo. El tipo debió tener sus esperanzas y sus sueños, un armario lleno de pantalones, y todo eso, algunos recuerdos atesorados de la infancia: un remolino de carpas koi bajo la sombra del sauce en Gage Park, pongamos, Yaya que busca en su bolso, que huele a Wrigley’s, un pañuelo —cosas así—. Si no fuera por ese puntito marrón, el tipo bien podría haber sido una de las personas que pasaban en ese momento, en dirección al patio para almorzar. Pero no. Ahora estaba extinto, pudriéndose en algún sitio, sin un cerebro en la cabeza.

Al posar la mirada sobre la rodaja, Eber había experimentado una sensación de superioridad. Pobre tipo. La verdad es que había tenido muy mala suerte, mira que pasarte eso.

Molly y él habían huido al patio, habían comido bollitos calientes, habían observado cómo una ardilla jugaba con un vaso de plástico.

Eber, empotrado en posición fetal contra el árbol, recorrió con el dedo la cicatriz de su cabeza. Intentó sentarse. Ni de coña. Intentó usar el árbol para incorporarse. No se le cerraba la mano. Abrazó el árbol y juntó las muñecas al otro lado, tiró hacia arriba, se apoyó en el árbol.

¿Qué tal así?

Bien.

La verdad es que bastante bien.

Quizá esto era todo. Quizá llegaba hasta aquí, y punto. Había planeado sentarse con las piernas cruzadas y apoyado contra la roca en la cima, pero, realmente, ¿qué más daba?

Lo único que tenía que hacer ahora era quedarse quieto. Quedarse quieto forzándose a pensar los mismos pensamientos que había utilizado para catapultarse de la cama hospitalaria al coche y luego a través del campo de fútbol y a través del bosque: MollyTommyJodi atrincherados en la cocina llenos de pena/aversión, MollyTommyJodi reculando tras un comentario cruel suyo, Tommy izando su delgado torso con los brazos para que Mollyjodi pudieran limpiar—

Y luego ya estaría hecho. Habría eliminado de forma anticipada toda degradación futura. Todos sus miedos sobre los siguientes meses se fumarían.

Esfumarían.

Esto era el fin. ¿No? Aún no. Pero pronto. ¿Una hora? ¿Cuarenta minutos? ¿Lo iba a hacer? ¿Realmente lo iba a hacer? Sí. ¿Sí? Aunque cambiara de parecer, ¿podría volver de nuevo al coche? Pensó que no. Aquí estaba. Estaba aquí. Tenía al alcance esta increíble oportunidad para acabar con todo de una forma digna.

Lo único que tenía que hacer era estarse quieto.

Ya no lucharé más jamás.

Concéntrate en la belleza de la laguna, la belleza del bosque, la belleza a la que regresas, la belleza que está por todas partes, donde quiera que—

Pero, por los clavos de Cristo.

Vamos, no me jodas.

Había un niño sobre la laguna.

Un gordito, de blanco. Con una escopeta. Llevaba el abrigo de Eber.

Puto enano, deja esa abrigo, vete a tu puñetera casa, métete en tus-

Mierda. Maldita sea.

El niño le dio unos golpes al hielo con la culata del rifle.

No sería deseable que te encontrara un niño. Eso podía traumatizar a un niño. Aunque los niños siempre estaban encontrándose cosas rarísimas. Una vez encontró una foto de Papá y la Sra. Flemish desnudos. Eso había sido raro. Claro que no tan raro como un fiambre con las piernas cruzadas con cara de—

El niño estaba nadando.

No estaba permitido nadar. Lo ponía bien claro. PROHIBIDO NADAR.

El niño nadaba mal. Todo un festival de manotazos. Con tanto manotazo el niño estaba creando una piscina negra que crecía por momentos. Con cada manotazo el niño rompía un poco más el borde y eso incrementaba la superficie de la—

Ya estaba en marcha antes siquiera de darse cuenta. Niño en el agua, niño en el agua, era la frase que se repetía una y otra vez en su cabeza a medida que hacía lo posible por ir deprisa. Avanzaba de un árbol a otro. Allí, de pie y jadeando, uno llegaba a intimar con cada árbol. Este tenía tres nudos: ojo, ojo, nariz. Este de aquí empezaba como un solo árbol pero luego se dividía en dos.

De pronto ya no era por completo el tío que se moría, que despertaba noche sí y noche también en la cama pensando: Haz que no sea verdad haz que no sea verdad, sino, de nuevo, en parte, el tío que solía meter plátanos en el congelador y que luego los golpeaba contra la encimera y derramaba chocolate sobre los pedacitos rotos; el tío que, una vez, esperó en el patio del colegio bajo un diluvio para ver por la ventana del aula cómo le iba a Jodi con esa mierdecilla pelirroja que no le dejaba coger libros de la biblioteca de clase; el tío que antes decoraba comederos de pájaros en la universidad y que luego los vendía los fines de semana en Boulder, con un sombrero de juglar en la cabeza, mientras hacía una serie de juegos de malabares que—

Comenzó de nuevo a caerse, se sostuvo, quedó petrificado en una posición encorvada, el cuerpo se le fue hacia adelante, se cayó de cara, se golpeó la barbilla en una raíz.

Era para descojonarse.

La verdad es que era para descojonarse.

Se levantó. Con tenacidad, se levantó. Su mano derecha lucía un guante de sangre. ¿Y qué? Hay que ser duro. Una vez, en un partido, le saltó un diente. Luego, en el descanso, Eddie Blandik lo encontró. Se lo había quitado a Eddie, lo había tirado. El también había sido ese tío.

Ya estaba en la cura. No faltaba mucho. La curva.

¿Qué hacer? ¿Al llegar allí? Sacar a niño del agua. Ponerse en marcha. Azuzar a niño hasta salir del bosque, atravesar campo de fútbol, llegar a una de las casas de la calle Poole. Si no hay nadie en casa, meter a niño en el Nissan, poner calefacción a tope, conducir hasta... ¿Nuestra Señora del Socorro? ¿Urgencias? ¿Camino más rápido para ir a Urgencias?

Cuarenta y cinco metros hasta el letrero.

Veinte metros hasta el letrero.

Gracias, Dios, por mi fuerza.

En el agua era puro pensamiento animal, no había palabras, no había conciencia, pánico sordo. Decidió poner todo su empeño. Agarró el borde. El borde se rompió. Y se hundió. Tocó con el pie el lodo del fondo y se impulsó hacia la superficie. Agarró el borde. El borde se rompió.

Y se hundió. Debería ser fácil salir, en teoría. Pero era incapaz. Era como en la feria. Debería ser fácil derribar tres latas de una repisa. Y era fácil. Lo único que no era fácil era hacerlo con el número de pelotas que te daban.

Ansiaba la orilla. Sabía que la orilla era donde debía estar. Pero la laguna no hacía más que repetirle que no.

Luego dijo quizá.

El borde de hielo volvió a romperse, pero, al romperlo, pudo tirar de él y acercarse una fracción más a la orilla de modo que, al hundirse, sus pies tardaron menos en pisar el lodo. La orilla formaba una pendiente. De pronto había una esperanza. Se volvió loco. Se volvió completamente majara. Y entonces estaba fuera, chorreando, tenía un trozo de hielo como un pequeño vidrio dentro del paño de su abrigo.

Trapezoidal, pensó.

En su mente la laguna no era finita, circular, ni estaba detrás de él. Era infinita y estaba por todas partes.

Le dio la impresión de que debía permanecer quieto, o si no, lo que fuera que acababa de intentar matarlo lo intentaría otra vez. Lo que había intentado matarlo no estaba solo en la laguna, sino aquí, también, en todas las cosas de la naturaleza, y él no existía, ni Suzanne, ni Mamá, ni nada, lo único que había era el sonido de un niño que lloraba como un bebé aterrado.

Eber salió de entre los árboles trotando con torpeza para descubrir: no hay niño. Solo agua negra. Y un abrigo verde. Su abrigo. El que fuera su abrigo, allí, sobre el hielo. Las aguas ya se estaban calmando.

Oh, mierda.

Tu culpa.

Tu niño solo estaba allí por—

Al otro lado de la laguna había algún paleto sobre la playa, junto a una barca girada bocabajo. El paleto también estaba bocabajo, tumbado. Pasando de todo. Con todo lo que había ocurrido y este tumbado. Debía de estar allí, tumbado, mientras el pobre niño—

Espera, rebobina.

Era el niño. Oh, gracias a Dios. Bocabajo como un cadáver en una foto de Brady[17]. Todavía tenía las piernas metidas en la laguna. Como si hubiera perdido fuelle a medida que se arrastraba. El chaval estaba empapado, el abrigo blanco se había vuelto gris con el agua.

Eber tiró del niño para sacarlo. Hicieron falta cuatro buenos tirones. No tenía fuerzas para voltearlo, pero le giró la cabeza, al menos así no tenía la boca metida en la nieve.

El niño estaba en un apuro.

Empapado, doce bajo cero.

Sentenciado.

Eber se arrodilló y le dijo al niño en un tono grave y paternal que tenía que levantarse, tenía que ponerse en marcha o podría perder las piernas, podría morir.

El niño miró a Eber, parpadeó, se quedó quieto.

Agarró al niño por el abrigo, lo volteó, lo sacudió hasta conseguir que se sentara. Sus propios temblores no eran nada comparados con los del niño. Parecía que sujetaba un martillo mecánico. Tenía que hacer que entrara en calor. ¿Pero cómo? ¿Abrazarlo, tumbarse sobre él? Eso sería como juntar dos polos gigantes.

Eber recordó el abrigo, sobre el hielo, al borde del agua negra.

Uf.

Encontrar una rama. No había ramas. ¿Dónde demonios había una buena rama caída cuando más—

Está bien, está bien, lo haría sin la rama.

Se alejó por la orilla unos quince metros, puso un pie sobre la laguna helada, caminó formando un gran arco sobre la parte más sólida, se giró para mirar la orilla, empezó a caminar hacia el agua negra. Le temblaban las rodillas. ¿Por qué? Temía caerse dentro. Ja. Bobo. Impostor. El abrigo estaba a cuatro metros y pico. Las piernas le estaban fallando. Le fallaban las piernas.

Doctor, me fallan las piernas.

¿Me lo dices o me lo cuentas?

Avanzó dando pasitos. El abrigo estaba a tres metros. Se puso de rodillas. Avanzó un poco así, de rodillas. Puso la barriga sobre el hielo. Estiró un brazo.

Se deslizó sobre la panza.

Un poco más.

Un poco más.

Entonces consiguió pinzar una esquina con dos dedos. Tiró de él, se deslizó hacia atrás como si nadara a braza pero al revés, se puso de rodillas, se puso de pie, retrocedió unos pasos, y ya estaba, de nuevo, a cuatro metros y a salvo.

Lo que vino después le recordó a los viejos tiempos, cuando preparaba a Tommy o a Jodi para irse a la cama y estaban totalmente sobados. Decías: «Brazo», y el niño levantaba el brazo. Decías: «Otro brazo», el niño levantaba el otro brazo. Tras quitarle el abrigo, Eber pudo ver que la camiseta del niño se estaba convirtiendo en hielo. Eber le quitó la camiseta y era como pelar una fruta. Pobre chaval. Una persona no era más que algo de carne y una estructura. El pequeño no duraría mucho con este frío. Eber se quitó la parte de arriba del pijama, se la puso al niño, deslizó el brazo del niño dentro de la manga del abrigo. Dentro de la manga estaban los guantes y la gorra de Eber. Le puso la gorra y los guantes al niño, abrochó el abrigo.

Los pantalones del niño estaban completamente congelados. Sus botas eran como dos esculturas de hielo de unas botas.

Había que hacer las cosas bien. Eber se sentó sobre la barca, se quitó las botas y los calcetines, despegó los pantalones de la piel y se los quitó, hizo que el niño se sentara sobre la barca, se agachó frente al niño, le quitó las botas. Le dio unos cuantos pequeños puñetazos a los pantalones para romper el hielo y aflojarlos, así logró, en parte, sacar una pierna. Estaba quitándole la ropa a un niño a doce grados bajo cero[18]. Quizá era justo lo que no debía hacer. Quizá mataba al niño. No lo sabía. No tenía ni idea. Desesperado, le dio a los pantalones unos cuantos puñetazos más. Y al fin el niño pudo sacar las piernas.

Eber le puso los pantalones de pijama, luego los calcetines, luego las botas.

Ahí estaba el niño, vestido con la ropa de Eber, oscilando, los ojos cerrados.

«Ahora vamos a caminar, ¿vale?», dijo Eber.

Nada.

Eber le dio una palmadita de aliento en la espalda. Rollo futbolista.

«Vamos a llevarte a casa», dijo. «¿Vives por aquí cerca?».

Nada.

Le palmeó con más fuerza.

El niño le miró con asombro y abrió la boca.

Otra palmada.

El niño empezó a andar.

Palmada — palmada.

Como empujándolo.

Eber llevaba al niño delante de él. Como un vaquero con una res. Al principio parecía que eran las palmaditas las que le inspiraban cierto miedo motivador, pero luego el buen pánico de toda la vida entró en acción y empezó a correr. Al poco tiempo Eber ya no podía seguirle el ritmo.

El niño llegó al banco. El niño llegó al cartel de no hacer fuego.

«Buen chico, corre a casa».

El chaval desapareció entre los árboles.

Eber volvió a prestarse atención.

Madre mía. Santo cielo.

Hasta ahora ignoraba lo que era el frío. Ignoraba lo que era estar cansado.

Estaba de pie sobre la nieve en ropa interior, junto a una barca girada bocabajo.

Cojeó hasta la barca y se sentó en la nieve.

Robin corrió.

Pasó junto al banco y junto al cartel de no hacer fuego y se adentró en el bosque por la vieja senda que conocía bien.

¿Qué diablos? ¿Qué diablos acababa de pasar? ¿Se había caído a la laguna? ¿Se le habían congelado los vaqueros? Habían dejado de ser vaqueros azules. Ahora eran vaqueros blancos. Miró para ver si sus vaqueros eran todavía vaqueros blancos.

Llevaba pantalones de pijama que, embutidos en unas botas enormes, parecían pantalones de payaso.

¿Había estado llorando hace un momento?

Creo que llorar es muy sano, dijo Suzanne. Quiere decir que estás en contacto con tus emociones.

Uf. Basta ya con eso, eso era estúpido, hablar en tu cabeza con una chica que en la vida real te llamaba Roger. Jopé.

Tan cansado.

Mira, un tocón.

Se sentó. Era agradable descansar. No iba a perder las piernas. Ni siquiera le dolían. Ni siquiera las sentía. No iba a morir. Morir no era algo que tuviera en mente a esta edad temprana. Para descansar con más eficiencia se tumbó. El cielo era azul. Los pinos se mecían. No todos al mismo ritmo. Levantó una mano enguantada y observó cómo temblaba.

Quizá echaba una cabezadita. A veces, en la vida, uno sentía ganas de abandonar. Entonces todos comprenderían. Todos comprenderían que no está bien burlarse de alguien. A veces, con tanta burla, sus días eran insostenibles. A veces sentía que no podía soportar ni un recreo más comiendo dócilmente sobre la esterilla enrollada del rincón de la cafetería, junto a las barras paralelas partidas. No tenía por qué sentarse allí. Pero lo prefería. Si se sentaba en cualquier otro lugar, cabía la posibilidad de recibir un comentario o dos. Sobre los que tendría todo el día para meditar. A veces, los comentarios hacían referencia al desorden que había en su casa. Gracias a Bryce, al que había invitado a venir una vez. A veces, los comentarios eran sobre su forma de hablar. A veces, los comentarios eran sobre el estilo fauxpas de Mamá. Que era, hay que decirlo, una auténtica ochentera.

Mamá.

No le gustaba cuando se burlaban de Mamá. Mamá no tenía ni idea del abismo en el que se encontraba su estatus en el colé. Porque Mamá lo veía más como un ejemplo o como un niño mimado.

Una vez, había realizado una conscripción secreta que consistía en grabar las conversaciones telefónicas de Mamá, solo para propósitos de reconocimiento general. Casi todas eran aburridas, mundanas, no tenían nada que ver con él.

Excepto por una que tuvo con su amiga Liz.

Nunca imaginé que pudiera amar tanto a alguien, había dicho Mamá. Lo único que temo es no poder estar a su altura, ¿sabes? Es tan bueno, tan agradecido. Ese niño...

Ese niño lo merece todo. Un colegio mejor, que no podemos permitirnos, viajes, como al extranjero, pero esto también está fuera de nuestro alcance, claro. Lo que no quiero es fallarle, ¿sabes? Eso es lo único que quiero en la vida, ¿sabes? ¿Liz? Sentir, al final, que lo hice bien con ese magnífico hombrecillo.

Por el sonido, parecía que Liz había empezado a pasar la aspiradora.

Magnífico hombrecillo.

Debería ir poniéndose en marcha.

Magnífico hombrecillo era algo así como su nombre indio.

Se puso en pie y, haciendo acopio de su increíble cantidad de ropa, suerte de séquito real que lo encumbraba, puso rumbo a casa.

Aquí estaba la rueda de camión, aquí el breve tramo donde la senda se ensanchaba, aquí el lugar donde los árboles de cada lado juntaban sus ramas, como buscándose. Techo Tejido, lo llamaba Mamá.

Aquí estaba el campo de fútbol. Su casa, al otro lado del campo, parecía un enorme y amable animal que reposaba. Era increíble. Lo había logrado. Se había caído a la laguna y había vivido para contarlo. Había llorado un poco, sí, pero luego se había sacudido este momento de debilidad humana con una buena risa y había puesto rumbo a su casa, mirada de irónica confusión en la cara, tras haberse beneficiado, hay que reconocerlo, de la apreciadísima asistencia de cierto anciano que—

De pronto le sacudió el recuerdo del anciano. ¿Qué diablos? Le llegó la imagen del anciano de pie, desolado y con la piel azulada, vistiendo unos calzoncillos blancos como un P.D.G. abandonado en la alambrada porque no había más sitio en el camión. O una cigüeña triste y traumatizada despidiéndose de sus crías.

Lo había dejado tirado. Había dejado tirado al viejo. Ni siquiera había vuelto a pensar en él.

Órale.

Menudo gesto de miedica total.

Tenía que volver. Ahora mismo. Ayudar al anciano a salir. Pero estaba tan cansado. No estaba seguro de poder hacerlo. Lo más seguro es que estuviera bien. Lo más seguro es que tuviera una especie de plan de anciano.

Pero lo había dejado tirado. No podía vivir con eso. Su mente le decía que la única forma de enmendar el haberle dejado tirado era volver ahora, salvarle el pellejo. Su cuerpo le decía otra cosa: Está demasiado lejos, solo eres un niño, ve a por Mamá, Mamá sabrá qué hacer.

Se quedó paralizado en la banda del campo de fútbol como un espantapájaros que vistiera ropa inmensa y holgada en la brisa.

Eber apoyó la espalda contra la barca.

Menudo giro había pegado el tiempo. La gente daba vueltas con parasoles y cosas por el estilo en la parte del parque que quedaba al sol. Había un tiovivo y una banda y un kiosco. Había gente cocinando cosas sobre el lomo de algunos de los caballos del tiovivo. Y, sin embargo, sobre otros montaban niños. ¿Cómo podían saberlo? ¿Cuáles eran los caballos que quemaban? Por ahora había nieve, pero la nieve no podía durar mucho con este collar.

Color.

Si ahora cierras los ojos se acabó. Te das cuenta, ¿no?

Despiporre.

Alien.

Su misma voz. Después de todos estos años.

¿Dónde estaba? En la laguna de los patos. Había venido tantas veces con los críos. Ahora debería irse. Adiós, laguna de los patos. Aunque, espera. Parecía que no se tenía en pie. Además, no podías dejar allí a unos críos. No tan cerca del agua. Tenían seis y cuatro años. Por el amor de Dios. ¿En qué estaba pensando? Dejar a esas dos criaturitas junto a la laguna. Eran unos buenos críos, esperarían, ¿pero no se aburrirían? ¿Y se pondrían a nadar? ¿Sin chalecos salvavidas? No, no, no. Se le revolvían las tripas. Debía quedarse. Pobres críos. Solos y abandonados—

Espera, rebobina.

Sus hijos nadaban a la perfección.

Sus hijos jamás fueron abandonados.

Sus hijos eran mayores.

Tom tenía treinta. Un hombre alto y apuesto. Hacía tantos esfuerzos por comprender las cosas. Pero incluso cuando creía comprender algo (cometas de combate, criar conejos), Tom no tardaba en mostrarse como era en realidad: el jovencito más amable y afable que pudieras encontrar, que sabía tanto de cometas de combate/criar conejos como podría saber cualquiera tras diez minutos navegando en Internet. Y no es que Tom no fuera listo. Tom era listo. Tom lo pillaba todo a la primera. ¡Oh, Tom, Tommy, Tomasito! ¡Menudo corazón! Se mataba a trabajar. Por obtener el amor de su padre. Oh, chaval, lo tuviste, lo tienes, Tom, Tommy, incluso ahora pienso en ti, estoy pensando en ti, desde luego.

Y Jodi, Jodi se había ido hasta Santa Fe. Había dicho que se pediría unos días, que cogería un avión. Según fuera necesario. Pero no había necesidad. No le gustaba imponer. Los chicos tenían su propia vida. Jodi-Jode. Pequeña pecosilla. Ahora embarazada. Sin estar casada. Sin ni siquiera salir con alguien. Puñetero Lars. ¿Qué clase de hombre abandonaba a una hermosa mujer así? Un auténtico amor de mujer. Justo empezaba a progresar un poco en el trabajo. No podías permitirte coger unos días cuando justo acabas de empezar a—

Esta forma de imaginarse a los críos hacía que volvieran a ser para él una realidad. Lo cual —no abras esa poeta—, Jodi iba a tener un bebé. Puerta. Podía haber durado lo suficiente como para ver al bebé. Sujetar en brazos al bebé. Era triste, sí. Ese había sido un sacrificio necesario. Lo había explicado en la nota. ¿No? No. No había dejado ninguna nota. No podía. Había tina razón que se lo impedía. ¿La había? Estaba bastante seguro de que había alguna—

El seguro. No podía parecer que lo había hecho a propósito.

Un poco de pánico.

Un poco de pánico, señores.

Estaba finiquitándose. Finiquitándose, y había implicado a un niño. Que estaba vagando por el bosque con hipotermia. Finiquitándose dos semanas antes de Navidad. El momento del año que más le gustaba a Molly. Molly tenía un problema con una válvula, y también ataques de pánico, este asunto podría—

Esto no... esto no era él. Esto no era algo que hubiera hecho él. No era algo que haría jamás. Solo que... que lo había hecho. Lo estaba haciendo. La cosa estaba en marcha. Si no se daba prisa pronto... pronto estaría terminado. Estaría hecho.

En este mismo día estarás conmigo en el reino de—[19]

Tenía que luchar.

Pero no era capaz de mantener los ojos abiertos.

Intentó enviarle unos últimos pensamientos a Molly. Amorcito, perdóname. Cagada monumental. Olvídate de esta parte. Olvídate de que terminé así. Tú me conoces. Sabes que no pretendía que fuera así.

Estaba en su casa. No estaba en su casa. Lo sabía. Pero podía ver cada detalle. Aquí la cama hospitalaria, vacía, la foto de estudio de ElMollyTommyJodi posando junto a una valla falsa de rodeo. Aquí la mesita de noche. Su medicación en un pastillero. La campana con la que llamaba a Molly. Qué cosa. Qué cosa tan cruel. De pronto veía claro lo cruel que era. Y lo egoísta que era. Oh, Dios. ¿Quién era él? Se abrió la puerta de la entrada. Molly decía su nombre. Se escondería en la solana. Aparecería de golpe, la sorprendería. Pero de algún modo se habían hecho reformas. Su solana era ahora la solana de la Sra. Kendall, su profesora de piano cuando era niño. Eso sería divertido para los críos, poder recibir clases de piano en la misma habitación donde—

«¿Hola?», dijo la Sra. Kendall.

Lo que en verdad quería decir era: No te mueras todavía. Somos muchos los que queremos juzgarte con severidad en la solana.

«¡Hola, hola!», gritaba.

Una mujer con el pelo plateado venía rodeando la laguna.

Lo único que tenía que hacer era gritar.

Gritó.

Para mantenerlo con vida había empezado a apilar sobre él varias cosas que procedían de la vida, cosas que olían a un hogar —abrigos, jerséis, una lluvia de flores, una gorra, calcetines, deportivas— y, con una fuerza increíble, lo había puesto de pie y lo guiaba hacia un laberinto de árboles, un arbóreo país de las maravillas, árboles llenos de hielo. Tenía mucha ropa encima. Era como la cama sobre la cual amontonan los abrigos en una fiesta. Ella tenía todas las respuestas: dónde pisar, cuándo descansar. Era fuerte como un toro. Ahora estaba sobre su regazo, como un bebé; ella tenía los dos brazos alrededor de su cintura, y lo levantaba para evitar una raíz.

Le dio la impresión de que caminaron durante horas. Ella cantaba. Le persuadía. Le siseaba, recordándole, con golpecitos en la frente (en toda la frente) que su puñetero niño estaba en casa, casi congelado, así que tenían que mover el culo.

Madre de Dios, había tanto que hacer. Si lo lograba. Lo lograría. Esta señora no le iba a dejar no lograrlo. Tendría que intentar que Molly viera... que viera por qué lo había hecho. Tenía miedo, tenía miedo, Mol. Quizá Mol accedería a no decírselo a Tommy y a Jodi. No le gustaba la idea de que supieran que tuvo miedo. No le gustaba la idea de que supieran lo tonto que había sido. Oh, ¡a la mierda! ¡Díselo a todo el mundo! ¡Lo había hecho! Fue empujado a hacerlo y lo había hecho y punto pelota. Así era él. Eso era parte de lo que él era. No más mentiras, no más silencio, iba a ser una vida nueva y diferente, si tan solo—

Estaban cruzando el campo de fútbol.

Y aquí el Nissan.

Su primer impulso fue: Entra, conduce hasta casa.

«Oh, no, de eso nada», dijo la mujer con una risa de humo y lo acompañó dentro de una casa. Una casa que daba al parque. La había visto un millón de veces. Y ahora estaba dentro. Olía a sudor de hombre y a salsa de espaguetis y a libros viejos. Como una biblioteca a la que acudían hombres sudorosos para cocinar espaguetis. Le sentó ante una estufa de leña, le trajo una manta marrón que olía a medicina. No hablaba más que con imperativos: «Bebe esto», «déjame cogerte lo otro», «abrígate», «¿cómo te llamas?» «¿Cuál es tu número?».

¡Qué cosa! ¡Pasar de estar muriendo en calzoncillos en la nieve a esto! Calor, colores, cornamenta colgada en la pared, uno de esos teléfonos antiguos con manivela como los que veías en las películas mudas. Era digno de admirar. Cada segundo ofrecía algo digno de admirar. No había muerto en ropa interior junto a una laguna en la nieve. El niño no estaba muerto. No había matado a nadie. Ja! No se sabe cómo, pero había logrado recuperarlo todo. Todo estaba bien, todo era—

La mujer extendió la mano, le tocó la cicatriz.

«Ay, madre, qué dolor», dijo. «¿No te hiciste eso allí, no?».

En ese momento recordó que el puntito marrón seguía en su cabeza, como siempre.

Oh, Señor, todavía tenía que pasar por todo eso.

¿Todavía lo quería? ¿Todavía quería vivir?

Sí, sí, oh, Dios, sí, por favor.

Porque, vale, el tema es —lo veía claro ahora, lo empezaba a ver— si un hombre, al final, se desmoronaba, y decía o hacía cosas reprochables, o necesitaba que lo ayudasen, que lo ayudasen de forma considerable. ¿Qué? ¿Qué pasaba con eso? ¿Por qué no iba a hacer o a decir cosas raras o a tener una pinta rara o asquerosa? ¿Por qué no iba a deslizarse la mierda por sus piernas? ¿Por qué no iban las personas a las que amaba a levantarle, a inclinarle, a alimentarle y a limpiarle, cuando él haría con gusto lo mismo por ellos? Había temido que el levantarlo, doblarlo, alimentarlo y limpiarlo terminaran por hacer que fuera menos, y todavía le daba miedo, pero, con todo, a la vez, entendía ahora que aún quedaban muchas... muchas gotas de bondad, así es como lo veía; muchas gotas de alegría —de buena hermandad— por delante, y esas gotas de hermandad no eran —nunca habían sido— suyas para retener.

Retener.

El niño salió de la cocina, perdido dentro del abrigo de Eber, pisándose los bajos del pijama porque ya no llevaba las botas puestas. Cogió con delicadeza la mano ensangrentada de Eber. Dijo que lo sentía. Sentía haber

sido tan bobo en el bosque. Sentía haberse largado. Se le fue un poco la cabeza. Por estar un poco asustado y eso.

«Escucha», dijo Eber con la voz ronca. «Fuiste increíble. Lo hiciste perfecto. Estoy aquí. ¿Quién hizo eso?».

Mira. Eso era algo que sí que podías hacer. ¿Quizá ahora el chaval se sentía mejor? ¿Le había concedido eso al niño? Esa era una razón. Para quedarse. ¿No? No puedes consolar a nadie si no estás. No puedes hacer una mierda si no estás.

Cuando Alien estaba ya en las últimas, Eber había hecho una exposición sobre el manatí. Sor Eustace le puso un diez.

Y ella podía ser muy dura. Le faltaban dos dedos en la mano derecha por un incidente con el cortacésped y a veces usaba esa mano para asustar a un niño y que se callara.

No había pensado en esto en años.

Le había puesto la mano en el hombro, no para asustarlo sino a modo de cumplido. Eso ha sido simplemente magnífico. Todo el mundo debería tomarse su trabajo tan en serio como lo ha hecho Konald. Ronald, espero que cuando vuelvas a casa compartas esto con tus padres. Había vuelto a casa y lo había compartido con Mamá. Que había sugerido que lo compartiera con Alien. Quien, ese día, había sido más Alien que ESO. Y Allen-

Ja, caray, Alien. Eso era un hombre.

Se le saltaron las lágrimas ahí, sentado junto a la estufa.

Alien había... Alien había dicho que era estupendo. Había hecho unas cuantas preguntas. Sobre el manatí. ¿Y qué había dicho que comían? ¿Creía que podían comunicarse de forma eficaz los unos con los otros? ¡Menudo esfuerzo debió suponer! Estando como estaba. ¿Cuarenta minutos sobre el manatí? ¿Incluyendo un poema que había escrito Eber? ¿Un soneto? ¿Sobre el manatí?

Le había dado tanta alegría sentir que Alien volvía a estar de vuelta.

Seré como él, pensó. Intentaré ser como él.

La voz en su cabeza sonaba temblorosa, hueca, poco convencida.

Entonces: sirenas.

No sé sabe cómo: Molly.

La escuchó en la entrada. Mol, Molly, oh, cielos. De recién casados solían discutir. Se decían cada barbaridad. Después, a veces, había lágrimas. ¿Lágrimas en la cama? Entonces hacían... Molly apretaba su cálida y húmeda mejilla contra su cálida y húmeda mejilla. Lo sentimos, se decían con los cuerpos; se volvían a aceptar el uno al otro, y ese sentimiento, el sentimiento de volver a aceptarse una y otra vez, de un amor por el otro que siempre se expandía para que cupiera cualquier nuevo defecto que se acabara de manifestar, eso era la cosa más profunda, la cosa más deseable que había—

Entró, atacada y llena de disculpas, una pizca de enfado en su rostro. La había avergonzado. Lo entendía. La había avergonzado al hacer algo que revelaba que ella no había notado lo suficiente hasta qué punto él la necesitaba. Había estado demasiado ocupada cuidando de él para notar lo asustado que estaba. Estaba enfadada con él por montar este Mo y a la vez se avergonzaba de estar enfadada con él cuando él más la necesitaba, y estaba intentando dejar la vergüenza y el enfado atrás para que pudiera hacer lo que fuera necesario hacer.

Su cara expresaba todo esto. La conocía tan bien. También preocupación.

Sobre todas las cosas, en esa preciosa cara había preocupación.

Fue hacia él, y tropezó un poco con un desnivel del suelo de la casa de aquella extraña.