Capítulo 35

La loba blanca se detuvo en la boca de la guarida, mientras los dos cachorros más grandes y atrevidos le pasaban por debajo de las piernas y salían tambaleándose al mundo exterior, iluminado por la luna.

La tierra amontonada al excavar el cubil había sido prensada por los pasos de los dos lobos jóvenes, hasta adquirir la dureza del cemento. Había excrementos y trozos de hueso desperdigados. Un cachorro probó a morder uno con sus dientes de leche, pero lo dejó caer. Cerca tenía algo que olía mejor.

La madre llevaba oliéndolo todo el día. Quizá pensara que lo había traído la pareja de lobos jóvenes, a los que no había vuelto a oír desde que habían venido seres humanos la noche anterior. Tal vez lo hubieran dejado estos últimos. Había detectado su olor mucho antes de oír sus voces, y había permanecido en suspenso, oyendo el trasiego de sus pies a la entrada del cubil. También había oído un ruido metálico, y seguía oliendo a metal por debajo del aroma a carne fresca. Era un olor punzante y antinatural, como el de lo que le había apresado la pata.

A los cachorros, en cambio, no les recordaba nada. Sólo olían a carne. Llevaban todo el día intentando salir al exterior y topando con la resistencia de su madre, pero después de varias horas esperando a que sus hijos mayores le trajeran comida la loba acabó por ceder. Seis bocas le tiraban de las mamas con desesperación, y se moría de hambre.

El primer cachorro avanzó hacia el olor con paso torpe pero decidido, seguido por su madre, que empujaba al otro con el hocico, animándolo a probar su primera comida digna de ese nombre. Detrás de ella, dos cachorros más parpadeaban en la boca de la guarida, deslumbrados por la luna.

La loba vio un trozo de carne de tono claro. Después olió y vio otros iguales a ambos lados, a escasos metros de distancia. El olor punzante procedía de algo fino que los unía, algo que tenía que ver con seres humanos. Titubeó con el hocico en alto.

El cachorro ya estaba husmeando la carne. La tocó con el hocico y le dio un mordisco, arrastrándola por el suelo. La loba vio moverse la línea y dio un respingo, como si hubiera visto una serpiente. Aquello era peligroso. Y no era una serpiente. Saltó hacia el cachorro.

Pero éste ya tenía la carne en la boca, y la mordió.

Al abandonar el camino, Luke se despidió con la mano. Helen, que estaba detrás, hizo parpadear las luces y siguió en dirección al claro. Luke dejó el coche donde siempre, cogió las bolsas y la vara y corrió por el bosque.

No era fácil. Enfocó el suelo con la linterna y corrió en el círculo de luz. Como todo estaba lleno de rocas, raíces y ramas secas, tropezó varias veces, cayendo de bruces en el matorral.

Trató de calcular el tiempo que le quedaba.

Si venían de El Último Recurso, subirían por el norte. Tomarían la carretera que salía de Hope por el este y llegaba al bosque pasando por el rancho de los Townsend. Después doblarían a la izquierda por el camino de leñadores. Pero de nada servía hacer cálculos desconociendo la hora de partida. Luke sólo sabía una cosa: que tenía que seguir corriendo.

Al cabo de un rato los árboles le permitieron entrever el claro, bañado por la luz de la luna. Apagó la linterna y metió la mano en el bolsillo para coger el visor nocturno de Dan, al tiempo que se dirigía al final del bosque. Una vez allí encendió el visor, y justo al enfocarlo oyó aullidos de lobo.

Era la madre, ladrándole a pocos metros desde la entrada del cubil. Algo se movía detrás de ella. Luke tardó un poco en darse cuenta de que eran los cachorros, y de que estaban metiéndose bajo tierra a toda prisa. Eran mucho más oscuros que la madre. No pudo contarlos. La loba los estaba guiando cubil abajo, pero no parecía tener intención de seguirlos.

Una vez desaparecido el último, la loba empezó a moverse de un lado a otro mirando a Luke y ladrando sin descanso. De vez en cuando se acercaba a un lugar concreto, siempre el mismo, y bajaba el hocico para olfatear. Después levantaba la cabeza y ladraba, con la diferencia de que cada tanda acababa con un aullido. Luke deseó con todas sus fuerzas que se callara. Todo el mundo iba a saber dónde estaba.

Dejó el visor y avanzó por el claro. La loba estaba a unos cincuenta metros, y, viendo acercarse a Luke, pareció perder confianza en sí misma. Bajaba la cola, se alejaba unos metros y después volvía con nuevos arrestos, ladrando y aullando al intruso. Luke se fijó en el lugar al que volvía una y otra vez, y vio algo oscuro a la luz de la luna. Entre tanda y tanda de ladridos, oyó gemidos que no procedían de la madre.

Recorrió los últimos metros que lo separaban de la guarida. La loba se alejó unos veinte metros y se lo quedó mirando, súbitamente silenciosa. Volvió a oírse un gemido. Luke encendió la linterna.

—¡Dios mío! —murmuró.

Helen había dejado la camioneta atravesada en el camino y escondido las llaves debajo de una roca. La camioneta de por sí no era gran cosa como obstáculo, pero ella había reforzado la barrera cortando un abeto con la sierra mecánica y dejándolo caer delante del vehículo. Estaba cortando otro. La linterna de Eleanor iluminó una lluvia de serrín.

En un minuto lo tuvo cortado. Se apartó y gritó a Eleanor que hiciera lo mismo. El árbol fue inclinándose y crujiendo hasta caer justo donde quería Helen. El silencio herido del bosque volvió a cerrarse en torno a ellas.

Se hallaban dos kilómetros al norte del claro, en un lugar escogido por Helen por su buena vista de la carretera, que ascendía desde el valle con curvas muy cerradas. Si se acercaba alguien, los faros se verían desde lejos. De momento no era el caso.

Helen dejó la sierra mecánica en la plataforma de la camioneta. Eleanor le dio la linterna.

—¿Te molesta que la apague? Para que no se gasten las pilas.

—No. Me gusta la oscuridad.

Eleanor aparentaba una tranquilidad absoluta, para asombro de Helen, cuyo corazón iba en una montaña rusa. Permanecieron en silencio junto a la camioneta, contemplando la luna. Se oyó el reclamo de un búho, bosque arriba.

—¿No tiene frío? —preguntó Helen.

—No; estoy bien.

—¡Lo que daría por fumar!

—Yo antes también fumaba, y me gustaba mucho.

—Pues dicen que sólo fuma lo mejorcito de las mujeres…

—Y lo peorcito de los hombres.

—¿Entonces qué? ¿La que lo deja baja de categoría?

—¡Qué va!

Se echaron a reír. Volvió a reinar el silencio.

—A lo mejor no vienen —dijo Helen.

—Seguro que sí. —Eleanor frunció el entrecejo—. ¿Tú qué crees que tendrán esos animales, que tanto los odia la gente?

—¿Los lobos? No lo sé. A lo mejor se nos parecen demasiado. Los miramos y nos vemos a nosotros mismos. Seres afectuosos y sociables, y al mismo tiempo máquinas de matar.

Eleanor reflexionó sobre ello.

—También podría haber parte de envidia.

—¿De qué?

—De que sigan formando parte de la naturaleza, mientras que nosotros nos hemos olvidado de cómo se hace.

Eleanor parecía dispuesta a seguir, pero vio algo en el valle que le llamó la atención.

—Ya vienen —dijo.

Dos faros estaban doblando en la primera curva. El corazón de Helen volvió a subirse a la montaña rusa. Vieron aparecer otro vehículo, y después otro. Ya se oían los motores, y también ladridos de perros. Cada vez había más camionetas. Cinco, seis… hasta un total de ocho, subiendo juntas por las curvas.

—Pues bien, aquí nos tienen —dijo Helen.

Buck no los había contado, pero supuso que serían unos veinte, incluidos unos cuantos a los que habría preferido no llevarse. Los dos hijos de Harding iban bastante borrachos, tanto como los leñadores que habían estado tomando copas con ellos en el bar. Algunos tenían botellas, y Buck había tenido que parar a medio camino para decir que el que quisiera seguir cantando y pegando gritos se fuera a casa. Por otro lado, cuantos más fueran mejor. ¿Quién iba a meter en la cárcel a todo Hope?

Buck lideraba la comitiva en la camioneta de Clyde, presente asimismo en el vehículo. Llevaban a uno de los leñadores apretujado entre los dos, para no perderse. Era uno de los que habían subido con Clyde la noche anterior para poner aquella imbecilidad de los alambres, cuando lo lógico habría sido arrojar veneno por el agujero, o gasolina, o lo que fuera. Pero eso tenía fácil arreglo.

La furia de Buck había ido depurándose. En el momento de disparar a los dos lobos estaba prácticamente fuera de sí, como si algo hubiera prendido fuego en su cabeza, haciendo estallar toda la presión acumulada en los últimos meses, meses de ofensas, desaires y frustraciones. El humo había desaparecido, dejando a la vista el frío resplandor de su rabia como un hierro de marcar candente, silencioso y abrasador.

—¡Eh, mirad! —dijo Clyde escudriñando el camino—. Hay alguien delante.

A punto de dejar atrás la última curva, el camino se estaba haciendo más llano. Vieron a alguien con una linterna a unos cien metros. Después los faros iluminaron dos árboles atravesados en el camino, y al lado una camioneta.

—¿Qué demonios…? —dijo Clyde—. Es la bióloga. ¿Y la otra?

Buck ya la había reconocido. Al ver quién era, Clyde se volvió hacia él.

—¿Se puede saber qué pinta Eleanor en este fregado?

Buck no contestó. Seguro que Eleanor había ido con el cuento a Helen Ross. ¡Su propia esposa!

—Para aquí —dijo.

Frenaron a unos veinte metros de la barrera. En ese momento Helen Ross pasó por encima de los árboles caídos y se acercó a ellos, protegiéndose los ojos contra los faros de Clyde. Buck salió y caminó lentamente hasta ponerse delante del parachoques. Esperó a Helen con la espalda apoyada contra el capó. Los demás hombres fueron bajando de los camiones y acercándose a Buck para ver qué pasaba.

—Hola, señor Calder.

Buck se limitó a mirarla fijamente. La muy puta tenía miedo.

—Me temo que el camino está cortado.

—¿Ah sí? ¿Y con qué autoridad?

—La del Servicio de Fauna y Flora.

—Este camino es público.

—Ya lo sé, señor Calder.

Eleanor se acercó a Helen, pensando sin duda que podía ponerlo en ridículo delante de todo el mundo. Buck la ignoró.

—¡Craig! —exclamó, mirando a Helen con insistencia—. ¿Está Craig?

—¡Sí!

Craig Rawlinson se abrió camino entre la multitud.

—Buck… —dijo Eleanor a su marido, que no le hizo caso.

—Sheriff Rawlinson, ¿tiene autoridad esta mujer para cerrar un camino público?

—No, a menos que tenga un documento que lo demuestre.

—Buck —repitió Eleanor—, por favor. Déjalo ya.

—¿Que lo deje? —Buck se echó a reír—. ¡Pero cariño, si ni siquiera he empezado!

La bióloga se dirigió a Craig Rawlinson.

—Me parece increíble que vaya usted a ayudar a estos hombres a cometer un delito.

—Que yo sepa, la única persona que está cometiendo un delito es usted. Obstrucción de vía pública.

Helen señaló a Buck.

—Este hombre acaba de matar a dos lobos con una escopeta… —La risa fue unánime—. Debería arrestarlo, y no ayudarlo a matar a más.

—No sé de qué me habla. Llévese la camioneta o la arresto.

Rawlinson intentó cogerla del hombro, pero fue rechazado con un empellón en el pecho. Uno de los leñadores jaleó a Helen en son de burla.

—Es de las que no se dejan, ¿eh? —vociferó Wes Harding, provocando un nuevo coro de risas.

—¡A ver si crecéis! —exclamó ella.

Eleanor dio un paso adelante y le puso una mano en el hombro.

—¿Qué os pasa, chicos? —dijo—. A muchos os conozco desde niños. Conozco a vuestras madres. Creo que lo mejor es que volváis a casa.

Su tono, sosegado y persuasivo, hizo que a Buck le hirviera la sangre.

—¡A ver si se callan los perros, joder! ¡Clyde!

—Dime.

—¡Aparta esos árboles del camino!

Luke llevaba diez minutos intentando quitar los ganchos de la boca del cachorro, pero los tres estaban clavados hasta el fondo, y no podían desprenderse sin empeorar la herida. Lo único que consiguió fue sacarle de la garganta el trozo de carne, para que el pobre no se ahogase. Al final supuso que iba a desangrarse sin remedio. Si perdía más tiempo corría el riesgo de que murieran todos. Así pues, dejó al cachorro donde lo había encontrado, cogido al alambre como un pez medio ahogado.

La madre se había pasado todo el rato ladrando y aullando desde el otro lado del claro, dando vueltas sin parar, creyendo que Luke estaba matando a su hijo. Él siguió oyéndola desde dentro del cubil.

Se arrastró lentamente boca abajo, enfocando el túnel con la linterna. Era más estrecho que el que había investigado con Helen el verano anterior; también parecía más largo, con recodos en los puntos donde la loba había topado con roca viva. Percibió un vago olor a amoníaco que fue haciéndose más fuerte a medida que bajaba. Supuso que procedería del pipí de los cachorros, y que debía de estar acercándose a la paridera.

Apuntó con la vara hacia adelante, siguiendo el haz de la linterna, por si a la madre se le ocurría entrar por el lado que daba a las rocas. No tenía ni idea de cuántos cachorros iba a encontrar. Según Helen a veces había hasta nueve o diez.

De pronto los oyó gañir. Poco después dobló el último recodo y los vio a la luz de la linterna. Estaban al fondo de la cueva, hechos un ovillo peludo y marrón, deslumbrados por la luz y quejándose con chillidos agudos. Luke no pudo ver cuántos eran. Cinco o seis.

—Hola —dijo con dulzura—. Tranquilos, no va a pasaros nada.

Dejó la vara y la linterna para coger la bolsa de tela que se había metido debajo de la camisa. Una vez abierta, avanzó con los codos hacia los cachorros. Eran cinco. Se preguntó si podría llevárselos a todos en un viaje. El túnel era estrecho, y no quería arriesgarse a que se hicieran daño. Decidió, pues, empezar con tres y volver por los otros dos.

Cogió al primero. Tenía un pelaje suave y mullido. Lo oyó gemir.

—Ya, te entiendo. Perdóname.

—Mueva la camioneta —dijo Buck Calder.

—No.

Helen se cruzó de brazos y le plantó cara, procurando adoptar una actitud dura y oficial. Su cabeza le llegaba a Buck a mitad del pecho. Notó que las piernas le flaqueaban. Estaba de espaldas a la puerta del conductor, y deseó haberla cerrado antes de esconder la llave. Había perdido la noción del tiempo. Sólo sabía que Luke necesitaba más tiempo para sacar a los cachorros.

Eleanor había renunciado a convencer a su marido, y dedicaba sus esfuerzos a hacer entrar en razón a su yerno, que supervisaba el traslado del segundo árbol. El primero ya había sido apartado del camino por los hijos de Harding. Hicks se limitaba a negar con la cabeza sin mirar a Eleanor.

—¡Eh, zorra! —gritó alguien—. ¡Mueve tu puta camioneta!

Helen se giró a ver quién era y descubrió a su amigo de la barba, el de fuera de los juzgados. Iba armado, y no era el único. Otros habían arrancado ramas y las estaban envolviendo con trapos rociados de queroseno.

—¡Genial, chicos! —dijo Helen—. ¿No pensáis hacer una cruz y pegarle fuego?

—¿Contigo clavada?

—¡Craig! —llamó Buck—. ¿La camioneta es una obstrucción?

—¡Por supuesto!

Buck se volvió hacia Helen.

—¿Va a moverla o no?

—No.

Miró el interior de la camioneta.

—Deme las llaves.

Viendo su mano tendida, Helen tuvo que aguantarse las ganas de escupirle. Miró por encima del hombro de Buck y vio que Eleanor estaba hablando con Abe Harding, diciéndole que bastantes problemas tenía ya, y que corría el riesgo de pasar una buena temporada en la cárcel. Abe no la escuchaba. El segundo árbol estaba siendo arrastrado por la camioneta de sus hijos, en cuya plataforma los dos perros se desgañitaban con la correa al cuello.

Empezaron a encender las antorchas.

Buck Calder intentó pasar la mano por detrás de Helen para abrir la puerta, pero ella se lo impidió dando un paso atrás. De repente se acordó de la vez que la había arrinconado contra la camioneta. Buck también debía de recordarlo, porque se apartó un poco, sin duda para ponerse a salvo de rodillazos.

—Clyde, ata una cuerda. —Se alejó.

—¿A ella o a la camioneta? —exclamó Ethan Harding.

Todos rieron. Alguien dio una cuerda a Hicks, que se acercó a la camioneta. Helen abrió la puerta, hurgó bajo el asiento y sacó la escopeta de Luke.

Apuntó a Hicks y amartilló el arma. Hicks se detuvo y todo el mundo guardó silencio. Buck Calder, de espaldas a Helen, se volvió poco a poco y vio la escopeta. Ella tragó saliva.

—Ahora mismo os largáis de aquí.

Los hombres la miraron sin moverse. Por primera vez Eleanor parecía asustada. Calder contemplaba el arma con ceño. Dio un paso, y Helen movió el cañón hacia él. Buck vaciló, pero siguió avanzando.

—¿De dónde lo ha sacado?

Helen no contestó. Respiraba demasiado rápido, y no quería delatar su miedo diciendo algo (suponiendo que no se le notara ya). Buck siguió caminando hasta tener la escopeta a pocos centímetros del corazón.

—¿Cómo se atreve? —susurró—. ¿Cómo se atreve a apuntarme con la escopeta de mi hijo muerto?

Y, apoderándose del cañón, le arrebató el arma.

Cuando Luke salió de la guarida con la primera bolsa de cachorros encontró a la loba madre en la boca misma, y pensó que iba a saltarle encima. La loba retrocedió, ladrando y gruñéndole con los dientes y las encías al descubierto. Luke gritó y la ahuyentó con la vara.

Sin embargo, sólo consiguió que se alejara unos veinte metros sin dejar de ladrar. Temió que si dejaba la bolsa fuera de la guarida la loba se la llevara mientras él bajaba por los otros. Tal vez lo más seguro fuera meter la primera bolsa en el jeep; pero probablemente no tuviera tiempo, y de todos modos la loba podía aprovechar su ausencia para meterse en el cubil y escapar con los cachorros que quedaban.

Metió entre dos rocas la bolsa con los cachorros, y después fue a recoger piedras para apilarlas delante. No disuadiría a la loba, pero al menos ganaría un poco de tiempo. Mientras se dedicaba a ello, intentó no prestar atención a los chillidos del cachorro atrapado en la trampa, que según acababa de descubrir trazaba un amplio círculo en torno a la guarida.

¿Qué clase de persona, se preguntó, era capaz de idear algo semejante?

Al final no pudo seguir soportando los gritos y realizó un nuevo intento de extraer el gancho de la boca del cachorro, aun a sabiendas de que no había ni un minuto que perder. Le fue imposible. La madre, mientras tanto, corría como loca alrededor de él.

De repente dejó de aullar, y Luke oyó a lo lejos un ruido sordo de motores al que se sumaron los ladridos de un perro. Miró hacia el bosque y entrevió un resplandor de faros.

Soltó al cachorro, cogió la linterna y la bolsa vacía y se metió de cabeza en el cubil.

Una vez aparcados en fila coches y camionetas, los hombres se apearon al borde del claro. Casi todos llevaban escopeta, y los otros, linternas y antorchas encendidas. Abe llevaba atados a sus perros, que ladraban furiosamente.

Buck estaba al lado de la camioneta de Clyde, armado con la escopeta de Henry. Aún le duraba la rabia de haber visto a aquella puta apuntándolo. Le habían entrado ganas de partirle esa cara tan bonita. Menos mal que Craig Rawlinson se la había llevado a la fuerza, mientras varios hombres quitaban de en medio aquella porquería de camioneta. Buck había sentido prácticamente lo mismo por Eleanor. ¡Su propia mujer apoyando a semejante puta! Era increíble.

Rawlinson, todo discreción, dijo que se quedaba con ellas en el coche. De ese modo, según sabía Buck, podría alegar no haber visto nada de lo que estaba a punto de suceder.

—¿A ver, dónde está? —preguntó Buck.

Clyde señaló el centro del claro.

—Ahí, justo en medio. Calculo que a unos cien metros. ¿Ves las rocas?

—Sí.

—Pues la guarida está debajo.

—¡Mirad! —exclamó Wes Harding, señalando el borde del claro—. ¡Hay uno!

Las linternas enfocaron el lugar señalado. Pocas tenían suficiente potencia para llegar tan lejos, pero bastaron para iluminar a un lobo blanco que los miraba con descaro. Para colmo, mientras lo observaban tuvo la desfachatez de aullar.

Buck levantó la escopeta, pero se le adelantaron tres o cuatro. Se oyó una descarga atronadora.

Habría sido imposible calcular cuántos tiros dieron en el blanco; en todo caso, los suficientes para hacer saltar al lobo por los aires. Al caer ya estaba muerto.

—¡Escuchad, chicos! —exclamó Buck—. Tengo una faena pendiente. Me he cargado a dos de esos bichos, y el primero que se va a la cárcel soy yo. ¿Vale? Si sale otro es para mí. ¿Entendido? —Se oyó un murmullo de asentimiento—. Abe y yo vamos a ser compañeros de celda. ¿A que sí, Abe? —Éste no sonrió—. ¿Lleváis las palas y la gasolina?

Unos cuantos contestaron que sí.

—Entonces vamos.

El terreno era más difícil de lo que parecía. Había que saltar por encima de troncos caídos y no meter el pie en las raíces. Buck dejó que Clyde fuera en cabeza con la linterna. No había vuelto a poner el seguro de la escopeta de Henry, y caminaba sin quitar ojo al cubil, resuelto a evitar que uno de esos gilipollas borrachos volviera a adelantársele cuando les saliera al paso otro lobo.

Ya estaban a medio camino, y Buck veía recortarse claramente la boca negra del cubil a la luz de la luna. De repente vio que cambiaba de forma. Otro lobo. No quiso gritar, seguro como estaba de que a pesar de lo dicho los otros echarían mano a las escopetas.

Susurró a Clyde que se detuviera.

—Está saliendo uno. Enfoca la linterna en cuanto te lo diga.

Levantó la escopeta y apuntó con la mira a lo que estaba emergiendo de la boca de la guarida.

—¡Ahora!

En el momento exacto en que la luz de la linterna alcanzaba su objetivo, Buck apretó el gatillo.

Se oyó un grito, agudo y terrible.

Cuantos lo habían oído, entre ellos Buck, supieron enseguida que no era un lobo.

—Luke… Luke…

Era la voz de la luna. Luke no sabía por qué lo llamaba ni qué quería de él. Tampoco entendía que quedara sumida en un torbellino de nubes rojas, con súbitas e inesperadas reapariciones. Sólo que eran demasiado fluidas y próximas para ser nubes, como si las tuviera en los ojos. Descubrió que podía dominarlas, porque cada vez que se le llenaban los ojos y la luna se teñía de rojo, no tenía más que parpadear para que todo se despejase, dejando a la vista el disco claro de la luna, que seguía llamándolo.

—¡Luke! Dios mío… ¡Luke!

Parecía la voz de su padre, pero no podía ser. Su padre ya no quería saber nada de él. Y había otras voces que no lograba reconocer. A veces sus sombras tapaban la luna; pero él sólo quería que lo dejaran en paz, y poder contemplarla.

Pensó en pedirles que se fueran, puesto que ya tenía voz. Se la había descubierto Helen. Ignoraba, sin embargo, dónde encontrarla. Quizá Helen hubiera vuelto a llevársela. En lugar de voz notaba en su garganta un hueco frío, como un agujero en un montón de nieve. Aparte de eso no tenía ninguna sensación. Salvo cuando parpadeaba. Entonces notaba algo raro en un ojo, y ya no estaba seguro de estar viendo por él. Parecía obstruido por algo húmedo y espeso, algo que no podía quitarse parpadeando.

Chac chac chac.

Había aparecido otra luna en el cielo. O quizá fuera una estrella, o un cometa. Pero no; volaba demasiado bajo y desprendía una luz muy intensa. Cegadora. Le hacía daño en el ojo. Oyó un ruido cada vez más fuerte… más fuerte…

Chac chac chac chac.

De repente, la fuente de luz quedó sumida en nubes rojas, al igual que la luna.

No, no eran nubes. Eran cortinas rojas que tapaban el cielo. Y esta vez parpadear no servía de nada. Alguien intentaba echarle una mano.

Cortinas rojas.

Chac chac chac chac chac.

¿Dónde estaba?

Deseó que Helen le trajera la voz, para poder hablar con ella, tocarla y sentir algo más que aquel gélido vacío en la garganta. Había mucha gente, muchísima. Algunos acababan de llegar y le metían cosas en el cuerpo, tapándole la cara con una especie de máscara.

Pero ¿y Helen?

Le pareció que una de las voces que oía era la suya, y que lo estaba llamando; pero sólo fue un segundo. Después notó que lo levantaban y se lo llevaban, y que las cortinas rojas se habían corrido por última vez. Quizá volviera a verla cuando se abrieran. Quizá entonces también estuviera él, a su lado.

Dos estatuas de piedra cogidas de la mano.