Capítulo 32

El segundo deshielo del año fue más discreto que el primero. No hubo esta vez inesperados vientos ardientes que derritieran la nieve en pocas horas. El río Hope, satisfecho acaso con sus extravagancias pasadas, se atuvo a su cauce, colmándolo con benignidad.

Era la primera semana de abril. La nieve había abandonado los prados llanos, dejándolos secarse bajo los tímidos rayos del sol y retirándose al valle como una marea. Se dedicó por un tiempo a hacer incursiones más allá de los confines del bosque y, convertida en espuma, corrió por las umbrías hondonadas y torrenteras de los ranchos más altos. Todavía era pronto para que los árboles lo tomaran por algo más que un nuevo truco del invierno, y, si bien los claros más soleados, listos para germinar, se llenaron de crujidos y susurros, las hileras de álamos de Virginia que serpenteaban por el valle montaña arriba se encastillaron en su cinismo, permaneciendo grises y desnudas como mínimo otro mes.

No así el reloj sito en el útero de la loba blanca, que no admitía demoras. Hacía tres semanas que la loba había encontrado una zorrera abandonada al borde de una zona de tala, y, bajo la mirada perpleja de los dos cachorros supervivientes, se había pasado horas cavando y cavando hasta rehacerla a su gusto.

Ya tenía la barriga muy hinchada. Cada vez le resultaba más difícil cazar, y más con la nieve a medio derretir. Pese a hallarse en su segundo año de vida y haber alcanzado el peso y corpulencia de la edad adulta, los dos lobeznos tenían mucho que aprender en astucia y técnicas de caza. Habían colaborado en varias cacerías, pero nunca se habían puesto al frente de ninguna. Mermada hasta tal punto la agilidad de la madre, la manada ni siquiera representaba un peligro serio para el ciervo más debilitado por el invierno.

Los dos lobatos salían juntos diez o doce veces al día, a rastrear, perseguir y dejar escapar a la presa. A veces cazaban conejos o liebres, y los compartían con su madre; pero la presa casi nunca compensaba el gasto de energía. Inquietos y errabundos, seguían el olor de la carroña y robaban comida a depredadores más pequeños que ellos.

Un día percibieron un olor desusado cuyo rastro los llevó a un claro, en cuyo borde encontraron a un viejo apoyado contra un árbol. Los dedos de sus pies sobresalían de la nieve, hollada a distancia prudencial por coyotes y pumas. Los lobos se mostraron todavía más cautelosos, porque el olor de aquel hombre les resultaba a la vez aterrador y conocido. Sin embargo, había algo todavía más aterrador en el lugar donde lo habían encontrado. Se alejaron con las orejas pegadas a la cabeza y la cola entre las patas, dejando al cadáver a merced de los osos, que empezaban a salir de su letargo.

Infinitamente más tentador era el aire cálido que subía de los ranchos del valle. Había llegado la hora de que pariera el grueso de los rebaños, y los lobos ya habían encontrado los vertederos de reses muertas. Bastaba con ahuyentar a los coyotes para poder comer tranquilos. Recorriendo barrancos y cauces secos, asistieron al nacimiento de las mismas criaturas cuya carne habían paladeado, juzgándolas lentas, torpes y vulnerables.

La loba blanca vio acercarse su hora, y despareció a solas dentro de la guarida. Sus dos hijos se pasaron toda la noche y el día siguiente aguardando a que saliese. Mataron las horas paseando o descansando con la cabeza sobre las patas, sin perder de vista la entrada del cubil. De vez en cuando metían la cabeza y gañían, hasta que un gruñido llegado de las profundidades les advertía que no siguiesen adelante. Por la tarde del segundo día, y viendo que su madre no se decidía a salir, se alejaron por el bosque, impelidos por el hambre y la impaciencia.

Así, mientras su madre daba a luz a seis nuevos cachorros, los dos lobos siguieron los pasos de su padre muerto, y bajando del bosque con sigilo mataron a su primer ternero sin hallar la menor resistencia.

Su elección fue impecable: un Black Angus pura raza del rancho Calder.

En el momento de alejarse de la cabaña le había parecido buena idea, pero ya no. Mientras aparcaba al otro lado de la tienda de objetos de regalo, Helen tuvo ganas de dar media vuelta. Probablemente fuera demasiado tarde. La madre de Luke ya debía de haberla visto por el escaparate.

A Luke le había dicho que iba a Hope a comprar provisiones en la tienda de los Iverson, por estar prácticamente segura de que el muchacho no habría visto con buenos ojos una visita a su madre. Pensaba que Eleanor se merecía una explicación, aunque no sabía muy bien qué decirle. ¿Que la perdonara por haberle robado a su hijo? ¿Por haberle hecho perder la virginidad? Bastantes dificultades tenía para explicárselo a sí misma.

¿Cómo transmitir a otra persona lo que había sentido al ver a Luke delante de la cabaña con dos bolsas enormes al hombro? ¿Cómo explicar su reacción al oírle decir que se había marchado de casa, y que a ver si podía quedarse «unos días»? Se había limitado a abrazarlo, y habían tardado mucho en separarse.

—Así estarás protegida —había dicho Luke. Y era cierto.

Vivir con él en aquel espacio minúsculo, que sólo les pertenecía a los dos, parecía lo más natural del mundo. Luke decía en broma que vivían como lobos; y en cierto modo era verdad, porque compartían una especie de animalidad desinhibida. Muchas veces, antes de acostarse, calentaban un barreño de agua en la estufa, se metían desnudos en él y se lavaban mutuamente con un trapo. Helen nunca había tenido un amante tan tierno; tampoco recordaba haberse sentido tan despierta y deseosa físicamente, ni siquiera con Joel.

Entre Joel y ella había habido pasión, placer y también amistad. Nunca, sin embargo, habían estado unidos por una intimidad comparable a la que había descubierto con Luke. De eso se daba cuenta. Con Joel siempre había estado pendiente de sí misma, de personificar los deseos de Joel tal como los veía desde su punto de vista, y todo para no ser rechazada.

La relación con Luke le había enseñado que la verdadera intimidad sólo se consigue cuando dos personas se limitan a ser ellas mismas en lugar de vigilarse a todas horas. Luke hacía que se sintiera hermosa y deseada; pero más importante aún era librarse, por primera vez en la vida, del miedo a ser juzgada.

Bien, pero ¿cómo hacérselo entender a Eleanor, siquiera en parte? ¿Cómo ser remotamente fiel a la verdad? A fin de cuentas, quizá fuera mejor renunciar a ello y volver a casa. Pero no. Helen se santiguó mentalmente y salió de la camioneta.

La puerta, recién pintada, estaba casi tan fea como con la inscripción. Luke había encontrado el color exacto en un concesionario Toyota de Helena, y le había quedado muy bien. Por desgracia, el resto del vehículo estaba tan oxidado y descolorido que lo nuevo destacaba demasiado, como si pidiera a gritos otra rayada.

Helen abrió la puerta de Paragon, haciendo que la campanilla sonara con fuerza. Afortunadamente no había ningún cliente, y Ruth Michaels estaba sola delante de la caja.

—¡Hola, Helen! ¿Cómo estás?

—Bien, gracias. ¿Y tú?

—Imagínate. Ahora que ya no hay nieve…

—Ya. ¿La señora Calder está?

—Sí, al fondo. Voy a avisarla. ¿Quieres un café?

—No, gracias.

Mientras esperaba, Helen tarareó nerviosamente una melodía. Oyó hablar a las dos mujeres, pero no las entendía. Ruth volvió poniéndose la chaqueta.

—Tengo que salir. Te veo luego, ¿no?

—Sí.

Volvió a sonar la campanilla. Helen reparó en que antes de marcharse Ruth daba la vuelta al cartel de ABIERTO/CERRADO y ponía el seguro.

—Buenos días, Helen.

—Hola, señora Calder.

No la había visto desde el día de Acción de Gracias, y volvió a sorprenderla su parecido con Luke: la misma piel clara, los mismos ojos verdes preciosos… Le sonrió.

—¿En qué puedo servirte?

—Pues…

—Mejor que nos sentemos al fondo. Así no nos verán.

Helen la siguió hasta donde se servían cafés y se sentó en uno de los taburetes. Eleanor Calder se colocó detrás de la barra.

—¿Te preparo un café?

—Sólo si usted también toma.

—Me parece que voy a tomarme un No Vale la Pena.

—Pues el mío que sí la valga. Grande y con un chorrito de algo.

Helen aún no sabía por dónde empezar. Guardó silencio, mientras la madre de Luke preparaba los cafés como una experta. Le pareció increíble que una mujer pudiera estar casada tanto tiempo con Buck Calder y conservar semejante elegancia y dignidad.

—He venido a explicarle lo de Luke y yo; bueno, más que explicar… Sólo quería decirle que… Jo, ya la he cagado.

La señora Calder sonrió.

—Deja que te lo ponga más fácil. —Sirvió a Helen una taza de café y luego la suya—. Has hecho muy feliz a Luke. Por lo que a mí respecta, ha tenido suerte de encontrarte.

Se sentó al otro lado de la barra, removiendo el azúcar con esmero. Helen estaba atónita.

—Gracias —dijo como una estúpida.

—En cuanto a que viváis juntos, sólo puedo decir que por esta zona hay mucha gente chapada a la antigua; pero eso es cosa vuestra. Además, para serte sincera, no sé a dónde más podría haber ido.

—Dice Luke que usted también se ha marchado de casa.

—Sí.

—Lo siento.

—No lo sientas. Debería haberme ido hace años. Imagino que sólo me quedaba por Luke.

Hablaron un poco de la solicitud de ingreso de Luke a la universidad, y después de los lobos. Helen dijo que no debían de quedar más de tres o cuatro. Movida por la superstición, no habló de que llevaban un día sin captar la señal de la madre. Con un poco de suerte querría decir que se había retirado a su cubil.

—¿Y a los otros qué les ha pasado?

—No lo sé. Puede que los haya matado alguien.

Eleanor Calder frunció el entrecejo.

—Ahora que hablamos de esto, me olvidé de comentárselo a Luke y no sé si hago bien en decirlo, pero mi yerno tiene a alguien en su casa trabajando para él, un tal Lovelace. Al principio no sabía de qué me sonaba, pero después lo recordé. Hace años, en Hope había un trampero famoso que se llamaba Lovelace. Decían que era un «lobero».

Dan se dio cuenta de que esta vez Calder y su yerno habían seguido al pie de la letra las directrices de la asociación de ganaderos. Habían puesto una lona con pesas encima de los dos terneros muertos, y después habían encuadrado pulcramente con listones las huellas y excrementos, tarjeta de visita de los lobos.

Por suerte no habían llamado a la televisión, pero Clyde Hicks compensaba la falta de cámaras con la suya. La puso en marcha nada más aparecer por el prado la camioneta de Dan y Bill Rimmer. Dan, como siempre, traía lo necesario para filmar la autopsia, pero Hicks no había querido arriesgarse.

—Con ustedes nunca se sabe —dijo—. Pueden manipular la cinta para que las imágenes demuestren lo que les conviene. Queremos asegurarnos de tener nuestra propia grabación.

Se notaba que Hicks tenía pretensiones de artista, porque se dedicó a hacer panorámicas, zooms y cambios de ángulo con la intención de que no sólo se viera la autopsia, sino a Dan filmándola. Sólo le faltaba otra cámara para conseguir un efecto triple de cine dentro del cine.

Calder ni siquiera los había saludado. Guardaba un silencio sepulcral. Al llamar a Dan a la oficina y contarle lo sucedido, se había atenido a los hechos, sin añadir más que una advertencia: no traer a Helen Ross. No la quería en sus tierras. Dan había dejado un mensaje en el contestador de Helen, informándola de ello.

Rimmer acababa de despellejar el segundo ternero en la parte de atrás de la camioneta. Tanto las marcas de dientes como la hemorragia permitían afirmar que el primero había sido víctima de uno o más lobos.

Calder asistía a la operación cruzado de brazos, sin asomo del encanto de cocodrilo que había derramado sobre ellos en las anteriores visitas de Dan y Rimmer al rancho. Estaba pálido y demacrado, con las típicas ojeras del ranchero cuyas vacas acaban de parir. Sus mandíbulas estaban apretadas. Era como un dedo acariciando el gatillo.

El silencio de Bill Rimmer informó a Dan de que sucedía algo raro. Había marcas de dientes, pero casi sin hemorragia. Rimmer empezó a abrir el pecho del ternero.

—Está claro que a éste también le han hincado el diente —dijo. Se irguió y miró a Dan antes de volverse hacia Calder—. Pero no lo han matado.

—¿Qué? —dijo Calder.

—Ya estaba muerto al nacer.

Calder se quedó mirándolo.

—Aquí no nacen terneros muertos —dijo con frialdad.

—Pues le aseguro que éste lo estaba. No se le han abierto los pulmones. Si quiere se lo enseño…

—Váyanse.

Dan intentó mediar.

—Estoy seguro de que estarán dispuestos a compensarlo a usted por los dos, y al precio más alto del mercado. Los de Defenders of Wildlife son muy comprensivos…

—Es dinero sucio. No lo quiero.

—Mire…

—¡He dicho que salgan de mis tierras!

Luke casi se perdió en un laberinto de caminos de leñadores. No se atrevía a pasar cerca del rancho, por miedo a que lo vieran. El único camino alternativo pasaba por el bosque, y hacía tiempo que no lo seguía.

Se había puesto en marcha nada más volver Helen y contárselo. Era mediodía, y Kathy debía de estar en la casa principal haciendo la comida a los ayudantes de su padre. El tiempo, sin embargo, pasaba deprisa. Kathy solía regresar a las tres. Tenía poco más de media hora.

Al final encontró el camino que buscaba. Estaba lleno de barro y baches, y Luke tuvo que bajar del coche para apartar un árbol caído; pero acabó por reconocer el terreno, y supo que estaba por encima de la casa de Kathy. Entonces aparcó y recorrió a pie el trayecto.

Desde lo alto del prado no parecía que hubiera nadie. Vio una caravana plateada y un viejo Chevy gris medio escondidos detrás del establo, ninguno de los dos era propiedad de Clyde y Kathy. Al llegar a la tumba de Prince vio salir de detrás de la casa a Maddie, la vieja collie. Estaba hecha una fiera, pero en cuanto reconoció al intruso se puso a mover la cola. Luke se agachó a acariciarla, alerta por si alguien había oído los ladridos. Todo estaba en silencio.

Como no quería correr riesgos, llamó a la puerta y dio voces por el establo. No había nadie. Fue corriendo a la parte de atrás y dio un par de golpes en la puerta de la caravana. A falta de respuesta, movió el pomo. No estaba cerrada.

No tardó en darse cuenta de que ahí no vivía ningún carpintero. Bastaba con ver cómo olía. En la cama había una piel de lobo, aunque no quería decir gran cosa. Encontró los armarios secretos. Dos estaban llenos de trampas, cepos, alambres y otras cosas que no había visto en su vida. Otro contenía frascos numerados pero sin nombre. Destapó uno y se lo acercó a la nariz. Olía igual que lo que tenía Helen: pipí de lobo.

Entonces oyó el motor de un coche.

Se apresuró a meterse en el bolsillo de la chaqueta el frasco y una de las trampas de alambre, antes de devolverlo todo a su lugar. Después bajó de la caravana e intentó cerrar sin hacer ruido, pero la puerta chasqueó al ajustarse.

—¿Señor Lovelace?

Luke se quedó de piedra y soltó un juramento entre dientes. Era Clyde. Se estaba acercando.

—Señor Lovelace…

Al ver a Luke, la expresión de Clyde pasó de amistosa a hostil. Kathy apareció a sus espaldas con el bebé en brazos.

—¡Luke! —exclamó.

—Hola.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Clyde.

—Que… quería ver a mi hermana.

—¿Ah sí? ¿Y cómo has venido, volando?

Luke movió la cabeza en dirección al bosque.

—He aparcado arriba.

—Hay que tener mucha cara para fisgonear en propiedad ajena.

—¡Clyde, por Dios! —dijo Kathy.

Los ojos de Clyde se posaron en la caravana.

—¿Por ahí también te has metido?

—No, sólo he llamado a la pu… puerta, pero no hay nadie.

Notó que se sonrojaba. ¿Cuándo demonios aprendería a mentir como Dios manda?

Clyde asintió con la cabeza.

—No me digas.

Luke se encogió de hombros.

—Pues sí.

—Venga, lárgate.

—¡Clyde! —exclamó Kathy—. ¡Ha venido a verme a mí!

—¿Y? Ya te ha visto, ¿no?

—A mí no me hables en ese tono…

—¡Cállate, joder!

—Tranquila, Kathy. Ya me voy.

Al pasar junto a ellos, Luke hizo acopio de coraje y sonrió a Kathy y al niño. Ella dio media vuelta y se alejó. Una vez junto a la tumba del perro, Luke echó a correr y no se detuvo hasta llegar al coche.

Tardó menos que en el camino de ida. Al llegar a la cabaña vio aparcado el coche de Dan Prior al lado de la camioneta de Helen. Buzz salió a recibirlo, brincando por el barro.

En cuanto entró en la cabaña, el silencio le indicó que Dan y Helen habían estado discutiendo. Dan lo saludó con la cabeza.

—Hola, Luke.

—Hola.

Helen parecía sumamente disgustada.

—Dan quiere matar al resto de los lobos.

—Helen, por favor…

—Es la verdad, ¿no? O tenemos que llamarlo… ¿Cómo era? ¡Ah, sí! «Control letal».

Luke miró sucesivamente a uno y otra.

—¿Por qué?

Dan suspiró.

—Han matado a un ternero de tu padre.

—Y Dan va a dejar que tu padre lo obligue a hacer lo que quiere: cargarse a los lobos. «¿Lobos? Ni hablar». El que grite más se sale con la suya.

—Parece que la política no es lo tuyo.

—¡Política!

—Sí, política. ¡Si dejamos que la situación empeore, el programa de repoblación podría sufrir un retroceso de varios años! Además, bastantes oportunidades han tenido ya estos lobos. A veces para ganar la guerra hay que perder una batalla.

—Menos cháchara, Dan. Lo que pasa es que no quieres plantar cara a Calder. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste, que Hope era una prueba decisiva? Si no te enfrentas con gente como él nunca ganaremos la guerra.

—Seamos realistas, Helen. En Hope no quieren lobos.

—Haz lo que dices y nunca los querrán. La verdad, no sé por qué demonios me llamaste.

—¿Sabes qué? Lo mismo me pregunto yo.

—Antes tenías más cojones.

—Y tú más cabeza.

Se miraron con odio. Luke metió la mano en el bolsillo y sacó la trampa de alambre y el frasco de pipí de lobo.

—¿Esto cambia algo? —preguntó, dejándolos encima de la mesa.

Nada más recibir la llamada de Clyde, Buck había ido a verlo a su casa. Lo primero que hicieron fue ir a la caravana de Lovelace.

—¿Cuánto hace que no lo ves? —preguntó Buck.

—Unas tres semanas. Kathy lo vio salir con la motonieve en plena noche. Está preocupada, porque nunca había estado fuera tanto tiempo. Según ella le ha pasado algo.

De ser ciertas las sospechas de Kathy, Buck no iba a sentirlo demasiado. El viejo loco había tardado una eternidad en matar a unos lobitos de nada, y le había costado a Buck una pequeña fortuna. Aun así, los muy malditos seguían devorando el ganado.

Entraron en la caravana. No parecía que Luke hubiera tocado nada. A menos que hubiera sido muy cuidadoso.

—¿Estás seguro de que ha entrado?

—Creo que sí.

Buck reflexionó. Luke no habría bajado a fisgar si no sospechara algo. Juzgó muy posible que hubiera ido corriendo a decírselo a Dan Prior. Por lo tanto, nada impedía que una patrulla de federales se presentara en cualquier momento.

—Más vale que nos libremos de la caravana —dijo—, y de la camioneta también.

—¿Y qué hacemos? ¿Las quemamos?

—A veces eres tan tonto que me desesperas, Clyde. De quemarlas nada. Sólo dejarlas en algún sitio.

—Ya. —Clyde se quedó callado unos segundos—. ¿Y si vuelve el viejo?

—Pues le decimos dónde están. ¿Entendido?

Pusieron manos a la obra sin dilaciones. Mientras Clyde ordenaba el interior de la caravana para que no se cayera nada, Buck fue a llamar a Ray. Le dijo que había salido algo urgente en el tema de los lobos, y que entre él y Jesse tendrían que cubrir turnos suplementarios. Ray protestó un poco, pero acabó por acceder.

—¿No habría que ir al bosque a buscar a Lovelace, por si ha tenido un accidente? —dijo Kathy.

—Tienes razón. Se lo diré en privado a Craig Rawlinson. De todos modos, cariño, tenemos que andarnos con cuidado con lo que decimos. Lo que le habíamos encargado cazar eran coyotes, ¿de acuerdo? Ni se te ocurra hablar de lobos.

—¡Papá, que no soy idiota!

—Ya lo sé, cariño. Eres mi favorita.

Buck la abrazó y le dijo que se iba con Clyde a cambiar de sitio la caravana, por si Luke había ido con el cuento a sus amiguetes de Fauna y Flora. Si venía alguien mientras estaban fuera, que les dijera que no sabía nada.

Clyde, entretanto, había encontrado las llaves del viejo Chevy del lobero. Lo engancharon a la caravana entre los dos y, después de comprobar que no hubieran dejado ninguna de las posesiones de Lovelace por el suelo, emprendieron la marcha. Buck conducía la camioneta del lobero, y Clyde lo seguía con la suya.

Dejaron la camioneta y la caravana al lado de un bar de carretera frecuentado por camioneros. Buck pensó que tendría que pasar mucho tiempo para que alguien se diera cuenta.

Al oír los coches, Kathy supuso que eran Clyde y su padre volviendo de donde hubieran dejado la caravana; pero, transcurridos unos segundos, miró por la ventana de la cocina y vio dos camionetas beige que aparcaban al lado de la de su padre. En cada vehículo iban dos hombres, todos con sombrero. De repente tuvo mucho miedo.

Los cuatro desconocidos se apearon. Dos de ellos se quedaron delante de la camioneta, mientras los otros se dirigían a la casa. Kathy abrió la puerta y un hombre alto y bigotudo le enseñó una placa. Los nervios le impidieron leerla.

—¿Señora Hicks?

—Sí.

—Soy el agente especial Schumacher, del Servicio de Fauna y Flora. Mi compañero es el agente especial Lipsky.

Kathy los reconoció. Los había visto el otoño pasado, en la reunión sobre lobos. Cuando Schumacher se guardó la placa, Kathy entrevió una pistola en el forro de la chaqueta. Procuró fingir calma y dijo, con una sonrisa forzada:

—¿En qué puedo ayudarlos?

—¿Es usted la mujer del señor Clyde Hicks?

—Efectivamente.

—¿Podría hablar con él, por favor?

—Ahora mismo no está. ¿Ha pasado algo?

Kathy reparó en que tanto el agente Lipsky como los otros dos miraban el establo con insistencia.

—Verá, señora, tenemos constancia de que alguien ha estado poniendo trampas ilegales en tierras del Servicio Forestal, con captura probable de animales en peligro de extinción.

—¡Vaya! ¿De veras?

—Sí, señora. Y el informador tiene motivos para creer que la persona o personas responsables operaban desde aquí.

—¿En serio? —Kathy intentó reír, pero le salió un ruido raro—. Seguro que se trata de un error.

Entonces vio acercarse el coche de Clyde, seguido por otro al que no tardó en reconocer como el de Rawlinson, el ayudante del sheriff. Su padre iba sentado al lado de este último. Los agentes se volvieron y se mantuvieron a la espera.

Cuando Clyde salió del coche, Kathy vio que estaba furioso, y rezó por que no se metiera en líos comportándose como un idiota. Suerte que estaba ahí su padre para tomar la iniciativa. Kathy se echó a un lado, mientras el agente Schumacher repetía sus explicaciones.

Su padre lo escuchó sin interrumpirlo. A juzgar por su expresión, Craig Rawlinson tampoco estaba muy contento de ver a los agentes. Clyde trató de intervenir, pero se lo impidió una severa mirada de Buck.

—A alguien se le han cruzado los cables —dijo éste después de oír al agente Schumacher.

—¿Han tenido últimamente a alguien con una caravana?

Buck frunció el entrecejo y miró a Clyde.

—Oye, Clyde, ¿verdad que el viejo que estuvo aquí hace poco, el de los coyotes, tenía una caravana?

—Sí, creo que sí.

El agente Schumacher asintió con la cabeza, al tiempo que se mordisqueaba el bigote con expresión meditabunda.

—¿Les importa si echo un vistazo?

—¡Pero bueno! ¡Pues claro que me importa! —le espetó Clyde.

El padre de Kathy levantó la mano para que se callara.

—No creo que podamos ayudarlo en nada más, señor Schumacher. Y, en tanto que ex legislador del estado, me declaro ofendido por la sospecha de que pueda haber dado cobijo a un criminal.

—Nadie ha dicho eso, señor Calder. No hacemos más que seguir una pista que nos han dado. Cumplimos con nuestro deber.

—Pues cumplido está. Y les agradeceré que se vayan.

El agente sacó un papel del bolsillo.

—Tenemos orden de registro, señor Calder.

El padre de Kathy levantó la cabeza. Craig Rawlinson salió en su defensa.

—Estáis cometiendo un grave error, chicos. ¿Sabéis con quién estáis hablando? El señor Calder es uno de los miembros más respetados de nuestra comunidad. Resulta, además, que ha perdido terneros por valor de miles de dólares, y todo por culpa de esos malditos lobos que tantas ganas tenéis de proteger. Anoche mataron a dos más. Si alguien los mata a ellos mejor que mejor.

—No he dicho nada de lobos, sheriff —dijo Schumacher—. Sólo he hablado de «animales en peligro de extinción».

—Ya sabemos cuáles —dijo Clyde.

—Nos gustaría registrar la propiedad.

Kathy vio brillar los ojos de su padre, con la misma expresión que de pequeños solía hacer que salieran huyendo.

—Por encima de mi cadáver —dijo Buck con voz ronca.

Kathy apenas pudo contenerse. ¡Que miraran! ¿Y qué? La caravana ya no estaba. No obstante, tuvo la prudencia de seguir callada.

Todos guardaron silencio, tensos y expectantes. Schumacher miró a sus tres compañeros. Por lo visto, ni él ni los demás sabían cómo reaccionar. Kathy vio que Craig Rawlinson tragaba saliva antes de ponerse al lado de su padre y Clyde, plantando cara a los agentes.

—Están en mi jurisdicción. Como sheriff de este condado tengo el deber de mantener la paz. Más vale que os marchéis, y rápido.

Schumacher lo miró, fijándose brevemente en la pistola que llevaba al cinto. Después se volvió hacia Lipsky, que, pese a no haber dicho nada en todo el rato, daba la impresión de ser el jefe. Tras unos instantes, Lipsky asintió con la cabeza.

Schumacher señaló a Craig Rawlinson con el dedo.

—El grave error está cometiéndolo usted —dijo—. Pienso llamar a su superior.

—Como quieras, chico.

Los agentes volvieron a sus coches. Nadie habló nada hasta verlos desaparecer al otro lado de la colina. Clyde dio un puñetazo en el aire.

—¡Bien!

Craig soltó un suspiro de alivio. El padre de Kathy, sonriente, le dio una palmada en la espalda.

—Me enorgullezco de ti, muchacho. Así se conquistó el Oeste.

Se volvió hacia Kathy, que estaba a punto de llorar, pero no de alivio sino de rabia.

—¿Estás bien, cariño?

—¡No, no estoy bien! ¡Y no intentéis que vuelva a ayudaros con vuestras mentiras!

Dicho lo cual, les dio la espalda y volvió a casa.