De pequeña, Kathy siempre había tenido predilección por la época en que parían las vacas, la más divertida del año. Se despertaba con Lane en plena noche y oía ruido en el piso de abajo. Era su padre, reunido con sus ayudantes en la cocina, donde mataban el tiempo riendo, cocinando y descansando, mientras las vacas mugían en los corrales. Las dos niñas solían asomarse de puntillas a las ventanas de su habitación para ver trabajar a los hombres a la luz de las lámparas de arco, extrayendo terneros ensangrentados y resbaladizos del seno materno, y riendo a carcajadas cuando las recién nacidas criaturas trataban de sostenerse en sus piernas quebradizas.
Cuando Kathy y Lane alcanzaron cierta edad su padre empezó a dejar que le echaran una mano, aunque tuvieran que levantarse pronto para ir al colegio y aunque su madre se lo hubiera prohibido. Iba a buscarlas cuando Eleanor estaba durmiendo, y bajaban de puntillas por la escalera.
Kathy recordaba una ocasión en que ambas habían llorado por un ternero que había nacido muerto. Su padre les había dicho que no fueran tontas, que eso era lo que hacía Dios con los que eran demasiado débiles para vivir.
La madre de Kathy tenía en la cocina una maceta con bulbos de azafrán. Las niñas le habían arrancado todas las flores y habían ido al vertedero con uno de los ayudantes de su padre. Reunidos los tres junto al pobre ternero muerto, primero habían rezado y después lo habían cubierto de flores. A la mañana siguiente, su madre había montado en cólera por el estado de la planta.
Sin embargo, desde que vivía en la casa roja, Kathy odiaba la época de los partos. El motivo era que Clyde se pasaba más de un mes durmiendo en casa de sus suegros, colaborando con los hombres de Buck. Kathy sólo lo veía cuando iba a ayudar a su madre a preparar la comida para todo el grupo, o cuando Clyde pasaba por casa a cambiarse; y aun en esas ocasiones estaba demasiado fatigado para prestar atención a nadie (si bien solía esperar que Kathy se fuera con él a la cama a la menor insinuación, aunque no estuviera ni remotamente de humor para ello).
Hacía poco más de una semana que las vacas habían empezado a parir, pero Kathy ya sufría de aburrimiento y soledad, sobre todo las largas tardes en que no había nada en la tele; de ahí que cada vez que viera luz encendida en la caravana del lobero inventara una excusa para ir a verlo.
A veces le devolvía la ropa que había insistido en lavarle. Otras le llevaba restos de comida, sopa o galletas hechas en casa. Cuando el bebé estaba despierto y no lloraba, Kathy se lo llevaba a la caravana a sabiendas de que el viejo disfrutaba con su presencia.
Por supuesto que Lovelace no era un modelo de anfitriones. Durante la primera visita de Kathy ni siquiera la invitó a pasar, y cuando lo hizo, la caravana olía peor que una pocilga. Kathy, sin embargo, no tardó en acostumbrarse a ello, satisfecha con tener un compañero de tertulia. Además, los modales bruscos del viejo no impedían que le resultara simpático. Quizá fuera pura lástima. En todo caso, Kathy se daba cuenta de haber caído en gracia.
Lovelace se había pasado dos días en el bosque. Una vez enterada de su regreso, Kathy le concedió algo de tiempo para ponerse cómodo y, finalizada la breve tregua, le llevó un tazón de caldo. Él se lo acabó en dos minutos exactos, antes de rebañar un trozo de pan que también le había llevado ella.
Estaba sentada en un taburete, con el pequeño Buck encima de las rodillas. La estrecha mesa de la caravana tenía manchas cuya procedencia no osaba siquiera adivinar. El viejo comía con voracidad, hasta el punto de parecer él mismo un lobo, según pensó Kathy. La luz de la lámpara exageraba lo rudo de su rostro castigado. El pequeño Buck no abría la boca. Sus ojos, asomados al borde de la mesa, seguían todos los movimientos del lobero.
—Muy bueno.
—¿Quiere repetir? Hay de sobra.
—No, señora, ya estoy lleno.
Lovelace se sirvió un poco de café sin tomarse la molestia de ofrecérselo a Kathy, que nunca quería por asco a las tazas. Guardaron silencio. El viejo se puso tres cucharadas de azúcar, como siempre sin quitar ojo al bebé.
No era fácil juzgar si estaba de humor para charlas. A veces casi no decía nada, y Kathy acababa hablando sola. Había tardado poco en darse cuenta de qué temas convenía evitar. En cierta ocasión había cometido el error de preguntarle por su mujer, y Lovelace se había cerrado en banda. Lo mismo había sucedido al preguntarle cuántos lobos había cazado.
En contraste con esos momentos, Lovelace era capaz de la más incontenible verborrea. Era como destapar un tonel y dejar salir el líquido a chorros, sobre todo cuando la conversación versaba sobre su padre. Aficionada desde siempre a oír hablar del pasado, ella se imaginaba a Joshua Lovelace como el viejo cazador de osos de Las aventuras de Jeremiah Johnson. Habitualmente bastaba con un pequeño acicate para que Lovelace hijo se pusiera a hablar. Kathy lo intentó una vez más.
—Un día me habló usted de un invento de su padre.
—¿El aro?
—Exacto. ¿De qué se trata exactamente?
Él siguió removiendo el café.
—¿Quiere verlo? —dijo.
—¿Aún lo tiene? ¿En serio?
—Sí, y a veces hasta lo uso.
Se acercó a un armario y tuvo que ponerse de rodillas para llegar al fondo. Después de hurgar un poco sacó un rollo de alambre que llevaba colgados varios conos finos de metal. Volvió a la mesa y dejó el artefacto delante de Kathy, pasando a desatar las dos cintas de cuero con que estaba sujeto. A continuación desenrolló un par de metros de alambre. El bebé estiró el brazo para tocar uno de los conos de metal.
—No, cariño —dijo Kathy—, no toques nada.
—Bien dicho. Nada de tocar. Puede que parezca un juguete, pero no lo es. Voy a enseñárselo.
Cogió un trozo de pan que se había quedado encima de la mesa y lo ensartó cuidadosamente en la punta de un cono.
—Mi padre decía que lo que va mejor es el pollo, y siempre que tengo lo uso, pero sirve cualquier carne. Imagínese que este trozo de pan es un trozo de carne. Hay que poner el alambre en torno al cubil cuando los cachorros tienen alrededor de tres semanas y empiezan a sentir ganas de salir. Entonces…
De repente se quedó callado. Kathy, que había estado fijándose en lo que hacía con las manos, levantó la vista y vio que observaba al bebé con cara rara. El pequeño Buck miró a los ojos del lobero.
—Entonces…
—¿Le pasa algo, señor Lovelace?
La mirada del viejo se posó en Kathy. Parecía sorprendido de verla, como si no supiera ni quién era ni qué hacía en la caravana. Después volvió a mirarse las manos. En ese momento se le refrescó la memoria y retomó el hilo de la explicación.
—A lo que iba. El cachorro huele el cebo, y como no sospecha nada se lo mete en la boca por la parte más estrecha. Es un detalle importante, porque no conviene que accione el mecanismo antes de tener el cebo bien dentro…
Volvió a mirar al bebé.
—¿Bien dentro? —repitió Kathy para que siguiera hablando.
—Bien dentro… bien dentro de la boca. Entonces, justo cuando cierra las mandíbulas en esta parte más gorda, esta de aquí…
El lobero la apretó un poco con los dedos. Se oyó un fuerte chasquido, y tres ganchos se clavaron en el pan desmigajándolo.
El pequeño Buck se asustó y rompió a llorar. Kathy lo sujetó, tratando en vano de tranquilizarlo. De nada le sirvió levantarse con el niño en brazos y acariciarle la espalda.
—Perdone. Será mejor que me lo lleve.
El viejo miró el gancho fijamente sin contestar.
—Señor Lovelace…
Kathy no sabía si quedarse, pero los chillidos del bebé estaban haciéndose inaguantables. Antes de abrir la puerta se volvió para decir buenas noches, pero le pareció que Lovelace no la oía.
Al cerrar la puerta vio brillar algo en la mejilla del lobero. Como Lovelace tenía la lámpara detrás y media cara a oscuras no se distinguía demasiado bien, pero a Kathy le pareció una lágrima.
Más tarde, en plena noche, oyó ponerse en marcha el motor de la motonieve. Se levantó de la cama sin despertar al bebé y miró por la ventana. Vio alejarse una luz por el prado más alto, en dirección al bosque.
Fue su último encuentro con Lovelace.
Los Calder eran partidarios de que las vacas primerizas parieran antes que las demás. El padre de Luke se enorgullecía casi tanto de la calidad de sus madres como de la de sus toros, y la mayoría de sus primíparas expulsaban a los terneros con la misma facilidad con que una pastilla de jabón resbala por la bañera.
No obstante, siempre había algunas que precisaban ayuda; por eso, al tiempo que se permitía a las vacas de más edad parir en el prado, las primerizas se quedaban en los corrales, donde era más fácil vigilarlas.
Todas las fechas de inseminación habían sido registradas, y al aproximarse la fecha prevista del parto cada vaca fue rociada con líquido para piojos, amén de recibir inyecciones contra la diarrea y otras enfermedades. Transcurrida ya la primera semana de partos, los terneros estaban llegando a un ritmo de veinte al día, y había tanto trabajo que era para volverse loco.
Para colmo, el tiempo no ayudaba. Había años en que los últimos días de marzo eran casi de primavera, pero no estaba siendo el caso de aquél. Día tras día se sucedían las ventiscas, y la temperatura casi nunca superaba los veinte grados bajo cero. En cuanto una vaca primeriza daba señales de estar a punto de parir, los hombres tenían que obligarla a meterse en uno de los compartimentos del establo dispuesto a tal efecto; y si ya se había echado en el suelo para dar a luz, cargaban al ternero en una carretilla nada más cortarle el cordón y se lo llevaban dentro antes de que se le congelasen las orejas. A veces, si la madre no se las lamía con suficiente rapidez, había que descongelarlas con un secador de pelo para no acabar con un montón de crías deformadas imposibles de colocar en el mercado.
El establo no andaba sobrado de espacio, y en cuanto un ternero empezaba a mamar y la madre daba muestras de controlar la situación, los dos eran devueltos al frío. En ocasiones, los pobres salían con las orejas envueltas con cinta para que no volvieran a congelarse. Sacarlos tan pronto era arriesgado, porque quizá no hubieran tenido tiempo de reconocerse, y a los dos días la madre podía estar dando de mamar al ternero equivocado.
Los hombres trabajaban toda la noche en turnos de dos y tres horas, y ninguno dormía más de cuatro. Luke, que había relevado a Ray a las cuatro en punto, no había tenido demasiados problemas. Lo único dramático había sido ver a dos coyotes merodeando por los corrales. Eran capaces de hacer incursiones rapidísimas y llevarse un ternero antes de que la madre se diera cuenta; por eso siempre había una escopeta en el establo. Su padre y Clyde los habrían matado, pero Luke se limitó a ahuyentarlos, dando gracias a Dios de que no fueran lobos y rezando por que se mantuvieran lejos de los demás ranchos.
Después de limpiar el establo fue a los corrales para echar un último vistazo a una vaca primeriza que había salido de cuentas. Hacía una hora que estaba un poco inquieta, y Luke empezaba a temer que algo fuese mal. De camino a los corrales, volvió a pensar en Helen y en su triste encuentro del día anterior.
Llevaba una semana sin verla, y el hecho de saber que estaba tan cerca hacía que la echara todavía más de menos que cuando había estado a miles de kilómetros. El encuentro fue así: de camino a la ciudad para comprar más antidiarreico, Luke vio la camioneta de Helen. Acercaron los vehículos, bajaron las ventanillas y charlaron un par de minutos. Más que enamorados, parecían amigos que ya no supieran de qué hablar.
—Habría subido, pero es que no puedo alejarme del rancho —dijo Luke—. Mi pa… padre…
—No te preocupes. Lo entiendo perfectamente.
—¿Has sa… salido a rastrear?
—Sí, y creo que tienes razón. Parece que sólo quedan tres o cuatro. Tampoco cazan tanto como antes.
—¿Has encontrado alguna trampa?
—No, pero creo que hay alguien merodeando.
—¿Po… por qué?
Helen se encogió de hombros.
—No sé; huellas y otras cosas. Además, he encontrado un sitio donde habían plantado una tienda; aunque no creo que tenga importancia.
Dijo que a juzgar por las señales los lobos estaban bajando y acercándose a algunos ranchos, como si quisieran vigilar de cerca la parición.
—¿El nuestro ta… también?
—Sí.
Helen hizo una mueca y puso cara de pena. Guardaron silencio. Lo que tenían que decirse era a la vez demasiado y nada. Helen tuvo escalofríos.
—Estoy harta de esta temperatura.
—¿Estás bien?
—No, ¿y tú?
—Tampoco.
Luke la cogió de la mano. Fue entonces cuando se fijó en la puerta de la camioneta. Alguien había escrito la palabra puta en letras grandes, rascando la pintura.
—¡Oh, no!
—Son simpáticos, ¿eh?
—¿Cuándo te lo han hecho?
—Anoche.
Luke vio acercarse un camión. Estaban obstruyendo la carretera de salida de Hope. Helen también lo vio, y se apresuró a soltar la mano del muchacho.
—¿Lo has denunciado a la oficina del sheriff?
—De ahí vengo. Rawlinson, el ayudante del sheriff, ha estado muy comprensivo. Según él, deben de haber sido chicos de la ciudad que estaban de juerga por el bosque. Me ha dicho que si me da miedo lo mejor es que me compre una escopeta.
Luke sacudió la cabeza. El camión casi había llegado a su altura.
—En fin —dijo ella—, ya nos veremos.
—Me inventaré algo pa… para subir.
—Tú tranquilo, Luke. Quizá sea mejor que dejemos de vernos por una temporada.
El conductor del camión hizo sonar el claxon. Se despidieron con tristeza y arrancaron en direcciones opuestas.
Luke llegó al corral. Disipado el recuerdo del encuentro con Helen, se apoyó en la valla y buscó a la vaca con la linterna.
—¿Cómo va eso?
Miró alrededor y vio a Clyde, que venía a relevarlo.
—Bien. Hay una que me preocupa un po… poco. Parece nerviosa. A lo mejor tiene el útero torcido. Algo le pasa.
Clyde le pidió que se la señalara.
—Qué va —dijo nada más verla—. No le pasa nada.
Luke se encogió de hombros, y después de contarle lo de los coyotes volvió a casa para dormir una hora antes del alba.
Durmió más de la cuenta. Se duchó y se vistió mientras los demás desayunaban en la cocina. Al bajar, advirtió que había pasado algo. El ambiente podía cortarse con un cuchillo. Ray y Jesse comían sin decir nada. Su padre ponía cara de ogro.
Aprovechando que le servía un vaso de leche, Eleanor dirigió a su hijo una mirada de advertencia. Al principio nadie dijo nada.
—¿Por qué has dejado que se muriera la vaca? —acabó por preguntar su padre.
—¿Co… cómo?
—No me vengas con co… comos, hijo.
—¿Qué vaca?
Luke se volvió hacia Clyde, que siguió mirando el plato.
—Clyde ha encontrado una vaca muerta en el corral. Tenía el útero torcido.
Luke volvió a mirar a Clyde.
—¡Pe… pero si te la enseñé!
Clyde levantó la cabeza lo suficiente para que Luke viera que estaba asustado.
—¿Qué?
—Te enseñé qué vaca era, y tú di… dijiste que no le pasaba nada.
—¡Venga ya! ¿Pero qué dices, Luke?
—¡Chicos, chicos! —dijo la madre de Luke—. Siempre se muere alguna que…
Su marido la interrumpió con dureza:
—Tú no te metas.
—¡Si hasta te dije lo que me pa… parecía que le pasaba! ¡Y tú contestaste que no era nada!
—¡Eh, eh! ¡Ahora no intentes cargármelo a mí!
Luke se levantó, haciendo rechinar la silla contra el suelo.
—¿Adonde te crees que vas? —preguntó su padre.
—No pu… pu… puedo más.
—¿Ah no? ¡Mira qué bien! Pues yo sí. Siéntate.
Luke negó con la cabeza.
—No.
Su padre puso cara de no saber cómo reaccionar. No estaba acostumbrado a que le plantasen cara. Ray y Jesse se levantaron y salieron de la habitación con la cabeza gacha.
—¡Tú no te vas de aquí hasta que me hayas oído! ¿Te enteras? Dice tu madre que piensas apuntarte a la Universidad de Minnesota. ¿Es verdad?
La madre de Luke se levantó.
—¡Por Dios, Buck, que no es el momento!
—Que te calles. A estudiar cosas de melenudos. ¿Es verdad?
—Bi… bi… biología.
—Así que es verdad. ¿Y ni siquiera se te ocurre consultar a tu padre?
A Luke empezaron a temblarle las piernas, pero no de miedo. Por primera vez en su vida no tenía miedo de aquel hombre que lo miraba con rostro airado. Lo único que sentía era rabia, una rabia depurada y destilada con el paso de los años. Era una sensación próxima a la euforia.
—¿Te ha comido la lengua el gato?
Luke miró a su madre, que estaba al lado del fregadero procurando no llorar. Volvió a mirar a su padre. «¿Te ha comido la lengua el gato?». Respiró hondo, sintiendo una extraña tranquilidad. Sacudió la cabeza.
—No —se limitó a contestar.
—Pues más vale que te expliques. —Su padre sonrió con arrogancia.
Era el momento. Una paloma volaba por la cocina, y Luke no tenía más que levantar la mano y cogerla para conseguir la libertad. Volvió a respirar hondo.
—Pe… pensaba que no te interesaría.
—¡Vaya! —repuso su padre con una sonrisa sarcástica, apoyándose en el respaldo de la silla.
—Sabía que no te pa… parecería bien.
—Pues te equivocas en lo primero y tienes razón en lo segundo. Interesarme sí me interesa, pero ten por seguro que no me parece bien. ¡Tú te vas a la Universidad de Montana, a ver si te enseñan a ser lo bastante buen ranchero para que no se te mueran las vacas!
—Si es tan co… cobarde que no se atreve a decirlo, allá él. Y no pi… pienso ir a la Universidad de Montana. Iré a la de Minnesota. Si me aceptan, claro.
—¿Conque esas tenemos?
—Sí.
Su padre se puso en pie y se acercó a él, haciendo flaquear el valor del muchacho.
—¿Y según tú quién coño va a pagarlo?
—Ya se me ocurrirá algo.
—Pagaré yo.
Era la voz de su madre. Padre e hijo se volvieron a mirarla.
—Te he dicho que no te metas.
—Po… po… po…
Dios mío, por favor, no me abandones justo ahora, pensó Luke. No dejes que la paloma se vaya.
—Po… po… po… —lo imitó su padre.
La rabia se apoderó de Luke y le arrancó las palabras de la boca.
—¿Por qué te gusta ta… tanto dar miedo a los demás? ¿No te parece que ya has hecho sufrir bastante? Todos te… tenemos que ser como quieres tú, ¿verdad? Siempre atacas lo que no entiendes. ¿No será que tienes miedo?
—No vuelvas a hablarme con ese tono.
—¿Lo tienes o no?
Su padre se acercó y le dio una violenta bofetada con el revés de la mano. Su madre gritó y se tapó los ojos. Clyde se levantó.
Luke notó en la lengua un gusto a sangre, salado y metálico. Miró fijamente a su padre, que sostuvo su mirada con ojos como brasas, respirando con fuerza, rojo el cuello de rabia. Luke se acordó del oso que los había perseguido por el bosque. Se extrañó de que ya no le diera miedo.
—Me voy —dijo. Se dio cuenta de que le corría sangre por la comisura de los labios, y de que su padre también lo había visto. Le pareció ver un asomo de duda en sus ojos grises y fríos.
—Ahora mismo vuelves al trabajo.
—No. Me voy.
—Si te marchas no volverás a entrar en mi casa.
—Da igual. De todos modos no es mi ca… casa. Nunca lo ha sido.
Y salió de la cocina haciendo un gesto a su madre con la cabeza.
Una vez en su habitación, sacó del armario dos bolsas grandes de tela y metió algo de ropa, sus libros favoritos y un par de cosas que podían hacerle falta. Oyó cerrarse de un portazo la puerta de la cocina, y al mirar por la ventana vio a su padre dando zancadas por la nieve en dirección a los corrales, con Clyde detrás. Empezaba a clarear. Luke no dejaba de preguntarse si su nueva tranquilidad lo abandonaría. La respuesta, de momento, era que no.
Antes de bajar por la escalera miró por la puerta del dormitorio de sus padres, y vio que su madre estaba haciendo la maleta encima de la cama. Dejó las bolsas en el suelo y se acercó.
—Mamá…
Ella se volvió. Al principio sólo se miraron. Después Eleanor se acercó a su hijo con los brazos extendidos. Luke la abrazó. Cuando notó que ya no lloraba tanto, le dijo:
—¿Adónde pi… piensas ir?
Eleanor se enjugó las lágrimas.
—He llamado a Ruth, y dice que puedo quedarme unos días en su casa. ¿Tú te vas con Helen?
Él asintió con la cabeza. Su madre separó la cabeza de su pecho y lo miró.
—La quieres mucho, ¿verdad?
Luke se encogió de hombros y trató de sonreír. De repente, sin saber por qué, también tenía ganas de llorar; pero no lo hizo.
—No lo sé —dijo—. Supongo que sí.
—¿Y ella a ti?
—Mamá…
—Perdona. No es cosa mía.
Eleanor le dio un último abrazo y lo besó en la mejilla.
—¿Me prometes que vendrás a verme?
—Te lo prometo.
Luke dejó las bolsas en el salón y fue al despacho de su padre para coger el Winchester que había pasado a pertenecerle al morir su hermano, aunque casi no lo hubiera utilizado. Sacó una caja de cartuchos del cajón que había debajo de las armas y la metió en la misma bolsa que la escopeta. Después fue a la cocina, donde había dejado su chaqueta, su sombrero y su impermeable. Los bajó del colgador, cogió otro par de botas y se lo llevó todo al jeep.
Mientras se alejaba de la casa miró el prado, y vio a Ojo de Luna y los demás caballos cerca del árbol que salía del viejo Ford. La distancia impedía distinguirlos bien, pero Luke tuvo la impresión de que Ojo de Luna lo miraba.
Cuando pasó por debajo de la calavera de la entrada, volvió la cabeza para echar un último vistazo al rancho. Su padre y Clyde estaban llevando vacas al establo. Clyde se detuvo para verlo pasar, pero su padre siguió andando.
El lobero quería pedir perdón antes de morir, pero no tenía a nadie a quien decírselo.
La única persona capaz de entenderlo era su mujer, y estaba muerta. Se preguntó cuándo habría descubierto Winnie lo que llamaba «esa chispa», y por qué no se lo habría dicho. De todos modos, estaba seguro de que no la habría escuchado.
Se le ocurrió ir a la cabaña de la bióloga y pedirle perdón, pero no la conocía, y estaba demasiado avergonzado para contarle lo que había hecho. Además, lo que tenían que perdonarle no eran sus últimas acciones, sino toda una vida. Al final decidió ir a la mina. Era lo mejor.
En el momento de llegar, reinaba en su mente tal descontrol que pensó que el lobezno al que había pegado un tiro la noche anterior podía no estar muerto, y que si encontraba la entrada de la mina quizá llegara a tiempo para salvarlo. Recorrió la zona sin hallar ningún acceso, hasta que recuperó la sensatez y recordó los efectos devastadores de la bala.
Poco después estaba totalmente desnudo, apoyado contra un árbol al borde del claro donde desembocaba el conducto de ventilación. Había arrojado toda la ropa por este último, imaginándosela tirada encima de los lobos. Su piel, llena de arrugas, casi estaba tan blanca como la nieve. Vio palidecer las estrellas, desaparecer una a una del cielo matinal.
El frío estaba apoderándose de él; lo sentía invadir sus piernas y sus brazos, aproximándose con sigilo a su corazón. Lo sentía aferrado al cuero cabelludo como una gorra, mientras se le hacía más lenta la respiración y el aliento se le helaba en la barba.
Tenía tanto frío que estaba como insensibilizado. De hecho, una soñolienta placidez se estaba difundiendo por todo su cuerpo, haciendo que su mente perdiera el contacto con la realidad. Le pareció que Winnie lo llamaba; intentó contestar, pero no tenía voz. Al final se dio cuenta de que no eran más que una pareja de cuervos que sobrevolaban el claro, moteando de negro el cielo rosado.
Su única profesión había sido la muerte, y no le tenía ningún miedo. Cuando llegó, no fue con estridentes trompeteos e hirientes saetas de dolor, ni recitando sus pecados en vengadora letanía.
Soñando despierto, vio una cara de bebé que lo miraba a la luz de una vela. Tal vez se tratase del de los Hicks, aunque no se parecía. Quizá fuera el hijo que no habían podido tener él y Winnie. De repente, el lobero supo que se estaba viendo a sí mismo; y justo entonces, la sombra de la madre que no había conocido se acercó a la vela y la apagó, soplando suavemente.