El juicio de Abraham Edgar Harding se celebró a finales de febrero. El tercer y último día se estaba aproximando a su fin, un fin a la vez triste y previsible. Como hacía demasiado calor para que nevase y demasiado frío para que lloviese, el aguanieve, solución de compromiso, caía al sesgo sobre el apenado grupo de partidarios de Harding, calándolos sin compasión mientras paseaban delante del juzgado federal bajo un cielo plomizo.
Dentro reinaba un calor sahariano. En espera de que Helen volviese del baño, Dan miró al grupo por una ventana del pasillo. El jurado llevaba media hora reunido. Se preguntó por qué diantre tardarían tanto.
Fuera sólo quedaban ocho manifestantes, uno de los cuales, cabizbajo, volvió a su coche justo cuando Dan estaba haciendo el recuento. Para contrarrestar la deserción, los demás redoblaron el vigor de sus consignas, si bien, desde dentro, todo quedaba en una letanía apenas audible, semejante al agónico zumbido de una abeja en una campana de vidrio.
¿Qué queremos?
¡Que no haya lobos!
¿Cómo los queremos?
¡Muertos!
Durante la primera mañana, el número de partidarios de Harding, cincuenta o sesenta, había obligado a casi otros tantos policías a mantenerlos a distancia de un grupo de defensores de los lobos, menos nutrido pero parejo en locuacidad. El contingente de fotógrafos y reporteros de prensa y televisión no había ocultado su alegría al ver que ambas facciones polemizaban, gritaban y enarbolaban pancartas de variable fortuna expresiva y ortográfica.
Algunas consignas mostraban una agradable simetría. Al «¿Lobos? ¡No!» de unos respondía el «¿Lobos? ¡Sí!» desde el otro lado de la calle. Otras eran más oscuras, como la que salmodiaba un joven de barba hirsuta a quien Dan recordaba haber visto la noche de la reunión. Llevaba gorra y chaqueta de camuflaje, y botas hasta las rodillas. Su pancarta rezaba: PRIMERO WACO Y AHORA LOS LOBOS.
De las pancartas favorables a Harding, muchas daban la impresión de haber sido escritas por la misma persona o por varias con nivel de instrucción afín, ya que coincidían en acusar al «govierno».
El primer día, Abe había protagonizado una aparición de famoso que se ha dejado el carisma en casa. Persistía en su valiente postura de no querer abogado; de ahí que quien lo llevara en coche al juzgado (amén, sin duda, de instruirlo sobre cómo enfrentarse al juicio) fuera el testigo estrella de la defensa, Buck Calder. Desde la escalinata del edificio, flanqueado por sus hijos (cuya sonrisa de suficiencia no había manera de borrar), Abe se había visto sometido a varias preguntas, pero sus dientes sucios de tabaco sólo habían articulado una respuesta, repetida hasta la saciedad: que era americano (nadie lo dudaba), y que había venido a defender sus «derechos inalienables» a la vida, la libertad y la caza de lobos.
Dispuesto acaso a demostrar que, de dichos derechos, el segundo podía ser efectivamente alienable, el juez Willis Watkins había exhortado a Abe a replantearse tanto su declaración de inocencia como su decisión de no ser representado por ningún profesional. Abe se negó en redondo, insistiendo en que era cuestión de principios. De resultas de ello, doce pacientes ciudadanos de Montana habían asistido a tres días tediosos de declaraciones, en espera de llegar a una conclusión de la que sólo podían dudar los más acérrimos defensores de Abe.
Dan y Helen habían prestado declaración el segundo día por la mañana, antes de que Abe los sometiera a un contrainterrogatorio entrecortado y surrealista. El que lo tuvo más fácil fue Dan, porque Abe se dedicó a barajar montones de notas e incurrir en pausas de tan épicas proporciones que Willis Watkins tuvo que preguntarle dos veces si había terminado. En cuanto a Helen, lo primero que le preguntó Abe fue si, como él, había defendido a su país en Vietnam. Al señalar la joven que el final de la guerra la había pillado poco menos que recién nacida, Abe emitió un estentóreo y triunfal «¡Ajá!», como si hubiera demostrado algo.
Parecía convencido de que Helen había soltado a los lobos de Hope siguiendo las directrices de un programa secreto del gobierno cuyo supuesto propósito era enseñar a los lobos a cazar ganado para que los rancheros se quedasen sin trabajo, y así poder apoderarse de sus tierras. Intentó que ella admitiera haber sido sorprendida merodeando por su propiedad, llevando a cabo una inspección clandestina para cumplir los objetivos susodichos, y, al calificarla de «maldita entrometida», se ganó una severa reprimenda por parte del juez. Helen, modelo de compostura y buenos modales, confirió a su rostro la impasibilidad de un marine en pleno desfile.
Buck Calder hizo lo posible por dar buena imagen de Abe, encomiando su habilidad como ranchero, afabilidad y abundantes cualidades personales; pero Abe era un caso perdido. En su alegato final al jurado, y después de negarse a testificar, se mostró orgulloso de haber matado al animal, a sabiendas de que era un lobo; es decir, ni más ni menos que lo que quería demostrar la acusación. Acabó diciendo que sólo lamentaba una cosa: no haber matado al otro lobo, y de paso a algunos melenudos. Tratárase o no de un chiste, el juez Watkins no se lo tomó nada bien.
Fuera empezaban a encenderse las farolas, y Dan vio que dos manifestantes más habían arriado sus pancartas, de todos modos ilegibles por efecto del aguanieve. Se habían dado por vencidos.
—¡Dan!
Al volverse, él vio a Helen acercándose a toda prisa por el pasillo.
—Está entrando el jurado.
No tardaron mucho.
Abe Harding fue hallado culpable de todos los cargos, sin que se oyeran exclamaciones de asombro, gritos ni sollozos. Unos pocos seguidores murmuraron y sacudieron la cabeza. Mientras Abe miraba fijamente el techo, Willis Watkins lo amonestó con mesura por haber provocado la pérdida de varios miles de dólares pagados por los contribuyentes. Tras declarar que la sentencia se pronunciaría una vez elaborados los informes pertinentes, el juez abandonó la sala con la absoluta convicción de que a Abe lo esperaban varios meses de cárcel, y quizá una multa considerable.
Wes y Ethan Harding se volvieron hacia Helen y la miraron con odio, pero Helen no se dio cuenta o fingió no dársela.
—Vamos a tomar algo —dijo a Dan en voz baja.
Se apresuraron a salir del juzgado, pero no fueron lo bastante rápidos para eludir a los medios de comunicación, cuya reagrupación cabía adjetivar de milagrosa, dado el escaso tiempo transcurrido desde el veredicto. Los equipos de televisión se dedicaban a recabar opiniones de los manifestantes, tanto los empapados como los que, menos fervorosos, habían esperado en sus coches el momento de unirse a ellos.
—¡Señor Prior! ¡Señor Prior! —exclamó una mujer.
Era la admiradora de Buck Calder.
—No le hagas caso —dijo Helen.
Pero la reportera logró alcanzarlos, seguida a pocos pasos por el cámara. Dan reparó en la lucecita roja, señal de que ya estaban grabando. Como rehuir a los informativos locales no daba buena impresión, se detuvo con una cálida sonrisa, esperando sin gran convicción que Helen siguiera su ejemplo.
—Quería saber qué les parece el veredicto —dijo la reportera entre jadeos.
—Pues creo que se ha hecho justicia, aunque no es buen día para nadie, ni para los hombres ni para los lobos.
—¿Cree que Abe Harding debería ir a la cárcel?
—Por suerte no depende de mí.
La reportera apuntó a Helen con el micrófono.
—¿Y usted, señora Ross? ¿No cree que cualquiera tiene derecho a defender su ganado?
—Prefiero no contestar.
—¿Cárcel para el señor Harding?
—Prefiero no contestar.
—¿Cómo le sentó que la llamara «maldita entrometida»?
—¿A usted cómo le sentaría?
—Tenemos que irnos —intervino Dan—. Muchas gracias.
Empujó a Helen por la muchedumbre.
—¿Por qué no os buscáis un trabajo como Dios manda? —exclamó alguien.
Dan reconoció la gorra de camuflaje del cartel de Waco.
—¡Oye, si buscas a alguien yo estoy disponible!
—A ti no te contrato ni para limpiarme el culo.
—Pues menos mal que sólo lo usas para hablar —dijo Helen en voz baja y sin mirarlo, pero Dan vio que el barbudo había oído el comentario.
—¿Y ése quién es? —inquirió Dan, una vez se hubieron zafado de la multitud.
—Uno de mis amiguetes leñadores. Trabaja para la compañía de postes. Compartimos momentos de meditación en el bosque.
Como los dos tenían coche, se dirigieron cada uno en el suyo al bar donde Dan juzgaba menos probable que los partidarios de Harding fueran a ahogar sus penas colectivas. Todo lo que servían estaba hecho con productos ecológicos, desde las tiras de maíz hasta la cerveza, y casi todos los clientes eran estudiantes o vegetarianos, cuando no ambas cosas a la vez. Sólo ponían música New Age, y no había ningún trofeo de caza colgado de la pared.
Se sentaron a una mesa y pidieron dos cervezas de trigo. Dan, que no entendía la manía del limón en la cerveza, tuvo que meter los dedos para sacar una rodaja.
—¿Luke sabe algo de la universidad? —preguntó.
—Todavía no. Les ha enviado un trabajo buenísimo sobre lo que ha estado haciendo con el S.I.G.
—Seguro que le dan plaza.
—Seguro. Sólo falta que se lo diga a su padre.
—¿Qué dices? ¿Aún no lo ha hecho?
—No. —Helen bebió un trago de cerveza—. ¿Sabes qué? Casi he conseguido poder tomar algo sin que me entren ganas de fumar.
—¿Cuánto hace que lo dejaste?
—Cuatro meses.
—No está mal.
Transcurrieron unos instantes de silencio. Dan no sabía cómo abordar un tema conflictivo, pendiente desde hacía varias semanas. Cogió la jarra, bebió de ella y volvió a dejarla encima de la mesa, considerablemente más vacía.
—Tengo que decirte una cosa, Helen.
—¿Me vas a despedir? Ya dimito yo.
Él sonrió.
—No. —Hizo una pausa—. Es que hace un tiempo que no paran de llamarnos a la oficina.
Helen frunció el entrecejo.
—Cada vez parece la voz de otra persona, y nunca dicen quiénes son. Estoy seguro de que sólo es una maniobra relacionada con lo de Abe Harding, y la verdad…
—¡Por Dios, Dan! ¿Piensas decírmelo o vas a pasarte todo el día hablando?
—¡Oye, que no es tan fácil! Tiene que ver con Luke.
Vio que Helen se ponía en guardia.
—¿Qué le pasa?
—Mira, ya sé que entre que salís a rastrear de noche y todo lo demás tiene que estarse mucho tiempo en la cabaña, y que a veces tiene que quedarse a dormir, pero se ve que más de uno lo está confundiendo con lo que no es.
—Ya. ¿O sea?
—Venga, Helen, ya sabes a qué me refiero.
—Perdona, pero no.
Dan empezaba a perder la paciencia.
—Pues te lo diré más claro. Dicen que tú y Luke estáis… enrollados, o algo así.
—¿Algo así?
Dan apartó la mirada y masculló entre dientes.
—¿Y quieres que te diga si es verdad?
—No —mintió—. Sabes perfectamente que no es a eso a lo que voy. —Oyó sonar su teléfono móvil—. ¡Maldita sea!
Lo sacó del bolsillo de la chaqueta. Era Bill Rimmer. Contó a Dan que unos lobos habían matado a tres terneros cerca de Boulder, y le pidió que fuera cuanto antes a ver si podía apaciguar los ánimos.
—Lo siento, Helen, pero tengo que irme.
—Vale.
Ella lo miró ponerse la chaqueta y terminar la cerveza. Dan se sentía como un perfecto gilipollas.
—Te llamaré por la mañana.
—Vale. Yo me quedo a tomar otra cerveza.
—Perdona que te lo haya dicho de esta manera.
—No te preocupes.
Acababa de alejarse uno o dos pasos cuando Helen lo llamó. Se volvió y la miró. Parecía ofendida, y estaba guapísima.
—Por si te interesa —dijo—, sí lo es.
—¿Que es qué?
—Verdad.
Durante todo el camino a Boulder, Dan se sintió medio mareado, al tiempo que se le caía el alma a los pies.
Cuando estaba a punto de terminar la segunda cerveza y pedir otra, Helen oyó una voz a sus espaldas.
—Siempre da lástima que una mujer guapa tenga que celebrar algo a solas.
Lo que me faltaba, pensó, volviéndose y reconociendo a Buck Calder. Tenía el sombrero y los hombros de la chaqueta llenos de nieve.
—¿Y qué se supone que celebro?
—Ya tiene su veredicto —contestó él con una sonrisa—. Parece que el pobre Abe va a estar un tiempo a la sombra. Supongo que es lo que quería.
Helen sacudió la cabeza y miró hacia otro lado.
—¿Le importa si me siento?
—¿Le importa si le pregunto qué hace aquí?
—Pues iba de camino a casa, y al ver su camioneta se me ha ocurrido pasar a saludarla.
—Ya. Pues me doy por saludada.
Vino la camarera, y Buck pidió dos cervezas de trigo.
—Gracias, señor Calder, pero…
—Buck.
—Gracias de todos modos, pero ya me iba.
Calder se volvió hacia la camarera.
—Da igual, guapa. Trae dos, que ya me las bebo yo.
Viéndolo acomodarse en el banco opuesto, Helen se propuso no perder los estribos. Por muy mal que le cayera aquel hombre, no dejaba de ser el padre de Luke, y a ninguno de los dos les convenía enfrentarse con él.
—Quería hablar de Luke —dijo Calder.
Ella soltó una risita, pensando: Otro que tal.
—¿De qué se ríe?
—No, de nada.
Calder se quedó mirándola con una vaga sonrisa de complicidad.
—Quiero que sepa que digan lo que digan las malas lenguas…
—Señor Calder…
—Buck.
—Buck, no entiendo nada de lo que dice.
La camarera trajo las cervezas. Calder le dio las gracias y aguardó a que se marchara para seguir hablando.
—Lo que quería decir es que Eleanor y yo le estamos muy agradecidos por lo que ha hecho por el muchacho, dejando que trabajara con usted. Claro que eso supone no verlo demasiado, y no le ocultaré que ahora que las vacas empiezan a parir voy a necesitar que me ayude. Confío en que lo entienda.
Helen asintió con la cabeza.
—De todos modos, la otra noche su madre me dijo que nunca lo había visto tan feliz. Parece que por fin se ha hecho un poco mayor. Hasta tartamudea menos. Así que… gracias.
Calder tomó un trago. Helen no sabía qué decir. La había pillado por sorpresa, como de costumbre. Quizá fuera mejor vencer el impulso de salir corriendo y, aprovechando que estaban de buenas, plantear el tema del ingreso de Luke en la universidad.
—Ha quedado usted muy bien en el banquillo de testigos —dijo Calder.
Ella se encogió de hombros y sonrió.
—En serio. Ha estado fantástica.
—Gracias. Usted también.
Calder inclinó cortésmente la cabeza. Guardaron silencio. Sonaba un disco de esos para gente que no puede dormir, una mezcla relajante de olas electrónicas y gemidos de orcas. A Helen siempre la ponían nerviosa.
—¿Sabe qué le digo? Que si no hubiéramos empezado con mal pie puede que ahora fuéramos buenos amigos.
—No, si por mí ya lo somos.
—Bueno, pues más que amigos.
Helen fingió desconcierto, y él sonrió con aplomo de seductor. Luego metió la mano debajo de la mesa y le tocó la pierna. Ella respiró hondo y se levantó.
—Lo siento pero me voy.
Después de ponerse la chaqueta, sacó dinero del bolso para pagar las bebidas. Calder se quedó sentado sin inmutarse, tan sonriente como antes. Se estaba burlando de ella. Helen tuvo que hacer un esfuerzo para no arrojarle encima la cerveza que seguía llena.
—Adiós —dijo.
Nevaba mucho. Al dirigirse a la camioneta, Helen resbaló y estuvo a punto de caerse. Estaba tan rabiosa que tardó en encontrar las llaves. ¿Cómo se atrevía? Tenía ganas de matarlo.
Al meter la llave en la cerradura, alguien la tocó en el hombro y ella gritó. Calder la obligó a dar media vuelta y, cogiéndola por los antebrazos, la sujetó contra la camioneta.
—¿Para qué quieres a un niño si puedes tener a todo un hombre? —dijo.
Helen se esforzó por que no le temblara la voz.
—¡Suélteme!
—Venga, no disimules, que ya sé que te mueres de ganas.
Calder acercó su cara. Su aliento olía a cerveza. Helen le propinó un rodillazo entre las piernas y un fuerte empujón en el pecho. Calder resbaló en la nieve y cayó con todo su peso, perdiendo el sombrero, que rodó a un lado.
Ella se metió en la camioneta a toda prisa, cerró de un portazo y puso el seguro. Afortunadamente, el motor arrancó a la primera. Calder seguía de espaldas en la nieve, gimiendo con la mano en la entrepierna. Helen bajó la ventanilla.
—¡No se le ocurra volver a ponerme la mano encima!
Acto seguido pisó el acelerador. De repente, y a pesar de su indignación, recordó una frase de Calder. Entonces frenó bruscamente, haciendo derrapar la camioneta, y puso marcha atrás hasta volver a la altura del ranchero.
—Querer algo puede ser mejor que tenerlo, ¿se acuerda? Considérelo un favor.
Y volvió a arrancar, salpicando a Calder con nieve medio derretida.
Acabaron de cenar en silencio. Para ser más exactos, Luke acabó de cenar mientras Helen se dedicaba a remover la comida en el plato. Habían quedado en que ella compraría algo fresco en la ciudad al salir del juzgado, pero se le había olvidado; así pues, él había recurrido al socorrido paquete de pasta, mezclándola con queso, una lata de atún y otra de maíz. El resultado, sin ser obra de un gran cocinero, podía comerse sin problemas.
Luke se había dado cuenta de que pasaba algo nada más verla entrar, pero Helen no parecía dispuesta a sincerarse. Quizá siguiera disgustada por lo que le había dicho Abe durante el segundo día de juicio. En cuanto a la sesión final poco había explicado ella, aparte del veredicto y el posterior encuentro con su amigo leñador. Luke había previsto exponer sus inquietudes acerca de los lobos, pero no le pareció buen momento. Helen dejó los cubiertos.
—Lo siento —dijo Luke—. No era gran cosa.
—Si estaba muy bien; lo que pasa es que no tengo hambre.
—Cuando vaya a la universidad me apuntaré a clases de cocina.
Helen hizo un esfuerzo por sonreír. Luke se levantó y se acercó a ella rodeando la mesa, no sin pisar a Buzz, que como siempre estaba estirado delante de la estufa. Se puso en cuclillas y le cogió las manos.
—¿Qué pasa?
Helen negó con la cabeza. Él se inclinó para darle un beso en la frente.
—Dímelo.
Ella suspiró.
—Mira, Luke, creo que lo mejor es que no te quedes más a dormir.
—¿Po… por qué?
—Ya sabes cómo es la gente.
Luke asintió.
—No estaba se… seguro de si lo sabías.
Helen contestó con una risa irónica.
—¡Desde luego que lo sé!
Explicó a Luke lo de las llamadas anónimas a la oficina de Dan. El muchacho se preguntó a quién se deberían. No conocía a nadie capaz de tanta mezquindad.
—¿Y qué propones? ¿Que dejemos de vernos?
—No. ¡Ay, Luke, no sé qué decirte!
—Si tanto te molesta…
Ella le acarició la cara.
—No soportaría dejar de verte.
—¿Cambia algo lo que piensen los de… demás?
—No lo sé.
—Para mí no.
—Mira, Luke, hay una serie de personas que siempre intentan echar por tierra lo que no entienden, o lo que ellos no pueden tener.
—Pe… pero hacerles caso sería darles la razón.
Helen le sonrió. A veces bastaba con que lo mirara para que Luke recordara lo joven que era, y lo mucho que tenía que aprender sobre las malas pasadas de la vida.
—Yo te quiero.
—Luke, por favor…
—No hace falta que ta… también lo digas.
—El último que me lo dijo me abandonó por una niñata belga.
—Yo no conozco a ninguna.
Helen estuvo a punto de reírse.
—De todos modos, te aviso que voy a estar unas semanas casi sin subir. Mi pa… padre quiere que lo ayude en cuanto empiecen a parir las vacas.
—Ya me lo ha contado.
—¿Has hablado con él? ¿Y qué te ha dicho?
Helen se encogió de hombros.
—Nada más.
El lobo yacía en una estrecha quebrada, atrapado entre dos rocas como una rama arrancada por la corriente. Tenía el hocico sobre las patas, como a punto de dar un salto, y los ojos abiertos, de un amarillo mate, mortecino. Cubría el pelaje una fina capa de espuma. Resultaba difícil calcular el tiempo que llevaba muerto.
Poco después del alba, Helen y Luke habían captado una señal distinta al pitido intermitente al que estaban acostumbrados. Se trataba de una larga nota sin variaciones, señal de que había ocurrido algo.
—No tiene por qué estar muerto —había dicho ella al cargar los esquís y el resto del equipo en la motonieve—. A lo mejor el collar se ha soltado solo. A veces pasa.
Pero ella misma lo dudaba. Enfilaron por el camino paralelo al arroyo, y a medida que recorrían el tramo accesible a la motonieve la señal fue creciendo en intensidad. Casi no hablaron, conscientes de que iban a pasar un mes o más sin salir a rastrear juntos. Cuando se hizo imposible seguir con la motonieve, se pusieron los esquís y empezaron a esquivar árboles y rocas. Había huellas recientes de lobo, pero ninguna otra señal. La manada había seguido adelante. Quizá hubiera venido a presentar sus últimos respetos.
El cadáver estaba tan rígido que les llevó bastante tiempo desencajarlo de las rocas sin empeorar su condición. Después lo tendieron al lado del arroyo.
—Mira la pata y verás de qué ha muerto —dijo Helen.
Se agacharon a examinarlo. La pata estaba completamente despellejada, y la hinchazón había multiplicado por tres su tamaño normal, visible en la de al lado. Un corte profundo la circundaba.
—¡Pobre! ¿Qué te ha pasado? Parece como si hubiera caído en un cepo.
—O una trampa de alambre, como Buzz —dijo Luke—. Es la misma pata.
Helen retiró el collar e interrumpió la señal.
—Sólo quedan siete —dijo, levantándose y suspirando.
—Dudo que aún haya ta… tantos.
Ella lo miró.
—¿Qué quieres decir?
—¿Te acuerdas de que Dan y yo sólo vimos cinco de… desde la avioneta, y que dijo que los demás debían de estar en el bosque? Pu… pues desde que empezó el juicio llevo unos días con la sensación de que no quedan más. Más bien puede que haya menos. Ya sé que muchas veces pisan las huellas del que va delante, pe… pero cuando se separan, tengo la impresión de que sólo son tres o cuatro. Además, los he oído aullar y me ha parecido un ruido diferente, co… como más flojo.
Llevaron el lobo a la cabaña, cargado en la parte trasera de la motonieve. Helen llamó a Dan, que le prometió enviar a Donna a recogerlo sin dilación. Añadió que haría que Bill Rimmer echara un vistazo al cadáver, y que después lo enviaría a Ashland para que elaborasen un informe completo de la autopsia. Ella le dijo que la herida parecía deberse a una trampa de alambre.
—Según Luke hay alguien que está intentando cargárselos.
—Los cazadores furtivos ponen trampas para toda clase de animales. La mejor manera de matar lobos sigue siendo el veneno.
—Con la única pega de que deja una ristra de animales muertos, y de que todo el mundo se entera de lo que estás haciendo.
—Con las trampas también. Para mí que son imaginaciones del chico.
Helen contó a Dan lo que le había dicho Luke, que nunca se veían más de cuatro o cinco huellas diferentes. Dan adoptó un tono más severo.
—Mira, Helen, no quiero parecer ingrato, pero la bióloga eres tú. Te pagamos a ti, no a Luke.
Hasta entonces, ella había sido lo bastante tonta para no sospechar que Dan pudiera estar celoso. Ya no podía contar con él. En adelante, su único aliado sería Luke.