Lo buscó al salir al vestíbulo del aeropuerto detrás de los demás pasajeros, y vio que estaba delante de un enorme oso disecado, justo donde Dan la había esperado la primera vez.
Luke llevaba su sombrero de siempre, tejanos y botas, con el cuello de su vieja chaqueta de lana marrón vuelto hacia arriba. Helen sonrió, pensando que correspondía punto por punto a la imagen de vaquero joven que se había hecho su hermana. Luke la miró fijamente con cara de no reconocerla.
—¡Luke!
—¡Eh!
Se acercaron y de repente Helen se puso nerviosa. ¿Qué tenía que hacer? ¿Abrazarlo? A lo mejor a él le daba vergüenza. Se detuvieron cara a cara y se miraron con expresión tímida, entre gente que iba y venía. La pareja de al lado se abrazaba y se besaba, deseándose feliz Año Nuevo.
—Se te ha pu… pu… puesto el pelo to… todo rubio.
Helen se encogió de hombros y se pasó la mano por el pelo.
—Sí. Es por el sol.
—Te queda bien.
Helen no sabía qué decir. Como ya era demasiado tarde para abrazarlo, se quedó sonriendo con cara de tonta.
—¿Te llevo la bo… bolsa?
—No te preocupes.
Aun así, Luke la cogió.
—¿Está to… todo?
—Sí.
—¿Vamos?
—Sí, claro. Adelante.
Caminaron hacia el aparcamiento sin decirse nada.
Un viento gélido desbarataba la obra del quitanieves, haciendo que los copos desprendidos revolotearan entre las filas de coches cubiertos de blanco. Buzz estaba en el asiento delantero del jeep y se puso loco nada más ver a Helen, hasta el punto de que casi la tiró al suelo en cuanto vio la puerta abierta. Helen reparó en la venda que tenía en una pata delantera.
—¿Qué, ya has vuelto a meterte con algún oso?
—Co… con lobos.
—¿En serio?
Mientras se acercaban a la carretera interestatal, él le explicó todo lo que había pasado desde el momento de poner el disco de ópera hasta el episodio en que, siguiendo las huellas del perro por el bosque con la linterna, lo había visto acercarse cojeando por el sendero.
—Sangraba mucho, y supuse que lo habría mordido la loba, pero luego fui directo a casa de Nat Thomas y me dijo que parecía una herida de alambre. Según él, Buzz cayó en una trampa.
—¿Una trampa? ¿Por aquí hay alguien que ponga trampas?
—Sí, a veces sí. Ca… cazadores furtivos y gente así.
—¿Encontraste algo?
—No, pe… pensaba dar una vuelta el día siguiente, pero nevó toda la noche, y por la mañana ya no quedaban huellas. —Estaba a punto de decir algo pero se calló, como si se lo hubiera pensado mejor.
—¿Qué? —dijo Helen.
Él negó con la cabeza.
—No, nada.
—Vamos, dímelo.
—Es que… es que esa noche tu… tuve la sensación de que había alguien. La verdad es que últimamente la he tenido un par de veces.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién?
—No lo sé. Alguien.
Cambiando de tema, le contó que había dado una vuelta en avioneta con Dan Prior, y que habían visto cinco lobos, entre ellos los tres que llevaban collar. Estaban más arriba del rancho Townsend, comiéndose un ciervo. Dan había dicho que los otros tres también debían de estar, pero que lo frondoso del bosque impedía verlos.
—¿Y sa… sabes qué?
—¿Qué?
—Que he pedido plaza en la Universidad de Minnesota.
—¿Sí? ¿Para este otoño? ¡Genial!
Luke dijo que lo había discutido con Dan al volver juntos al despacho. Como la universidad tenía una dirección en Internet, se habían sentado delante del ordenador de Dan para hacer una visita virtual al campus. Después habían reunido todos los formularios, y Luke los había enviado debidamente cumplimentados. Le faltaba poco para acabar un trabajo bastante largo sobre su experiencia con los lobos, y se proponía enviarlo a la universidad.
—Dan conoce a algunos profesores del departamento de biología, y me va a recomendar.
—¡Ajá! Tráfico de influencias, ¿eh?
—Tú lo has dicho.
Helen se quedó mirándolo sin decir nada, pensando en lo agradable que era volver a estar con él y verlo contento. Luke apartó la vista de la carretera y le sonrió.
—¿Y esa sonrisita? —preguntó Helen.
—Nada.
—¡Venga, dímelo!
Luke se encogió de hombros y dijo:
—Nada, que vuelves a estar en ca… casa.
Habían abandonado la interestatal para adentrarse por una blanca extensión de colinas en dirección oeste, bajo un cielo azul de restallante pureza. Helen reflexionó sobre lo que acababa de decirle Luke. Ya no sabía cuál era su casa. Si era cuestión de sentirse bien, sólo sabía una cosa: que prefería estar al lado de Luke que en cualquier otro lugar. La carretera se perdía en la distancia, totalmente vacía. Helen vio brillar a lo lejos la nieve de las montañas, que el sol pintaba de rosa y oro.
—¿Te importaría parar, Luke?
—¿Por qué, qué pasa?
—Tengo que hacer una cosa.
Luke frenó en el arcén. Helen se desató el cinturón, y después desató el de él. Acto seguido se acercó, le puso la mano en la cara y le dio un beso.
El Año Nuevo estaba siendo bautizado por todo lo alto. Durante tres semanas se derritió la nieve y llovió, después hubo heladas y más nieve, y por último volvió a deshacerse la nieve y a llover. Los caminos de montaña se convirtieron en barrizales, y la cuenca baja del río en un ancho mar pardusco dividido por cercas irrelevantes y sinuosas hileras de álamos de Virginia que marcaban el extinto trazado de sus orillas.
Hope quedó aislado bajo la amenaza de una catástrofe que se demoraba día a día. El agua invasora remoloneaba tras los primeros edificios de la calle mayor, meditando sobre si los últimos metros eran dignos del esfuerzo. Había sacos de arena a la entrada de las casas, en cuyo interior se habían enrollado las alfombras, al tiempo que los objetos de valor eran puestos a salvo en el piso de arriba o encima de los armarios.
De vez en cuando, el señor Iverson, Noé de la ciudad por decisión propia, bajaba en coche de la tienda e iniciaba la navegación de la zona inundada, a fin de leer la altura del agua en los postes dispuestos junto al puente a tal efecto. Al regresar informaba con cara solemne y voz de Juicio Final que el agua había subido ocho centímetros antes de bajar cinco y volver a subir quince. Tiempo al tiempo, decía, sacudiendo la cabeza y emprendiendo el camino de regreso a la tienda; tiempo al tiempo.
Hacía veinte años que la ciudad no sufría inundaciones, y difícilmente iba a volver a sufrirlas tras la instalación de colectores por valor de un millón de dólares; pero nada más tradicional en el Oeste que crecerse en la adversidad, y Hope se dedicó a ello en cuerpo y alma. Noche tras noche, tanto El Último Recurso como el bar de Nelly se llenaban de héroes, cada uno con su pequeña hazaña que contar. Quién rescataba una vaca, quién ayudaba a un vecino, y quién llevaba a un niño al colegio a través de la zona inundada.
Los habitantes de la cabecera del valle sólo tenían que vérselas con el barro, pero había tanto que casi todos se quedaban en casa. De los caminos de leñadores, sólo los más anchos seguían siendo transitables, y aun en éstos había lugares donde hacía falta algo más que un todoterreno normal para no hundirse en el fango.
J. T. Lovelace había realizado tres intentos de subir a pie por el bosque, y en todos se había visto obligado a regresar. Se pasaba los días solo en su caravana, contento de poder descansar.
Los esfuerzos de los últimos días lo habían dejado baldado. No podía estarse quieto más de un par de minutos sin que se le entumecieran las articulaciones, que al doblarse crujían como ramas secas. Estaba cansado. Hecho polvo. Y aun así, hiciera lo que hiciera, se pasaba las noches en blanco, como si hubiera olvidado cómo conciliar el sueño. Durante sus horas de insomnio, el viejo trampero cerraba su mente a ideas importunas. De día tenía tendencia a dormirse, pero en cuanto echaba una cabezadita su cuerpo se sobresaltaba como en señal de advertencia, como si el mero hecho de dormir fuera peligroso.
Nunca había sido un gran lector. El único libro presente en la caravana era la biblia con tapas de piel que le había regalado Winnie al casarse. En otras épocas, Lovelace había tenido afición a algunas historias del Antiguo Testamento, como la del pobre Job o la de Daniel y los leones; también la de Sansón, que se queda sin ojos y sepulta a sus enemigos bajo el templo. Desde hacía un tiempo, sin embargo, se distraía a las pocas líneas, y leía tres o cuatro veces el mismo fragmento.
Aparte de cortar leña para la estufa y hacer el esfuerzo de comer y beber, la única manera de matar el tiempo era tallar cuernos. Llevaba años haciéndolo. Winnie siempre le había dicho que tenía condiciones para ser un escultor famoso, y había adornado toda la casa con las tallas, pero Lovelace había visto cosas mejores en las tiendas de objetos de regalo.
El mejor material era el cuerno de alce. A veces se limitaba a cortarlos en redondeles y hacer botones y hebillas, pero lo que le gustaba más era utilizar el asta entera para esculpir varios animales en actitud de perseguirse. En la base ponía los más grandes, como lobos, osos y alces, e iba reduciendo su tamaño hasta las puntas, reservadas a ardillas y ratones.
La talla que estaba a punto de acabar le había llevado casi tres semanas. No era de las mejores, pero tampoco de las peores. Sólo faltaba grabar el nombre en la parte inferior. Lovelace encendió la lamparilla y se inclinó para tener más luz. Sólo eran las cuatro de la tarde, pero ya se había hecho de noche y volvía a llover. Lovelace oía la lluvia en el tejado de cinc del establo, y el ruido de los goterones al caer de los árboles encima de la caravana.
Una hora después salvaba los charcos en dirección a la cocina de los Hicks. Dentro habían puesto música. Dio unos golpes, y al cabo de un rato se asomó una mujer. Siempre que lo tenía delante ponía cara de susto.
—¡Señor Lovelace! Lo siento, pero Clyde todavía no ha vuelto.
Pensaba, por lo visto, que Lovelace pasaba a recoger la caja de provisiones que Clyde había ido a buscarle a la ciudad.
—No vengo por eso.
Él había envuelto la talla con un trapo viejo, y al ofrecérselo a Kathy ésta dio un paso atrás como si estuvieran apuntándola con una escopeta.
—¿Qué…?
—Para el niño.
—¿Para Buck?
Lovelace asintió con la cabeza.
—Dijo usted que faltaba poco para su cumpleaños.
—Sí, es mañana. ¡Pero no hacía falta que se molestara! —Aceptó el regalo. Llovía a cántaros—. Entre, por favor.
—No puedo. Tengo trabajo. Sólo quería dárselo al niño.
—¿Puedo ver qué es?
Kathy quitó el trapo. Lovelace deseó haber tenido un poco de papel para envolverlo. Kathy levantó el cuerno, y el trampero se dio cuenta de que le parecía un regalo un poco raro para un niño.
—Es precioso. ¿Lo ha hecho usted?
Él se encogió de hombros.
—Bah, no es nada. Quizá cuando sea mayor… Mire, tiene su nombre grabado.
—¡Qué detalle más bonito! Gracias.
Lovelace asintió con la cabeza y se marchó.
Sentado al volante, Buck aguardó a que Clyde descargara de la camioneta la última bala de heno y la esparciera por el suelo, delante de una hilera de reses de aspecto desconcertado. La lluvia tamborileaba encima de la cabina. Caía tan a chorro que se interponía en la luz de los faros como una cortina plateada.
Próximo el momento de parir, la hora de dar de comer al ganado se había trasladado a la tarde. Según una teoría desarrollada por un ganadero de Canadá, las vacas que comen por la tarde paren por la mañana, facilitando las cosas al personal especializado. El sistema solía funcionar, aunque siempre había vacas que disfrutaban haciendo pasar la noche en vela a sus cuidadores más allá de la hora en que se les diera de comer.
Si ya de por sí el trabajo era difícil, más lo iba a ser aquel año; sólo con que siguiera lloviendo igual de fuerte la pesadilla estaba asegurada. Buck ya se veía siguiendo los pasos de aquellas rusas locas que unos años atrás habían hecho parir a las vacas debajo del agua.
Clyde subió a la camioneta resoplando. El agua le chorreaba del ala del sombrero, cayendo en el impermeable manchado de barro. Cerró de un portazo. Quizá se debiera al mal tiempo y a que Buck estaba de un humor de perros, pero el caso era que cuanto hacía su yerno lo sacaba de sus casillas. Puso en marcha el motor mordiéndose el labio, procurando que las ruedas no tuvieran ocasión de girar en falso y hundirse en el barro.
Clyde retomó el tema de la casa de Jordan Townsend. La había visitado el día antes con el administrador, y desde entonces no se cansaba de hablar de ella.
—Pues se ve que a Jordan le preguntaron por qué se había construido un cine de treinta butacas, ¿y sabes qué contestó?
—Ni idea —dijo Buck, a quien le importaba un comino.
Clyde rió como un tonto.
—Dijo: «¿Por qué los perros se lamen los huevos?».
—¿Qué?
—¡Porque pueden!
Clyde se retorció de risa en el asiento.
—Pues no le veo la gracia.
De tanto que se reía, Clyde no pudo contestar. Buck hizo un gesto de incredulidad con la cabeza.
Entre patinazos, dejaron atrás los pastos y se metieron en la carretera. Clyde salió a cerrar la verja. El reloj del salpicadero indicaba las cinco y media. Iban a llegar una hora tarde a la fiesta de cumpleaños del pequeño Buck.
—¿Lovelace aún se pasa el día en la caravana? —preguntó Buck de camino al rancho.
—Sí. Dice que llueve demasiado.
—¡Joder! También llueve demasiado para dar de comer a las vacas, pero alguien tiene que hacerlo.
—Ya no está para esos trotes. Es demasiado viejo.
—No te lo he preguntado —replicó Buck.
—¿Qué?
—Que no te he pedido tu opinión. Ya que eres tan listo, ¿por qué no encuentras a alguien mejor?
—Perdona, hombre…
—Le pago yo, no tú. Ya ha matado a tres. Si acaba con los demás antes de que empiecen a parir las vacas, yo encantado.
Clyde levantó las manos.
—Vale, vale.
—¡Y no me vengas con «vale, vale», caray!
Buck aporreó el volante. Ninguno de los dos volvió a hablar durante los veinte minutos que tardaron en llegar a casa.
Kathy, Eleanor y Luke los estaban esperando. La cocina estaba adornada con globos y serpentinas. Kathy insistía en que todo el mundo se pusiera sombreritos de cartón, incluidos Buck y Clyde. El ambiente estaba un poco tenso, porque el bebé tenía hambre y en cuanto Buck y Clyde se hubieron quitado las botas y las chaquetas Kathy lo puso en la trona y encendió la única vela de su pastel de cumpleaños. Lo había hecho ella misma, y tenía forma de revólver.
—¡Pum! —dijo el bebé, y todos lo imitaron entre risas.
Formaron un círculo alrededor y le cantaron el Cumpleaños feliz. Kathy lo ayudó a apagar la vela, pero los gritos del bebé la obligaron a encender otra. Después de unas cuantas veces Buck se aburrió del jueguecito, y dio paso al reparto de tazas de café y trozos de revólver.
—¿Qué le han regalado a este granujilla? —preguntó Buck.
Kathy leyó la lista mientras el bebé trataba de meterse en la boca su trozo de pastel de chocolate, con tan poco éxito que la mayor parte acabó en su cara o en el suelo.
—Y Lane le ha enviado un mono precioso, blanco y plateado. Clyde dice que cuando se lo pone parece Elvis Presley.
—Le queda superridículo —dijo Clyde.
—¡Qué va! ¿A que no, cielito mío? A ver qué más… Ah, sí. Aunque parezca increíble, Lovelace trajo una especie de cuerno tallado con formas de animales.
Todo el mundo se quedó callado. Clyde miró a Buck de reojo.
—¿Puede saberse quién es ese Lovelace? —inquirió Eleanor.
Kathy se dio cuenta de su metedura de pata y puso cara de estar pensando en una respuesta, pero Clyde se le adelantó.
—Nada, un viejo que nos hace de carpintero.
Eleanor frunció el entrecejo.
—El nombre me suena. ¿De dónde es?
—De Livingston. Trabajó mucho para mi padre. ¡Eh, Kathy, ten cuidado, que el pastel está a punto de caerse!
Pasó el peligro. Luke no parecía muy interesado, y Eleanor no formuló más preguntas. Después de pedir a Luke que trajera un poco de leche fue a la cocina para preparar más café.
—Pero bueno, ¿qué te ocurre? —dijo Clyde a Kathy entre dientes, por encima de la cabeza del bebé.
—Se me había olvidado.
—Tranquilos —los apaciguó Buck—. No ha pasado nada.
Se acercó a Eleanor y Luke. Con lo de los lobos, el chico había estado yendo y viniendo a horas muy raras, y hacía tiempo que Buck casi no lo veía. Estaba diferente, como más mayor. Pero así son los chicos de esa edad: a la que te distraes ya han crecido dos o tres centímetros.
—¿Qué, desaparecido? —dijo Buck, dándole una palmada en la espalda—. ¿Cómo va eso?
—Bi… bien.
—¿Se puede seguir a los lobos con tanta lluvia?
—Hay mucho ba… barro.
—¿Y cómo matáis el tiempo ahí arriba?
Clyde soltó una risita. Luke se volvió hacia él.
—¿Pe… perdón?
Clyde puso cara de inocente.
—Nada.
Kathy gruñó.
—No hagas el tonto, Clyde.
—¡Si no he abierto la boca!
Buck estaba al corriente de los rumores sobre Luke y Helen Ross. Los había oído la noche anterior, en El Último Recurso, y le parecían absurdos. Ni siquiera le apetecía pensar en ello, y menos con su vida amorosa hecha un desastre. Luke nunca había dado indicios de interesarse por las chicas. En ese tema, los genes Calder los había copado su hermano. De hecho, Buck había llegado a temer que Luke tuviera otras inclinaciones.
Ignorando la estúpida sonrisita de Clyde, el muchacho siguió contestando a su padre.
—Estamos juntando to… to… todos los datos que tenemos.
Buck engulló un pedazo de pastel.
—¿Y por dónde andan?
—Es que últimamente ca… casi no hemos po… po… podido seguirlos…
—Ya, ya. Me refería a la última vez que salisteis a rastrear.
Luke lo miró a los ojos. Se notaba que no confiaba en él. Buck lo encontraba desesperante.
—Ah, ya. Pues un po… po… poco por todas partes.
—¿Tienes miedo de que se lo diga a Abe, o qué?
—No…
—Entonces, ¿por qué no me lo dices? ¡Soy tu padre, caray!
En ese momento intervino Eleanor, con su exasperante manía de ayudar al muchacho.
—No puede revelar información secreta, ¿verdad, Luke? No olvides que trabaja para el gobierno de Estados Unidos. A ver, ¿quién se acaba el pastel? Toma más café, Clyde.
Era curioso, pero hasta entonces Buck no lo había considerado desde ese punto de vista. ¡Su propio hijo trabajando para el maldito gobierno! ¡Y encima gratis! La idea no lo puso de mejor humor. De repente cayó en la cuenta de ser el único que hacía el tonto con el sombrerito de marras. Lo arrugó y lo tiró encima de la mesa. Después, hosco y silencioso, se acabó el pastel, mientras las dos mujeres charlaban.
—Espero que esa chica sepa que te vamos a necesitar todo el día en cuanto empiecen a parir las vacas —dijo Buck al cabo de un rato.
Todos advirtieron lo frío de su tono y guardaron silencio. Luke frunció el entrecejo y empezó a contestar, pero Buck lo interrumpió sin miramientos. Estaba harto. Ver al chico tartamudeando lo enfureció todavía más.
—No te lo pido, te lo ordeno.
Y se marchó haciendo chocar el plato contra la mesa.
Desde que el barro acosaba a los humanos, los lobos de Hope tenían todo el bosque para sí. Gran parte de la nieve se había fundido, pero su presencia había debilitado a ciervos y alces, haciendo que fueran presa fácil hasta para una manada con sólo dos adultos.
La muerte de un macho dominante y la posterior rivalidad entre los candidatos a sustituirlo pueden escindir una manada. No fue así en la de Hope. Las dudas sobre la sucesión ni siquiera se plantearon, por el simple hecho de que sólo había otro macho adulto. Se trataba del macho radiomarcado que, aun no perteneciendo a la manada, se había sumado a ella dos otoños atrás, a la edad de un año.
Tras la muerte del viejo lobo negro, terror de perros y terneros, los componentes de la manada habían tardado cierto tiempo en reconocer el liderazgo del otro macho, pero finalmente habían acatado su autoridad. Así pues, se habían acercado a él con la cabeza gacha y la cola entre las piernas y se habían puesto panza arriba en señal de sumisión, lamiéndole las mandíbulas. Él los había contemplado con altivez y benevolencia.
El nuevo jefe tenía el derecho y el deber de aparearse con la hembra dominante blanca. Aun en caso de haber otros adultos sexualmente maduros, no se les habría consentido hacer otro tanto. De cada manada, sólo podía procrear la pareja dominante.
Por desgracia, el nuevo rey estaba lisiado. Pasado un mes, la herida infligida por la trampa del lobero se había infectado. El lobo había pasado muchos días escondido en una grieta próxima al arroyo, lamiéndose la pata entre rocas y madera podrida. Cada día estaba más flaco y débil.
Conscientes tal vez de que su supervivencia como manada dependía de él, la madre y los tres cachorros supervivientes lo habían cuidado, vigilado y alimentado con el fruto de sus cacerías.
Al aproximarse enero a su fin y declararse una nueva ola de frío, la hembra dominante empezó a sangrar, señal de que estaba lista para aparearse. Acostada en la cueva junto al macho, le lamía la cara y (si no encontraba resistencia) la herida. También el macho la lamía, y a veces hacía el esfuerzo de levantarse para ir con ella a beber al arroyo. Una vez ahí la acariciaba con el hocico y le ponía la pata herida en el lomo.
De haber pasado por ahí un macho desgajado de otra manada, podría haber reclamado sus derechos sobre el maltrecho grupo y su hembra dominante. Nada habría impedido a ésta dejarse cortejar, y ceder a las pretensiones del recién llegado. Sin embargo, no pasó ningún lobo.
Y así, la primera semana de febrero, en un mundo donde el viento había dejado paso a nuevas heladas, la reina blanca y su tullido rey se aparearon bajo la nieve, mientras los blancos copos se posaban como plumas encima de su pelaje. Permanecieron unidos mucho rato, mientras los tres lobeznos supervivientes observaban en silencio desde la otra orilla del arroyo.
Esa misma noche, al otro lado del bosque silencioso, Luke y Helen yacían desnudos y abrazados a la luz de las velas.
Ella dormía, acurrucada contra él en posición fetal y usando su pecho de cojín. Luke percibía el calor de su respiración, tenue y pausada. La pierna izquierda de Helen descansaba sobre la parte superior de los muslos de Luke, y su estómago palpitaba suavemente contra la cadera del joven, sensible a cada centímetro de su cuerpo, a cada matiz y textura de su piel. Luke nunca había imaginado que su cuerpo pudiera alcanzar tal grado de vida, tan ininterrumpida plenitud.
Sus primeros intentos de ejercer de amante habían sido torpes e indecisos. En los días posteriores al regreso de Helen, después del beso en el coche, la precipitación había empañado el placer. Luke se había sentido infantil y desdichado, y se había extrañado de que ella no se le riera en la cara ni lo mandara a freír espárragos, como creía él que hacían las mujeres con los hombres de poco aguante.
Helen, sin embargo, le había dicho que no tenía importancia, y lo había ayudado a relajarse hasta que, pasado un tiempo, él había descubierto que sí podía hacerlo. Y que era más maravilloso de lo que se había atrevido a soñar o imaginar; no sólo por intenso y estremecedor, sino porque le permitía no seguir viéndose como un chiquillo inútil y tartamudo, y vislumbrar el inicio de su vida adulta. Todo ello, y mucho más, se lo debía a Helen.
La vela, en una silla al lado de la litera, estaba a punto de consumirse y la llama empezaba a temblar, haciendo agitarse en la pared contigua dos sombras fundidas en una. Luke estiró el brazo con cuidado, tratando de no despertar a Helen, y apagó la llama con los dedos. Ella se movió un poco y murmuró algo; debía de tener la mano fría, porque la metió debajo del brazo de Luke. Movió una pierna. Después, su sueño volvió a hacerse tan profundo como antes. Luke le tapó los hombros con el saco de dormir y la cogió con un brazo, pegándose a ella y respirando su maravilloso olor.
Recordó aquel día de principios de otoño en que ella lo había llevado a la guarida de los lobos, y una vez allí lo había convencido de que se metiera por el agujero, como había hecho ella. Recordó el momento en que, solo y a oscuras, había pensado que era un lugar perfecto para morir.
Ahora sabía que no era así. Aquella otra oscuridad, tan cerrada como la primera, pero con otro ser vivo a quien abrazar, ése sí era el lugar perfecto.