Capítulo 28

Courtney Dasilva tenía tanto talento para ejercer de novia como para todo lo demás. Era de esas novias a cuya vista se derrite el más curtido hombretón, aunque siempre hay quien, menos generosa, se retuerce de envidia. Helen se contaba entre estas últimas, sin que ello le produjera graves problemas de conciencia.

El vestido, un modelo de raso color marfil abierto por los hombros, había sido diseñado para insinuar la rodilla y el escote de la novia, sin por ello alejarse del buen gusto. Lo había confeccionado un diseñador italiano de Madison Avenue cuyo nombre, desconocido para Helen, arrancó exclamaciones de embeleso a los demás invitados (también el precio era para quedarse boquiabierto). El efecto de conjunto venía a ser como si alguien hubiera metido en una licuadora a la buena de Courtney y después la hubiera vertido por el cuello del vestido, como quien sirve un daiquiri de plátano. Era como un plato de nata, y hasta un marciano de vacaciones habría visto en el padre de Helen, con su sonrisa de despistado, al gato que lo saboreaba.

Se casaron la mañana de Navidad, con el objetivo de que tanto los novios como los invitados que por su importancia habían llegado antes tuvieran unos días para ponerse morenos como Dios manda. La ceremonia, dirigida con hábil mezcla de júbilo y solemnidad por el reverendo Winston Glover, tuvo lugar en una glorieta florida con vistas a la bahía. Más tarde, copa de champán en mano, los invitados vieron acercarse algo por la superficie azul turquesa del océano. Se trataba de un Papá Noel barbadés en moto acuática, que aparcó en la playa y se paseó entre la concurrencia sin pantalones y con las piernas mojadas, deseando feliz Navidad y repartiendo regalos con etiquetas individuales envueltos en papel de Saks Fifth Avenue, establecimiento donde la propia Courtney los había escogido atendiendo a los gustos de cada invitado. Helen recibió un neceser de imitación de piel de lagarto.

Había veinte invitados, y aparte de a su hermana Celia, Bryan y sus hijos, Helen sólo conocía al hermano menor de su padre, Garry, y a su mujer Dawn, temible experta en aburrir al personal. Helen y Celia se habían pasado los tres días huyendo de ellos, arte en que ya eran muy duchas.

Garry nunca había entendido bien en qué consistía el papel de tío, y en prueba de ello llevaba flirteando con sus sobrinas desde que habían entrado en la adolescencia. Para saludarlas les daba besos en los labios en lugar de en la mejilla, y hacía comentarios picantes que por algún misterioso motivo hacían estallar en carcajadas a Dawn. Hablando entre ellas, las hermanas los llamaban Ego (Especialista en Guiñar Ojos) y Patosa.

Helen se alegró de volver a ver a Celia y tener tiempo de estar con ella a solas (Bryan casi siempre estaba ocupado ejerciendo de padre de Kyle y Carey). Mientras padre e hijos se dedicaban con fervor a la natación, la vela o el esquí acuático, las dos hermanas se quedaban en sus tumbonas leyendo y charlando. Aparte de algún que otro paseíto hasta el mar, más que nada para refrescarse, lo más agotador que hacían era pedir otro ponche de ron a Carl, el camarero joven y musculoso de la playa.

Como era de esperar, Helen se había olvidado de llevar traje de baño, pero lo solucionó comprándose un biquini negro, el primero que encontró en la tienda del hotel. Nada más vérselo puesto Celia se comprometió personalmente a engordar a su hermana. Pasó los primeros días pidiendo toneladas de galletas, bocadillos y helados, y obligando a Helen a comérselos. Durante la cena prohibía cuantos platos bajaran del millón de calorías, y si Helen no se los acababa le daba patadas por debajo de la mesa. Poco a poco, el rigor de la campaña se había ido relajando, aunque más por lo morena que se puso Helen que por los pocos kilos engordados.

El vestido amarillo fue muy alabado, aunque Helen sólo tuvo en cuenta el comentario de Courtney, que lo calificó de «comodísimo».

Al cabo de sus duras jornadas de tumboneo, las hermanas solían dar unas brazadas hasta un pequeño pontón anclado a doscientos metros de la playa. Sentadas en la borda, con los pies chapoteando en el agua tibia, se disponían a contemplar otra puesta de sol extravagante. Lo convirtieron en el ritual de cada tarde, y la única concesión que hicieron el día de Navidad, con la boda todavía en su apogeo, fue llevarse al pontón un par de copas y una botella de champán.

—Me parece que no te cae bien —dijo Celia, llenando la copa de Helen.

—¿Quién, Courtney? Parece buena chica, pero no la conozco.

—A mí sí me cae bien.

—Mejor.

—¿Y sabes qué? Me parece que está enamorada.

—Dichosa palabreja.

Con Celia, Helen siempre se hacía la dura. En otras circunstancias su hermana la habría regañado por semejante comentario, pero hacía dos noches que Helen le había contado lo de la carta de Joel, y quizá fuera ése el motivo de que no contestara. El silencio no tardó en hacer que Helen se sintiera un poco culpable. Miró a su hermana y le sonrió.

—Perdona. Supongo que lo digo por envidia. —Bebió un sorbo de champán.

—Todo llegará —se limitó a decir Celia.

Helen se echó a reír.

—¿Que llegará el qué? ¿Un príncipe azul? ¿A mí?

—Estoy segura.

—Segura, dices.

—Sí.

—Pues ya sois dos. Ayer por la noche nuestra nueva madrastra me dijo que estaba segura de que al volver a Montana me enamoraría perdidamente del hombre del anuncio de Marlboro.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Que ha muerto de cáncer.

—¡Mira que eres tremenda, Helen!

—La verdad es que ya lo he conocido.

Celia no respondió. Helen movió sus pies en el agua, que empezaba a ponerse oscura, aunque todavía permitía ver la cadena del ancla. Se curvaba hacia el fondo hasta hundirse en la arena, rodeada por un banco de pececillos plateados. Al volverse, Helen reparó en que Celia la estaba mirando con ojos muy abiertos, en espera de que dijera algo.

—Odio que me mires de esa manera.

—¿Qué quieres que haga si me dejas en ascuas?

—De acuerdo. Es alto, moreno, y delgado. Y tiene los ojos verdes más bonitos del mundo. Es hijo de un ranchero muy importante. Es tierno, educado y de buen corazón. Y está loco por mí.

—¡Helen! ¡Qué…!

—Y tiene dieciocho años.

—Ah… Ya. Bueno…

—«Bueno…» —repitió Helen, imitando a Celia. Siempre que la veía poner cara de profesora repipi le entraban ganas de matar.

—¿Y es…? —siguió Celia, en busca de alguna pregunta que viniera al caso—. ¿Has…?

—¿Que si me lo he tirado?

—¡Helen, por favor! Ya sabes que no me refería a eso.

—De todos modos la respuesta es no. —Hizo una pausa—. Todavía no.

—¿Por qué tienes la manía de pensar que me escandalizan esas cosas? ¿Tan reprimida te resulto? ¡Pareces verme como una especie de bruja!

—No digas eso. —Rodeó cariñosamente los hombros de su hermana—. Perdona.

Permanecieron en silencio, contemplando el horizonte. El sol se consumía en un último y fogoso estallido, antes de ser devorado por el añil del océano.

—Si es que no sé ni por qué hemos venido —acabó diciendo Celia.

—¡Caray, hermanita, qué pregunta más metafísica!

Celia perdió los estribos y se liberó del brazo de Helen.

—¡Estoy hasta el coño de que te rías de mí, Helen!

La botella de champán se tambaleó y cayó de lado. Helen nunca había visto tan enfadada a su hermana, ni le había oído decir un exabrupto tan gordo. Eso seguro.

—¡Oye, lo siento!

—Ya sé que Bryan y yo te parecemos un par de yuppies aburridos y cerrados, y que tú te crees la única que vive de verdad, siempre en primera línea de combate, haciendo cosas importantes, arriesgándote…

—No es verdad. Te aseguro que no…

—Sí es verdad. Y siempre pareces la única que se emociona de veras, la única que sabe lo que es la pasión y el dolor, la única que lo pasó mal al separarse papá y mamá. Yo sólo soy la santita, la que siempre sonríe, con su familia feliz, su casita y la vida arreglada. Pues no es verdad, Helen. A veces los demás también tenemos sentimientos, y lo pasamos mal. No sé si lo sabes.

—Sí, lo sé.

—¿Seguro? Hace dos años tuve cáncer de pecho.

—¡Qué dices!

—Tranquila. Me lo detectaron a tiempo y estoy curada del todo.

—Dios mío, Celia… No dijiste nada…

—¿Decirlo? ¿Por qué? No hay que obsesionarse. La vida sigue. Ésa es la diferencia entre tú y yo. Sólo te lo he dicho para convencerte de que no tienes la exclusiva del sufrimiento. Así que haz el favor de no esperar que te compadezcamos a todas horas.

—¿Yo?

—Sí, tú. Vas por ahí como si tuvieras un destino trágico, o qué sé yo; pero eso son tonterías. Es una pena que lo de Joel no haya salido bien, pero a lo mejor era inevitable. De hecho, igual ha sido una suerte que lo hayas descubierto ahora. Mamá y papá tardaron diecinueve años. Diecinueve años perdidos.

Helen asintió. Celia tenía razón. En todo.

—Sólo tienes veintinueve años, Helen. ¿Dónde está el problema?

Helen se encogió de hombros y sacudió la cabeza. Estaba a punto de llorar, pero no porque se compadeciera a sí misma, sino de vergüenza. Se avergonzaba del cáncer de Celia, y de todas las verdades que le había dicho. Celia pareció darse cuenta de que había puesto el dedo en la llaga, y sonrió con dulzura. Ahora le tocaba a ella abrazar a Helen. Ésta apoyó la cabeza en el hombro de su hermana.

—Aún no creo que no me lo dijeras.

—¿De qué sirve hacer que la gente se preocupe? Estoy curada.

—¿Te lo extirparon?

—Sí. Mira. —Se bajó la parte de arriba del bañador, mostrando una pequeña cicatriz rosada debajo del pezón izquierdo—. ¿A que queda bien? Bryan dice que es sexy.

—Eres increíble.

Celia se echó a reír, al tiempo que se subía el bañador y recogía la botella de champán. Aún quedaba un poco, pero como no le apetecía a ninguna de las dos la dejó en el suelo y volvió a coger a Helen por los hombros. Empezaba a hacer un poco de frío.

—¿Cómo se llama?

—¿Quién?

—El chico Marlboro.

—Luke.

—¿Luke?

—Sí.

—¿Qué tal las manos? ¿Bien?

—Preciosas.

—¿Y el cuerpo? —Celia adoptó un tono insinuante—. ¿También es precioso?

—Sí.

Rieron.

—Mira lo que me regaló.

Helen enseñó a Celia el lobo de plata. No se lo había quitado desde el momento de recibirlo.

—Muy bonito.

Celia la meció en sus brazos y le acarició el pelo, como Helen le había visto hacer con sus hijos. Un pelícano se acercó planeando hasta posarse en la playa detrás de unas palmeras. Lo observaron en silencio.

—¿Recuerdas lo que dije antes, que no sabía por qué habíamos venido a Barbados? —dijo Celia.

—Sí.

—¿Pues por qué va a ser? ¡Por la boda, mujer! Courtney tiene veinticinco años y papá… cincuenta y seis, ¿no? ¿Y qué? La cuestión es que sean felices. ¿Sabes que se ha hecho budista?

—¿Papá budista? ¡Por favor!

—¡Que sí! Y ella también.

—¡Pero bueno, si trabaja en un banco! ¿En serio se ha convertido al budismo? ¡Será posible! ¿Mamá lo sabe?

Celia se echó a reír.

—¿Qué, que se ha vuelto tururú? ¡No, qué va! Pero hazme caso, Helen. Courtney es lo mejor que le ha pasado a papá desde que nació. ¿Sabes qué me dijo ayer por la noche? «Courtney me ha enseñado el secreto de la vida».

—¿Y piensa contárnoslo?

—Me dijo que le ha enseñado a «ser».

—¿Ser qué?

—Menos ironía, que es importante. «Ser» y punto. Vivir al día. ¿Y sabes qué? Que la chica tiene más razón que un santo. Y a ti el consejo te iría mejor que a nadie.

—¿Tú crees?

—No lo creo, lo sé. En tanto que hermana, psicóloga y asesora en budismo, te digo lo siguiente: tranquilízate. Diviértete un poco. Vive al día y acepta las cosas como son. Vuelve con Luke y… Ya me entiendes.

—¿Que me lo tire?

—No tienes remedio, Helen.

La habitación de Helen estaba al final de un largo edificio de dos pisos, y tenía un balcón con vistas a la bahía. Por la noche, una vez finalizada la fiesta, dejó las puertas abiertas y escuchó el oleaje desde la cama, jugueteando con el lobo del colgante mientras pensaba en su hermana.

Había sido una revelación. Se sentía estúpida por haber subestimado a Celia desde siempre, y también un poco asustada de que la conocieran tan a fondo. Celia había dado en el blanco con lo de su «destino trágico» y tendencia a compadecerse de sí misma. No había vuelta de hoja.

En cuanto a lo que le había dicho sobre Luke, ya no lo veía tan claro. Celia se lo había aconsejado con cierto tono provocador, pero estaba segura de que lo decía en serio. El problema del consejo era su parcialidad. Reflejaba las necesidades de Helen, no las de Luke.

Hasta entonces, siempre que se había relacionado con hombres, el miedo a verse rechazada y acabar por los suelos había corrido de cuenta suya, como si le hubiera tocado en gracia ese papel. Y nunca fallaba, pensó que el miedo mismo debía de influir bastante. Por lo visto los hombres lo notaban. Con Luke, en cambio, todo era distinto.

Helen no sabía a qué atribuirlo; quizá a la edad del muchacho. El caso era que no tenía ningún presentimiento de que él pudiera hacerle daño o dejarla, y sí de lo contrario. De todos modos Luke ya estaba avisado, y había dicho que le daba igual. Entonces, ¿a qué tantas preocupaciones? ¿No había bastante con amar y ser amada? Porque quererlo sí lo quería, de eso estaba segura; y no sólo porque la hubiera salvado de la desesperación. Lo quería por él mismo, sólo que de una manera desconocida hasta entonces, y extrañamente liberadora.

Y por si fuera poco, se había llevado la sorpresa de desearlo casi tanto como parecía desearla él.

La última noche, en la cabaña, Helen le había dejado desabrocharle el vestido y besarle los pechos, y en lugar de frenarlo con buenas palabras, como mandaba la sensatez, le había abierto la camisa con dedos ansiosos y se lo había llevado a la cama. Una vez ahí había cogido la mano de Luke y se la había puesto entre las piernas, al tiempo que desabrochaba el cinturón del muchacho y se apoderaba de su virilidad, dura y ardiente. Luke había eyaculado tan rápido que le había dado vergüenza. Entonces ella lo había abrazado, y entre beso y beso le había dicho que no tenía de qué avergonzarse. Para una mujer, susurró, pocas cosas había tan hermosas como sentirse deseada con tal intensidad.

En la playa, el viento zarandeaba las palmeras. Ecos de música reggae flotaban en una brisa cálida, procedentes de alguna fiesta lejana. Se tumbó de lado y cerró los ojos, deseando que Luke estuviera en la cama con ella e imaginándoselo a cinco mil kilómetros de distancia, con frío y nieve. Siguió pensando en él hasta dormirse, y no soñó.

Luke nunca había pasado de oír unos pocos compases de ópera, casi siempre en la radio pública y buscando otra emisora. En general no tenía nada contra la música clásica. Había cosas buenas. Ahora bien, la idea de que dos personas se cantaran en lugar de hablarse siempre le había parecido un poco tonta. A veces también hablaban, con lo que resultaba todavía más raro cuando se ponían a cantar.

Desde que estaba solo en la cabaña se había acostumbrado a poner música siempre que volvía de sus rondas. Solía escoger entre los discos favoritos de Helen (Sheryl Crow, Van Morrison o Alanis Morissette), porque así tenía la sensación de estar con ella. Por una vez, sin embargo, había decidido buscar algo nuevo, y buscando había dado con la caja de discos de ópera. Puso la primera que encontró, Tosca, por mera curiosidad.

Encendió las lámparas y la estufa y puso nieve a fundir para beber algo caliente. Después de toda una semana, estar con Buzz en la cabaña casi le parecía normal, aunque apenas pasaba un minuto sin que se acordase de Helen. Lo había llamado al móvil el día de Navidad, dejándole un largo mensaje con divertidas anécdotas de la boda y su nueva madrastra. Finalizó el mensaje diciendo lo mucho que lo echaba de menos, y deseándole feliz Navidad.

En el rancho Calder, el grado de felicidad había sido más o menos el de siempre. Como la hermana mayor, Lane, había ido a pasar las fiestas con la familia de su marido, sólo quedaron Kathy, Clyde y los padres de Luke. Buck, que estaba de mal humor, se encerró en el despacho. Las mujeres hablaron en la cocina. En cuanto a Clyde, se quedó dormido delante de la tele con unas copas de más. Luke se dedicó a jugar con el bebé casi todo el rato hasta que vio llegada la oportunidad de volver a la cabaña, alegando que tenía que dar de comer a Buzz y ver si había algún mensaje. Una vez arriba escuchó el de Helen diez o doce veces.

Desde entonces ella no había vuelto a llamar. Luke volvió a escuchar el buzón de voz, pero sólo había un mensaje de Dan Prior. Tenían previsto salir el día siguiente a dar una vuelta en avioneta, y Dan le pedía que estuviera en la pista a las siete. También le comunicaba que habían llegado los resultados de la prueba del ADN hecha al macho joven que llevaba collar (¡por fin!), y que eran interesantes porque mostraban la diferencia entre sus genes y los del resto de la manada, señal de que se trataba de un ejemplar procedente de otra manada.

Luke se preparó un poco de té y comió un trozo del pastel de Navidad de su madre. Cuando acabó, la cabaña estaba caldeada y la ópera en su apogeo. La cantante italiana, que a juzgar por su voz era una mujer de armas tomar, estaba disgustada por algo, y no se andaba con chiquitas a la hora de demostrarlo. Luke pensó que no estaba mal, aunque no se entendía nada.

Se quitó la parka y se sentó en la litera de Helen para desatarse las botas. Justo entonces oyó una nota rara, y pensó que uno de los músicos había desafinado. O quizá fuera problema del reproductor de compacts. Ya no la oyó más. Seguro que Buzz también se había dado cuenta, porque estaba más nervioso de lo normal.

—Es Tosca —le dijo Luke, tirando de los cordones—. En italiano.

La segunda vez reconoció el ruido y se acercó a la ventana para echar un vistazo. El cielo estaba despejado, y empezaban a verse estrellas. Aún había bastante luz para ver al lobo.

Era la madre. Estaba casi en el bosque, al otro lado del lago, justo donde, en un pasado que parecía remoto, Luke se había escondido para espiar a Helen. El pelaje blanco de la hembra destacaba contra la masa oscura de los árboles. Distinguió el collar con claridad. La loba levantó la cabeza y aulló. El aullido, distinto a cuantos había oído hasta entonces, empezaba con una serie de ladridos iguales a los de un perro. Luke fue en busca de los prismáticos de Helen.

Buzz estaba como loco. Luke le dijo que se callara, aunque la potencia vocal de la cantante italiana hacía difícil que se oyera algo más que la música. Apagó las luces y decidió abrir un poco la puerta para tener mejor vista. En cuanto la empujó un par de centímetros, Buzz se escurrió por la rendija sin que tuviera tiempo de detenerlo. El perro corrió hacia el lago. Luke fue tras él.

—¡No, Buzz!

Pero de nada servía gritar. La loba interrumpió su aullido y se quedó quieta con la cola en alto, observando al perro. Ya de por sí la situación de Buzz no era muy prometedora, pero si andaba cerca toda la manada lo harían trizas.

Luke escudriñó los árboles con los prismáticos. No se veían más lobos, aunque podían estar en el bosque. Emprendió el descenso de la cuesta, pero tropezó con la nieve y cayó de rodillas. No había manera de llegar lo bastante rápido para intervenir. De nuevo en pie, volvió a mirar por los prismáticos.

Buzz casi había cruzado la superficie helada del lago, y la loba seguía esperándolo. ¿Qué se proponía aquel perro de los demonios? No parecía furioso, sino dispuesto a saludar a una vieja amiga. Ya estaba subiendo por la cuesta. De repente, cuando sólo le faltaban diez metros para llegar hasta la loba, ésta empezó a mover la cola con lentitud. Buzz fue agachándose a medida que se aproximaba, hasta rozar el suelo con la barriga. Cuando llegó delante de la loba se tumbó de espaldas. La loba se limitó a menear la cola como si fuera un banderín, apuntando a Buzz con el hocico.

Luke creía que la loba iba a lanzarse sobre Buzz y darle una dentellada en el cuello, pero sus temores no se cumplieron. La hembra siguió mirando al perro, tendido a sus pies. Buzz levantó el hocico y le dio unos lametones, como había visto hacer Luke a los cachorros en verano, cuando pedían comida a los adultos. ¡No podía ser tan tonto para no darse cuenta de que sus posibilidades de comer eran menores que las de ser comido!

Y de pronto la loba se agachó, descansó el pecho en la nieve y se quedó con la cabeza encima de las patas, sin dejar de mover la cola. Luke no daba crédito a sus ojos. ¡Tenía ganas de jugar! En cuanto Buzz captó el mensaje la hembra echó a correr alrededor de él, metiendo la cola entre las patas de manera harto cómica. El perro la perseguía sin alcanzarla. La loba se detuvo y volvió a agacharse, al igual que Buzz. Al primer movimiento por parte de uno de los dos, reemprendieron la persecución, con la diferencia de que esta vez el perseguido era Buzz.

Pasaron varios minutos intercambiando los papeles, y a Luke no tardó en darle un acceso de risa que lo obligó a sentarse en la nieve, apoyando los codos en las rodillas para estabilizar los prismáticos.

De pronto la loba dio media vuelta y se metió en el bosque, dejando a Buzz desconcertado. Luke se levantó y lo llamó, pero el pobre estaba divirtiéndose demasiado y optó por correr en pos de la loba hasta desaparecer detrás de los árboles.

Tosca seguía atronando desde la cabaña, indiferente a cuanto sucediera. Estaba anocheciendo por momentos. De repente, el juego de la loba ya no parecía tan gracioso.

El lobero también oyó la música. Estaba recorriendo el valle por la parte alta, de camino al lugar donde había matado al tercer lobo el día de Navidad.

Había dedicado varios días a seguir las huellas del muchacho, cuidando de no hollar la nieve más que en los lugares donde Luke había apoyado los esquís y los bastones. De ese modo, sólo un experto en huellas como el propio Lovelace podía darse cuenta de que había pasado más de una persona.

Resultaba a la vez irónico y gracioso verse guiado hasta los lobos por quien se proponía salvarlos. Anteriormente, en presencia de la chica, Lovelace lo había juzgado demasiado peligroso. Los biólogos podían ser muy listos. El muchacho no era más que un aficionado, aunque no tenía un pelo de tonto; de hecho no se le escapaba detalle.

Lovelace siempre reconocía los lugares donde Luke se había detenido a recoger excrementos o inspeccionar una marca territorial olfativa. Se imponía la prudencia, por si al chico le daba por volver atrás, cosa que todavía no había sucedido; de todos modos, aunque se encontraran, Luke no tenía por qué sospechar. Seguramente tomaría a Lovelace por un viejo loco de paseo por el bosque. Aun así valía más pasar inadvertido.

El muchacho seguía prácticamente los mismos pasos que cuando lo acompañaba la bióloga. Trabajaba las mismas horas, salía de ronda las mismas noches y realizaba las mismas actividades: seguir las huellas en sentido inverso y recoger muestras de los cadáveres devorados por los lobos. De momento, ni el chico ni la bióloga habían pasado dos veces por el emplazamiento de un mismo cadáver; y era ese hecho tan sencillo el que había permitido a Lovelace cazar su tercer lobo.

Una manada de lobos puede devorar lo que ha cazado en una única sesión, sin dejar más que unas pocas sobras para los coyotes y cuervos. No obstante, a veces hay algo que los lleva a dejar la presa a medio comer o esconder pedazos de carne debajo de la nieve para comerlos más tarde. Lovelace había tenido la esperanza de encontrar uno de esos casos, y el muchacho, sin saberlo, lo había guiado hasta uno el día de Nochebuena.

Se trataba de un alce macho de edad avanzada. El chico había hecho lo de siempre: extraer un par de dientes, serrar trozos de hueso y marcharse. Tras encontrar el escondrijo donde los lobos habían dejado parte de la carne, Lovelace colocó trampas en las vías de acceso más probables. Eran de las que aprisionan las patas. Habría preferido las de cuello, pero tenían el peligro de estrangular al lobo aunque se les hubiera puesto un tope. Lovelace no quería arriesgarse a matar antes de tiempo a los ejemplares con collar.

El emplazamiento de las trampas estaba demasiado cerca de la cabaña, pero Lovelace pensó que valía la pena intentarlo. Acampó a un par de kilómetros en el sentido del viento. Regresó esquiando al despuntar el alba, y descubrió que Papá Noel había sido sumamente generoso. No le había dejado un lobo, sino dos: una cachorra y un adulto joven con collar.

Se descalzó los esquís y sacó de la mochila el hacha y dos bolsas negras, observado de soslayo por los lobos.

Estaban asustados, y al verlo acercarse no se atrevieron a mirarlo a los ojos.

—¡Eh, lobito! —dijo al cachorro con tono tranquilizador—. ¡Vaya monada estás hecho!

Se detuvo a cierta distancia, consciente del peligro que representa un lobo asustado. Después levantó el hacha por encima de la cabeza del animal, que lo miró. En ese momento, Lovelace vio algo en sus ojos dorados que le hizo vacilar, pero sólo unas décimas de segundo. Olvidando lo que acababa de ver, le partió el cráneo con dos limpios hachazos.

Le envolvió la cabeza con una de las bolsas, sin esperar siquiera a que dejaran de temblarle las patas; de ese modo no habría manchas de sangre en la nieve. Tras quitarle el cepo de la pata, volvió a levantarse y dobló el alambre. Su agitada respiración formaba nubes de vaho. Un graznido de cuervo arañó el silencio del amanecer. Al levantar la cabeza, el lobero vio dos manchas negras dando vueltas por las alturas, contra un cielo plateado que recordaba las escamas de un pez. Miró al lobo que llevaba collar.

Estaba medio de espaldas y lo vigilaba por el rabillo del ojo. Era mayor que el otro. Lovelace calculó su edad en dos o tres años. Sangraba en abundancia por una pata delantera, porque en sus esfuerzos por escapar se le había clavado el alambre de la trampa. Si Lovelace lo mataba, el radiocollar empezaría a emitir una señal distinta y levantaría sospechas. Quedaba la posibilidad de destrozar el aparato y desembarazarse de él, haciendo que la señal desapareciera sin dejar rastro; pero se corría el riesgo de alarmar al muchacho, y con toda certeza a la muchacha, una vez hubiera regresado. Eran capaces de cambiar de estrategia y empezar a hacer cosas imprevisibles.

Era una pena mirarle el diente a un lobo regalado, y más aún el día de Navidad. No obstante, Lovelace decidió dejar con vida a los tres lobos con collar, y no pensaba cambiar de idea. Ya les llegaría el turno.

Tapó la cabeza del lobo con la segunda bolsa y le ató una cuerda al hocico para que no lo mordiera. Acto seguido se sentó a horcajadas encima de él para tenerlo sujeto mientras soltaba el alambre, metido hasta el hueso en la pata delantera izquierda. Vio que se había mordido a sí mismo para soltarse. Con una o dos horas más habría sido capaz de cortarse la pata a mordiscos. Lovelace ya había visto algún que otro caso.

Le costó arrancar el alambre de la herida, pero al final lo consiguió. Después quitó la cuerda, se levantó y tiró de la bolsa. El lobo se puso a cuatro patas y cojeó en dirección a los árboles. Justo antes de desaparecer se detuvo con la cabeza vuelta hacia atrás, como si tomara nota mentalmente.

—¡Feliz Navidad! —exclamó Lovelace.

Visto que la carne escondida seguía intacta, no era probable que los lobos no volvieran; por lo tanto, volvió a colocar las trampas antes de llevarse a la mina al lobo muerto y tirarlo por el agujero para que se reuniera con sus hermanos. Aún quedaban cinco por matar.

De eso hacía dos días. Desde entonces Lovelace había ido a ver las trampas dos veces al día, al amanecer y a última hora de la tarde, encontrándolas invariablemente vacías. Ya olía demasiado a él. Era hora de quitarlas. Eso era lo que se proponía en el momento de oír la música.

Se detuvo a escuchar. Justo entonces oyó los ladridos del perro, y el lobo se sumó a ellos con un largo aullido. El dúo no casaba mucho con un bosque en penumbra. Después oyó al muchacho llamar al perro, e intuyó que algo iba mal.

Sólo averiguó hasta qué punto media hora después, al acercarse al emplazamiento de las trampas y oír los gañidos. No parecían de lobo. Tampoco lo que iluminó con su linterna tenía aspecto de lobo.

El perro había caído en la misma trampa que la cachorra. Debía de hacer muy poco, porque aún daba vueltas como un poseso, aumentando la presión del alambre. Al ver a Lovelace, el chucho (un chucho bastante raro, por cierto) se puso a menear la cola.

Lovelace se apresuró a apagar la linterna. Seguro que el muchacho estaba buscando al perro, y las huellas lo llevarían hasta él. Si estaba cerca ya debía de haberlo oído quejarse. Quizá fuera mejor largarse; pero eso suponía que el chico encontrara las trampas y lo mandara todo al traste. ¡Maldición! El lobero se recriminó su estupidez. Había hecho mal en arriesgarse a poner trampas. Pero ¿cómo iba a suponer que el perro caería en una de ellas?

De pronto oyó la voz del muchacho un poco más abajo. Escudriñando los árboles, divisó el haz de la linterna. ¡Buena la iba a armar el perro si se ponía a ladrar!

Sólo le quedaba una salida. Se desabrochó las correas de los esquís y los dejó a un lado. El perro gimió por lo bajo.

—¡Eh, perrito! —dijo, con la misma cantinela de cuando estaba a punto de matar a un lobo atrapado—. ¡Tranquilo, bonito! ¡Míralo qué guapo!