Cuando Buck llegó a Hope el mercadillo navideño seguía muy concurrido, incluida la venta de pasteles. Buck, que había tardado mucho en dar de comer al ganado, temía llegar demasiado tarde, pero delante de la sala de actos había muchos coches aparcados, y no paraba de entrar gente.
Se apreciaba un esfuerzo mayor que otros años por parte del grupo de mujeres que organizaba el mercadillo. Hettie Millward y sus compañeras habían decorado el porche e instalado un árbol de Navidad con luces de colores, muy favorecido por el sol y la nieve fresca. Por si fuera poco, y por primera vez en años, Hettie había logrado convencer a Eleanor de que participara. Debía de estar en la sala de actos. Buck, en todo caso, confiaba en ello.
No le había sido nada fácil conseguir que Eleanor saliera de casa, y menos después de pasarse toda la noche preocupada por que Luke pudiera haberse perdido en la tormenta. Antes del desayuno Eleanor había estado a punto de telefonear a Craig Rowlinson y pedirle que organizara una batida, pero justo entonces había llamado Luke para decir que se encontraba bien, y que se había pasado la noche refugiado con Helen Ross en la cabaña.
Buck pensó que era una lástima. A veces Dios reparte sus dones de forma harto extraña. Los caminos del Señor son inescrutables.
Dejó atrás la sala de actos y, siguiendo por la calle mayor, frenó a la altura de Paragon para ver si estaba Ruth, pero se lo impidió lo abarrotado del escaparate. Así pues aparcó cerca del bar de Nelly y rehízo el camino a pie, volviendo la cabeza hacia ambos lados por si había alguien mirando, como solía ser el caso. No vio a nadie. Por lo visto todo el mundo estaba en el mercadillo.
Encontró a Ruth en la barra sirviendo a Nancy Schaeffer, la maestra. No debía de estar muy contenta de verlo, o no lo habría mirado de esa manera al oír la campanilla de la puerta.
—¡Buenos días! —dijo Buck alegremente.
—Hola, Buck —contestó Nancy—. ¡Feliz Navidad!
—Igualmente.
Buck saludó a Ruth con la cabeza y le sonrió.
—Ruth.
—Señor Calder…
Ruth siguió hablando con Nancy de asuntos del colegio, mientras Buck fingía echar un vistazo por el fondo de la tienda. No había más clientes.
Hacía más de un mes que no veía a Ruth. Llevaba un jersey marrón ceñido y estaba guapísima. Por fin Nancy se decidió a marcharse. Buck le dijo adiós. La campanilla de la puerta resonó de modo extraño, igual que cuando había entrado Buck.
—¿Se puede saber a qué vienes?
Ruth caminó hacia el fondo de la tienda con cara de enfadada.
—Feliz Navidad, ¿eh?
—No me vengas con ésas.
—¿Yo?
Ruth se detuvo a distancia prudencial y, cruzándose de brazos, miró a Buck con el entrecejo fruncido.
—¡Pero hombre, Ruth! ¡Estamos en Navidad! ¡La gente compra regalos, y ésta es una tienda de regalos! Tengo todo el derecho del mundo a estar aquí.
—A lo mejor es que no captas por culpa del sombrero. Lo nuestro se ha acabado, ¿te enteras?
—Ruthie…
—No, Buck.
—Te echo tanto de menos…
Buck quiso acercarse, pero Ruth dio un paso atrás. De repente se oyó un fuerte estornudo. Buck, sobresaltado, dio media vuelta sin ver a nadie, hasta que bajó la vista y reparó en un bebé que lo miraba fijamente.
—¡Anda! ¿Y ése quién es?
—¿No reconoces ni a tu nieto?
—¿Cómo es que está aquí?
—¡Si es que no te enteras de nada! Kathy está ayudando a Eleanor en el mercadillo, y yo hago de canguro.
—Ah.
La mirada del niño puso nervioso a Buck, que tenía la sensación de haber sido sorprendido con las manos en la masa.
—Y ahora vete.
—Oye, que sólo…
—Me parece increíble que te presentes aquí sabiendo lo que ha pasado.
—¿Y qué es «lo que ha pasado»?
Ruth lo miró con recelo.
—¡No me dirás que no te lo ha contado!
—¿El qué?
—¡Que está al tanto de lo nuestro, pedazo de animal!
—Imposible…
—De imposible nada.
—¿¿Se lo has dicho tú??
—No ha hecho falta porque ya lo sabía.
—¿Pero lo has admitido?
Ambos se volvieron al oír la campanita, cuyo tintineo fue imitado por el pequeño Buck.
—¡Señora Iverson! —exclamó Ruth con cordialidad—. ¿Cómo está? —Miró a Buck y dijo entre dientes—: Vete de una vez.
Buck se marchó sin despedirse ni de su nieto. Fue a la gasolinera para comprar cigarrillos y encendió uno de camino al coche, pensando constantemente en lo que le había dicho Ruth. Iba tan distraído que al arrancar estuvo a punto de ser arrollado por un camión de dieciocho ruedas. El bocinazo fue tan tremendo que lo puso al borde del infarto, haciendo que soltara el puro y se chamuscara el pantalón.
Eleanor no había soltado prenda. No es que hablaran mucho, pero siendo Ruth su socia habría sido de esperar algún comentario, la verdad. La llegada de la señora Iverson había dejado a Buck con muchas preguntas pendientes de respuesta. Por ejemplo: ¿cómo diantres lo había descubierto Eleanor? ¿Y por qué seguían siendo socias ella y Ruth? ¡Joder, si es que no tenía sentido!
Recorrió el camino de vuelta al rancho con la cabeza en ebullición, barajando ideas a cuál más deprimente. Como venía siendo norma, acabó echando la culpa de todo a los lobos.
Pensando que llevaba días sin ver al viejo lobero, torció a la izquierda en el desvío de debajo del rancho y siguió hasta casa de Kathy.
Quizá Lovelace pudiera alegrarle el día con alguna buena noticia.
Lovelace fue esquivando árboles con la motonieve hasta salir a campo abierto en el prado de encima de la casa. La abundancia de baches empeoró su dolor de espalda, consecuencia de haberse deslomado quitando nieve con la pala, primero de la tienda y después de la motonieve. De todos modos estaba tan acostumbrado a los achaques que no lo pusieron de mal humor. Hacía años que no acampaba con una ventisca tan fuerte, y si bien todo dependía de tener buen equipo y un mínimo de agallas, lo satisfacía comprobar que todavía no estaba demasiado viejo para esos trotes.
Pero había algo más importante: ya sabía dónde estaban los lobos.
Hacia las cuatro de la madrugada, al amainar el viento, Lovelace los había oído aullar, y por la mañana había encontrado huellas a menos de cien metros de la tienda. Era como si los lobos hubieran oído algo y se hubieran acercado a investigar. Como ya estaba al tanto de las condiciones del terreno, el lobero volvía a la caravana a fin de preparar el plan y coger el instrumental necesario para matarlos.
Al pie del prado, una hilera de vacas negras pacía el heno esparcido a propósito por la nieve. Más abajo todavía, Lovelace vio el coche de Buck Calder aparcado junto al de Hicks, al lado de la casa.
Al acceder a terreno más llano y tomar la dirección del establo reparó en que su caravana tenía la puerta abierta. Un segundo después vio salir a alguien. Era Buck Calder, seguido por su yerno, que cerró la puerta después de bajar por la escalerilla. Hicks parecía algo avergonzado; Calder, en cambio, sonrió y saludó con la mano, aguardando a que Lovelace frenara a su lado con la motonieve.
—Me alegro de verlo, señor Lovelace.
El lobero paró el motor.
—¿Qué hacen en mi caravana?
—Nada, buscarlo para ver si estaba bien.
Lovelace no dijo nada. Tras dedicar unos momentos a observar a Calder se apeó del vehículo y entró en la caravana, no sin advertir que Hicks ponía cara de niño travieso. ¿Qué se habían creído?, pensó al subir. ¡Fisgonear sin permiso! Comprobó que no hubieran tocado nada. Le pareció que todo estaba como antes de marcharse. Volvió a abrir la puerta y miró a los intrusos.
—Que no se repita —dijo.
—Hemos llamado a la puerta, y como no contestaba nadie hemos temido que…
—Si necesito ayuda ya se la pediré.
Calder levantó las manos.
—Está bien, está bien, perdone.
—Perdone, señor Lovelace —repitió Hicks como si fuera un loro.
Lovelace asintió fríamente con la cabeza.
—¿Y qué, cómo va? —preguntó Calder, todo cordialidad, como si no hubiera pasado nada—. ¿Ya los ha cogido?
—Se lo diré cuando sea el momento.
Dicho lo cual les cerró la puerta en las narices.
Kathy intentaba cerrar la cremallera del traje de invierno del pequeño Buck, que, sentado al borde de la mesa de la cocina, proclamaba su insatisfacción a los cuatro vientos. Estaba resfriado, el pobrecito, con la cara roja y la nariz tapada. Eleanor se dedicaba a cortar cebollas al otro lado de la mesa.
Era martes, único día en que Luke volvía a casa antes de cenar, y único asimismo en que Eleanor ponía cierto empeño en preparar la cena. Iba a hacer pastel de pescado, y ello por dos motivos: que era uno de los platos preferidos de Luke y que su padre lo odiaba.
El bebé les destrozó los tímpanos con un berrido.
—Quiere quedarse con la abuela —dijo Eleanor—. ¿Tú no, cielo?
—Oye, que por mí puedes quedártelo. ¡Te he dicho que te calles, monstruito! ¿Yo también era así? —preguntó Kathy.
—Peor.
—Ah, pero ¿todavía existe algo peor?
Justo cuando Kathy empezaba a poner los guantes al bebé los faros de un coche iluminaron las ventanas de la cocina. Poco después, mientras el pequeño tomaba aliento para otro berrinche, oyeron los pasos de Luke por el camino de entrada. Estaba silbando, cosa que Eleanor nunca le había oído hacer.
—Menos mal que hay alguien contento —dijo Kathy.
El bebé volvió a llorar.
Luke entró y saludó. Una vez despojado de su sombrero, chaqueta y botas, y después de dar un beso a Eleanor, cogió en brazos al pequeño Buck y se lo llevó a dar una vuelta por la cocina. El niño dejó de llorar enseguida.
—¿Buscas trabajo? —preguntó Kathy.
—Ya tengo.
—Sí, y se pasa la noche en plena ventisca —dijo Eleanor.
—Estamos bien, mamá.
Al tiempo que acababa de picar la cebolla Eleanor observó los pasos de Luke por la cocina, feliz de verlo tan contento. Durante el camino de regreso del mercadillo al rancho, Kathy le había hablado de las incipientes habladurías acerca de Luke y Helen Ross, habladurías que Eleanor consideraba absurdas.
Luke volvió a dejar al pequeño Buck en manos de Kathy y subió a su habitación. Kathy no tardó en llevarse al niño al coche y marcharse a casa, dejando a Eleanor sola con sus guisos.
Eleanor no tenía ni idea de dónde estaba su marido; seguro que escondido en alguna parte, pensando en qué actitud adoptar cuando volviera a casa. Eleanor sonrió al pensarlo.
Ruth le había contado la visita matinal de Buck. La pobre todavía no las tenía todas consigo. Se supone que las esposas traicionadas quieren vengarse de la «otra mujer», y hasta matarlas. Eleanor se daba cuenta de que a Ruth la tranquilidad con que había reaccionado seguía pareciéndole un poco sospechosa. Saltaba a la vista su estupefacción al ver que el adulterio no ponía en peligro ni su amistad ni algo más importante, su relación comercial. Todo ello hacía que Eleanor disfrutase todavía más.
De hecho, los amoríos de Ruth y Buck no habían vuelto a ser mencionados desde el día en que Eleanor había revelado estar al corriente de ellos. ¿Acaso quedaba algo que decir? A veces Eleanor se arrepentía un poco de haber planteado el tema de forma tan brusca, preguntando a Ruth a bocajarro cuánto tiempo llevaba acostándose con Buck. No había sido del todo sincera, ya que a esas alturas casi estaba convencida de que el adulterio había tocado a su fin.
Ruth había tenido la decencia de no negar nada. Lo que sí hizo fue preguntar a Eleanor cómo se había enterado.
—¿Verdad que tú has estado casada? —le preguntó Eleanor.
—Sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Unos cinco minutos.
—Supongo que es demasiado poco, pero bueno; la cuestión es que en esos temas llega un momento en que lo adivinas. Además Ruth, confieso que no me falta práctica.
Ahorró a Ruth los detalles de cómo había llegado a percatarse de la última infidelidad de Buck; de cómo, al ir a la tienda por primera vez para ofrecerse como socia, había notado algo familiar en el perfume de Ruth, antes de caer en la cuenta, un poco más tarde, de que era el mismo que detectaba en Buck cuando lo oía acercarse neciamente de puntillas a la cama creyéndola dormida. De cómo había oído su coche cerca de casa de Ruth, y encontrado después uno de sus puros en el camino de entrada.
—Siempre hay alguna que otra mujer —siguió diciendo Eleanor—. Hasta varias a la vez, aunque no siempre sé quiénes son. Si es que ya ni me importa, Ruth.
—No me lo creo.
—Pues es verdad. Antes sí, claro, pero se me pasó. Lo siguiente fue preocuparme de que la gente me compadeciera, cuando la verdad es que deberían compadecerse más de Buck que de mí. Ahora no me importa ni eso. Que piensen lo que quieran.
—¿Por qué sigues con él?
Eleanor se encogió de hombros.
—¿Adonde quieres que vaya?
La pobre Ruth se había quedado de piedra. Desde entonces, por mucho que Eleanor le diera garantías de que su relación comercial no corría riesgo alguno, Ruth la trataba con respeto y cautela. En la tienda, después del mercadillo, y mientras Kathy estaba en el lavabo cambiando los pañales al bebé, Ruth, hecha un manojo de nervios, había susurrado a Eleanor lo de la visita de Buck, y el contenido de su conversación.
Así pues, Buck sabía que Eleanor estaba al tanto de su aventura con Ruth. Dando los últimos toques a la cena, Eleanor se permitió experimentar una pizca de satisfacción por cómo debía de sentirse su marido.
Tardó una hora más en oír el coche de Buck, que la encontró atareada poniendo la mesa. Al levantar la cabeza Eleanor lo vio tenso, con cara de arrepentido, y se regodeó en su palidez.
—Huele bien. ¿Qué es? —preguntó Buck.
Eleanor, sonriente, contestó que iban a cenar pastel de pescado.