Nadie presenció el regreso del lobero a Hope.
En vísperas del día de Acción de Gracias, su caravana plateada entró en la población al amparo de la noche, como un buque fantasma. A ambos lados de la carretera, los montones de nieve parecían tumbas anónimas. El asfalto brillaba, cubierto de sal.
Solo al volante de su vieja camioneta de color gris, la que siempre usaba para remolcar la caravana, J. T. Lovelace frenó en el cruce del antiguo colegio y apagó los faros.
Detrás de los árboles de la acera de enfrente se hallaba el cementerio donde estaba enterrada su madre, a quien no había llegado a conocer. Lovelace, sin embargo, no le prestó la menor atención; es más, ni siquiera se acordó. En lugar de ello echó un vistazo a la calle mayor y, satisfecho de ver que no había nadie, volvió a arrancar, iniciando un lento paseo por las calles de Hope.
Estaba prácticamente igual que como lo recordaba, a excepción de los coches modernos aparcados en las aceras con protectores antihielo en los parabrisas. Habían cambiado algunos nombres de tiendas, la gasolinera tenía nuevos surtidores y un semáforo nuevo colgaba de un alambre tendido por encima de la calle, a merced del viento, con su luz roja parpadeando sin objeto.
Hope no despertaba ningún sentimiento en Lovelace, ni bueno ni malo. De igual modo, su misterioso paso por el que había sido su pueblo no hizo nacer en él recuerdo alguno. Se trataba a sus ojos de una población tan anónima como las demás.
Buck Calder le había enviado un mapa con indicaciones para llegar a casa de los Hicks, su base de operaciones, pero no le hacía falta. Se acordaba perfectamente del camino. Tenía que pasar cerca del río, al lado de la casa de su padre. Se preguntó si sentiría algo al verla.
Había avisado a Calder de que no lo esperasen despiertos porque llegaría tarde. En aquella clase de trabajos era mejor pasar inadvertido desde el principio; de ahí que hubiera aguardado a que acabara la temporada de caza y las montañas quedaran vacías de imbéciles entrometidos.
Una vez fuera del pueblo volvió a encender las luces, pero sólo las cortas. El camino de grava estaba lleno de baches por culpa de la nieve. La única señal de vida que vio en ocho kilómetros fue un búho en el poste de una valla.
La verja de la casa de su padre había sido invadida por la maleza, y tenía varios centímetros de nieve alrededor. Lovelace frenó delante, a fin de iluminarla con los faros. Le habría bastado parar el motor y bajar la ventanilla para oír el río, pero no lo hizo. La noche era despejada, el frío gélido, y sus huesos demasiado sensibles.
Las ramas desnudas de los álamos de Virginia permitían ver la casa con suficiente claridad para darse cuenta al primer vistazo de que llevaba mucho tiempo abandonada. De la ventana de la cocina, o ex cocina, colgaba una mosquitera hecha jirones. En el patio había una caravana destartalada, abierta por el techo. Había entrado tanta nieve que era como si las ventanas estuvieran cegadas con sudarios.
Aun siendo consciente de que eran momentos proclives a la nostalgia, Lovelace no halló rastro alguno de ella en su interior. Su única reacción fue sorprenderse de que no hubiera venido nadie de la ciudad a echar por tierra la casa y construirse un chalecito para las vacaciones de verano. Volvió a arrancar y puso rumbo a la parte alta del valle.
Al cabo de un rato divisó la épica verja del rancho Calder, con el cráneo de buey cubierto de nieve, vigilando a cuantos se acercaran. Dos kilómetros más adelante divisó la casa principal. Había luces encendidas encima del patio, coches aparcados y un par de perros que habían salido corriendo de los cobertizos, y que dejaron de ladrar en cuanto vieron que la camioneta se desviaba en dirección a casa de los Hicks.
Aparcó donde le habían dicho, bajo los árboles de detrás de los establos. Calder había dicho que era el mejor lugar para que no lo vieran, ni siquiera desde arriba. También le había asegurado que aparte de él los únicos que estaban al corriente del asunto eran Hicks y su mujer, informados asimismo de su llegada.
En cuanto salió de la camioneta Lovelace acusó el frío como un mazazo. Seguro que la temperatura rondaba los diez grados bajo cero. Se bajó las orejeras del gorro de piel y volvió a la caravana, pasando al lado de la motonieve que llevaba en la plataforma de la camioneta. La nieve estaba dura, y crujía con fuerza bajo sus botas. Dentro de la casa ladraba un perro viejo.
Lovelace se detuvo delante de la puerta de la caravana y miró el firmamento sin reparar en las estrellas de que estaba cuajado. Lo que quería eran nubes, nubes que pudieran atenuar el frío. Por desgracia no había ninguna.
Una vez dentro de la caravana encendió una lámpara de gas y puso leche a calentar en el hornillo de queroseno. Esperó sentado en la litera, temblando y con las manos metidas debajo de los brazos (y eso que ya llevaba guantes). Cuando la leche rompió a hervir, Lovelace se llenó la taza y aprovechó para calentarse las manos. Uno a uno, los sorbos se perdieron en la fría caverna de su cuerpo.
Había una estufa de leña, pero no tuvo fuerzas para encenderla. La caravana estaba hecha para trabajar, no para estar cómodo. Era como una versión reducida del cuarto de las trampas, con unos cinco metros y medio de longitud y un pasillito de linóleo que comunicaba la litera y la cocina, situadas en la parte delantera, con la mesa de trabajo del fondo. El instrumental no estaba a la vista, sino guardado en armarios de madera por todo el interior de la caravana.
Los había construido el propio Lovelace, el único que conocía la existencia de paneles secretos cuya misión era ocultar los aparejos propios de su verdadera profesión: trampas, cepos, botes de cebo, la escopeta plegable de fabricación alemana (con su silenciador enroscable y su dispositivo de láser para visión nocturna), el radiorreceptor para localizar a lobos con collar y las cápsulas de cianuro M44 que le explotaban al lobo en la cara. Este último artilugio era la única concesión de Lovelace al veneno. Consciente de cuál habría sido la opinión de su padre, lo usaba muy poco. Había tardado casi un mes en ponerlo todo a punto.
Después de acabarse la leche tenía tanto frío como antes. Se estiró en la litera con todo puesto, chaqueta, gorra, botas y guantes. Apagó la luz en cuanto tuvo encima las mantas de piel de lobo y el rústico edredón que había cosido Winnie para la cama de matrimonio.
Permaneció inmóvil, procurando olvidar el frío a base de pensar en el encargo que lo había llevado hasta allí. Estaba seguro de poder cumplirlo, pese al tiempo que llevaba sin trabajar. Próximo a la vejez, conservaba la destreza de un joven. Quizá no pusiera tanto empeño como antes, pero eso era cosa del corazón, órgano imprevisible del que no podía uno fiarse. Al menos tendría con qué mantenerse ocupado.
Cuando tuvo la vista acostumbrada a la oscuridad vio que la luz de las estrellas, reflejada en la nieve, había convertido la ventana trasera de la caravana en una pantalla plateada. En espera del amanecer, cubierto por sus pieles de lobo, el lobero la miró fijamente como si estuviera a punto de empezar una película.
—¿Nos cogemos las manos? —dijo Buck Calder.
Los comensales estaban sentados en torno a la larga mesa instalada en la sala de estar. Presidía la multitud de platos un gigantesco pavo dorado del que se elevaban volutas de humo. Helen, que estaba sentada al lado de Luke, se volvió hacia él y le tendió la mano. Luke se la cogió con una sonrisa, antes de que ambos bajaran la cabeza para que Buck pronunciase la bendición. Sólo se oían crujir los gruesos leños que alimentaban el fuego de la chimenea.
—Señor, te damos las gracias por guiar a nuestros antepasados en este gran país, llevarlos a buen puerto y ayudarlos a superar los múltiples peligros y privaciones con que se enfrentaron para convertir en lugar seguro esta patria nuestra. Que su coraje y tu espíritu nos guíen, y nos hagan dignos de los frutos de tu amor, dispuestos hoy ante nosotros. Amén.
—Amén.
Todo el mundo se puso a hablar a la vez, señal de que la fiesta había empezado.
En total eran doce, incluido el bebé de Kathy Hicks, que, rodeado por sus padres, ocupaba una trona atornillada a un extremo de la mesa. Lane, la hermana de Luke, había venido de Bozeman con su marido Bob; era profesora de instituto, y no sólo se parecía físicamente a su madre sino que había heredado su amable dignidad. En cuanto a Bob, sus dotes de conversador parecían limitarse al tema de los precios en el sector inmobiliario. Eso era lo que estaba explicando a Doug Millward, que había venido en compañía de Hettie y sus tres hijos. Aparte de Helen la única «forastera» era Ruth Michaels, que había llegado tarde y parecía todavía más cohibida que la bióloga.
Sólo la insistencia de Luke había conseguido que Helen aceptara la invitación. Había acudido sin saber cómo la trataría el ranchero, y no muy segura de haber recuperado el aplomo necesario para discutir con él. Sus temores resultaron infundados, puesto que Buck Calder estaba encantador, al igual que todos los demás.
Antes de la cena Helen ayudó a Kathy a poner la mesa, aprovechando para conversar con ella largo y tendido por primera vez. Quedó impresionada por la inteligencia y sentido del humor de la joven, aunque seguía sin entender qué había visto en Clyde. De todos modos, según sabía por experiencia propia, hay mujeres cuyas inclinaciones amorosas carecen de explicación. Cuando llegó la hora de sentarse a comer, Helen, confortada por la presencia silenciosa de Luke, se alegró de haber asistido.
Era hermoso poder participar en una fiesta de familia y en un hogar de verdad, aunque no fuera el suyo. Además, hacía meses que no comía tan bien. Viendo que repetía pavo por segunda vez, Doug Millward, que ocupaba el asiento de al lado, empezó a tomarle el pelo y a pasarle todas las bandejas.
Se dio por satisfecha después de la tercera porción. Fue entonces cuando alguien sacó el tema de los lobos.
—¿Y qué, Buck? —dijo Hettie Millward—. ¿Esta temporada has cazado algún alce?
—No, ninguno.
—No es muy buen tirador —susurró Doug Millward a Helen.
Todos rieron. A continuación intervino Clyde.
—El otro día estuve hablando con Pete Neuberg, el que vende artículos de caza. Dice que hace años que no veía una temporada tan mala. Según él hay menos alces y ciervos que nunca, y echa la culpa a los lobos.
Kathy puso los ojos en blanco.
—Parece que también tienen la culpa de que haga mal tiempo.
—¿Cómo puede ser? —preguntó el pequeño Charlie Millward.
Su hermana le dio un codazo.
—¡Tonto, que era un chiste!
Se produjo un breve silencio. Helen reparó en que Buck Calder la estaba mirando.
—¿Usted qué piensa, Helen?
—¿Sobre lo de que tengan la culpa del mal tiempo?
Nada más contestar lamentó haberlo hecho con tono irónico. Las risas provocadas por su respuesta indujeron un cambio sutil en la sonrisa de Calder. Advirtiendo la incomodidad de Luke, se apresuró a seguir hablando.
—Lo que está claro es que matan alces y ciervos. Son su principal fuente de alimentación; en ese sentido, seguro que la presencia de lobos tiene repercusiones. Pero no muy grandes.
Clyde resopló por lo bajo, ganándose una mirada de reproche de su mujer. Luke se acercó a la mesa y carraspeó.
—Estas se… semanas hemos vi… visto mu… muchos ciervos y alces.
—Es verdad —confirmó Helen.
Nadie hizo comentarios. Eleanor se levantó para fregar los platos.
—No sé —dijo—. Al menos ya no se comen al ganado.
—Yo no he perdido ninguna res —afirmó Doug Millward.
Luke se encogió de hombros.
—Qui… quizá las tu… tuyas sepan peor.
Todos los comensales se echaron a reír, hasta el padre de Luke. Después la conversación siguió otros rumbos. Helen aguardó a que nadie los mirara para volverse hacia Luke.
—Gracias, socio —dijo en voz baja.
Luke tardó en olvidar aquella mirada, así como el contacto de sus manos al pronunciar Buck la bendición.
¡Qué orgulloso había estado de que Helen lo llamara socio! Esa noche, sentado a su lado, casi había tenido la sensación de ser su novio. En cenas de grupo como aquélla lo normal era que se quedara callado, por miedo a que su tartamudez lo dejara en ridículo. No obstante, el hecho de tener a Helen al lado le había infundido tal confianza en sí mismo que había salido en su defensa sin la menor vacilación. ¡Si hasta se había atrevido a hacer un chiste!
Las dos semanas posteriores dieron a Luke la sensación de compartir con Helen una intimidad todavía mayor. No así en sus sueños, cosa extraña; desde hacía un tiempo, cada vez que soñaba con ella (y eran muchas), Helen estaba con otro, no lo reconocía o se reía de él.
Salvo la última noche.
Luke caminaba con ella por la orilla del mar. El escenario era una playa con palmeras, de esas playas perfectas que se ven en los folletos de las agencias de viaje. Helen llevaba un vestido amarillo que le dejaba los hombros al descubierto. El manso oleaje lamía la arena y formaba espuma en torno a sus pies descalzos. El agua estaba limpia y caliente, y antes de romperse las olas Luke veía grandes bancos de peces en su curva transparencia.
Se los señalaba a Helen, que detenía sus pasos. De pie en la arena, los contemplaban hombro con hombro. Pese a la gran diversidad de formas y colores, todos los peces se movían al mismo tiempo, evolucionando en perfecta sincronía.
Se trataba de uno de esos sueños en que el que duerme es consciente de estar soñando, de esos sueños que, por mucho esfuerzo que ponga uno en conservarlos, van difuminándose a medida que penetra en ellos el mundo real. No obstante, Luke había descubierto un momento en que conciencia e inconsciencia alcanzaban un fugaz equilibrio y podía influir sobre los acontecimientos. Así había sucedido por la mañana. Había conseguido que Helen se volviera, y justo antes de despertarse la había visto acercar su boca a la de él. A punto habían estado de besarse. A punto.
Pensó en el sueño mientras se afeitaba y se duchaba, a sabiendas de que iba a pasarse el día recordándolo. El motivo del sueño estaba claro: se trataba de la carta recibida por Helen el día anterior, una carta en que su padre le enviaba un billete de avión y la invitaba formalmente a su boda en Barbados. Faltaban tres semanas para la fecha del vuelo. Helen tenía previsto quedarse más de una semana y pasar las Navidades en la isla.
Luke se vistió y bajó a desayunar.
Eran las ocho menos cuarto. Los otros días de la semana despertaba dos horas antes para subir a ayudar a Helen. Los miércoles, en cambio, tocaba logopedia. Ya había oído el coche de su madre, que con la Navidad en puertas iba casi cada día a la tienda de Ruth.
El despacho de su padre daba a la sala de estar. Siempre dejaba la puerta abierta para controlar quién entraba y salía de casa. Al bajar por la escalera, Luke vio a su padre delante del ordenador, con un puro entre los dientes.
—Luke.
—¿Qué?
—Buenos días.
—Bu… buenos días.
Su padre dejó el puro y se puso las gafas de leer, unas gafas pequeñas en forma de media luna.
—¿Hoy no acompañas a Helen? —dijo, reclinándose en su sillón de piel.
—No, hoy me to… to… toca ir a la clínica.
—¡Ya!
Su padre se levantó y entró en la sala de estar. Su aspecto era relajado y cordial, y eso a Luke siempre le parecía sospechoso.
—¿Piensas desayunar?
—Sí.
—Pues te acompaño con el café.
Buck lo precedió en dirección a la cocina. Cogió la cafetera, sirvió dos tazas y las llevó a la mesa, olvidando como siempre que su hijo no bebía café. Luke llenó un tazón de cereales y se sentó delante de su padre.
Ya sabía lo que iba a oír. Desde hacía un tiempo las conversaciones de padre a hijo sobre su trabajo con Helen se habían convertido en moneda corriente. Justo el día antes su padre le había pedido un montón de detalles sobre frecuencias de radio y collares transmisores. Resultaba cómico. Buck habría tenido más posibilidades de no ser aquélla la primera vez que se interesaba por las actividades de su hijo.
—¿Y qué, cómo va la terapia?
—Muy bien.
—Así que la pobre Helen se ha quedado sola, ¿eh?
Luke sonrió.
—Sí.
Su padre asintió con expresión pensativa y bebió un sorbo de café.
—¿Y ayer cómo os fue con las señales?
—Bien.
—¿Por dónde andan?
—Pues… Van ca… ca… cambiando.
—Ya, pero me refiero a días concretos. Ayer, por ejemplo.
Luke tragó saliva. Las evasivas se le daban bien, pero mintiendo era un desastre. Casi siempre lo delataba su tartamudez. Su padre lo observaba con atención.
—Ayer estaban ba… bastante arriba, po… po… por las montañas.
—¿Ah sí?
—Sí, unos qui… qui… quince ki… kilómetros al sur de la pared grande.
—¿En serio?
Viendo endurecerse la expresión de su padre, Luke se recriminó haberla pifiado de tal manera. Ni el niño más crédulo se habría tragado su respuesta. Buscó salvación en el reloj.
—Me te… te… tengo que ir.
—La carretera está practicable. Clyde ha salido a primera hora a quitar la nieve.
Luke se levantó y dejó el tazón en el fregadero. Después cogió las llaves del coche y descolgó su sombrero y su chaqueta del perchero, consciente de que su padre no le quitaba ojo de encima.
—Conduce con cuidado, Luke.
El tono del consejo era frío e inexpresivo. Luke se subió la cremallera de la chaqueta.
—Vale.
Salió huyendo por la puerta.
La sesión de logopedia fue bien.
Joan dijo haber leído un artículo sobre una terapia nueva que consistía en filmar en vídeo al paciente y cortar todos los tartamudeos para que se viera y oyera a sí mismo hablando con fluidez. Por lo visto daba buenos resultados, pero como Luke casi no había tartamudeado en toda la hora Joan se negó a gastar tanto dinero para nada.
Al despedirse de él le tocó el brazo, diciéndole que lo veía muy feliz. De regreso al coche, Luke se extrañó de que se le notara tanto. Era verdad. Estaba más feliz que nunca. Como si se pasara el día cantando para sus adentros.
Helen le había pedido que le comprara un par de cosas. Aparcó el jeep en el supermercado, entre montones de nieve recién apartada. Nada más salir vio acercarse a Cheryl Snyder y Jerry Kruger. Imposible escapar, porque ya lo habían visto. Kruger se pavoneaba con Cheryl cogida de la cintura, sin duda para que se enterara todo el mundo de que eran pareja.
—¡Hombre, Cooks! ¿Qué tal?
—Hola, Luke.
Luke se quedó hablando con ellos un par de minutos, o mejor dicho aguantó a Jerry, cuyos chistes no parecían hacer gracia a Cheryl. ¿Cómo podía salir con semejante individuo? Al cabo de un rato se despidieron, al alegar Luke que tenía que hacer unas compras. Kruger lo llamó desde lejos.
—¡Ah, oye, Cooks! ¡Felicidades!
Luke se volvió frunciendo el entrecejo.
—Me he enterado de que ya no eres virgen.
—¿Qué? —Vio que Cheryl intentaba hacer callar a Kruger con un codazo en las costillas, sin conseguir que se diera por aludido.
—¡No seas tímido! ¡La chica de los lobos! ¡Si lo sabe todo el mundo! —Y acto seguido aulló como el día de la feria. Cheryl se alejó, dejando que se retorciera de risa él solo.
—No le hagas caso, Luke.
—Só… só… sólo la ayudo.
—Sí, claro —dijo Kruger—. Seguro que le engrasas las trampas.
Cheryl estaba tan enfadada que le dio un empujón.
—¡Qué vulgar eres, Jerry! A ver si te callas.
Luke recorrió los pasillos del supermercado sin salir de su asombro. Sabía que Hope era terreno abonado para las habladurías, como todos los pueblos, pero nunca se había sentido protagonista de ellas.
Rezó por que Helen no se enterara.
Eleanor prendió la estrella encima del árbol de Navidad del escaparate y dio un paso atrás.
—Vamos fuera a ver cómo queda —dijo Ruth.
Eleanor se reunió con ella en la acera. Por la calle mayor soplaba un viento helado que enredaba las lucecillas de colores colgadas en zigzag entre los edificios. Las dos mujeres se apartaron el pelo de la cara y contemplaron el escaparate de Paragon, admirando el talento manual de Eleanor.
—Está precioso —dijo Ruth—. Los árboles de Navidad que adorno yo siempre acaban pareciendo judíos.
Eleanor se echó a reír.
—¿Cómo se entiende eso?
Ruth se encogió de hombros.
—No lo sé, pero es verdad. Tú eres católica, ¿no?
—De padres y de educación, aunque ya no practico.
—Se nota. Me refiero a lo de los padres y la educación. Todos los católicos saben adornar el árbol.
Eleanor volvió a reír.
—Me estoy helando, Ruth.
Una vez dentro Ruth atendió a una serie de clientes que llevaban siglos curioseando por la tienda, mientras Eleanor seguía adornándola.
Por la mañana, antes de salir para la tienda, Eleanor había recogido unas cuantas plantas y una escalera de mano. Hacía años que no ponía adornos de Navidad, porque en casa ya no estaban para esas cosas. El hecho de revivir la costumbre hacía nacer en ella un placer nostálgico, casi infantil.
Fuera estaba anocheciendo. En el escaparate, las luces del árbol daban una sensación acogedora.
Una vez se hubo marchado el último cliente, Ruth la ayudó a colgar una guirnalda dorada delante de la tienda. Eleanor le dijo que sostuviera una punta y se subió a la escalera para clavar la otra al marco.
—¿Y Luke? ¿Sigue ayudando a Helen Ross con los lobos?
—Sí. Prácticamente no le vemos el pelo.
—Me cae bien esa chica.
—A mí también. Sospecho que Luke está un poco enamorado.
—¿Qué edad tiene tu hijo?
—Dieciocho.
Eleanor clavó la chincheta.
—¡Mira que es guapo! Hasta a mí me dan ganas de tener unos años menos.
Eleanor la miró desde lo alto de la escalera, y le pareció que se había puesto un poco roja.
—¿Clavamos la otra punta? —preguntó sonriente.
—Vamos allá.
Una vez trasladada la escalera al otro extremo de la tienda, Eleanor volvió a subir. Se produjo un intervalo de silencio.
—Perdona que lo pregunte, pero ¿cómo es que ya no eres católica practicante?
Eleanor tardó en contestar, no porque estuviera molesta, sino por ser la primera vez que se lo preguntaban. Una de las cosas que más le gustaban de Ruth era su franqueza. Cogió la caja de chinchetas y sacó una.
—No sé si sabes que nuestro hijo mayor murió en un accidente de coche.
—Sí, sí que lo sabía.
—Verás, yo siempre había sido de las que van a la iglesia. Asistía a misa y me confesaba, y eso que en invierno, viviendo donde vivimos, no siempre era fácil. Buck siempre me tomaba el pelo, preguntándome qué tenía que confesar. Quería que le dijera cuándo pecaba, para no perdérselo. En fin… Como no es católico no había manera de hacérselo entender. —Miró a Ruth, le sonrió y clavó la chincheta—. Ya está.
Bajó de la escalera y se puso al lado de Ruth para contemplar la guirnalda.
—Ha quedado bien —dijo Ruth.
—Sí. ¿La otra dónde la ponemos?
—¿Qué tal al fondo?
Movieron la escalera y repitieron el proceso, mientras Eleanor reanudaba sus explicaciones.
—A lo que iba. Después de morir Henry empecé a ir a la iglesia más que nunca. Casi no me perdía ni una misa. Supongo que es lo que hacen muchos cuando han sufrido una tragedia. Buscas alguna razón, alguna señal de que el que se te ha muerto está en alguna parte y es feliz. Hasta que un día, y no me preguntes por qué, me di cuenta de que… de que no había nadie.
Ruth la miró con ceño, haciendo un esfuerzo de comprensión.
—¿Te refieres a tu hijo?
—¡No, no! Mi hijo sí que está; estoy segura de que bien. Me refiero al gran jefe.
—¿O sea que crees en el cielo pero no crees en Dios?
—Exacto.
La segunda guirnalda ya estaba colocada. Eleanor bajó de la escalera para echarle un vistazo.
—¿Qué te parece?
Al volverse hacia Ruth, advirtió con sorpresa que la estaba mirando a ella, no a la guirnalda.
—No sé si lo sabes, Eleanor, pero eres una mujer increíble.
—No digas tonterías.
—¡En serio!
—Pues tú tampoco estás nada mal.
Ruth esbozó una reverencia burlesca.
—Gracias, señora.
—Ya que estamos, ¿puedo hacerte una pregunta personal? —dijo Eleanor con tono risueño, mientras plegaba la escalera. Se daba cuenta de que no era justo decir lo que iba a decir, y se sentía un poco mezquina, pero hay momentos en la vida que no pueden desaprovecharse.
—Faltaría más.
—¿Cuánto hace que te acuestas con mi marido?