Los lobeznos huérfanos de Hope casi habían cumplido cinco meses. Con sus cuerpos esbeltos y su pelaje cada vez más poblado de cara al invierno, eran prácticamente igual de grandes que los tres adultos. A casi todos se les habían caído los dientes de leche. Seguían quedándose rezagados durante la cacería y aún tenían mucho que aprender, pero cada día eran más atrevidos y astutos.
A esas alturas todos tenían un rango en la manada, y los más débiles se sometían a los más fuertes sin rechistar, tanto si jugaban como si descansaban o comían lo que habían cazado: echaban las orejas hacia atrás, metían la cola entre las piernas y, adoptando una posición sumisa, lamían y mordisqueaban las mandíbulas del hermano más fuerte, cuya postura erguida y cola poblada proclamaban su autoridad.
Desde la muerte de su padre, el temible cazador de terneros, tanto los lobeznos como los dos adultos jóvenes seguían el liderazgo de su madre. Sólo ella los despertaba de sus largas siestas y los reunía para cazar, sin prestar atención al collar que llevaba en el cuello; también era ella la que los guiaba en fila india por el bosque, a la luz del crepúsculo otoñal; ella, asimismo, la que se detenía a olfatear el aire frío de la noche, tratando de detectar el rastro de alguna presa; ella, en fin, la que escogía cuándo truncar la vida de seres menos fuertes y cuándo perdonarlos.
La hembra joven había sido la única ayudante de su padre a la hora de matar terneros, aunque todos los demás se hubieran alimentado de los despojos. Sólo ella había visto el disparo que había destrozado el corazón del jefe de la manada. Presa del pánico, había salido huyendo, y desde aquella noche parecía contentarse con obedecer las decisiones de su madre.
Bien por miedo, bien por tendencia innata, dichas decisiones consistían en alejarse de donde los hombres habían llevado a pacer a sus tontas reses, y preferirles como presas a los alces y ciervos en celo que bajaban inadvertidamente a sus dominios. Los alces machos se disputaban sus harenes con terrible vehemencia; su brama, y el entrechocarse de sus astas, retumbaban de monte a monte.
Pero los lobos no eran los únicos cazadores.
Los depredadores humanos habían subido a cobrar sus piezas. Hacía un mes que hombres vestidos de verde y marrón merodeaban por los cañones, con rostros manchados de barro y espaldas cargadas con arcos y afiladas flechas. Dejaban a su paso montones de vísceras que los lobos comían a falta de presas propias, es decir, bastante a menudo.
Faltaba poco para que llegaran otros hombres vestidos de naranja chillón, hombres con armas de fuego. Algunos recorrerían los bosques en sus vehículos, disparando a cuanto se les pusiera a tiro. Los más románticos se impregnarían con sustancias olorosas segregadas por glándulas de ciervo, o cual silvestres sirenas imitarían la brama para atraer a los animales en celo.
Durante un mes todo sería una vorágine de apareamiento y muerte, mientras la vida era esparcida con ardiente desenfreno y cosechada a sangre fría.
Los dos cazadores avanzaban sin hablar por el sendero. Sólo se oía el ruido de sus botas de goma hundiéndose en el barro. Por encima de ellos, un empinado bosque de abetos desaparecía bajo un manto de niebla otoñal, presente en el cañón desde que había amanecido.
Iban pertrechados con equipo completo, incluidos rifles automáticos y cuchillos de sierra sujetos al cinturón. Los dos llevaban mochila, y portaban al hombro sendos rifles magnum. Faltaba un día para el inicio de la temporada de caza general, y ninguno de los dos parecía dispuesto a perderse un minuto de ella. Sin duda tendrían intención de acampar y salir de caza antes del alba.
En el asiento del copiloto de la camioneta, Helen acariciaba distraídamente la cabeza de Buzz, dormido en su regazo, mientras veía acercarse a los cazadores por el retrovisor.
No eran los primeros. Poco antes, un chico de unos dieciséis años se había interesado por lo que cazaban ella y Luke, y al oír su respuesta se había embarcado en una enardecida perorata sobre los lobos, diciendo que iban a exterminar a los ciervos y alces cuyos legítimos poseedores eran los cazadores como él. La expresión fanática de sus ojos había hecho pensar a Helen en los jóvenes soldados descritos por Joel en su carta.
Vio bajar a Luke del bosque, llevando al hombro las trampas que había subido a recoger. Era necesario retirarlas todas; en caso contrario se corría el riesgo de herir a algún cazador, con la mala publicidad que ello conllevaría (aunque, viendo acercarse a aquellos dos, Helen pensó que tampoco era tan mala idea).
Al regresar al camino, Luke coincidió con los cazadores. De repente Buzz los oyó y se puso a ladrar y gruñir. Helen le hizo callar y subió la ventanilla.
Los cazadores estaban mirando las trampas que Luke dejaba en la plataforma de la camioneta, donde ya había varias. Ella creyó reconocer a uno de los que habían participado en la reunión de Hope, y lo saludó con una sonrisa. El cazador le devolvió el saludo con frialdad, y, recorridos unos metros, volvió la cabeza. El otro le había dicho algo que Helen no entendió. Los dos se echaron a reír. Luke se puso al volante.
—Vaya par de gilipollas —dijo Helen.
Luke arrancó.
—¿Nunca has ca… cazado? —preguntó sonriente.
—No, pero conozco a muchos biólogos que sí, y de los buenos. Por ejemplo Dan Prior. Era un gran cazador. ¡Cuántas horas pasamos discutiendo cuando trabajábamos en Minnesota!
Adelantaron a los cazadores, no sin que Helen volviera a sonreírles. Buzz gruñó.
—Dan siempre decía que el ser humano es un depredador, y que no debería olvidársele; según él, nuestro mayor problema en tanto que especie es que nos hemos alejado de nuestra naturaleza profunda. Yo a veces pienso que sí, que tiene razón, y otras que sólo es una buena excusa para hacer muchachadas. «¡Somos asesinos natos, así que a matar se ha dicho!». Pero la verdad es que disparo fatal.
Luke rió.
—¿Y tú? —preguntó Helen—. ¿Nunca has cazado?
—Sí, una vez, a los trece años.
El cambio de expresión de Luke le indicó que había tocado un punto sensible.
—No hace falta que me lo cuentes.
—No pa… pasa nada.
Escuchó el relato de la cacería del alce, de cómo lo habían encontrado herido en el árbol y Buck Calder había obligado a su hijo a colaborar en el descuartizamiento. Luke hablaba sin perder de vista el camino. Helen lo observó por encima de la cabeza de Buzz, imaginando la escena.
Desde aquella mañana fría en que el muchacho la había encontrado sucia y mojada en el catre de la cabaña, reinaba entre ellos una intimidad que Helen no había compartido con ningún amigo o amiga. Se daba cuenta de deberle la vida.
Luke la había cuidado mientras se esforzaba por salir del pozo, velando por que comiera, durmiera y no cogiera frío. Cada noche antes de irse apagaba las linternas, atizaba la estufa y dejaba a Helen acostada. Volvía a primera hora para dejar salir a Buzz y poner la cafetera.
Helen había pasado los primeros días casi sin hablar, como si estuviera despierta pero en coma. En lugar de sucumbir al pánico o bombardearla con preguntas, él la había atendido en silencio, igual que habría hecho con un animal herido. Parecía entender lo sucedido sin necesidad de que se lo explicaran.
Aguardó unos días para contarle que su padre había dado su visto bueno a que la ayudara con los lobos, siempre y cuando ella estuviera de acuerdo; y así, mientras Helen descansaba en la cabaña o se quedaba sentada al sol, arrebujada en sus mantas como una inválida, Luke se dedicaba a revisar las trampas y rastrear las señales de los lobos que llevaban collar.
Regresaba a la cabaña al anochecer, y después de entregar sus notas a la enferma preparaba la cena, aprovechando para explicarle todo lo que había visto y hecho. Aun hallándose absorta en su dolor, Helen no dejó de advertir que el chico estaba en su elemento.
En ocasiones parecía haber superado la tartamudez. Las dificultades sólo reaparecían al hablar de su padre o ponerse nervioso, como aquella mañana en que había vuelto corriendo para decirle que en una de las trampas había un lobo.
—Ti… ti… tienes que venir.
—No puedo, Luke…
—¡Po… por favor! No sé qué te… tengo que hacer.
La obligó a vestirse y coger el instrumental, y después la llevó en camioneta a un estrecho cañón situado muy por encima del rancho Millward, cañón que los lobos parecían frecuentar desde hacía un tiempo. Conducía tan rápido por los estrechos caminos de leñadores que ella tuvo que cerrar los ojos un par de veces.
Resultó que el lobo cautivo era uno de los cachorros, hembra para más señas. Luke realizó casi todo el trabajo, incluida la toma de medidas y de notas; en cuanto a Helen, se limitó a dar consejos, poner inyecciones y recoger las muestras de sangre y heces. El cachorro pesaba algo más de veinticinco kilos y todavía no había alcanzado su pleno desarrollo, por lo que le colocaron un collar para adultos, rellenándolo con gomaespuma.
Aquel día se convirtió en una fecha crucial para Helen. Fue como si el entusiasmo de Luke encendiera en ella una chispa de esperanza, la de que la vida pudiera volver a ser soportable.
Seguía llorando casi todas las noches hasta quedarse dormida, salvo cuando permanecía despierta con imágenes de Joel en el altar, junto a su novia belga, la mujer perfecta; y eso que no dejaba de recriminarse lo estúpido de su actitud. A fin de cuentas no había cambiado nada: su relación había hecho aguas en el momento mismo de solicitar Joel trabajo en África. Aun así, todo esfuerzo era vano a la hora de evitar la conclusión de que el matrimonio de Joel confirmaba la falta de valía de Helen.
Queriendo castigarse a sí misma, Helen dejó de fumar con una facilidad que se le antojó sorprendente. No obstante, a veces el cambio provocaba en ella cierta agresividad, como la noche en que Dan le había subido la motonieve.
El plan de Dan consistía en llevarla a cenar a un local elegante de Great Falls, pero ella había renunciado en el último minuto, aduciendo que no estaba preparada. Su jefe, dolido, había intentado convencerla por todos los medios, sin conseguir más que negativas por parte de la joven. De todos modos, quizá fuera mejor; así se había ahorrado la vergüenza de verla borracha o derramando lágrimas en el plato.
Con Luke sus cambios de humor carecían de importancia. El muchacho era capaz de detectar sus ataques de rabia o llanto, y se limitaba a abrazarla hasta que se le pasaban, como había hecho por primera vez aquella mañana de crudo invierno.
Oyendo narrar la historia del alce, Helen se extrañó de que el hijo de un padre como Buck Calder se hubiera convertido en alguien tan tierno. Supuso que era herencia de su madre, aquella mujer educada y sonriente con quien todavía no había conseguido establecer una relación cordial.
El relato reavivó la tartamudez de Luke.
—Mi pa… pa… padre se enfadó mucho. Siempre que… que… quería que fuera co… como mi hermano, que ma… mató un alce enorme a los diez años.
—No sabía que tuvieras un hermano.
Luke tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Murió hace ca… ca… casi once años.
—Vaya. Lo siento.
—Fue un accidente de co… co… coche. Te… te… tenía qui… quince años.
—¡Qué horror!
—Sí.
Helen leyó en su sonrisa que no quería seguir hablando del tema. Luke señaló con la cabeza el receptor de radio colocado encima del salpicadero.
—¿Po… por qué no pruebas con las señales, a ver si aquí arriba te… te… tenemos suerte?
—Tú mandas.
Helen encendió el receptor. Sólo quedaban dos trampas por recoger, y las posibilidades de haber atrapado un lobo eran harto escasas; lástima, porque Helen había confiado en poner el collar a por lo menos cuatro miembros de la manada antes del inicio de la temporada de caza (entre ellos, a poder ser, dos cachorros).
Los cazadores solían ser gente responsable y respetuosa con la ley, pero siempre había alguno que disparaba al tuntún. Quizá se lo pensara dos veces antes de abatir a un blanco con collar.
Helen sintonizó la frecuencia del transmisor unido a la primera trampa. No emitía señales.
El segundo sí.
La trampa estaba colocada en una encrucijada de senderos de ciervo, a escasa distancia de donde habían atrapado al lobezno hembra. Se trataba de un sendero encajonado, con maleza y pimpollos de abeto a ambos lados. A juzgar por los excrementos y huellas, venía a ser como una estación de trenes en versión lobuna. Aunque se podía llegar en camioneta, Helen y Luke optaron por la discreción y dejaron el vehículo a pocos minutos, recorriendo a pie el resto del sendero.
Oyeron los chillidos desde lejos, y, superada la última vuelta del camino, vieron moverse los arbustos de la encrucijada. Dejaron las mochilas en el suelo. Mientras preparaba la jeringuilla, Helen percibió un olor extraño, como a perro mojado pero más fuerte. Los chillidos tampoco cuadraban con lo que era de esperar en un lobo atrapado. Le bastó echar un vistazo para entender el motivo.
—Esto… —dijo en voz baja a Luke, que se había quedado atrás.
—¿Qué pasa?
—Nuestro objetivo son los lobos. Has cogido un oso.
Él acudió junto a ella y miró. Era un cachorro de oso gris, de unos ocho o nueve meses. Helen colocó la jeringuilla en la punta del palo y apretó un poco el émbolo para que no hubiera burbujas.
—¿Vas a do… dormirlo?
—Tenemos que sacarle la trampa de la pata, y está un poco crecidito para jugar con él, ¿no te parece? ¿Has visto qué dientes, y qué garras? No es ningún osito de peluche. Además hay que darse prisa. Seguro que su madre está cerca.
Intentando escapar, el osezno había hecho que el gancho se enredara en los arbustos, por lo que no gozaba de mucha libertad de movimientos. Mientras Luke lo distraía, ella consiguió ponerse detrás y asestar un golpe certero con la jeringuilla, clavándosela en los cuartos traseros. El cachorro soltó un gañido y arremetió contra Helen, pero no lo bastante rápido para evitar que le fuera administrado todo el sedante.
Ambos se alejaron, aguardando a que surtiera efecto. Helen era consciente de que su deber era pesar al oso, medirlo y someterlo a las mismas pruebas que a un lobo, entregar los datos a los funcionarios de Fauna y Flora que se ocuparan de osos grises; pero como estaba casi segura de que la madre andaba cerca (decidiendo sin duda cuál de los dos parecía más sabroso), prefirió no quedarse más de lo necesario.
—¿Vamos a hacerle la revisión?
—Tú haz lo que quieras. Yo me marcho en cuanto hayamos quitado la trampa.
Los gruñidos del cachorro se habían vuelto soñolientos. En cuanto lo vieron dormido, Helen y Luke se arrodillaron a su lado. Helen olfateó.
—Le convendría cambiar de desodorante.
—Sí, mi madre dice que huelen a basura.
Helen abrió el dispositivo. La pata del osezno sangraba; de tanto revolverse se le habían clavado los dientes de la trampa. Luke sabía cómo proceder, y, sin necesidad de pedírselo, Helen recibió de sus manos un trapo con que limpiar la herida, seguido por el ungüento antibiótico.
—Mejor que también le ponga una inyección.
Justo cuando Luke le tendía la jeringuilla oyeron romperse una rama. Quedaron en suspenso, mirándose y escuchando. Todo estaba en silencio.
—Ya es hora de volver —musitó Helen.
Se apresuró a llenar la jeringuilla y administrar el antibiótico al cachorro. Luke estaba tan nervioso como ella, aunque los dos disimularan. Le dio la jeringuilla y examinó la herida de la pata por segunda vez. Ya no sangraba. Cuando volvió a mirar a Luke, advirtió un cambio de expresión en su rostro. Al volverse para averiguar qué estaba mirando, descubrió que un oso gris los observaba a menos de cuarenta metros.
—No es su ma… madre.
—Tienes razón. Es demasiado grande.
Permanecieron inmóviles y hablaron en susurros.
—Si dejamos aquí al cachorro lo matará.
Helen sabía que era cierto. Los osos machos matan a cuantos oseznos de su mismo sexo se cruzan en su camino, aun tratándose de hijos suyos. El oso levantó las patas de delante y se irguió lentamente sobre las de detrás. Debía de medir más de dos metros y medio, aunque parecían seis. Su peso rondaría sin duda los cuatrocientos kilos. Tenía un pelaje marrón claro tirando a amarillo que se hacía más oscuro en las orejas y el cuello, donde se apreciaban algunas mechas plateadas. Levantó el hocico y husmeó.
Helen tenía el corazón desbocado. Se acordó del spray de pimienta que le había dado Dan para tales menesteres, y que estaba criando polvo en un rincón de la cabaña.
—Ve por la camioneta, Luke.
—Ve tú, yo me quedo con el cachorro.
—Oye, que aquí la única heroína soy yo. Ve, pero no corras. Ni se te ocurra correr.
Luke le dio la vara con la jeringuilla.
—Gracias. Se lo daré para que lo use de mondadientes.
Helen miró al oso mientras Luke se alejaba. Había visto muchos, pero ninguno pardo. Eso sí, había leído bastante sobre ellos. Su nombre científico era Ursus arctos horribilis, y nada más indicado para aquel ejemplar. Tenía garras del tamaño de cuchillos de cocina, blancas y curvadas. Helen estaba fascinada por ellas.
En cuanto a cómo reaccionar en presencia del horribilis, había consejos para todo, casi siempre incompatibles. Estirarse y hacerse el muerto o intentar asustarlo a base de gritos; quedarse de pie sin moverse, ponerse hecho un ovillo o retroceder poco a poco hablando en voz baja y monótona; subirse a un árbol o no subirse. Lo único en que coincidían todos los biólogos era en que no valía la pena huir, puesto que el oso gris corre a más de sesenta kilómetros por hora. Dada la falta de consenso, Dan había propuesto el spray de pimienta como solución más segura. Y ella lo había dejado en la cabaña.
Con toda la lentitud de que fue capaz, y procurando no hacer el menor ruido, empezó a meter el equipo en la mochila sin dejar de mirar al oso de soslayo.
El oso volvió a ponerse de cuatro patas y dio unos pasos hacia la izquierda, bamboleándose con parsimonia e imprimiendo a su cabeza una torpe oscilación, como un marinero con demasiadas cervezas encima. Después dio media vuelta y regresó al punto de partida, a ratos mirando a Helen y otros husmeando el aire como si no consiguiera detectar su olor.
Helen se fijó en su oscura joroba, y en los pelos que empezaban a erizársele en los hombros. Y le asaltó la primera oleada de miedo en estado puro. De pronto se avergonzó de sus penosos arrebatos de autocompasión, y de todas las veces que había deseado morir durante los últimos días. Tal vez fueran esas ideas las que habían provocado la aparición de aquella mortífera criatura, muy capaz de satisfacer sus deseos. Pues bien, no estaba preparada. Se dio cuenta de que en realidad quería seguir viviendo.
Miró de reojo al osezno, que seguía tendido a sus pies. Se preguntó si Luke ya habría llegado a la camioneta, y por qué demonios no había venido a buscarla todavía. ¿A quién se le ocurría arriesgar la vida por un animal que no tendría reparos en mandarla al otro mundo con un zarpazo?
Oyó a lo lejos el motor de la camioneta. El oso, que había reparado en su presencia, interrumpió su paseo circular, pero no parecía asustado; de hecho ni siquiera mostraba gran interés por el vehículo. Helen se preguntó qué hacer cuando llegara Luke, y decidió que lo mejor sería cargar al cachorro en la camioneta… y rezar por que el oso no los atacara.
A juzgar por el ruido, la camioneta se estaba acercando. Oyó ladrar a Buzz, y a Luke diciéndole que se callara. Al oso no se le escapaba detalle, y por su manera de echar las orejas hacia atrás no daba la impresión de estar muy contento. Helen recordó haber leído que era mala señal.
Volvió la cabeza poco a poco y vio a Luke saliendo con cautela de la camioneta, cuyo motor había dejado en marcha. Buzz estaba dentro, con las patas apoyadas en el salpicadero, ladrando como un descosido. Cuando tuvo a Luke a su lado, Helen pasó el brazo por una de las correas de la mochila.
—Vamos a cargarlo en la camioneta —dijo.
Cogieron al osezno y lo levantaron. Ya pesaba unos treinta kilos. Tanto Helen como Luke vigilaban al oso, que de repente soltó una especie de ladrido, y después otro. Balanceaba la cabeza con rapidez.
—Me temo lo peor.
—Pa… parece que va a atacar.
—Si lo hace, dejamos al pequeñín y nos las piramos, ¿vale?
—Vale.
El oso hizo entrechocar los dientes.
—¡Ya vi… viene!
Helen miró hacia atrás y vio que el animal había echado a correr cuesta abajo. El gesto de volverse hizo que se le cayera la mochila, y al tratar de recuperarla soltó al cachorro sin querer.
—¡Mierda!
Se apresuró a volver a levantar al osezno, al tiempo que vigilaba a su atacante. La cuesta estaba cubierta de arbustos y pimpollos, pero el oso adulto se abría camino con la fuerza de un quitanieves.
Al llegar a la camioneta, Helen se dio tanta prisa en abrir la puerta que estuvo a punto de caérsele el osezno por segunda vez. Buzz estaba como loco.
—¿No sería mejor po… ponerlo detrás?
—No. ¡Metámoslo aquí, deprisa!
Lo embutieron en el hueco para los pies del asiento del pasajero. Helen empujó a Buzz y se zambulló en el asiento. El oso había llegado al sendero y corría pesadamente hacia ellos. Sólo le faltaban veinte metros por cubrir.
Helen consiguió ponerse al volante, mientras Buzz, apretujado contra la ventanilla, le ladraba en el oído izquierdo con todas sus fuerzas. Miró al oso y se quedó de piedra. ¡Luke había ido a buscar la mochila!
—¡Vuelve, Luke!
Casi había llegado. El oso se acercaba a pasos de gigante. Luke agarró la mochila, pero al dar media vuelta resbaló y cayó de bruces en el barro.
—¡Luke!
Helen tocó el claxon con todas sus fuerzas, pero el oso no se inmutó. Sólo le faltaban unos cinco metros para alcanzar a Luke, que intentaba levantarse. No iba a tener tiempo de llegar a la camioneta. Helen chilló.
De repente el oso fue derribado. Por unos instantes Helen sólo vio una mancha indistinta de pelaje pardo, hasta que lo comprendió… el oso había sufrido el ataque de otro miembro de su especie, sin duda la madre del cachorro. El choque hizo que el macho rodara por la maleza, perseguido por la hembra enfurecida.
—¡Corre, Luke!
Él casi había llegado a la camioneta, pero el macho no iba a darse por vencido tan fácilmente.
Dio un tremendo empujón a la hembra y reanudó la persecución del cachorro.
—¡Que viene! ¡Corre, sube!
Luke dio un brinco y se sentó con los pies en alto para no pisar al osezno. Cuando iba a cerrar la puerta el macho le ahorró el esfuerzo arrancándola de un zarpazo.
—¡Co… corre, Helen, arranca!
Ella puso marcha atrás y pisó a fondo el acelerador. La camioneta se tambaleó por el camino, resbalando cada dos por tres y lanzando barro y piedras al oso, que se había quedado atrás con aire desconcertado.
—¡Buzz, joder! ¿Quieres callarte de una vez? —exclamó Helen.
Estaba sentada de lado, haciendo tres cosas a la vez: mirar por el cristal de detrás, conducir y aplastar a Buzz contra la puerta.
—¿Nos persigue?
—No…
—Menos mal.
—Sí.
—¡Mierda!
—Los dos, y el cachorro se está despertando.
—Genial.
Helen se acordó de que a medio camino de donde habían aparcado el sendero se ensanchaba lo suficiente para girar en redondo. La cuestión era saber si tendrían tiempo de hacerlo antes de que los alcanzara el oso. No se atrevía a mirar por miedo a salirse del camino.
—¿Todavía nos persigue?
—Sí, y está ga… ganando terreno.
Viendo aproximarse el lugar que buscaba, Helen decidió probar suerte. Dijo a Luke que se cogiera fuerte y, pisando el freno, intentó dar un giro de ciento ochenta grados. La camioneta quedó con dos ruedas en el aire, y Helen tuvo la terrible sensación de que iba a volcar; por suerte, las otras dos ruedas aterrizaron con una sacudida y se encontraron de cara al oso, que patinó y dio de bruces contra la puerta del conductor, resquebrajando la ventanilla y zarandeando el vehículo. Buzz aprovechó para escurrirse por debajo del brazo de Helen y arremeter contra el osezno, que empezaba a despertarse.
Ella cambió de marcha con un gesto brusco. El oso tenía el hocico contra el cristal, haciendo ostentación de su dentadura.
—Perdona, colega, pero vamos llenos —dijo Helen—. ¡Hasta otra!
Pisó a fondo el acelerador, mientras Buzz y el osezno luchaban a muerte entre las piernas de Luke.
Helen tenía una mano en el volante y la otra aferrada al collar de Buzz, mientras Luke se las tenía con el osezno, que se estaba recuperando rápidamente. Tres kilómetros más adelante el pequeño se sintió lo bastante en forma para desgarrar los tejanos de Luke y arrancarle un trozo de bota con los dientes.
Helen supuso que ya estaban lo bastante lejos de los adultos para que el osezno tuviera posibilidades de sobrevivir. Con algo de suerte volvería a encontrar a su madre. Así pues, frenó y lo empujaron fuera sin contemplaciones. Buzz se quedó atado al volante, clamando venganza. Luke y Helen, que se habían apeado, vieron desaparecer entre los arbustos al arisco cachorro.
—¡De nada, tío! —exclamó Helen.
Se apoyó en Luke con una mano y sacudió la cabeza.
—Más vale que sólo nos de… dediquemos a los lobos —dijo él con una sonrisa.
Por la tarde empezó a nevar. Como no hacía viento, los copos caían pesadamente, amontonándose en los alféizares de la cabaña. Helen y Luke cocinaron, cenaron y se rieron de lo sucedido.
Después de la cena, y antes de que él volviera a casa, se abrigaron y subieron por el bosque en la motonieve, con los copos revoloteando a la luz del foco como galaxias desconocidas. Luke iba sentado detrás, y no tenía más remedio que asirse a Helen con ambos brazos. Ella lo encontró muy agradable. Llegaron al lugar donde había más posibilidades de hallar lobos. Justo entonces dejó de nevar, y vieron asomarse la luna entre las nubes.
Se detuvieron y se quedaron escuchando el silencio del bosque, aterciopelado y perfecto. Después cogieron la linterna y el radiorreceptor y recorrieron a pie un tramo de camino, haciendo crujir la nieve con la suela de las botas.
No tardaron casi nada en encontrar las señales, que resonaron con nitidez en la noche cristalina. Los lobos no podían estar lejos. La luz de la linterna iluminó huellas recentísimas.
Helen apagó la linterna. Permanecieron a la escucha sin moverse. Sólo se oía caer de los árboles algún que otro cúmulo de nieve.
—Aúlla —susurró Helen.
Luke se lo había oído hacer varias veces, todas ellas sin éxito; él, en cambio, nunca lo había intentado, y negó con la cabeza.
—Prueba —le pidió Helen.
—No pu… puedo. ¿Có… cómo quieres que…?
Luke se señaló la boca. Al ver su gesto apenas esbozado, Helen cayó en la cuenta de que tenía miedo de que no le saliera la voz, de que le fallara como tantas veces, dejándolo mudo y avergonzado.
—No hay nadie, Luke. Sólo yo.
El muchacho la miró fijamente, y Helen leyó en sus ojos lo que ya sabía que sentía por ella. Entonces sonrió, se quitó el guante y le acarició la piel fría de la cara, provocándole un ligero temblor. En cuanto ella retiró la mano, Luke echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca y emitió un largo y quejumbroso aullido que fue adelgazándose en la noche.
Pero antes de que se hubieran apagado sus últimos ecos, otro aullido sobrevoló las copas nevadas de los árboles. Los lobos habían contestado.