Capítulo 22

Las dos semanas posteriores al arresto de Abe Harding fueron las más duras de toda la carrera de Dan Prior, y las más extrañas. De repente había manadas de lobos haciendo estragos por toda la región, como si quisieran vengar al hermano muerto en Hope.

Al norte de Yellowstone, un granjero perdió a treinta corderos en una noche por culpa de un grupo de lobos que habían cruzado las lindes del parque, y que prácticamente los dejaron intactos. Otra manada mató a un par de potros de raza, justo al este de Glacier, y un lobo que se había separado de una manada de Idaho mató a tres terneros cerca de Salmón River, amén de dejar a un cuarto tan maltrecho que hubo que sacrificarlo.

Bill Rimmer apenas salía de su helicóptero. En diez días había acabado con nueve lobos. Otros quince, cachorros en su mayoría, fueron trasladados con la esperanza de que no volvieran a las andadas. La responsabilidad de corroborar las sentencias de muerte recayó en Dan, para quien cada firma era un fracaso personal. Su trabajo era repoblar, no eliminar. De todos modos no le quedaba otra opción: el recurso al «control letal» constaba con toda claridad dentro del plan que había permitido iniciar la repoblación. Y desde lo sucedido en Hope los medios de comunicación observaban sus movimientos con lupa.

Lo llamaban periodistas a todas horas. El contestador de su casa estaba puesto todo el día, salvo las noches en que se quedaba Ginny, que contestaba haciéndose pasar por la encargada de un restaurante de comida china para llevar o un asilo para delincuentes psicóticos, lo cual no andaba muy lejos de la verdad. En el despacho era Donna quien filtraba casi todas las llamadas de los medios de comunicación, y sólo dejaba hablar con Dan a periodistas que lo conocieran en persona o gozaran de cierto renombre.

El renovado interés por los lobos no se limitaba a los periódicos y emisoras de la zona, sino a los de ámbito nacional y hasta internacional. En cierta ocasión llamó un reportero alemán que no se cansaba de hablar de Nietzsche y marear a Dan con preguntas de contenido filosófico; pero hubo otra llamada todavía más surrealista, la de un periodista de la revista Time que dijo que se estaban planteando poner a Abe Harding en portada.

—¿Es una broma? —preguntó Dan.

—Por supuesto que no. —El periodista pareció ofenderse—. En el fondo, podría decirse que es como el último defensor de los valores del viejo Oeste, ¿no cree? Como una especie de pionero acosado, ¿no le parece?

—¿Me promete no publicar lo que voy a decirle?

—Descuide. ¿De qué se trata?

—Yo lo veo más bien como un gilipollas acosado.

Dan se pasó días riéndose de la idea de ver a Abe Harding en portada del Time, bajo el titular: «Abe Harding, el último pionero.» Afortunadamente, el artículo seguía en fase de proyecto, sin duda por falta de un mínimo de colaboración por parte del propio Abe, en cuya escala de preferencias los periodistas apenas superaban a los lobos.

Después de pasar la noche en la cárcel, Abe había sido acusado de matar a un ejemplar de una especie en extinción, concretamente un lobo, así como de apoderarse de sus restos y transportarlos. El cargo de agresión a un policía fue retirado, y el juez lo dejó en libertad sin fianza.

Schumacher y Lipsky, los dos agentes especiales de Fauna y Flora presentes en la reunión, fueron al rancho Harding con una orden de registro. El representante del sheriff, cada vez más reacio a colaborar, insistió en acompañarlos, convirtiéndose en fuente constante de problemas. Craig Rawlinson, en efecto, dio claras muestras de estar de parte de los hijos de Harding, que se pasaron toda la visita increpando a los agentes. Schumacher y Lipsky lograron mantener la sangre fría necesaria para encontrar (y confiscar) la escopeta Ruger M-77 con que Abe admitía haber disparado al lobo.

En cuanto a éste, pasó la noche en el congelador del garaje de Dan, encima de cajas de pizza compradas hacía meses. Al día siguiente lo enviaron a Ashland, Oregón, al laboratorio forense de Fauna y Flora, donde la autopsia mostró que el disparo le había destrozado por completo el corazón y los pulmones. Se encontraron trozos pequeños de una bala magnum de 7 mm., pero fue imposible encontrar el resto porque había atravesado todo el cuerpo del animal hasta salir por la parte posterior.

Los científicos de Ashland realizaron pruebas de ADN, averiguando que el lobo no tenía relación con los que andaban sueltos por Yellowstone e Idaho. Le encontraron una etiqueta en la oreja, y gracias a ella supieron que procedía de un rincón remoto de la Columbia Británica; es decir, que había cubierto una distancia superior a trescientos kilómetros. También descubrieron que le faltaba un dedo en la pata delantera derecha. La cicatriz apuntaba a que había caído en una trampa, de la que había conseguido soltarse. Uno de los científicos formuló la hipótesis de que la mutilación había afectado a su habilidad para cazar ciervos o alces, llevándolo a las reses, presas más fáciles.

En principio Abe afirmó haber disparado contra el lobo porque estaba atacando a un ternero en un prado a sólo doscientos metros de su casa. Más tarde admitió que el lobo todavía no había atacado, pero sostuvo que tenía intención de hacerlo. Dijo haber visto dos, y lamentó no haber matado al otro. Se declaró inocente, y dispuesto a llevar el caso al Tribunal Supremo; pero no quería que lo defendiera nadie, por ser de la opinión de que los abogados no eran más que lobos con traje.

Entretanto, y a falta de que se publicase el artículo de Time, los hijos de Harding contribuían a convertir a su padre en un héroe popular.

Encargaron dos mil camisetas con el semblante huraño de Abe y, detrás, la inscripción «Miembro oficial del BALA (Bloque por la Aniquilación del Lobo en América)». Fueron puestas a la venta en El Último Recurso a quince dólares y en dos días se habían agotado. La segunda tirada, de quinientos, estaba a punto de seguir el mismo camino, a diferencia de las tazas («Abe Harding, el héroe de Hope»), que no tenían tanta salida. Bill Rimmer había comprado una de cada para Dan, que, si bien todavía no se había puesto la camiseta, usaba la taza para beber café en el desayuno.

A diferencia de sus congéneres del resto del estado, y para alegría de Dan, los lobos de Hope (los que quedaban) apenas daban señales de vida. Dan no estaba dispuesto a permitir que Buck Calder lo empujara a tomar medidas sin haber obtenido pruebas del comportamiento dañino de los lobos. Además, ya tenía bastantes problemas.

Por cada llamada de un ranchero indignado que lo acusaba de ser demasiado blando recibía otra de un defensor de los derechos de los animales que lo trataba de asesino por haber firmado las sentencias de muerte de nueve lobos. Había cuatro demandas en marcha, dos de asociaciones ganaderas que pretendían dar fin al programa de repoblación por considerarlo anticonstitucional y dos de grupos ecologistas cuyo objetivo era impedir por la vía judicial «nuevas acciones ilegales de control letal».

El día después de la reunión, Mundo Abierto a los Lobos había enviado a Hope a un grupo de activistas, con el encargo de realizar una encuesta a domicilio. Dan recibió varias llamadas de gente furiosa. Un ranchero amenazó con pegarles un tiro a la que volvieran a llamar a su puerta. Los llamó «pandilla de rojos terroristas con melenas», y cuando Dan fue a ver a los encuestadores, pensó que el ranchero tenía su parte de razón. Lo que hizo fue hablar con el coordinador regional de Missoula y darle a entender con buenas palabras que en Hope ya había bastantes cosas que andaban MAL, y que quizá la mejor manera de sobrevivir para los lobos fuera no asomar demasiado la oreja.

Lo último que necesitaba eran más problemas. En el fondo, pensaba que quizá Abe les hubiera hecho un favor a todos matando al espécimen más conflictivo. Los rancheros ya no estaban tan enfadados por haber perdido a sus terneros. Al menos Helen podría tomarse un respiro, y con algo de suerte tener suficientemente vigilado al resto de la manada para evitar nuevos incidentes.

Estaba un poco preocupado, porque no la había visto desde la noche de la reunión, y hacía tres días que no lo llamaba ni contestaba a sus mensajes. Estuvo a punto de ir a verla a la cabaña, pero entonces recibió una llamada suya diciendo que acababa de pasar una gripe. A juzgar por la voz no estaba muy animada, tal vez por las secuelas de la enfermedad. Helen añadió que la había estado cuidando Luke, el hijo de Calder, un muchacho encantador. Dan no pudo evitar una punzada de celos.

Lo que no veía tan claro era que Luke ayudara a Helen a poner trampas y seguir la pista a los lobos. Por supuesto que después del clima hostil de la reunión y el incidente del buzón era mejor que no estuviera sola, pero el hecho de que su ayudante fuera hijo de Buck Calder no resultaba demasiado tranquilizador. Así se lo había dicho por teléfono, al oír la noticia de su boca.

—¿No es como dormir con el enemigo?

—Perdona, pero yo no estoy durmiendo con nadie.

—No lo decía en ese sentido, Helen…

—¡Oye, que sólo me está echando una mano! Deberías estarle agradecido.

—Ya, pero ¿y si dice a Calder dónde están tus trampas, o…?

—¡Venga ya, Dan! Eso son tonterías.

Se produjo un silencio incómodo. Desde su enfermedad Helen estaba cambiada; cada vez que hablaba con ella por teléfono la notaba susceptible o distante.

—Perdona —dijo—. Es buena idea.

Ella no contestó. Él la imaginó sentada a solas en la cabaña, rodeada de bosque y oscuridad.

—¿Estás bien, Helen?

La réplica fue cortante.

—Sí, muy bien. ¿Por qué?

—No, por nada; es que no tienes voz de estar muy contenta.

—¿Es obligatorio? ¿Era una de las condiciones? «Los biólogos con contrato temporal tendrán que estar de buen humor a todas horas».

—Pues sí, mira.

A Dan le pareció oír una especie de risa. Ella dejó pasar unos segundos y añadió con tono conciliador:

—Perdona. Debe de ser que me faltan ángeles.

—Me preocupas.

—Ya lo sé. Gracias.

—De nada. Oye, te he conseguido una motonieve.

—¿En el mismo sitio donde compraste la camioneta?

—No, ésta es nueva; bueno, casi. Te va a hacer falta dentro de nada. ¿Te parece que te la suba el fin de semana?

—Perfecto.

Dan le dijo que se cuidara. Después de colgar se quedó un rato pensando en ella, mientras el héroe de Hope, Abe Harding, lo miraba con ceño desde la taza de café.

Se propuso volver a invitarla a cenar, pero esta vez a un sitio más agradable. Desde la primera cena no había salido con nadie. Tras muchas vacilaciones se había atrevido a llamar a Sally Peters para quedar con ella, pero al final se había visto obligado a anular la cita por segunda vez. Al día siguiente la había llamado para pedirle disculpas. Sally le había dicho que daba pena, y que a ver cuándo empezaba a vivir.

Dan tuvo que reconocer que no le faltaba razón.

Kathy desabrochó el cinturón de seguridad del pequeño Buck y cogió al niño en brazos. Un poco más adelante, Ned Wainwright, el habitante más viejo de Hope, estaba siendo sometido a una entrevista por el enésimo equipo de televisión. Los muy pesados llevaban dos semanas invadiendo la ciudad, y la gente empezaba a cansarse, Kathy incluida.

Al acercarse a Paragon oyó a Ned pontificando sobre por qué al gobierno federal le gustaban los lobos.

—Está clarísimo. Quieren cargarse a todos los ciervos y alces para que ya no podamos cazarlos. Después dirán que como ya no queda nada que cazar no hacen falta armas, y las prohibirán. Lo que quieren es quitarnos las armas.

A Kathy le pareció una solemne estupidez, pero el reportero de la tele asentía como si tuviera delante a un sabio. Al verla pasar, un miembro del equipo le sonrió. Kathy se quedó seria.

—¿No tienen noticias más importantes que cubrir? —les preguntó, y entró en la tienda de objetos de regalo sin darles tiempo de contestar.

Como su madre decía maravillas sobre las novedades que había pedido Ruth para la campaña de Navidad, Kathy, movida por la lealtad, había decidido comprar el máximo de regalos en Paragon. Todavía faltaba mucho para las fiestas, pero le gustaba organizarse. Había escogido aquella mañana por ser el día en que su madre se iba de compras a Helena.

Ruth la recibió efusivamente, e insistió en quedarse con el niño mientras Kathy echaba una ojeada.

—¿No estás histérica con tanta gente de la tele? —preguntó Kathy.

—Para nada. Compran. Se llevan todo lo que tenga lobos.

—No se me había ocurrido. ¡Pues menos mal que a alguien le aprovecha!

No tardó en encontrar lo que quería: un chaleco de piel para Clyde, una caja de madera y latón para los puros de su padre y un par de collares de plata la mar de monos para su madre y Lane. A Bob, el marido de Lane, le compró un libro sobre el arte de las tribus indias, y a Luke una cinta de crin de caballo trenzada para poner en el sombrero.

Se negó a que Ruth le hiciera un descuento, pero no a que la invitara a un café. Mientras Ruth lo preparaba, Kathy se sentó en la barra con el bebé encima de las rodillas.

—¿Sabes a quién se le ocurrió poner cosas con lobos en el escaparate? A tu madre. ¡Y fíjate si se han vendido!

—¿En serio?

—Sí. Es muy inteligente.

—Siempre lo ha sido.

—Es un encanto de mujer.

Siguieron hablando de la madre de Kathy, y después, mientras tomaban café, de los padres de Ruth. Su padre había muerto años atrás. Su madre estaba casada por segunda vez y vivía en Nueva Jersey, donde llevaba una vida social de infarto.

—No tiene nada que ver con Eleanor —dijo Ruth—. A tu madre siempre se la ve muy tranquila, muy puesta. La mía es como un huracán. Una vez subió corriendo al piso de arriba después de una pelea tremenda y se encerró en el lavabo. Tuve que convencerla de que saliera. Debía de tener quince años, y mientras hablaba con ella pensé: No, esto no me cuadra. Aquí la adolescente soy yo.

Cuando Kathy se disponía a marcharse, el pequeño Buck tendió los brazos a Ruth, que volvió a cogerlo. Debía de haberse enamorado de ella, porque no paraba de tocarle el pelo.

—Le encantan las mujeres —dijo Kathy.

Ruth se echó a reír.

—Sí, ya se ve.

—¿No te recuerda a su abuelo?

—¿En qué, en…?

—De cara.

—¡Ah! —Ruth volvió a reír, y después miró al bebé con cara seria—. ¿Pues sabes qué te digo? Que lo veo más parecido a tu madre.

Buck Calder tomó asiento en uno de los largos bancos de madera que había al fondo de la sala de subastas. Tenía delante varias hileras de sombreros blancos. Un grupo de novillos de raza Black Angus acababa de ser vendido a un precio absurdo, y se resistía a marcharse.

Viéndolos tan grandes y torpones, Buck no entendió que una persona en su sano juicio quisiera comprarlos. Por supuesto que en algunas cosas el tamaño era importante, pero no en las vacas. Lo único que se conseguía era más hueso. ¡Qué raro que algunos siguieran sin entenderlo! Apenas veían un animal grande y negro (el color de moda, como en todo), pensaban automáticamente que era un buen ejemplar.

Buck tenía al lado a un ranchero joven con ropa de domingo. Viéndolo sonreír, supuso que estaría pensando lo mismo.

—Menos mal que hay tontos —dijo.

El ranchero dejó de sonreír.

—¿Eh?

—¡Mira que pagar por un saco de huesos!

—Los he criado yo.

—Ah…

A Buck no se le ocurrió cómo arreglar las cosas. De todos modos el joven se había levantado y se estaba marchando. Qué demonios, pensó Buck, concentrándose de nuevo en la subasta.

Los animales eran expuestos en un espacio de unos seis metros de ancho, cubierto de arena y rodeado por barandillas blancas de altura considerable. Dos vaqueros jóvenes estaban recorriendo su perímetro tratando de azuzar a los novillos, que seguían plantados delante de los focos como actores que no se acuerdan de cómo sigue la obra. Los vaqueros manejaban largas varas blancas con banderillas de color naranja en la punta, con las que golpeaban y pinchaban a los novillos; pero el único desalojo que se produjo tuvo como escenario los intestinos de los animales. Uno de los vaqueros resbaló en la sustancia desalojada y cayó de bruces, para alborozo de la multitud.

En el puesto del fondo, el subastador se acercó el micrófono. Se trataba de un joven pulcro con bigote y camisa roja.

—¡No se quejarán ustedes de haberse aburrido, caballeros!

Buck sólo acudía a la subasta de Billings tres o cuatro veces al año, pero siempre lo pasaba bien. El viaje era largo, tres o cuatro horas en coche, y los precios no eran mejores que los que pudieran conseguirse cerca de casa; pero estaba bien salir un poco, tomar el pulso al mercado y mantener los contactos. Con quien más le gustaba mantener contacto a Buck era con la ex logopeda de Luke, Lorna Drewitt.

El plan era el de siempre: comer juntos e ir un par de horas a un motel. Buck consultó su reloj. Eran las doce pasadas; buena hora, porque los dos novillos que había traído en el remolque estaban a punto de salir a subasta. No habían llegado a tiempo de participar en la venta anual del rancho Calder, pero ya estaban bastante maduros para aspirar a buenas pujas.

Los novillos acabaron por encontrar el camino de salida y dar paso al primero de los de Buck. Entró tan rápido que el pobre vaquero, cubierto de bosta, tuvo que refugiarse detrás de uno de los burladeros de metal ideados para tal fin. Los cuernos del novillo golpearon el hierro con un ruido de gong. Sólo le faltaba echar humo por las narices. Buck tuvo ganas de gritar ¡ole!

Cuarenta minutos más tarde, henchido de orgullo, salió a la carretera con el remolque vacío, pasando por debajo del enorme cartel verde y amarillo que rezaba: BIENVENIDOS AL MERCADO GANADERO MÁS GRANDE DEL NOROESTE. En el cartel había un hombre saludando con el sombrero, y Buck estaba tan satisfecho de sí mismo y del precio al que había vendido los novillos que estuvo a punto de devolverle el saludo.

El motel donde había quedado en reunirse con Lorna Drewitt estaba cerca de la interestatal 90, y sólo tardó cinco minutos en llegar. Dejando la camioneta y el remolque en un rincón discreto de la zona de estacionamiento, por si se daba la improbable circunstancia de que lo viera algún conocido, entró en el motel. Lorna lo esperaba en el vestíbulo, tan guapa y coqueta como siempre, leyendo la gaceta de Billings. Hacía seis años que se había mudado a la ciudad, después de que Luke los sorprendiera juntos en el despacho (aunque por aquel entonces el chico estaba demasiado verde para entender lo que veía). A sus casi treinta años, Lorna estaba más sexy que nunca.

Cuando lo vio entrar se levantó, dobló el periódico y se acercó a él, dejando que la abrazara y ladeando la cabeza le diera un beso en el cuello.

—¡Qué bien hueles! —dijo Buck.

—Pues tú a vacas.

—Toros, cariño. Toros Calder, de pura raza.

El restaurante del motel era bastante correcto. Pidieron bistec y una botella de merlot del valle de Napa. Se pasaron la comida tocándose las rodillas y acariciándose por debajo de la mesa, hasta que Buck ya no pudo más y dejó un billete de cien dólares sin pedir la cuenta. Se apresuraron a llegar a la habitación, cuya llave ya obraba en manos de Buck.

Más tarde, mientras descansaban sobre lo que quedaba de las sábanas, Lorna dijo a Buck que no podían seguir viéndose. El ranchero se incorporó sobre un codo, frunciendo el entrecejo.

—¿Qué?

—Me caso.

—¿Qué dices? ¿Cuándo?

—De aquí a dos sábados.

—¡Será posible! ¿Y cómo se llama?

—Lo sabes perfectamente, Buck.

En efecto. Se llamaba Phil y llevaba cuatro años saliendo con Lorna.

—Bueno, ¿y qué tiene que ver que te cases con que sigamos viéndonos?

—¿Por quién coño me tomas, Buck?

Buck estaba seguro de que la pregunta tenía respuesta, pero no supo encontrarla.

—No me llames, ¿eh? —dijo Lorna.

—¡Caray, Lorna! ¡Al menos podrías dejar que te llamara!

—No.

De vuelta en la interestatal, Buck empezó a compadecerse cada vez más de sí mismo. Había nubes bajas de color de granito, y el viento helado del norte hacía dar bandazos al remolque.

Últimamente todo le salía mal.

Primero los problemas de conciencia de Ruth por tener a Eleanor como socia, y ahora los de Lorna. Para colmo seguían llamándolo chalado por lo de los lobos. A decir verdad, todo había ido de perlas hasta aparecer esos lobos del demonio. Ya era hora de dejarse de tonterías y librarse de ellos de una vez por todas.

La primera parte del plan ya estaba cumplida: Luke trabajaba para Helen Ross, y aunque Buck todavía no hubiera podido sonsacarle información sobre dónde estaban esas malas bestias, todo era cuestión de tiempo. Cuando dispusiera de ella le haría falta alguien que pusiera manos a la obra. Ése era el tercer punto de su agenda del día, después de vender los novillos y ver a Lorna.

En sus maquinaciones, Buck se había acordado de un viejo trampero que en otros tiempos vivía junto al río Hope, uno de esos personajes de leyenda que ya no existían. El padre de Buck solía contratarlo cada vez que tenía problemas con depredadores, casi siempre coyotes, pero también algún que otro puma u oso.

Buck recordó que el hijo único del trampero había seguido la profesión de su padre, pero no lograba acordarse de su nombre.

Por fin, dos noches atrás, tomando una cerveza en El Último Recurso, se lo había preguntado a Ned Wainwright, cuya edad no debía de bajar de noventa años.

—Lovelace, Josh Lovelace. Murió hace… ¡Uf! Veinte o treinta años.

—¿Verdad que tenía un hijo?

—Sí, J. T. Se fue a vivir a Big Timber. Josh también, cuando se hizo demasiado viejo para cuidar de sí mismo. Lo enterraron ahí.

—¿El hijo todavía vive en el mismo sitio?

—Ni idea.

—Ya debe de estar un poco chocho.

—¿Qué dices, Buck Calder? ¡Si como mínimo tiene veinte años menos que yo! Vaya, que hará cuatro días que le han quitado los pañales.

El anciano se echó a reír con dificultad y acabó sufriendo un acceso de tos. Buck lo acompañó a casa después de otra cerveza a su cuenta.

En la guía telefónica había un J. T. Lovelace. Buck lo había llamado varias veces sin que contestara nadie. Aprovechando que tenía que ir a Billings, se llevó la dirección para ver si lo encontraba en casa durante el camino de vuelta.

Buck, cuyo estado de ánimo era tan negro como el horizonte, siguió conduciendo hasta el desvío de Big Timber. Entonces puso el intermitente y giró a la derecha, abandonando la interestatal.

Paró en la gasolinera para preguntar la dirección al encargado. Diez minutos más tarde, la camioneta y el remolque daban botes por un camino de tierra plagado de curvas y baches.

Anochecía y empezaba a llover. Pasados unos tres kilómetros, el camino atravesaba un bosquecillo de álamos de Virginia. El viento sacudía las pocas hojas amarillas que quedaban. Al llegar al otro lado del bosque, los faros de la camioneta iluminaron un buzón oxidado de color verde con la inscripción «Lovelace».

Pareciéndole arriesgado arrastrar el remolque por el camino de entrada, Buck aparcó fuera y se dispuso a recorrerlo a pie, no sin antes subirse el cuello de la chaqueta para protegerse de la lluvia y el viento.

El camino, de pendiente pronunciada y también con muchos baches, seguía el borde de un barranco. El agua de abajo, oculta por la maleza, se oía pero no se veía. Recorrido poco menos de un kilómetro, Buck divisó sobre la cuesta de una loma una casa achaparrada de madera rodeada de árboles. Dentro había luz. Los árboles cobijaban una caravana de color plateado y esquinas redondeadas, características que la asemejaban a una siniestra nave alienígena.

Buck esperaba oír ladridos, pero lo único que oyó al acercarse a la casa fue el ruido del viento y el golpeteo de la lluvia en el sombrero.

Las ventanas de la casa no tenían cortinas. La luz procedía de una bombilla colgada sobre la mesa de la cocina. No parecía haber nadie, ni en casa ni en la caravana. Llamó a la puerta de la cocina. Mientras esperaba, se volvió distraídamente… y estuvo a punto de sufrir un infarto.

Tenía delante de las narices el cañón de una escopeta de calibre 12.

—¡Dios santo!

El hombre que la empuñaba llevaba un chaquetón negro con la capucha puesta. Buck distinguió unas facciones huesudas, una barba gris y unos ojos negros de mirada hostil. Habría bastado cambiar la escopeta por una guadaña para aclarar cualquier duda acerca de su identidad.

—¿Señor Lovelace?

El hombre siguió apuntándole.

—Oiga, siento mucho haberme presentado sin avisarlo, pero es que tenía miedo de que mi remolque no pudiera subir por la cuesta.

—Está obstruyendo el camino de entrada.

—¿De veras? Lo lamento. Ahora mismo lo arreglo.

—No se mueva.

—Me llamo Buck Calder, señor Lovelace. Soy de Hope.

Se le ocurrió tender la mano a Lovelace, pero no lo hizo. Aquel loco con pinta de monje era capaz de tomárselo como una agresión.

—Su padre, Joshua, solía trabajar para el mío cuando yo era pequeño. De hecho estoy seguro de que no es la primera vez que nos vemos, pero ha pasado mucho tiempo.

—¿Es el hijo de Henry Calder?

—En efecto.

La respuesta no dejó indiferente a Lovelace. Debió de darle crédito, porque bajó un poco la escopeta, que quedó apuntando a la entrepierna.

—Su padre es toda una leyenda por estos pagos —dijo Buck.

—¿A qué ha venido?

—Verá, tengo entendido que usted se dedica a las mismas actividades que su padre.

Lovelace no contestó.

—Y… —Echó un vistazo a la escopeta—. Disculpe, señor Lovelace, pero ¿le importaría mover un poco el cañón?

Lovelace lo miró fijamente con cara de calcular si valía lo que un cartucho. Acto seguido levantó el cañón, puso el seguro y entró en casa dejando la puerta abierta. Buck se preguntó si debía entenderlo como un invitación a pasar.

Tras unos instantes de reflexión, decidió que sí.

Lovelace dejó la escopeta encima de una mesa y se quitó la capucha, aunque no el chaquetón, porque la casa estaba fría. Desde la muerte de Winnie nunca encendía la estufa de la sala de estar. Se dirigió a la habitación del fondo, donde guardaba sus utensilios de trabajo. Buck lo siguió.

En realidad, la habitación de las trampas no era más que un garaje, pero Lovelace la había convertido en su vivienda habitual, llegando al extremo de dormir allí; de ahí que hubiera instalado una pequeña estufa eléctrica y un colchón sacado de la caravana. De todos modos no dormía mucho. Sólo quería un lugar donde estirarse y esperar el alba. Se daba cuenta de que era una locura, que lo normal habría sido acostumbrarse a pasar la noche en el dormitorio sin Winnie, pero no se sentía capaz de ello.

Sin ella todo estaba vacío: dormitorio, cocina… Y sin embargo su presencia seguía llenando la casa. Lovelace había intentado esconder todas sus cosas, pero no había servido de nada. Hasta el hecho de no verlas hacía que se acordara de Winnie. Más valía quedarse en la habitación de atrás, que siempre había sido territorio exclusivamente suyo. Winnie solía negarse a entrar, diciendo que le daba asco el olor a cebos y animales muertos. Lovelace no lo dudaba, aunque su propio olfato era insensible a ello. Advirtió que no era el caso del tal Calder, por mucho que disimulara.

Una vez instalado al lado de la estufa en una silla plegable, se puso entre las piernas el cubo de plástico que contenía la cabeza de ciervo y siguió con su trabajo. La había dejado a medio desollar, al oír a Calder aparcando la camioneta al lado del camino. Pensó que para ser un carcamal de sesenta y nueve años seguía teniendo mejor oído que muchos.

Mientras Lovelace seguía desollando la cabeza, Calder le explicó los problemas que tenían en Hope con los lobos. A falta de más sillas, Buck se sentó en una mesa de trabajo que ocupaba toda una pared. Mientras hablaba se dedicó a examinar la habitación en detalle, fijándose en las vigas de madera, de las que colgaban alambres, cepos, pieles y cráneos de animales.

Lovelace no había olvidado a Henry Calder. Su padre solía llamarlo «el rey Henry», y hacía bromas sobre lo noble y poderoso que era. Lovelace se acordaba de que un verano, allá en los años cincuenta, había habido escasez de bayas en el bosque, y los osos pardos habían bajado a merodear por el ganado. Ese verano, a petición de Calder, J. T. y su padre habían atrapado a tres adultos y matado a cuatro o cinco cachorros.

En cambio, no se acordaba de aquel hombre tan parlanchín; claro que en los años cincuenta Buck Calder debía de ser muy pequeño, además de que en aquella época casi todo el trabajo de Lovelace se desarrollaba ya lejos de casa, en México o Canadá. En el cincuenta y seis se había casado con Winnie y se había mudado a Big Timber. Desde entonces casi nunca había ido a Hope.

—¿Qué, qué le parece?

—Matar lobos va contra la ley.

Calder se cruzó de brazos, apoyó la espalda en la mesa y sonrió. A Lovelace no le gustaba su aire de suficiencia.

—¿Y quién va a enterarse?

—Seguro que no les quitan los ojos de encima.

—En eso tiene razón. —Calder sonrió y guiñó el ojo a Lovelace—. Pero dispondría usted de información confidencial.

Acechó la reacción de Lovelace, pero el trampero no estaba para jueguecitos y aguardó a que Calder le aclarara lo que acababa de decir.

—Mi hijo está echando una mano a la bióloga y sabe dónde están los lobos, lo que hacen… Todo, vaya.

—Pues entonces no hace falta que le ayude nadie.

—Ya, pero mi hijo está más de acuerdo con ellos que conmigo.

—¿Y cómo se explica que vaya a darle la información?

—Ya se me ocurrirá algo.

La cabeza de ciervo casi estaba despellejada del todo. Lovelace dejó el cuchillo y separó la piel de la carne, retirándola con cuidado como una máscara.

—Veo que es todo un experto en taxidermia —dijo Calder—. En casa cazamos bastante. ¿También lo hace por encargo?

—Sólo para mis amigos.

No era verdad. Lovelace no había tenido más amigos que los de Winnie, y ninguno de ellos había llamado en varios meses. Tampoco le importaba.

—¿Y bien, señor Lovelace? ¿Qué contesta?

—¿A qué?

—¿Nos ayudará? Diga usted mismo lo que quiere cobrar.

Lovelace se puso en pie y llevó el cubo al fregadero de acero inoxidable que había al otro lado de la mesa de trabajo. Tiró la sangre y limpió los cuchillos, reflexionando sobre la propuesta.

Hacía tres años que no mataba lobos de forma ilegal, y dos de forma legal, en Alberta. Después de tanto tiempo insistiendo en que se retirara, Winnie había conseguido convencerlo; pero hacía seis meses, justo cuando Lovelace se estaba acostumbrando a no trabajar y hasta empezaba a disfrutar de ello, a Winnie le habían detectado un cáncer. Resultó que la metástasis se había propagado por todo su cuerpo, tan menudo, y tres semanas después estaba muerta.

A decir verdad, Lovelace notaba que le hacía falta trabajar. La oferta de Calder era la primera que le habían hecho desde el entierro. Las trampas colgadas en las vigas se habían oxidado, pero eso tenía fácil arreglo.

Secó los cuchillos y limpió de sangre el fregadero.

—¿Qué es ese alambre de ahí, el que tiene trocitos de metal colgando? Si no quiere no conteste.

Calder señalaba la pared del fondo, concretamente la parte de encima de los congeladores, donde Lovelace colgaba las cadenas, los ganchos y los rollos de cable de acero.

—Es para atrapar cachorros. Una idea de mi padre. Lo llamaba aro Lovelace.