Capítulo 21

Hospital Mwanda,

Kagambali,

16 de septiembre

Querida Helen:

¿Qué, ya los has atrapado? ¿No? Bueno, pues voy a decirte lo que tienes que hacer: consigues una cuba de metal, pero que sea grande, ¿vale? En principio, con dos metros de hondo y dos y medio de ancho debería bastarte. Después plantas una barra con un bidón de gasolina que gire, y cuelgas lo siguiente: UN ALCE MUERTO. El método tiene el sello de calidad Latimer y hace siglos que se utiliza en Carolina del Norte, lo cual explica que sea un estado donde haya tan pocos lobos. Infórmame del resultado, ¿vale?

Me ha gustado lo de la cabaña. En casa de mi abuela había un sótano igual, lleno de arañas y bichos. De niño me escondía dentro para pegar un susto a mis hermanas cuando pasaran. (Pues sí, lo siento pero era de esa clase de niños. ¿A que no te lo imaginabas?).

Helen rió a carcajadas. Estaba sentada encima de la cama. Nada más recibir la carta de manos de Luke se había alejado del estropicio de la calle mayor, poniendo rumbo a la cabaña con el corazón rebosante de alegría. Por fin le había escrito.

Había retrasado lo más posible el momento de abrirla, como hacen los niños cuando se ponen delante del árbol de Navidad y miran los regalos. La había dejado sobre el cojín y había iniciado el ritual de todas las noches: sacar a Buzz a hacer pipí (le costó arrastrarlo bajo la lluvia), cepillarse los dientes y preparar un poco de té. Después se había desnudado y se había puesto la holgada camiseta que le servía de pijama. Una vez en la cama, con su té y su foco en la cabeza, pensó en poner una de las óperas de Joel, por ejemplo Tosca, pero no quiso desafiar a la suerte.

Cogió la taza de té y bebió un poco, moviendo la cabeza para iluminar a Buzz, que dormía acurrucado delante de la estufa. Arrebujada en su saco de dormir, con la espalda contra la pared de la cabaña y un cojín en medio, Helen se quedó sentada con la carta en las rodillas, oyendo caer la lluvia encima del tejado y sintiéndose próxima a la más absoluta felicidad.

Esto de aquí es una locura, y parece que va a peor. La A.C.L. ha empezado otra tanda de limpieza étnica a unos ciento cincuenta kilómetros de donde estamos, y cada día recibimos a más de mil refugiados, todos ellos en pésimas condiciones. Hay fiebre tifoidea, malaria y casi todos los horrores tropicales de que hayas oído hablar. Por suerte todavía no se ha declarado ningún caso de cólera.

Para colmo, y como era de esperar, no tenemos suficientes medicamentos ni comida. De los niños que llegan aquí (hay centenares que no lo consiguen, quizá hasta miles), muchos llevan semanas sin comer. Están cubiertos de moscas, y tienen unos brazos y piernas que parecen palos. Da mucha pena. Lo increíble es que algunos todavía se acuerdan de sonreír.

Anoche tuvimos un drama en lo que antes eran los jardines del hospital, que es donde viven casi todos los voluntarios de los grupos de ayuda. Las condiciones son tirando a elementales, por decirlo con buenas palabras; o sea, chabolas sin puertas ni ventanas, camas plegables y una mosquitera con muy pocos agujeros (eso si tienes suerte). Bueno, pues resulta que a un alemán, Hans-Herbert, le entró sueño y se fue a dormir temprano, justo después de cenar. Un par de horas más tarde, cuando sus compañeros de chabola se fueron a acostar, vieron que el alemán se había dormido con un brazo colgando de la cama, y que (espero no asustarte, Helen) una boa constrictor estaba empezando a tragárselo. ¡¡Ya había pasado del codo, y el pobre Hans-Herbert seguía durmiendo como un tronco!!

Intentaron despertarlo con suavidad, pero imagínate cómo se pondría el pobre. Le inyectaron un sedante (¡a la boa también!), y alucina: consiguieron quitarle la serpiente del brazo. Los jugos digestivos ya habían empezado a surtir efecto en los dedos y la mano, pero aparte de que a lo mejor tengan que ponerle algún que otro injerto de piel, está bastante bien. La serpiente no tanto. La dejaron al lado del río (mucho me temo que sin etiquetas ni collares transmisores), pero justo después la cogieron unos niños de uno de los campamentos, y esta mañana la han guisado para desayunar.

¿Qué, cuál es la mejor anécdota de serpientes, ésta o la de los viejos de Georgia que tenían una pitón debajo de la casa? A mí me parece que ésta.

No recibimos gran parte de la comida (y fármacos) que dicen que nos envían. O la roban funcionarios corruptos en la pista de aterrizaje o la A.C.L. secuestra los camiones antes de que lleguen al campamento. Lo normal es que se queden el cargamento, pero hay veces en que intentan vendérnoslo y no tenemos más remedio que seguirles el juego.

Los últimos que vinieron a negociar eran un grupo de chiquillos de doce y trece años con uniformes de combate y cartucheras. Había uno muy enclenque que no tendría más de diez años; llevaba una ametralladora M16 y casi no podía con su peso. Lo peor son los ojos. Te preguntas qué horrores hay que haber visto o cometido para que se te pongan así.

¡Ya ves, nos lo pasamos en grande!

La verdad es que tampoco está tan mal, sobre todo porque estoy trabajando con gente increíble. Ésa es la razón principal de que te haya escrito, Helen. Me va a costar decírtelo…

Helen notó un nudo en el estómago. Dejó la taza en el suelo por miedo a que se le cayera. No, Joel, suplicó para sus adentros. No lo digas, por favor. El corazón le latía como un bombo. Hizo el esfuerzo de seguir leyendo con manos temblorosas.

Marie-Christine lleva seis meses en el campamento. Es belga, pero vive en París. De formación es pediatra, aunque aquí hay que hacer un poco de todo. Tardamos un poco en conocernos porque…

Helen arrojó la carta al suelo. ¿Por qué tenía que leer esas tonterías? ¿Cómo se le había ocurrido que podía contárselo con pelos y señales? Sí, claro, seguro que Marie-Christine, tan mona ella, era una fiera en la cama y una Teresa de Calcuta en el trabajo; todas las virtudes resumidas en una elegante muñequita con marca de París. ¿Cómo podía tener tanta caradura?

Se quedó sentada, siguiendo con la mirada el haz de luz, que proyectaba un círculo encima de la puerta. ¡Qué estupidez! Al final no pudo evitarlo: cogió la carta y siguió leyendo.

… porque se había tomado unos días de vacaciones no sé dónde. Pero cuando nos presentaron… ¡Helen, no sabes lo difícil que me resulta decírtelo! Fue como si ya nos conociéramos.

Aquello le sonaba. Siguió leyendo por encima en busca de alguna referencia a «almas gemelas», pero no la encontró; mejor, porque seguro que se habría puesto a chillar y romperse el puño contra la pared.

El caso es que acabamos trabajando juntos al frente de la unidad móvil que hacía rondas diarias por todos los campamentos de refugiados. Eso me permitió darme cuenta de la mano que tiene con los niños. Es increíble. No hay ninguno que no la adore. No sé, Helen; quizá no haya hecho bien en contártelo, pero quiero hacerlo y siento que me lo permite el haber tenido una relación tan estrecha contigo, y haber compartido tantas cosas buenas.

En conclusión, que dentro de dos semanas Marie-Christine y yo…

—No —sollozó Helen—. No lo digas, Joel.

… nos casaremos.

Helen arrugó la carta y la lanzó al otro lado de la habitación.

—¡Cabrón de mierda!

Cubriéndose la cara con las manos, se quitó el saco de encima a base de patadas. Buzz, que también se había levantado, empezó a ladrar.

—¡Cállate, bicho asqueroso!

Helen dio tumbos en la oscuridad hasta llegar a la puerta de la cabaña. Abrió la puerta de golpe y echó a correr sin rumbo bajo la lluvia.

Como iba descalza resbaló en el barro y cayó de bruces, dando con la cara en tierra. Permaneció así un buen rato, jadeando, insultando a Joel, insultándose a sí misma y maldiciendo el día en que había nacido.

Después se incorporó y se quedó sentada con los hombros caídos, cubriéndose la cara con manos enlodadas.

Llovía a mares.

Helen lloraba.

Buck pensó que a fin de cuentas la noche no había estado nada mal. Se hallaba en los servicios de El Último Recurso, aligerando la vejiga. Tenía un cigarrillo en la boca y una mano contra la pared, donde un valiente historiador ya había garabateado: ABE HARDING PRESIDENTE.

Buck llevaba una hora en el bar, charlando con sus incondicionales. Como ya no había nada que ver, todo el mundo había entrado a tomar una copa. Buck nunca había visto tanta gente en el local, ni tanta animación. Hasta las cabezas de ciervo que colgaban de la pared ponían cara de estar divirtiéndose.

El éxito de la reunión había superado todas sus expectativas, hasta el punto de hacerle sentir nostalgia por los tiempos en que era legislador del estado. La llegada de aquellos ecologistas melenudos lo había pillado por sorpresa, pero estaba contento de haber contado con su presencia, porque habían hecho un ridículo espantoso.

¿Y lo de Abe con el lobo? ¡Vaya numerito! Publicidad de la que no se compra. A Buck no se le olvidaría nunca la cara que había puesto Helen Ross al ver caer el lobo encima de la mesa, justo delante de sus narices. ¡Qué noche, por Dios!

Se subió la cremallera y volvió a la barra. Entregó un billete de cincuenta dólares a Lori, la camarera, y le dijo que sirviera una ronda a todos los presentes. Después se despidió, prometiendo a los hijos de Harding que haría unas llamaditas a Helena y que tendrían a su padre en casa lo antes posible. El pobre Abe debía de estar compartiendo celda con un montón de drogadictos enfermos de sida.

Antes, sin embargo, tenía otra cosa que hacer.

Durante la reunión había visto a Ruth, pero estaba sentada demasiado cerca de Eleanor y Kathy para hablar con él a solas. La estrambótica ocurrencia de Helen de convertirse en su socia estaba empezando a entorpecer la vida amorosa de Buck. ¡Casi hacía dos semanas que no se daban ni un beso furtivo! Ruth siempre le salía con alguna excusa, por lo general relacionada con Eleanor: que si hacer las cuentas, que si esto, que si lo otro…

Pero pensaba resarcirse esa misma noche. Siempre que ejercía de demagogo se le despertaban los instintos.

Ya no llovía tanto. Al pasar con el coche al lado de la tienda de objetos de regalo, Buck se alegró de ver que estaba cerrada. Eso quería decir que Ruth había vuelto a casa, y hasta era posible que esperara su visita. Desnuda, con su bata negra… Sólo de pensarlo se le disparaba todo.

Salió del pueblo por la carretera de grava mojada y no tardó en divisar las luces de la casa de su amante. En cuanto Ruth abriera la puerta la acorralaría contra la pared del pasillo, como ya había hecho una vez. Al acercarse vio que las cortinas estaban descorridas. Avanzó por el camino de entrada y aparcó donde siempre. Ruth debía de haber oído que llegaba, porque la vio en la puerta apenas salir del coche. No cabía duda de que lo deseaba tanto como él a ella.

—Tienes que irte, Buck.

—¿Qué?

—Eleanor está al caer.

—¿Qué?

—¡No te quedes ahí como un pasmarote, que va a venir!

—¿A estas horas de la noche? ¿A quién se le ocurre?

—Mañana toca reunión con los contables, y tenemos que repasar los libros. ¡Vete!

—Habráse visto…

Buck volvió al coche con mala cara, mientras Ruth cerraba la puerta. ¡Ni siquiera le había dado las buenas noches! Volvía a llover más fuerte. Se metió en la boca el cigarrillo a medio fumar. Al notar que se había apagado por culpa de la lluvia, lo tiró con rabia al otro lado del camino y cerró la puerta del coche con un portazo.

Dio media vuelta derrapando por la grava y volvió a la carretera. Como no quería encontrarse a Eleanor, siguió hasta el final y esperó con las luces apagadas hasta reconocer los faros de su coche.

Sacudió la cabeza, pensando: ¡Pero bueno! ¿Adonde iremos a parar si ni siquiera puede uno acostarse con su amante porque está con su mujer? Se dirigió a casa con expresión ceñuda.

La casa estaba silenciosa como un depósito de cadáveres. Supuso que Luke se habría ido a dormir. Como su hambre de sexo se había convertido en hambre de comida, fue a la nevera con la esperanza de encontrar restos de la cena. No había nada. Abrió una lata de cerveza y se fue a la sala de estar. Se dejó caer en el sofá y encendió la tele con el mando a distancia. Jay Leno bromeaba con un joven mal afeitado (actor o cantante, a saber) que parecía recién salido de la cama. Buck, mal dispuesto hacia ellos, pensó que estaban demasiado pagados de sí mismos.

Justo cuando acababa de ponerse cómodo sonó el teléfono. Bajó el volumen de la tele, se incorporó y cogió el auricular.

—¿Calder?

Era una voz de hombre. Buck no la reconoció. Parecía llamar desde un bar.

—Sí, aquí Buck Calder. ¿Quién es?

—Da igual quién sea. Los hijos de puta como tú se merecen la muerte.

—¿Qué pasa, no tienes huevos para identificarte?

—Los suficientes para librar al mundo de hijos de puta como tú.

—Supongo que estabas en la reunión.

—Te he visto por la tele, y he visto lo que hacía con el lobo el chalado de tu amigo. Queremos que sepas que…

—Ah, porque ahora sois más de uno.

—Vamos a matar tus vacas.

—¡Vaya! ¿Sólo a las vacas?

—No, a los cerdos también. Como tú.

—Y supongo que lo haréis en nombre de los lobos, los bichos más asesinos que existen.

—Tú lo has dicho. Estás avisado.

La comunicación se cortó con un chasquido.

Al colgar, Buck vio que había cuatro mensajes en el contestador. Apretó el botón para oírlos.

«Conque los lobos se comen a tus terneros, ¿ah? ¡Qué pena! —Era una voz de mujer—. Y sin darte la oportunidad de cargártelos antes. ¡Si es que es una injusticia! Mira, tío, queda poca gente como tú, y cuanto antes te mueras mejor.»

Buck oyó un ruido, y al levantar la vista vio a Luke en lo alto de la escalera. Todavía estaba vestido.

—¿Lo has oído?

Luke asintió con la cabeza.

—¿Y los demás son iguales?

—Sí.

—¡Caray!

Buck oyó el siguiente mensaje. Volvía a ser un hombre. Lo primero que se oía era un aullido.

«Aquí Lobo. Mensaje para Buck Calder. Date por muerto, so cabrón.» Otro aullido.

El siguiente parecía de la misma persona que acababa de hablar con Buck. El último era una voz de mujer saltando una larga parrafada; estaba tan alterada que sólo se entendía a medias. Buck sacudió la cabeza y bebió otro trago de certeza.

—¿Has visto la tele?

Luke asintió.

—Habla, Luke, habla.

—S… s… sí.

—¿Salía lo de Abe tirando el lobo encima de la mesa?

—Sí. To… to… todo.

—No pierden el tiempo. ¿Han dicho qué va a pasarle?

—Está en la ca… ca… cárcel de Helena.

—Pues más vale que telefonee. Le hará falta alguien que pague la fianza. ¡Chico, qué noche! ¿Quiénes son esos locos que me llaman de todo?

—No lo sé. Me voy a la ca… ca… cama.

—¿Una cervecita?

—No, gracias.

Buck suspiró.

—Vale, Luke, pues buenas noches.

—Bu… bu… buenas noches.

¡Qué triste no poder tomar una cerveza con tu propio hijo! Buck apagó la tele y fue a buscar la guía telefónica. Recostado en el sofá, fue pasando páginas hasta encontrar el número de la cárcel de Helena.

A fin de cuentas, quizá la noche no hubiera salido tan bien. La aparición de Abe con el lobo había provocado gran entusiasmo, pero, pensándolo en frío, Buck se dio cuenta de que no había sido una idea muy inteligente. Abe habría hecho mejor en atenerse a la costumbre: disparar, enterrar y callar. Como no lo había hecho, ahora estaban todos en pie de guerra.

Para asustar a Buck hacía falta algo más que un puñado de ecologistas porreros amenazándolo por teléfono. Sin embargo, los mensajes le habían hecho reflexionar.

¿Y si su manera de encarar el asunto de los lobos no era la más indicada?

Al principio le había parecido que lo mejor era convertirlo en un debate público a gran escala, meta que perseguía con la reunión. Lo de la publicidad se le daba muy bien. Por otro lado, había tenido la certeza de poder conseguir que Dan Prior y sus secuaces pasaran a la acción a base de presionarlos.

Ya no pensaba lo mismo. Lo más probable era que la hazaña de Abe tuviera efectos diametralmente opuestos. Iban a cerrarse en banda. Además, si conceder una entrevista significaba recibir un alud de insultos telefónicos más valía replanteárselo.

Quizá lo más conveniente no fuera librar una batalla pública, sino optar por una mayor discreción, recurrir a estratagemas más sutiles y luchar en varios frentes a la vez, como en las guerras de verdad.

Decidió pensárselo.

El sendero que subía por el bosque estaba endurecido por culpa del frío, y a veces, en los trechos más empinados, Ojo de Luna resbalaba. Optaba entonces por buscar un camino más seguro entre las rocas. Había dejado de llover poco después de medianoche, y el cielo se había despejado como preludio de la primera helada seria del otoño. El frío repentino había esculpido miles de minúsculos carámbanos con el agua que goteaba de los árboles, los mismos carámbanos que relucían con todos los colores del arco iris bajo la luz del sol naciente, al tiempo que empezaban a fundirse.

Luke llegó al arroyo y lo siguió en dirección al lago, pasando por donde solía dejar paciendo a Ojo de Luna antes de conocer a Helen. La hierba estaba tiesa por la escarcha, y el caballo iba dejando huellas a su paso. Al borde del arroyo, donde el agua formaba remolinos, se elevaban cintas de vaho que no se llevaba el menor soplo de viento.

Desde el momento de salir del rancho Luke había estado tratando de descifrar los comentarios de su padre durante el desayuno, extraños cuando menos después de lo sucedido la noche anterior, y de todas las amenazas telefónicas. Su primera reacción fue tomárselo como una broma de mal gusto.

—He estado pensando en lo de los lobos —había dicho su padre, masticando pan con beicon—, y temo haber sido un poco duro con los de Fauna y Flora. ¿A ti qué te parece, Luke?

Su hijo se encogió de hombros.

—No lo sé.

—Me doy cuenta de que se limitan a hacer su trabajo. Quizá con un poco más de cooperación salgamos todos ganando. Lo mejor sería solucionar el problema entre todos; o sea, encontrarlos, vigilarlos y lo que haga falta.

Luke no dijo nada. Siempre reaccionaba con cautela ante un tono razonable por parte de Buck. A veces sólo se trataba de una trampa; y si te relajabas caías en ella, ¡chas! Ya te tenía cogido por la nuca. Luke se sirvió una cucharada de cereales mirando a su madre, al otro lado de la mesa. Leyó en su cara la misma cautela.

—¿Sabes lo que me dijo el otro día esa chica, Helen Ross? Que te agradecía mucho haberla ayudado a cazar al lobo. Estaba entusiasmada contigo. Dijo que se te daban muy bien esas cosas.

Buck se interrumpió en espera de alguna reacción, pero no se produjo ninguna.

—Y eso me hizo pensar que quizá convenga que la ayudes cuando hayamos enviado a todas las reses. —Soltó una carcajada—. ¡Siempre y cuando no pongas esos collares a nuestras vacas!

Luke volvió a mirar a su madre. Eleanor arqueó las cejas, sorprendida.

—Pero dudo que te pague mucho. No obstante, si quieres ayudarla yo no tengo inconveniente.

Luke, que no veía el momento de comunicar la noticia a Helen, fue corriendo a buscar a Ojo de Luna; sin embargo, por muchas vueltas que le diera, seguía sin entender ni pizca la actitud de su padre. Quizá estuviera asustado por las llamadas. Era posible, aunque Luke lo dudaba. Seguro que el motivo era más sospechoso. De todos modos no tenía intención de discutir.

Al final de la cuesta, justo antes de salir del bosque, oyó ladrar a Buzz. Azuzó a Ojo de Luna en dirección al lago, que estaba liso como un espejo y exhalaba tanto vapor como el arroyo. En el prado que llevaba a la cabaña el sol ya estaba fundiendo la capa blanca de escarcha y haciendo asomar manchas verdes por debajo. La puerta de la cabaña estaba abierta. Buzz miraba hacia dentro desde el umbral, y ladraba de manera rara.

La camioneta de Helen tenía el parabrisas cubierto de escarcha. De modo que todavía no ha salido a revisar las trampas, pensó Luke. Buzz se volvió y, reparando en la presencia del jinete y su caballo, corrió a recibirlos.

—¡Buzz, fiera! ¿Cómo estás?

El perro hizo cabriolas y correteó alrededor del caballo. Después los precedió por la orilla. Luke vio huellas y excrementos recientes de ciervos, señal de que hacía poco que habían ido a beber al lago. Seguía sin producirse la esperada aparición de Helen en la puerta de la cabaña. Desmontó y se acercó a la entrada.

—¿Helen?

Nadie contestó. Quizá estuviera detrás de la cabaña, en el baño exterior. Esperó un rato y volvió a llamar. Como no se oía nada, dio unos golpes suaves en la puerta abierta.

—¿Hola? ¿Helen?

Buzz ladró otra vez y se metió en la cabaña rozando las piernas de Luke, que fue tras él quitándose el sombrero. Estaba oscuro, y tardó un poco en que se le acostumbrara la vista. Sólo veía que Helen estaba tumbada en la cama.

No sabía qué hacer. Quizá fuera mejor dejarla dormir y volver más tarde; pero había algo raro que hizo que Luke se quedara. Uno de sus brazos colgaba de la cama, con los dedos ligeramente encogidos y las uñas rozando el suelo. A su lado había una taza volcada en un charquito, junto a un frasco de pastillas abierto. Buzz gañó y tocó a su dueña con el hocico, pero Helen no se movió. Luke dejó el sombrero encima de la mesa y se acercó a la cama con pasos cautelosos, al tiempo que hacía salir al perro.

—¿Helen? —dijo con suavidad.

Vio manchas de barro en el brazo y la mano. Miró más abajo, y vio barro y briznas de hierba en la rodilla que asomaba por el saco de dormir. Dio otro paso y comprobó que la cara se hallaba en el mismo estado. Pero Helen no dormía.

Tenía los ojos abiertos y vidriosos.

—¡Helen! ¡Helen!

Vio brillar algo en sus ojos, como si acabara de encenderse la chispa de la vida. Ella lo miró sin mover la cabeza. Daba miedo.

—¿Qué te pasa, Helen? ¿Te encuentras mal?

Helen parpadeó. Pensando que quizá tuviera fiebre, él le tocó la frente, hallándola fría como una piedra. Entonces levantó el borde del saco de dormir y vio que su camiseta estaba sucia y mojada.

—¿Qué te ha pasado, Helen?

De sus ojos brotaron lágrimas que dejaron trazos en el barro de la cara. Luke, incapaz de soportar tanto sufrimiento, se sentó a su lado y la cogió en brazos, obligándola a incorporarse. ¡Qué fría estaba, y qué mojada! La estrechó fuerte y dejó que llorara, intentando tranquilizarla.

Siguió abrazándola hasta perder la noción del tiempo. Tenía la sensación de que la vida de Helen era como un tenue fueguecillo que podía apagarse nada más soltarla. El llanto parecía devolverle cierto calor. En cuanto vio que ya no lloraba la arrebujó en una manta seca. Acto seguido se acercó a la estufa y la encendió para que no hiciera tanto frío.

Cuando cerró la puerta, vio tras ella una bola de papel del mismo azul claro que la carta que le había dado la noche anterior. Después de recogerla y dejarla encima de la mesa, encendió el hornillo Coleman y puso a calentar agua para el té. Helen, entretanto, se había quedado sentada con las rodillas dobladas y la manta encima, temblando y mirando al vacío.

Luke cogió un trapo y lo mojó con agua caliente. Después volvió a sentarse en la cama y, suavemente, le limpió de barro la cara, los brazos y las manos. Helen se prestó a ello sin decir nada. Al final la secó con una toalla.

Miró el pequeño tendedero improvisado y vio colgados el jersey azul y una camiseta de manga larga. Cogió ambas prendas y dijo a Helen que quizá le conviniera cambiarse. Era como hablar a un sordo. No sabía qué hacer, pero como estaba seguro de que era necesario ponerle ropa seca le quitó la manta y la cogió por los hombros, presionando con delicadeza para que se volviera de espaldas. Después se sentó detrás de ella para no verle los pechos y le quitó la camiseta mojada.

En contraste con lo moreno del cuello, la piel de la espalda era blanca y tersa. Al pasar la camiseta por la cabeza de Helen, él se fijó en cómo se le marcaban las vértebras y las costillas, dándole un aspecto frágil, como de pájaro herido. Tuvo que levantarle los brazos para introducirlos por las mangas, como los de una muñeca. Luego repitió el proceso con el jersey.

Preparó té y la obligó a bebérselo, ayudándola a sostener la taza y llevársela a los labios. Después la sostuvo entre sus brazos todo el tiempo necesario.

Ella tardó una hora o más en hablar. Tenía la cabeza apoyada contra el pecho. Sólo le salió un hilillo de voz, como si hablara desde muy lejos.

—Lo siento —dijo—. No soy digna de que te esfuerces.

Él tuvo la delicadeza de no preguntar qué había pasado. Quizá tuviera que ver con la carta. Quizá se le hubiera muerto un ser querido.

Lo único que sabía, lo único que le interesaba saber, era que la quería.