Dan Prior no era un hombre religioso. A lo más que llegaba su indulgencia era a considerar la fe como un obstáculo para el conocimiento, una excusa para no enfrentarse al presente. A nivel más práctico, era de la opinión de que cuando hay algo que arreglar vale más intentarlo uno mismo que dejarlo en manos de alguien a quien nunca se ha visto, y que hasta puede no presentarse.
Había, sin embargo, dos ocasiones excepcionales en que Dan recurría a la oración. La primera era los sábados por la noche, cuando su hija tardaba más de lo convenido y no llamaba (se había convertido en algo tan habitual que Dios no tardaría en considerar a Dan como un nuevo recluta). La segunda era cuando volaba, y por pura lógica: a miles de metros de altitud en poco podía ayudarse uno a sí mismo, y si por casualidad había Alguien ahí arriba, al menos se estaba bien situado para captar su atención.
Dan estaba procurando que el Cessna no cediera al viento huracanado del norte, y por una vez no rezó ni por su seguridad ni por la de Helen. Escudriñando las zonas más altas del valle de Hope, comprobó hasta qué punto había corrido la voz sobre las supuestas pérdidas de Abe Harding. Por todas partes había ganaderos reuniendo a las reses para hacerlas bajar de sus pastos de verano. Así pues, Dan recurrió al tono del salmista para implorar al Señor que todos los rancheros que se veían desde la avioneta, montados en caballos que parecían garrapatas, encontraran sano y salvo a su ganado.
Después de ver que la sombra de la avioneta adelantaba al último jinete, Dan volvió a mirar hacia adelante. Las montañas describían una curva hacia el norte, semejantes a una columna vertebral en estado fósil con las vértebras espolvoreadas de nieve reciente. El viento había despejado el cielo, barriendo las últimas brumas estivales y dejándolo de un azul nítido y sin confines. Con ese color, tenía uno la sensación de poder hacer un viaje de ida y vuelta a la luna sin más requisitos que algo más de gasolina.
Dan se guardó su lirismo para sí, consciente de que Helen no se hallaba en condiciones de valorarlo. Estaba encorvada en el asiento de al lado, explorando las ondas y ocultando su resaca bajo unas gafas de sol y una gorra vieja de los Minnesota Timberwolves. Cada vez que la miraba de reojo, Dan tenía la sensación de que su cara había adquirido un tono verde todavía más ceniciento.
Helen había llegado al aeródromo de Helena con un vaso grande de café comprado de camino, avisando a Dan que no estaba de humor para bromas. Su estado era tan deplorable que al detectar la primera señal, tres o cuatro kilómetros al sur de Hope, hizo un gesto de dolor y bajó el volumen.
La señal procedía del macho joven. Cambiando de frecuencia, Helen no tardó en captar la de la madre. La intensidad de ambas llegó a su ápice al sobrevolar Wrong Creek; era bueno que así fuera, puesto que significaba que estaban lejos del ganado. Parecían hallarse en la vertiente norte del cañón, sin duda descansando, a unos dos kilómetros de donde Helen había cogido al macho. No obstante, la avioneta llevaba tres pasadas y seguían sin localizarlos.
Haciendo salvedad de algún que otro prado de humildes proporciones, el cañón era muy frondoso, y por mucho que el viento estuviera desnudando a los álamos temblones de sus luminosas hojas amarillas, pinos y abetos formaban una capa verde impenetrable. Para colmo no era ése el único refugio a disposición de los lobos, puesto que las rocas ofrecían cientos de escondrijos.
Al llegar al final del cañón, Dan volvió a subir y dio media vuelta, quedando bruscamente a merced del viento. La avioneta dio un tumbo como el de un coche al pasar por un bache, haciendo que el piloto diera gracias por no haber desayunado.
—¡Dios santo, Prior!
—Perdona.
—Veo que tu técnica de piloto no ha mejorado.
—Lo mismo digo de tu resaca.
Esta vez Dan voló más bajo, pasando por encima de la cresta sur del cañón y ladeando la avioneta para que Helen tuviera mejor perspectiva. Las señales de la antena de estribor fueron cobrando intensidad, hasta que Helen señaló algo con el dedo.
—Ya la veo.
—¿La hembra?
—Como no haya otro del mismo color… Y los demás están ahí. Son cuatro. No, cinco.
Dan se inclinó a un lado, pero no consiguió verlos.
—¿Dónde?
—¿Ves esa plataforma de roca encima de los álamos? —Helen los estaba mirando con los prismáticos—. Sí que es ella. Lleva collar. Y ése es el macho joven que atrapamos. Qué maravilla, ¿no?
—¿Dices que el chico de los Calder cree que hay un total de nueve?
—Cuatro adultos y cinco cachorros.
—¿Ves al jefe de la manada?
—No. Son demasiado grises y pequeños. Parece que hay cuatro cachorros y los dos a los que pusimos collar.
Helen cogió la cámara y Dan voló en redondo para que pudiera hacer fotos con el teleobjetivo. Los lobos descansaban al sol y no se mostraron demasiado inquietos por la avioneta hasta la tercera pasada, durante la cual la madre los obligó a levantarse y meterse en el bosque.
Dedicaron un rato a seguir sobrevolando el cañón y las zonas colindantes, con la vana esperanza de divisar a los otros tres. Durante el trayecto de regreso al aeródromo Helen tomó nota de lo que habían visto, apuntando la hora y la referencia del mapa. Tenía la cara menos verde que antes.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó él al ver que había terminado.
—Sí, y perdona que sea tan cascarrabias.
Dan se limitó a sonreír. No volvieron a hablar durante el resto del viaje. Él se preguntó si su mal humor se debería a algo más que la resaca. La veía un poco triste y preocupada.
Después de aterrizar fueron al despacho, cada cual con su coche. Helen no había vuelto desde el primer día, pero Donna la recibió como si fueran amigas del alma y llevaran años sin verse. Después la felicitó por la captura de los lobos. Dan le propuso llevar el carrete a la tienda de fotografía e ir a comer algo durante la hora que tardaría el revelado.
Bajaron a la tienda y después fueron a un bar situado a unas manzanas, donde servían buenos bocadillos de pavo y batidos. Durante la comida hablaron de lo que habían visto en el cañón.
—Estaría más tranquilo si también hubiéramos visto al macho dominante —dijo Dan.
—A lo mejor estaba y no lo vimos.
—Puede ser. Creo que prefiere estar más abajo, cerca de esos novillos tan jugosos.
—¡Vamos, Dan! ¡No irás a creer que a los terneros de Abe Harding se los comieron los lobos!
—¿Quién sabe?
—No es muy buen ganadero que se diga. Seguro que cada verano pierde la misma cantidad. Además, apuesto a que ni siquiera sabe cuántos eran al principio.
—Ya, pero si resulta que los lobos han matado terneros tendremos que hacer algo, ya lo sabes.
—¿Qué?
—¿De qué te sorprendes? Nuestro trabajo tiene una serie de reglas, Helen. No podemos improvisar sobre la marcha. Los lobos que se comen a las reses ponen en peligro al programa de recuperación.
—¿Qué quieres decir con «hacer algo»? ¿Trasladarlos?
—Antes quizá sí, pero ahora no. No hay donde ponerlos. Me refiero a control letal.
—¿Pegarles un tiro?
—Eso.
Ella sacudió la cabeza y apartó la vista. Despierta, Helen, se dijo. Estamos en el mundo real. Lee el Plan de Control.
Acabaron los bocadillos en silencio. Después recogieron las fotos y las miraron de camino al despacho. Algunas estaban bien. Helen dijo que no entraba. Había dejado a Buzz en la cabaña y tenía que revisar las trampas. Tratando en vano de mejorar el ambiente, Dan dijo que quizá hubiera cogido a los otros tres, los que no habían visto desde la avioneta. Ella ni siquiera sonrió.
La acompañó a la camioneta. El reencuentro no había cumplido sus expectativas. Lamentaba haberse excedido con su último comentario. Debía de ser el motivo de que la notara tan hostil. Su llegada a Montana le hacía pensar tontamente en la posibilidad de que ocurriera algo entre los dos. Más valía ir acostumbrándose a la idea de que no.
Helen subió a la camioneta y Dan se quedó a su lado mientras arrancaba.
—¿Qué, funciona?
—Es una porquería.
—Intentaré conseguirte algo mejor.
—Ya me las arreglaré.
—¿Estás bien?
—De fábula. —Viendo que no quedaba convencido, se ablandó un poco y le sonrió—. En serio, estoy bien. Gracias por preguntarlo.
—Para eso estamos. —Dan se fijó en que había algo en el asiento del pasajero—. ¿Y eso qué es?
—Mi ex buzón. Tengo que conseguir uno nuevo. —Le explicó lo sucedido.
—Mala cosa. ¿Tienes idea de quién puede haber sido?
Helen se encogió de hombros.
—No.
Él frunció el entrecejo y guardó silencio.
—Oye, ten cuidado ahí arriba, ¿eh? Prométeme que si vuelve a pasar algo así me llamarás. Sea la hora que sea.
—Seguro que sólo ha sido un accidente, Dan. Algún jornalero que volvía a casa borracho, o a saber qué.
—Prométeme que llamarás.
—Te lo prometo… papá.
—Angeles sobre tu buzón.
Helen sonrió. Al menos había conseguido hacerla sonreír.
Cerró la puerta y le envió un beso al arrancar. Dan siguió a la camioneta con la mirada, hasta que la vio confundirse con el tráfico y desaparecer colina abajo. Subió a la oficina.
Nada más entrar leyó en la cara de Donna que había pasado algo.
—Han llamado de la prensa, y también aquella reportera de la televisión. Dice que en Hope hay varios rancheros clamando venganza. Se quejan de haber perdido un montón de terneros por culpa de los lobos.
—¿Cuántos?
—De momento cuarenta y tres.
—¿¿Qué?? ¿Te ha dado los nombres de los rancheros?
—Sí, y uno de ellos era Buck Calder.