Capítulo 17

Luke se quedó al lado de la camioneta, siguiendo a Helen con la mirada. Ella avanzaba a paso lento, dando vueltas a una antena en forma de hache que llevaba por encima de la cabeza y cambiando las frecuencias de un pequeño receptor de radio colgado del hombro en una funda de cuero. Buzz, sentado en el asiento del copiloto, observaba y aguzaba el oído, como si supiera qué esperaba oír su dueña por los auriculares.

Habían aparcado la camioneta a un lado del camino de leñadores que serpenteaba peligrosamente por la ladera oeste de Wrong Creek[8], frondoso cañón que debía de haber hecho alguna jugarreta cruel al responsable de su nombre. Luke se asomó al borde del camino, que daba a un barranco muy poblado de abetos. Se oía el murmullo del agua treinta metros más abajo. El sol todavía no había llegado a aquella vertiente del cañón, y el aire era frío y húmedo. En la otra ladera, aproximadamente a un kilómetro, una franja de luz se ensanchaba por momentos, haciendo resplandecer las hojas amarillas de los álamos temblones.

Habían tardado día y medio en volver a colocar todas las trampas, y tocaba revisarlas. Wrong Creek era el primer arroyo importante hacia el norte, y Luke tenía motivos para creer que los aullidos habían procedido de ahí. Su ronda con Helen Ross había comenzado por aquel cañón, llegando lo más lejos posible con la vieja camioneta antes de recorrer el último tramo a pie.

No habían tardado en encontrar excrementos y huellas recientes de lobo. Después una bandada de cuervos los había guiado hasta el cadáver de un viejo alce macho. Aunque apenas quedaba carne, Helen juzgó probable que los lobos regresaran. Extrajo algunos dientes de la mandíbula, a efectos de llevarlos a analizar para determinar la edad. Explicó a Luke que bastaba serrarlos y contar los anillos, igual que con los troncos de los árboles. Acto seguido, ella misma serró algunas muestras de hueso y dijo que la mala salud del alce se deducía de la poca consistencia de la médula, blanda como mermelada de fresa.

Luke había disfrutado colocando las trampas, pese a tratarse de una tarea dificultosa. Además de enseñarle a enterrarlas, Helen le había explicado todo el proceso. Dijo que meterlas en un agujero servía para que el lobo creyera haber topado con las reservas de comida de otro animal. El mejor emplazamiento era el lado del camino donde llegara antes el viento, a fin de que el lobo lo oliera al pasar. En primer lugar detectaría el olor del cebo (tan fétido que lo lógico habría sido salir corriendo), y después el de los excrementos y la orina de otro lobo. Esto último le haría pensar: ¡Ajá! ¡Un intruso!

Una vez captado el interés del lobo había que asegurarse de que solo tuviera una manera fácil de acercarse a inspeccionar más a fondo. Helen dijo que el busilis de la cuestión era obligarlo a seguir un recorrido concreto, lo cual se conseguía poniendo ramas o piedras para que pasara por encima y cayera justo en la trampa.

La tarde anterior, una vez colocadas todas las trampas, Luke la había llevado a la guarida y lugar de reunión abandonado de los lobos. Al llegar delante de la primera Helen se puso su linterna en la cabeza y, cinta métrica en mano, se metió por el agujero como un topo. Tardaba tanto que él empezó a inquietarse, pero poco después vio salir un par de botas por el agujero. Helen salió dando marcha atrás, cubierta de polvo y desbordante de entusiasmo.

—Te toca —le dijo, tendiéndole la linterna.

Luke sacudió la cabeza.

—¡No, no!

—Vamos. Te desafío.

Así pues, él le entregó el sombrero e inició el descenso. El túnel se internaba unos cinco metros en línea recta por la ladera, y era tan estrecho que tuvo que encoger los hombros y avanzar trabajosamente con la punta de las botas.

A la luz de la linterna, las paredes tenían un color claro y una textura suave, como si estuvieran hechas de barro. Luke esperaba una atmósfera apestosa o húmeda, pero sólo notó olor a tierra. No había huesos ni excrementos; no se veía ni rastro de lobos, salvo algunos pelos blanquecinos prendidos a las raíces que colgaban por arriba. El final del túnel se ensanchaba hasta formar una cueva de un metro de ancho aproximadamente. Al llegar a ella Luke se quedó inmóvil, jadeando un poco por el esfuerzo de arrastrarse. Pensó en la loba madre acurrucada en aquel frío seno de la tierra, dando a luz a sus cachorros. La imaginó limpiando con la lengua sus ciegas cabecitas, y amamantándolos.

Apagó la linterna y contuvo la respiración, arropado por el silencio y la oscuridad. Entonces, sin saber por qué, recordó haber leído algo sobre que la vida es un viaje circular de la tumba del seno materno al seno de la tumba. Nunca había entendido que se pudiera tener miedo a la nada perfecta de la muerte. Él no habría puesto reparos a morirse ahí mismo.

Dando vueltas al mismo tema, salió del cubil y quedó deslumbrado por el sol. Lo primero que vio fue la sonrisa de Helen, que dijo haber empezado a temer que se quedara dentro para siempre. Luke expresó sus reflexiones a bocajarro. Era una tontería, pero Helen asintió con la cabeza y lo miró con cara de haber entendido. ¡Qué extraño! Ya era la segunda o tercera vez que Luke tenía la impresión de que se parecían. Como miembros de una misma tribu, o algo por el estilo.

Debían de ser imaginaciones suyas.

Helen lo ayudó a quitarse el polvo de la espalda y los hombros, y a él le gustó que lo tocara. Después hizo lo mismo por ella, obteniendo sensaciones todavía más agradables.

Como ella le daba la espalda, Luke no tuvo más remedio que fijarse en su nuca, donde el pelo se convertía en un vello desteñido por el sol, en contraste con el color dorado de su piel.

Y ahí estaba, caminando por el sendero y sosteniendo la antena por encima de su cabeza. Siguió mirándola. Llevaba pantalones de montaña color caqui y el jersey azul claro. Dio media vuelta y regresó lentamente al punto de partida, mordiéndose el labio, como siempre que estaba concentrada.

De repente se detuvo. Viéndola tensa, tuvo la seguridad de que había oído algo. Helen gritó de alegría.

—¡Sí!

—¿Cu… cu… cuál es?

—Cinco sesenta y dos. La que pusiste tú, donde había tantos arbustos. ¿Te acuerdas?

Corrió hacia él con una sonrisa en los labios, tendiéndole los auriculares para que también pudiera oírlo. Buzz empezó a ladrar dentro de la camioneta hasta que Helen le hizo callar. Luke se puso los auriculares.

—¿Lo oyes?

Al principio no oyó nada. Después Helen ajustó el receptor, y él oyó el chasquido rítmico de la señal. Asintió con una sonrisa, y ella le dio una palmada en el hombro.

—¿Qué, trampero? Has atrapado un lobo, ¿eh?

Tardaron veinte minutos en llegar al final del camino. Ella iba tan rápido que Luke consideró una suerte seguir vivo para contarlo. Helen se pasó todo el trayecto bromeando sobre la suerte del principiante, y diciendo cómo aparecía de repente y le ganaba por la mano, después de todo lo que se había esforzado ella. Él rió y prometió no contárselo a nadie.

Aparcaron al borde de un claro y fueron a preparar las mochilas en la trasera de la camioneta. Al otro lado del claro había dos leñadores de la compañía de postes, fumando contra un remolque a medio cargar. Luke no los conocía. Helen los saludó con la mano y les dijo hola, pero los leñadores se limitaron a hacer un gesto con la cabeza, seguir fumando y mirarlos con descaro sin siquiera esbozar una sonrisa.

Mientras cerraba la mochila, Helen puso en boca de los leñadores una conversación fingida que sólo pudo oír Luke.

—¡Vaya, si es Helen! ¿Cómo va eso? ¿Has pillado algún lobo? ¿En serio? ¡Qué bien! Gracias, gracias. Igualmente. ¡Adiós!

—¿Ya los habías visto? —preguntó Luke en voz baja.

—¡Por supuesto! ¡Casi me sacan del camino un par de veces! —Ató las correas de la mochila y, sonriendo, se la echó a la espalda—. ¿Te has fijado en lo que han hecho con la cabeza? La han movido un poquito. Tú espera, que aún acabaremos siendo la mar de amigos. Dentro de cada leñador hay un amante de la naturaleza esperando el momento de salir.

—¿Tú crees?

—No.

Dejaron a Buzz en la camioneta y echaron a caminar.

Helen no había necesitado oír la señal para estar segura de haber atrapado un lobo. Su sueño nunca le había fallado.

Nunca se había atrevido a contárselo a nadie. Resultaba demasiado absurdo. Además, bastante difícil era ya ser mujer en un mundo tan machista como el de la investigación sobre lobos para que encima sospecharan que se había vuelto tururú, expresión con que su madre se burlaba de varias cosas, desde la astrología a los complejos vitamínicos. Y a decir verdad, aunque no dudaba de que hubiera más cosas en el cielo y la tierra que las que captaba el microscopio, Helen ocupaba el extremo escéptico de la escala tururú.

A excepción, claro está, de sus sueños sobre lobos.

Había empezado a tenerlos en Minnesota, poco después de aprender a poner trampas. Cada sueño era distinto a los demás. Los había muy claros, como cuando veía un lobo en una trampa, esperándola. Otras veces eran más crípticos, hasta el extremo de tocar temas que no tenían nada que ver. En esos casos, el lobo no asomaba la oreja pero su presencia flotaba en el ambiente. Tampoco había un sueño para cada captura. Helen podía pasarse meses cogiendo lobos sin soñar ni una vez. Ahora bien, cuando soñaba siempre tenía un lobo esperándola a la mañana siguiente.

Y por si eso no fuera lo bastante tururú, solía darse el caso de que se despertara sabiendo en qué trampa iba a encontrarlo. A veces veía la localización exacta; otras se trataba de algo más simbólico, y sólo disponía de pistas. Tanto podía ver árboles como piedras o agua, y deducir de ello en qué trampa buscar. Esa parte del sueño no era infalible. Podía suceder que el lobo apareciera en otra trampa. Sin embargo, la confianza de Helen en sus sueños era tal que, cuando ocurría esto último, no atribuía el fallo al sueño sino a su interpretación.

En tanto que científica, se recriminaba con dureza tales tonterías. Trataba de convencerse de que sólo era un caso de autosugestión u otras jugarretas de la mente, una especie de equivalente soñado de cuando se tiene la sensación de haber hecho algo antes. Durante su colaboración con Dan Prior se había pasado todo el verano apuntando sus sueños en secreto y cotejándolos con los resultados de las trampas. La correlación era irrefutable, pero no tuvo arrestos suficientes para decírselo a Dan.

Entonces, ¿cómo explicar que se estuviera sincerando con un desconocido como Luke?

Habían iniciado el ascenso del último tramo de ladera, previo al claro donde habían colocado la trampa. Helen no sabía por qué se lo estaba contando. Lo único cierto era que Luke le inspiraba confianza. Estaba segura de que no iba a reírse.

El chico caminaba a su lado, atento a sus palabras. De vez en cuando la miraba con ojos verdes y serios, pero sin perder la prudencia necesaria para no resbalar en un terreno tan traicionero. Helen casi había llegado al final de la historia, y en todo ese tiempo Luke no había abierto la boca. Aun juzgando poco probable que se burlara de ella, Helen activó su viejo mecanismo de autodefensa y añadió un comentario jocoso, por si acaso.

—La verdad es que da rabia. He intentado soñar números de lotería o carreras de caballos, pero no hay manera.

Luke sonrió.

—¿Y el sueño de esta noche en qué co… co… consistía?

—En un lobo que cruzaba un río. Nada más.

No era toda la verdad: siguiendo la extraña dualidad que permiten los sueños, el lobo también era Joel, y había llegado a la otra orilla sin girarse ni una vez. Después se había internado en el bosque.

—Así que no estaba en la trampa.

—No. A lo mejor se ha escapado.

Helen esperó a que Luke dijera algo, pero el muchacho se limitó a asentir con la cabeza y mirar el arroyo, que se debatía entre dos rocas y, convertido en diez metros de espumosa cascada, caía en un pequeño estanque de turbios remolinos.

—¿Qué? ¿Te parezco una loca? —acabó preguntando Helen.

—¡Qué va! Yo también sueño co… co… cosas rarísimas.

—Bueno, pero ¿se hacen realidad?

—Sólo las pesadillas.

—¿Sueñas con lobos?

—A veces.

El agua hacía demasiado ruido para seguir hablando. Permanecieron en silencio hasta detenerse al borde del prado. A aquella altura la hierba apenas había perdido su color verde. Vieron al otro lado el bosquecillo donde habían colocado la trampa. Observaron con atención, pero lo único que daba señales de vida era una pareja de cuervos que sobrevolaba lánguidamente los restos del alce.

—¿Si hubiera conseguido soltarse aún recibiríamos la señal?

—Puede que sí.

Se internaron en el prado. Aproximándose al sendero paralelo al bosquecillo, Helen divisó el agujero que había dejado la trampa al ser arrancada del suelo. Una vez ahí encontraron un surco largo, hecho por el gancho de la cadena al buscar el lobo un lugar donde refugiarse. Si bien el surco les permitía determinar el paradero aproximado del animal, seguían sin oír ni ver nada.

Helen llegó a pensar que Luke podía estar en lo cierto, y que tal vez el lobo se hubiera soltado. Entonces oyó el ruido metálico de la cadena, y supo que lo tenían cogido. Estaba dentro de los arbustos, a unos diez metros de donde se encontraban ellos.

Susurró al joven que se quedara quieto hasta haber evaluado la situación. Después siguió el surco en dirección al bosquecillo, procurando no caminar demasiado deprisa.

Según había explicado a Luke, un preámbulo necesario era comprobar la fuerza con que la trampa se había cerrado en torno a la pata del lobo y ver si la cadena estaba bien sujeta. Cuando se capturaba a un cachorro, un animal de menos de un año o un adulto de bajo rango, la cosa no tenía demasiada importancia; solían adoptar una posición sumisa, sin atreverse siquiera a mirar a los ojos a sus captores. En cambio, tratándose de un macho o hembra dominante todas las precauciones eran pocas. Se corría el peligro de ser atacado a la menor oportunidad; por lo tanto, era crucial saber si estaban bien atrapados, y hasta dónde podían llegar.

Helen volvió a oír el ruido de la cadena. Esta vez se produjo un movimiento de arbustos que permitió entrever una porción de pelaje claro tras el revoloteo de hojas amarillas. Ella sabía por Luke que la hembra dominante era prácticamente blanca, y al pensar que podía ser ella le dio un vuelco el corazón.

Se volvió hacia Luke y articuló en silencio: «Me parece que es la madre.»

Había llegado al borde del bosquecillo, y vio la marca que había dejado la cadena al meterse la loba en él. Se detuvo a escuchar y escudriñar el laberinto de ramas. Intuía que la loba no podía estar a más de metro y medio, dos como mucho, pero no la veía por ninguna parte. Otra vez reinaba el silencio. Sólo se oía el ruido lejano del agua, y el graznido intermitente y burlón de un cuervo al otro lado del prado.

Levantó el pie con lentitud, pensando que quizá pudiera ver a la hembra si se adentraba un poco por los arbustos. Fue como si hubiera bastado con pensarlo, ya que, apenas movido el pie, las ramas se zarandearon en sus narices.

La cabeza de la loba apareció de golpe, toda dientes, encías rosadas y ojos amarillos, embistiendo entre las ramas. Helen se llevó tal susto que dio un salto hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó de espaldas en el prado sin quitar el ojo de encima a la loba, cuya cabeza vio desaparecer con una sacudida, señal de que la cadena estaba bien sujeta. Al mirar hacia arriba topó con el rostro burlón de Luke.

—Creo que sí, que es la madre —dijo éste.

—Lo he hecho a propósito. Caerse en cuanto ves al lobo. Procedimiento de rutina.

En cuanto Helen estuvo de pie él señaló una formación rocosa contigua al bosquecillo.

—A lo mejor desde esas rocas se ve algo.

Tenía razón. Lo lógico habría sido empezar por ahí.

—Vale, sabiondo.

Se metieron por el bosquecillo, alejándose de la loba. La peña estaba cortada a pico, sin agujeros donde poner el pie. Luke trepó en primer lugar y echó una mano a Helen, que tuvo que cogérsele del hombro para conservar el equilibrio. Encaramados a una plataforma de roca demasiado estrecha, escudriñaron los arbustos.

La loba estaba a unos seis metros, gruñendo y enseñando los dientes. Tenía el color de una nube sin lluvia, con leves matices de gris en el lomo y los hombros.

—¿A que es preciosa? —susurró Luke.

—Sí.

Tenía la trampa en la pata delantera izquierda. Los ganchos se habían hincado en unas raíces, y los forcejeos de la loba habían enrollado dos veces la cadena en torno a ellos.

—No hay peligro de que se mueva —dijo ella—. Lo mejor será acercarse desde el otro lado.

Saltaron al suelo y regresaron al lugar donde habían dejado las mochilas. Helen sacó su vara y llenó la jeringuilla con la cantidad indicada de xilacina y telezol. Después circundaron el lugar donde estaba la loba y, poco a poco, se metieron por el bosquecillo desde el otro lado. Helen iba en cabeza.

Oyó un gruñido. Cuando apartaron los últimos arbustos y vieron a la loba, ésta intentó atacarlos, pero la cadena frustró su acometida. Se echó en el suelo lentamente sin dejar de gruñir.

—Hola, mamá —dijo Helen con dulzura—. ¡Pero bueno, qué preciosidad!

La loba estaba en perfecto estado, con un pelaje lustroso al que faltaba poco para alcanzar el espesor del invierno. Calculó que tendría de tres a cuatro años, y que debía de pesar casi cuarenta kilos. El sol daba a sus ojos un brillo casi verdoso.

—No te asustes —la tranquilizó—. No vamos a hacerte nada. Sólo queremos que te duermas un rato.

Y, sin cambiar de tono, pidió a Luke que caminara sin prisas hacia el otro lado. Tal como esperaba, la loba desconfió y se dio la vuelta, luchando contra el peso de la trampa para no perder de vista a Luke. Entonces, Helen clavó la jeringuilla en los cuartos traseros de la loba, igual que un torero.

La loba gruñó y dio mordiscos en el aire; pero Helen estaba preparada y consiguió vaciar la jeringuilla. Acto seguido se apartaron y observaron desde lejos, viendo nublarse los ojos de la loba y aflojársele los músculos. El animal acabó por desplomarse como un borracho en un umbral.

Media hora más tarde estaba casi todo hecho. Le habían vendado los ojos, la habían pesado y medido, le habían extraído sangre y muestras de heces y la habían revisado desde la dentadura a la cola. No tenía piojos, y su salud parecía perfecta. La trampa le había dejado una pequeña herida en la pata, pero no había fracturas que lamentar. Helen aplicó ungüento antibiótico a la herida e inyectó una segunda dosis de somnífero por si las moscas. Sólo faltaba ponerle una etiqueta de identificación en la oreja y colocarle un collar transmisor.

Luke estaba de rodillas al lado de Helen, acariciando el flanco plateado de la loba. Había demostrado ser un ayudante modélico, tomando notas, marcando las muestras y extrayendo cuanto necesitara Helen de la caja donde guardaba su equipo de campo.

Ella se puso en cuclillas y lo miró. Estaba absorto en sus caricias y en sus ojos había tal dulzura, un asombro tan inocente, que Helen tuvo ganas de acariciarlo a él.

Pero se limitó a decir:

—¿A que tiene un pelaje increíble? Fíjate cuántas capas.

—¡Sí, y qué colores! De lejos pa… parece blanca del todo, pero cuando la miras de cerca te das cuenta de que no. Hay varios tonos de negro y marrón, y hasta algún toque rojizo.

Luke sonrió a Helen. Ella le correspondió y volvió a sentir una especie de vínculo que los unía. Fue ella quien rompió el hechizo mirando a la loba.

—Va a despertar dentro de nada.

Tras ponerle la tarjeta en la oreja y apuntar el número le pasó el collar por el cuello, procurando que no estuviera demasiado apretado y comprobando que la señal siguiera funcionando. Después quitó la venda e hizo una serie de fotografías. Empezaron a meter el equipo en las mochilas, y justo al acabar vieron que la loba empezaba a moverse.

—Vámonos —dijo Helen—. Conviene que se sienta a sus anchas.

Luke siguió mirando a la loba sin moverse.

—¡Luke!

El muchacho se volvió, y ella advirtió una mirada de tristeza.

—¿Te pasa algo?

—No.

—El collar podría salvarle la vida.

Él se encogió de hombros de forma casi imperceptible.

—Puede ser.

Dejaron a la loba al lado del camino, cerca de donde había caído en la trampa. Se pusieron las mochilas y cruzaron el prado. Un coyote ahuyentaba del cadáver del alce a la pareja de cuervos, pero se interrumpió al ver a Luke y Helen y, contrariado, se refugió en los arbustos.

Bajo la mirada atenta de Luke y Helen, apostados junto a los árboles del lado opuesto del prado, la loba se levantó con cierta dificultad y, después de dar unos pasos vacilantes, se detuvo para lamerse la pata de delante. A continuación levantó el hocico y olfateó el aire con delicadeza. Al detectar el olor de ellos, se volvió y los miró. Helen la saludó con la mano.

—Hasta otra, mamá.

La loba les volvió la espalda con el mismo desdén que una estrella de cine ofendida y, levantando la cola, subió al trote por el cañón.