El viejo alce macho tenía la cabeza inclinada, quizá para ver mejor el bosque a la escasa luz del crepúsculo, o acaso para proporcionar mejor panorama de su astamenta a los nueve pares de ojos amarillos que lo estaban observando. Las astas habían alcanzado su máximo desarrollo, con casi metro y medio de altura. El tamaño del alce era como el de un caballo, y debía de pesar sus buenos quinientos kilos. Sin embargo, era cojo y entrado en años, y tanto él como los lobos lo sabían.
Lo habían encontrado en un recodo del arroyo, paciendo en la orilla, en un bosquecillo de álamos temblones cuyos finos troncos destacaban como rayas de cebra contra su pelaje marrón oscuro. Se había vuelto hacia ellos sin retroceder, y cazadores y presa llevaban cinco minutos esperando, calibrando sus respectivas posibilidades.
Los lobeznos acababan de alcanzar la edad en que podían ir de caza con los otros, aunque solían permanecer en la retaguardia, con su madre o uno de los adultos jóvenes. La madre tenía un pelaje más claro que su pareja, el jefe de la manada, y el crepúsculo le confería un color casi blanco. Los lobeznos y los dos adultos más jóvenes (un macho y una hembra) ostentaban diversos tonos grises intermedios. De vez en cuando uno de los lobeznos se movía, como si estuviera aburrido de esperar; oyendo su aguda queja, un miembro de la pareja reproductora, el padre o la madre, lo regañaban con una mirada y un leve gruñido.
El alce se hallaba a unos veinte metros de distancia. Detrás de él, el arroyo brillaba como bronce bajo el cielo del anochecer. Una nube de moscas recién salidas del estado larval hacía piruetas sobre la superficie del agua, y dos mariposas nocturnas revoloteaban como pálidos fantasmas contra la oscura copa de los pinos de la orilla opuesta.
El macho dominante se movió lentamente hacia la derecha, siguiendo una trayectoria curva en torno al alce sin modificar la distancia que lo separaba de él. Su cola, más peluda que la de los demás, apuntaba hacia abajo, contra la costumbre de mantenerla más erguida que sus compañeros de manada. Después de unos metros se detuvo, volvió sobre sus pasos y recorrió una curva equivalente hacia la izquierda, confiando en que el alce echara a correr.
Un alce que no se movía resultaba más difícil de matar, aunque fuera viejo y cojo. Podía ver de dónde venían sus atacantes, y asestar sus golpes defensivos con mayor precisión. Una coz bien dada era capaz de romper el cráneo de un lobo. Había que obligarlo a correr; de ese modo no podría apuntar con la misma exactitud, ni ver de dónde procedían los mordiscos.
No obstante, lo único que movía el viejo macho eran los ojos, que siguieron los pasos del lobo, primero en una dirección y después en la otra. El lobo se detuvo a la izquierda y se echó en el suelo. La hembra dominante respondió a la señal y avanzó, dirigiéndose a la derecha con pasos tan lentos que parecía estar dando un paseo. Llegó más lejos que el macho, de forma que cuando se detuvo había llegado a orillas del arroyo, por detrás del alce, que no tuvo más remedio que acabar moviéndose para vigilarla.
El alce retrocedió un paso con la cabeza vuelta hacia la hembra, pero enseguida se dio cuenta de haber dejado al macho sin vigilancia y se volvió de nuevo hacia él, dando un par de pasos cortos hacia atrás. Mientras se movía, la hembra joven hizo lo propio y siguió a su madre al amparo de los árboles.
El alce retrocedía hacia el agua con movimientos indecisos, preguntándose tal vez si a fin de cuentas no sería mejor echar a correr.
Quizá su primer impulso hubiera sido meterse en el arroyo, pero al volverse en dicha dirección vio que las dos lobas se habían colocado tras él, al borde del agua. Entre él y el macho no parecía haber espacio suficiente para escapar. La hembra dominante tenía las patas en el agua. Viendo que el alce la miraba, acercó el morro al agua como si sólo se propusiera beber.
Siguiendo alguna señal silenciosa, el adulto joven y los cinco lobeznos habían empezado a moverse hacia su padre, dejando abierta una brecha para que el alce la advirtiera. Y así fue.
Echó a correr de repente, haciendo retumbar el suelo. Sus pezuñas se hundían en la tierra negra y húmeda y su astamenta chocaba con los finos troncos de los álamos, hendiendo la corteza y haciendo caer una lluvia de hojas.
En cuanto echó a correr los lobos salieron tras él. El alce tenía una cojera parcial en la pata delantera derecha que imprimía a su paso un extraño bamboleo. Acaso por haberse fijado en ello, el macho dedicó todas sus energías a la persecución, acortando la distancia por momentos. Los otros lo seguían de cerca, cada cual a su manera, saltando por encima de las rocas y troncos podridos de que estaba cubierto el suelo del bosque.
Corriente arriba, la orilla del arroyo se volvía más despejada. El viejo alce tomó esa dirección, tal vez con la esperanza de acceder a un lugar donde su astamenta no le estorbara la carrera, y donde, con algo de suerte, pudiera llegar hasta el agua; pero justo en el momento de salir de la arboleda el jefe de la manada lo alcanzó de un salto y le clavó los colmillos en la grupa.
El alce contraatacó con las patas de detrás, pero el lobo esquivó las coces sin soltar a su presa, y la hembra dominante tuvo la oportunidad que esperaba. Sus colmillos se hincaron en el flanco del alce, que tropezó en su intento de dar una coz, aunque no tardó en recuperar el equilibrio y seguir corriendo por el claro con los dos lobos colgando y zarandeándose como estolas.
Después de haber cubierto unos cientos de metros y entrar en un prado pedregoso, dejando atrás un segundo bosquecillo, los adultos jóvenes entraron en acción. Si hasta entonces se habían contentado con dejar el ataque en manos de sus padres, llegó para ellos el momento de arremeter contra el otro flanco del alce. Los cachorros corrían detrás. El más valiente daba muestras de querer participar, mientras que los otros dos preferían quedarse un poco rezagados, observando y aprendiendo.
Aprovechando que el jefe de la manada se había visto obligado a soltarlo, el alce le asestó una potente coz en el hombro con una de sus patas traseras, haciéndolo rodar por la maleza en medio de una nube de polvo. Pero el lobo se recuperó y, viendo que el alce torcía hacia el arroyo, hizo una maniobra para cortarle el paso, llegando junto a él en segundos. Entonces, con el cuerpo en torsión, se lanzó contra el cuello del alce y cerró las mandíbulas en torno al largo y barbado pellejo que colgaba de él.
El alce intentó defenderse con sus cuernos, pero el lobo era demasiado rápido. A esas alturas toda la manada parecía haberse dado cuenta de que, por muy poderoso que hubiera sido aquel animal, la edad lo había embotado y debilitado, y había llegado su hora.
Como si quisiera demostrar al alce hasta qué punto era consciente de ello, el macho soltó el pellejo y estuvo a punto de ser aplastado por las pesadas pezuñas delanteras; luego saltó para dar mejor blanco a sus dentelladas. Sus colmillos se hundieron profundamente en el cuello del alce.
Este sangraba profusamente por delante y por detrás. La sangre salpicaba las caras de los adultos jóvenes, que se ensañaban con los flancos y la grupa. Aun así, el alce siguió corriendo.
Efectuó un giro brusco hacia el arroyo y bajó dando tumbos por una cuesta empinada de sauces jóvenes que llevaba hasta el agua, arrastrando consigo a los lobos y provocando una avalancha de tierra y rocas.
El agua de la orilla apenas alcanzaba treinta centímetros de profundidad, y cuando el alce topó con el lecho del arroyo se le torció una pata y cayó de rodillas, sumergiendo al macho. No tardó en volver a levantarse. Cuando sacó el cuello del agua el macho seguía aferrado a él, chorreando agua y sangre.
Los cachorros, que acababan de llegar al inicio de la cuesta, se detuvieron a observar.
El viejo alce volvió la cabeza, quizá para ver qué les había sucedido a los demás durante su caída; la hembra joven aprovechó la oportunidad para saltarle a la cara e hincar los dientes en su hocico. El alce sacudió la cabeza y zarandeó a la loba, sin conseguir que lo soltara.
Todos sus esfuerzos se concentraron en aquellos dientes hundidos en la piel negra de su carnosa nariz. Empezó a dar trompicones a ciegas hacia la otra orilla, y olvidando dar coces a los demás lobos aferrados a él.
Como si se hubieran dado cuenta, la madre y el otro adulto joven redoblaron el vigor de sus dentelladas, primero en los flancos y la grupa y después, bajando la cabeza, en pleno vientre, mientras el jefe de la manada abría otro boquete en el cuello del animal.
Por fin, en el momento de alcanzar la orilla opuesta, el viejo alce fue vencido por el dolor y la pérdida de sangre. Le flaquearon las patas traseras y se derrumbó.
Pasó diez minutos más dando coces y forcejeando, y hasta consiguió levantarse por breves instantes y arrastrar por los guijarros a la sangrienta manada.
Cayó por última vez.
Los lobatos, meros espectadores desde la otra orilla, tomaron la caída del alce como una señal para bajar con cuidado hasta el agua y cruzar el arroyo, ansiosos de sumarse al festín.
Cesaron los estertores y sacudidas del viejo alce. La luna, que ascendía por el firmamento, se reflejó en sus ojos, negros y sin vida. Sólo entonces soltó a su presa el macho dominante. Sentado en sus cuartos traseros, apuntó al cielo con su hocico empapado de sangre y aulló.
Todos los miembros de su familia levantaron la cabeza y le imitaron, tanto los protagonistas de la caza como sus espectadores.
La muerte había ocupado el lugar de la vida; y así, a través de la muerte, la vida veía garantizada su continuidad. En aquel todo sangriento, vivos y muertos quedaban unidos por un ciclo tan antiguo e inmutable como la luna que describía su órbita por encima de sus cabezas.