La feria de Hope había conocido tiempos mejores. Ocupaba un prado reseco en los aledaños de la ciudad, y durante casi todo el año era refugio de conejos, roedores y algún que otro grupo de rebeldes de instituto con ganas de usarlo para sus peligrosas carreras de medianoche.
Las vallas que delimitaban los corrales y la pista de rodeo llevaban años sin recibir una mano de pintura, y las gradas estaban tan viejas y agrietadas que sólo se atrevían a sentarse en ellas los más optimistas o temerarios. Dispuestas por todo el perímetro sin orden ni concierto, las casetas para expositores sufrían el azote de los vientos invernales, que habían combado sus tejadillos de tal modo que varias clases de pájaros los usaban para anidar.
En tiempos pretéritos, el recinto había vibrado durante todo el año con mercadillos de artesanía y concursos de tiro, así como desfiles y rodeos varios. Eran los tiempos en que cada año se celebraba una Reunión de Hombres de las Montañas, a la que acudían de más de un estado vecino gentes de la farándula con barba y zamarra; también un Festival de la Criadilla que gozó por un tiempo de popularidad todavía mayor, salvo quizá entre los terneros que suministraban el manjar, servido eufemísticamente como «ostras de la pradera», VENGA A HOPE Y DIVIÉRTASE UN HUEVO, anunciaban los carteles; pero con el paso de los años cada vez hubo menos gente dispuesta a seguir el consejo.
Algunos festejos se habían extinguido por sí solos, mientras que otros se habían trasladado a terrenos más salubres. El único superviviente de cierta enjundia era la Feria y Rodeo del Día del Trabajo, y aun ésta había sufrido la competencia de otras poblaciones. Obligada a cambiar de nombre y fecha, había pasado a celebrarse a mediados de septiembre, viendo menguada su duración de tres días a un único sábado.
Era costumbre que la feria culminara con un concierto y una fondue en que se usaban horcas de campesino para atravesar y hundir en bidones de aceite hirviendo trozos de carne de buey del tamaño de un perro faldero. En años anteriores el cartel del concierto había incluido a estrellas del country de cierto renombre; no así la edición que estaba a punto de celebrarse, ya que los principales artistas invitados eran Rikki Rain y sus Astrosos Vaqueros, procedentes ni más ni menos que de Billings. Para colmo de males, llegó a temerse que el grupo se marchara sin haber tocado ni una nota.
La cosa fue así: tras aparcar las dos furgonetas con el logotipo del grupo al lado de los corrales, lo primero que vio Rikki al bajar fue un cartel donde alguien había escrito «¿Quién?» debajo de su nombre.
Buck Calder y los miembros del comité organizador que habían ido a recibirla tuvieron que escuchar vehementes consejos sobre dónde meterse su asco de feria, si es que podía llamarse feria a cuatro gatos haciendo el gilipollas. Se procedió a retirar el cartel de la discordia con la mayor presteza. Al final, el sol del atardecer, el olor a carne ensartada en horcas y las artes de seducción de Buck Calder consumaron el milagro.
Eleanor estaba tomando un té helado en uno de los tenderetes, atenta al punto de la multitud en que se encontraba su marido. Buck tenía a Rikki cogida por la cintura. La cantante se dedicaba a sacudir sus rizos de rubia oxigenada y reírse a carcajadas de lo que le decía su acompañante. Llevaba camisa negra, camperas rojas y unos tejanos blancos tan apretados que Eleanor temía por su circulación.
—No sabía que se hicieran prótesis dentales tan buenas —dijo Hettie Millward al ver qué miraba Eleanor—. La verdad, me parece bastante más astrosa ella que los Vaqueros.
Eleanor sonrió.
—No te esfuerces, Hettie.
—¡Si es verdad! A propósito, no sabía que Buck estuviera en el comité de este año.
—No, si no está, pero ya lo conoces: siempre a punto para rescatar a jovencitas en apuros.
—¿Jovencita esa? Fíjate en lo desabrochada que lleva la camisa. ¡Si está más arrugada que yo! La ropa que lleva debe de ser de su hija.
—Sí, de cuando tenía cuatro años.
Se echaron a reír. Hettie era la mejor amiga de Eleanor, la única que sabía algo de cómo estaban las cosas entre ella y Buck. Era una mujer campechana y metida en carnes, siempre en guerra con su peso, aunque no parecía que la derrota le sentara demasiado mal. Su marido Doug, amigo de Buck, era uno de los rancheros más populares y respetados de Hope.
Cambiando de tema, Eleanor se interesó por los planes de boda de la hija de Hettie, que parecían cambiar cada semana. Lucy pensaba casarse en primavera y quería celebrar «la boda del milenio» en presencia de todo Hope. Según explicó Hettie a Eleanor, la última locura que se le había ocurrido a su hija era organizar una ceremonia a lomo de caballo. Todos irían montados: los novios, el padrino, las damas de honor… ¡Hasta el cura! ¡Cielo santo! Hettie declaró que el desastre estaba cantado.
A continuación consultó su reloj de pulsera y dijo que tenía que ir a buscar a sus dos hijos, que acababan de ganar los lazos azules en el concurso de terneros. Sus reses iban a subastarse, y estaba a punto de empezar el desfile en el ruedo central.
—Charlie aspira a un mínimo de doce dólares el kilo. Yo le he dicho que ni con ochenta se compensaría todo lo que nos han hecho sufrir esas bestias. ¡Tengo unas ganas de quitármelas de encima! Hasta luego, cariño.
Eleanor se acabó el té y fue a ver las casetas de la feria, cuyo deterioro se disimulaba con banderitas de colores. Había toda clase de artículos, desde placas para perros a botes de jalea de cereza virginiana hecha en casa. Una de las casetas había sido transformada en tipi, y tenía fuera a un grupo de muchachas que aguardaban entre risas a que un «auténtico curandero indio» les predijera el futuro. Más allá, un grupo de niños más pequeños (y más ruidosos) tiraba esponjas mojadas a dos voluntarios del cuerpo de bomberos local, que sonreían con estoicismo tras sus caretas de Daniel Boone y Davy Crockett.
Eleanor llevaba muchos años sin asistir a la feria, a diferencia de Buck, que nunca se la perdía. Los espectadores de cierta edad se acordaban perfectamente de las hazañas del joven Calder en el rodeo. Eleanor había dejado de ir después del accidente de Henry, por miedo a ver la cara de su hijo entre la multitud de jóvenes, unos esperando a enseñar sus novillos, otros apiñados delante de los tenderetes de salchichas y refrescos.
No obstante, había sido idea suya alquilar una caseta para Paragon. Dirigió sus pasos hacia ella, contenta de que el dolor no le hubiera tendido ninguna emboscada. De hecho se enorgullecía de que una de sus primeras sugerencias como socia de Ruth hubiera tenido tanto éxito. El buen tiempo había provocado una gran afluencia de público. Llevaban vendido en un día lo que la tienda en toda una semana, y cubrían de sobra los cincuenta dólares de alquiler de la caseta.
Nada más llegar advirtió que Ruth estaba mirando algo con cara rara, casi de rabia. Vio que el blanco de su mirada era Buck, que seguía haciendo el ridículo con la cantante.
Le pareció conmovedor que se preocupara tanto.
Buck deseó éxito a Rikki y los Vaqueros y dijo que ya se verían después del concierto, aunque tenía sus dudas. Rikki estaba mucho mejor de lejos que de cerca, además de que podía haberse ahorrado lo de guiñarle el ojo antes de entrar en la furgoneta. Bastante tenía con ver hablar a su mujer y su amante como si fueran amigas de toda la vida. Más problemas no, gracias.
Había estado a punto de aprovechar que Eleanor iba a beber algo al chiringuito para hablar a solas con Ruth, pero justo entonces había surgido el problema de Rikki Rain y su amor propio herido. Ya no estaba a tiempo. ¡Qué difícil era a veces ser miembro destacado de la comunidad! Notando que su mujer lo observaba, se alejó en dirección opuesta.
Buck era muy aficionado a la feria y el rodeo, pese a que ya no tuvieran nada que ver con los de su infancia. En aquellos tiempos asistía el condado en pleno, junto a un nutrido público de variada procedencia. Era la época en que uno podía enorgullecerse de haber ganado un premio en el rodeo; no como esos chicos de hoy, que a veces ni sabían dónde estaba la cabeza de un caballo y dónde la cola. Hacía tiempo que la feria no veía un público tan nutrido como el de aquel año, pero seguía sin ser lo mismo.
Fue directo a una de las largas mesas de caballete donde se estaba trinchando la carne de la fondue. Al pasar junto al ruedo se fijó en un grupo de jóvenes, chicas en su mayoría, apelotonados en torno a un hombre alto con camisa azul clara y una mujer joven con la piel bronceada y un vestido blanco ceñido.
Parecía que estaban firmando autógrafos, pero Buck los tenía de espaldas y no los reconoció; sí a un fotógrafo del periódico local, que estaba haciendo fotos. El de la camisa azul dijo algo que Buck no entendió, pero que a juzgar por las carcajadas de sus admiradores era muy gracioso. Cuando la pareja se dispuso a marcharse entre sonrisas y saludos, Buck vio que se trataba de Jordan Townsend, aquel presentador de la tele que dos veranos atrás había pagado una pequeña fortuna por las tierras de los Nielsen.
Townsend tenía programa propio, aunque Buck nunca lo había visto. Al parecer visitaba su adquisición con cierta frecuencia, volando de Los Angeles a Great Falls en avión privado y cogiendo un helicóptero hasta el rancho, cuya administración había encomendado a un forastero.
Tras derribar la vieja casa de Jim y Judy Nielsen, tan acogedora, Townsend se había hecho otra diez veces mayor, dotada de un enorme jacuzzi con vistas a las montañas y un cine de verdad en el sótano, con treinta butacas.
Buck se puso a la cola para comer. En los viejos tiempos, los que servían lo habrían reconocido y le habrían traído un plato gratis rebosante de comida. Ya no. El servicio corría a cargo de dos chicos con acné a quienes no conocía.
Mientras hacía cola, vio desfilar ante la multitud a Jordan Townsend y su bombón de mujercita, como si fueran miembros de la realeza. Townsend intentaba pasar por vaquero, según la versión de Hollywood. Además de camisa tejana y pantalones Wranglers, todo ello desteñido a conciencia, llevaba un sombrero Stetson nuevo y unas botas hechas a mano cuyo precio no debía de bajar de mil dólares.
Su mujer (la tercera, según Kathy) llevaba las mismas botas, única concesión a la estética vaquera. Por lo demás, con sus gafas de sol de marca y su vestidito blanco que casi no le tapaba nada, era la imagen misma de una estrella de cine; y todas las versiones coincidían en que lo era, aunque Buck no conocía a nadie que la hubiera visto actuar en el cine. Por lo visto tenía dos nombres, uno para su actividad profesional y otro para cuando visitaba Montana de incógnito. Buck no se acordaba de ninguno de los dos.
Corría el rumor de que tenía veintisiete años, justo la mitad que su marido, pero Kathy recomendaba cierto escepticismo, diciendo que casi todas las actrices se pasan años cumpliendo esa edad. Aparte de lo dicho, el único dato que tenía Buck sobre ella (aun viéndose capaz de imaginar unos cuantos más por poco que se lo propusiera) era su último regalo de Navidad a Townsend: una pequeña manada de bisontes.
Cuando le llegó el turno, Buck pagó tres dólares a uno de los chicos por un plato de carne y judías con chile. Después se colocó a un lado de la mesa y empezó a comer, mientras la pareja maravillosa seguía distribuyendo bendiciones y sonriendo a los nativos, incluido Buck.
—Hola, ¿qué tal? —dijo Townsend.
—Bien, ¿y usted? —contestó Buck, consciente de que el presentador no tenía ni idea de a quién estaba saludando.
—De fábula. Me alegro de verle.
Townsend siguió adelante. Vaya gilipollas, pensó Buck.
La carne estaba dura y con demasiada grasa. Buck la masticó con mala cara, atento al balanceo del precioso culito de la actriz, que avanzaba junto a su consorte en dirección a la zona de estacionamiento, ambos con la expresión radiante de quien ha cumplido con su deber ante los lugareños.
Quizá estuviera mal odiar a un desconocido, pero Buck no podía evitarlo. Esa gente era la que estaba comprando todo el estado. Había zonas literalmente infestadas de millonarios, mandamases y estrellas de cine, como si no hubiera forma de ser alguien en Hollywood o Nueva York sin tener un rancho y una parcelita en la «tierra de los grandes horizontes».
De resultas de ello, el precio de la propiedad había subido de forma tan vertiginosa que los jóvenes de Montana no tenían la menor oportunidad. En cuanto a los recién llegados, algunos procuraban mantener la actividad agrícola con mayor o menor éxito, pero la mayoría no tenía ni idea o no le importaba. Para ellos sólo era un lugar donde jugar a vaqueros e impresionar a sus elegantes invitados de la ciudad.
Buck probó las judías y no le parecieron mejores que la carne. Mientras buscaba un cubo de basura distinguió el rostro atribulado de Abe Harding, que estaba acercándose entre la multitud.
Lo que me faltaba, pensó Buck.
Llevaban treinta años siendo vecinos, y aun así apenas se conocían. Las tierras de Harding cabían veinte veces en las de los Calder, y todavía habrían sobrado unas hectáreas. También eran menos fértiles, y todos sabían que Abe había contraído demasiados préstamos, motivo de que siempre estuviera al borde de la bancarrota. Con aquellos ojos atrincherados bajo una frente ceñuda, Abe parecía una morena paranoica escondida en las rocas submarinas.
—Vecino, ¿cómo va eso?
Abe asintió con la cabeza.
—Buck.
Se rascó la nariz y miró alrededor como un ladrón furtivo. Tenía la costumbre de masticar sin descanso una toma de tabaco, cuyo negro jugo asomaba por las comisuras de su boca.
—¿Tienes un rato libre?
—Por supuesto. ¿Quieres un poco de carne? Está buena.
—No. ¿Damos un paseo?
—Adelante.
Abe tomó la delantera y no volvió a hablar hasta considerarse a salvo de oídos indiscretos.
—¿En qué puedo ayudarte? —inquirió Buck.
—¿Sabes el lobo que mató al perro de Kathy?
—Sí. Parece que también se cargó a uno de nuestros terneros.
—Ya, ya me he enterado. Y el lobo ese… Era un bicho negro y grande, ¿no? —Buck asintió—. Pues he vuelto a verlo. Iba con dos más.
—¿Dónde?
—En los pastos de arriba. Habíamos subido a poner más abono. De repente oímos un aullido, y Ethan dice: «Es el coyote más raro que he oído en mi vida.» Entonces los vimos, como me llamo Abe. Eran tres, el grande y otros dos grises.
Abe hablaba moviendo los ojos todo el rato. Las pocas veces que miró a Buck apartó la vista enseguida, como si algo le revolviese las entrañas.
—¿Iban por el ganado?
—No, pero pensar sí que lo pensaban, eso seguro. Si hubiera ido armado les habría pegado un buen par de tiros. Dejé a Ethan arriba y volví a casa a buscar la escopeta, pero ya se habían marchado. Ni siquiera encontramos huellas.
Buck dedicó unos instantes a reflexionar.
—¿Se lo has dicho a esa chica, la bióloga?
—Qué va. ¿Por qué? Si hay lobos es por culpa del gobierno. La muy idiota me pidió permiso para entrar en mis tierras, pero yo le canté las cuarenta.
Buck se encogió de hombros.
—Mira, Buck, tal como están las cosas no puedo permitirme perder ni un ternero.
—Te entiendo.
—No sé si lo entiendes o no, pero es la verdad.
—Ya, Abe, pero si les pegas un tiro y te cogen podrías meterte en un buen lío. Igual hasta acabas en la cárcel.
Abe escupió saliva negra sobre la hierba amarilla.
—¡Maldito gobierno! Te arriendan la tierra, se quedan con tu dinero y después van y sueltan a esas malas bestias para que se te coman el ganado.
—Y encima te meten en la cárcel a la que intentas protegerlo. ¿Verdad que no tiene sentido?
En vez de contestar, Abe entrecerró los ojos y miró al otro lado de la feria. Los músicos estaban montando su equipo en el escenario.
—De momento lo que vamos a hacer es reunimos a primera hora y hacer bajar a las reses para vigilarlas mejor. Me interesaría saber si estás dispuesto a echarnos una mano.
—Pues claro.
—Se agradece.
—Faltaría más.
—Y palabra que como falte una se arma la gorda.
Luke sólo estaba en la feria porque se lo había prometido a su madre, pero no tenía intención de quedarse mucho tiempo. Rikki Rain y sus Astrosos Vaqueros eran buen motivo para marcharse. Llevaban tocando una hora, pero parecían dos o tres. Otra buena razón era que Luke acababa de fijarse en un grupo de compañeros de promoción entre los que se hallaba Cheryl Snyder, la chica por la que había estado colado desde el primer año de instituto.
El padre de Cheryl era el dueño de la gasolinera, y su hija una de las chicas más simpáticas del instituto, además de la más guapa. De resultas de ello solía ir en compañía de energúmenos como los cuatro que se estaban haciendo los chulos delante de ella y su amiga Tina Richie, al lado del tipi del adivino.
Luke se dirigía a la caseta de Paragon con refrescos para Ruth y su madre, ocupadas ambas en recoger lo que no habían vendido. Por lo visto ni Cheryl ni los demás se habían fijado en él. Justo cuando iba a escabullirse entre dos casetas y dar un rodeo por detrás, oyó que Cheryl lo llamaba.
—¡Luke! ¡Eh, Luke!
Se volvió y puso cara de sorpresa. Cheryl lo saludó con la mano. Luke sonrió y levantó los refrescos para justificar que no le devolviera el saludo, preguntándose si bastaría con eso, y si todavía estaría a tiempo de escapar; pero Cheryl ya había echado a andar hacia él con su séquito de admiradores. Llevaba tejanos y un top rosa que no le tapaba el ombligo. Como tantas veces, Luke recordó la vez que la había besado durante una fiesta de Año Nuevo, dos años atrás. Lo que se dice besar, nunca había besado a ninguna otra chica, cosa bastante triste en alguien de su edad, para qué andarse con mentiras.
—¿Qué tal, Luke?
—Hola, Che… Che… Cheryl. Bi… bi… bien, gracias.
Tina y los chicos llegaron a su lado. Luke sonrió y los saludó con la cabeza. Algunos le devolvieron la sonrisa; otros le dijeron hola con mayor o menor entusiasmo.
—No te he visto en todo el verano —dijo Cheryl.
—Ya, bu… bu… bueno, es que he estado trabajando en el rancho, ayudando a mi pa… pa… pa… padre.
Como siempre que tartamudeaba, Luke miró a los demás a los ojos intentando adivinar si les parecía cómico, embarazoso o digno de compasión. Todo se podía aguantar menos la compasión.
—Eh, Cooks, te vimos por la tele cuando aquel lobo se pulió al perro de tu hermana —dijo Tina.
Uno de los chicos, un bocazas que se llamaba Jerry Kruger, hizo la bromita de aullar. Se había pasado parte del primer año de instituto amargando la vida a Luke, hasta que éste lo había dejado tieso en el patio, ganando muchos puntos entre los demás. Nunca había vuelto a usar los puños.
—¿Lo has vuelto a ver? —preguntó Cheryl.
—¿Al lobo? No. De… de… debía de estar de pa… pa… paso.
—Lástima —dijo Kruger—. Tina tenía ganas de jugar con él a caperucita. «¡Abuelita, abuelita, vaya par de melones que tienes!»
—A ver si creces de una vez, Jerry —dijo Cheryl.
Como a nadie parecía ocurrírsele nada más, se pusieron a escuchar la voz ronca de Rikki Rain. Luke volvió a enseñar los refrescos.
—Te… te… tengo que irme.
—Bueno —dijo Cheryl—, pues ya nos veremos.
Luke se despidió del grupo. Poco después oyó la risa de Kruger, seguida por la frase: «De… de… debía de estar de pa… pa… paso.» Los demás le dijeron que se callara.
Había refrescado, y Helen lamentó no haber traído un jersey. Llevaba shorts, botas y una camiseta arremangada. Se había puesto tiritas en las piernas, donde le habían mordido los perros de Harding. Parecía mentira, pero no le habían atravesado la piel. Casi toda la gente a la que había conocido en el transcurso de las últimas semanas estaba en la feria, y Helen había hablado con todos a excepción de los Harding. Nadie podía contener el impulso de acariciar a Buzz, que se lo estaba pasando en grande. Iba con correa, pero se las había arreglado para comer lo equivalente a varias cenas a base de hurgar en los restos de comida tirados por el suelo.
Helen tenía que acostarse temprano. Calculó que era hora de marcharse, pero le costaba tomar una decisión con tanta gente divirtiéndose. Se daba cuenta de que buena parte de ello se debía a algo tan sencillo como la necesidad de contacto humano.
En otro momento y estado de ánimo nada le habría impedido sentirse excluida o ceder a la envidia, como venía sucediéndole en ocasiones al ver a una pareja joven y enamorada o a una madre de su edad (¡por Dios, cómo podía llegar a ser tan patética!). En lugar de ello se había limitado a disfrutar de la alegría y el bullicio de la multitud, experimentando una paz interior que llevaba mucho tiempo sin conocer.
Observando a los habitantes de Hope en aquella tarde soleada de septiembre, Helen se había sentido conmovida por su sentido de la comunidad, las raíces que parecían atarlos a aquel lugar y a un estilo de vida cuya esencia permanecía intacta a pesar de años de tribulaciones, a pesar del ajetreo de un mundo enloquecido.
Doug Millward, el ranchero favorito de Helen, daba la impresión de ser el epítome de todo ello. Al encontrarse a Helen había insistido en invitarla a un helado. Él también se había comprado uno, y habían visto pasar juntos a la banda de música del instituto. Era un hombre alto, de hablar quedo y ojos azules llenos de amabilidad. El desagrado que le inspiraban los lobos, conocido por Helen, no le impedía mostrarse tolerante y respetuoso con el trabajo de ésta. Al enterarse de lo sucedido en el rancho Harding suspiró y sacudió la cabeza.
—Supongo que es difícil que cambie de opinión sobre él, pero debo decirle que Abe no ha tenido mucha suerte en la vida.
—He oído que estuvo en Vietnam.
—Sí, y dicen que vio cosas muy desagradables. Nunca le he oído hablar de ello, pero sí sé que no anda sobrado de dinero. Tampoco puede decirse que sus hijos le ayuden demasiado. Han estado metidos en problemas desde que eran niños.
—¿Qué clase de problemas?
—Bah, cosillas. Nada muy grave.
Helen se dio cuenta de que Millward era reacio a hacer el juego a los chismosos. El ranchero se pasó un rato mirando a la banda sin decir nada, como si estuviera calculando hasta dónde llegar en sus revelaciones.
—Digamos que frecuentan a ciertos individuos a los que yo preferiría no ver con mis hijos.
—¿Por ejemplo?
—Hay dos que trabajan para la compañía de postes y les va todo lo paramilitar; ya sabe, eso de ir contra el gobierno, que si pistola por aquí, escopeta por allá… En fin. Hace un tiempo que a esos dos y a Wes y Ethan Harding los detuvieron por caza ilegal. Acorralaron a toda una manada de alces en el cañón y los acribillaron. —Millward hizo una pausa—. Le agradecería que no dijera a nadie de dónde ha sacado la información.
—Descuide.
—Además son la excepción, no la regla. En este pueblo hay muy buena gente.
—Ya lo sé.
De repente Millward se echó a reír.
—¡Caray, Helen! ¡Sí que nos hemos puesto serios!
Dijo que tenía que ir a encontrarse con Hettie en la subasta de terneros. Helen se despidió de él y siguió pensando en lo que le había explicado.
La multitud empezaba a dispersarse, y algunos comerciantes recogían los bártulos, cosa que no podía decirse de los músicos. Rikki Rain se quejaba con voz lastimera de que su hombre estuviera haciendo con otra fuera de casa lo que ella se estaba perdiendo dentro. Helen entendía perfectamente al pobre tipo.
El sol, que se había escondido detrás de un nubarrón rojo y morado suspendido encima de las montañas, se asomó de pronto por un claro e iluminó el recinto, pintando de oro todos los rostros, como si quisiera dar su bendición final a los acontecimientos del día. Mientras Helen caminaba al lado de las casetas se vio rodeada por un grupo de chiquillos que jugaban a perseguirse entre risas incesantes, precedidos en la hierba por sombras gigantescas.
Fue entonces cuando vio a Luke Calder hablando con sus amigos. Observó y escuchó con discreción, y quedó sorprendida por su tartamudez. Al oír a aquel imbécil imitándolo, tuvo ganas de acercarse y darle un sonoro bofetón. Estaba segura de que Luke lo había oído. El muchacho se había internado por la muchedumbre. Helen no tuvo más remedio que seguirlo para llegar a la camioneta.
Aparte del primer día sólo lo había visto dos veces, una en la ciudad y otra en el bosque, montado a caballo. En ambas ocasiones se había mostrado huidizo y no le había dirigido la palabra. Helen sabía que estaba pasando mucho tiempo en los pastos de su padre, con la misión de vigilar el ganado; sin embargo, nunca lo veía al pasar por ellos.
Luke se había detenido en la caseta de Paragon para despedirse de su madre y Ruth. Reanudó su camino hacia el aparcamiento con Helen detrás.
—¡Luke!
Al darse la vuelta y reconocer a Helen el chico puso cara de inquietud. Después sonrió con nerviosismo y se tocó el ala del sombrero.
—¡Ah, hola!
Cuando lo tuvo cerca, Helen se dio cuenta de que era muy alto, al menos quince centímetros más que ella. Buzz reaccionó con el entusiasmo reservado a los amigos a quienes llevaba tiempo sin ver. Luke se agachó para acariciarlo.
—Aún no habíamos tenido ocasión de presentarnos —dijo ella—. Soy Helen.
Tendió la mano a Luke, pero éste estaba absorto con los lametones de Buzz para darse cuenta.
—Sí, es ve… ve… verdad. —Se fijó en la mano cuando Helen estaba a punto de retirarla—. ¡Ay, pe… pe… perdón, no lo había…!
Se puso de pie y estrechó la mano que le tendían.
—Y éste es Buzz, tu nuevo amigo del alma.
—Bu… Buzz. Es bonito.
De repente a Helen le costaba tanto hablar como al propio Luke. Por unos segundos no hicieron más que mirarse sonriendo como tontos, hasta que ella movió el brazo con un gesto torpe que pretendía abarcar la feria, las montañas y el sol, así como sus sentimientos al respecto.
—Qué maravilla, ¿verdad? ¡Mi primer rodeo!
—¿Has pa… pa… participado?
—¡No! Quería decir que es la primera vez que voy a ver un rodeo. No, por Dios. Con los caballos soy doña desastres.
—Doña desastres. Tiene gracia.
—¿Tú no participas?
—¿Yo? No, no, qué va.
—¿Tampoco te quedas a escuchar al grupo?
—Pues… no. Te… te… tengo cosas que hacer. ¿A ti te gustan?
Helen frunció el entrecejo y se rascó la cabeza.
—Bueno…
Viendo suavizada por la risa la expresión de los ojos verdes de Luke, Helen vislumbró su verdadera manera de ser, pero la timidez no tardó en imponer de nuevo su coraza.
—Parece que tu padre los ha convencido de que se queden.
Luke asintió.
—Esas co… co… cosas se le dan muy bien.
Apartó la mirada y dejó de sonreír. Helen pensó que tener de padre a Buck Calder no debía de ser fácil para ningún chico. Volvió a producirse un silencio incómodo. Luke prodigaba nuevas atenciones a Buzz.
—En fin, temo no haber conseguido encontrar todavía al lobo. ¿Tú no sabrás dónde está?
Luke la miró con recelo.
—¿Por qué iba a saberlo?
Ella se echó a reír.
—¡Si no lo he dicho en serio! Era una pregunta de…
—Nunca lo he visto.
Helen advirtió que él se sonrojaba.
—Ya, ya lo sé. Sólo…
—Te… te… tengo que irme. Adiós.
—Bueno, pues adiós.
Helen se preguntó en qué habría metido la pata. Se dirigieron a sus coches respectivos. Al ver arrancar a Luke, ella lo saludó con la mano, pero el chico ni siquiera la miró. Los dos tomaron la carretera que salía del pueblo, pero Luke conducía más rápido, y cuando Helen llegó al final del tramo asfaltado la otra camioneta había quedado reducida a una nube de polvo gris.
De camino al lago frenó delante de los buzones de la curva, aunque ya había abierto el suyo en el viaje de ida, encontrándolo tan vacío como de costumbre. Desde que estaba en Montana había recibido carta de su madre y su padre, y dos de su hermana. En cambio Joel no daba señales de vida. De hecho no tenía noticias suyas desde una felicitación de cumpleaños enviada con retraso a Cape Cod, y eso que durante aquellas semanas tan largas Helen debía de haberle escrito cinco o seis cartas. Quizá no las hubiera recibido. También era posible que no pudiera enviar las suyas. Helen supuso que en esos países el correo (como tantas otras cosas) no debía de funcionar muy bien.
Sus últimas cartas apostaban a conciencia por el optimismo. Helen describía su nuevo lugar de trabajo y sus actividades habituales, amén de bromear acerca de la captura del lobo. A veces, no obstante, se preguntaba si sus palabras no dejarían entrever de forma inconsciente sus verdaderos sentimientos, su soledad, el terrible vacío que había dejado en ella la partida de Joel.
Buzz, que se había quedado en la camioneta, observó con tristeza la apertura del buzón por parte de su ama. Estaba vacío.