Llegaron a la cresta y, de pie entre rocas cubiertas de liquen, se protegieron la vista del sol, escrutando con ojos entornados el sinuoso cañón que se extendía a sus pies. Helen oyó el susurro del arroyo y vio saltar espuma en los puntos donde el agua se abría camino entre grupos de sauces y alisos. Se quitó una de las correas de la mochila para sacar la botella de agua.
El final de la subida había sido bastante duro, a causa del desnivel y lo fuerte que pegaba el sol a mediodía. Menos mal que en la cumbre corría un vientecillo. Helen sintió refrescarse la mancha de sudor que había dejado la mochila en la parte de atrás de su camiseta. Vio moverse las hojas de los alisos. Después de beber pasó la botella a Bill Rimmer, que al cogerla señaló el otro lado del cañón. Ella siguió la dirección de su mirada y vio una manada de cabras salvajes, que los observaba con inmovilidad digna de un grupo escultórico.
Habían transcurrido tres semanas desde la colocación de las trampas. Dan había llevado a Helen a dar una vuelta en el Cessna, a fin de que pudiera hacerse una idea general de la zona. No habían detectado ninguna señal de radio. Al día siguiente, Helen y Rimmer habían buscado los mejores emplazamientos para las trampas.
Él se había presentado en la cabaña con varios regalos: excrementos de lobo, orina y el famoso cebo del que Dan había hablado a Helen. Rimmer abrió el bote y se lo puso delante de la nariz. Ella estuvo a punto de desmayarse.
—¡Dios mío! ¿Qué es eso?
Rimmer sonrió.
—¿De verdad te interesa?
—Pues no sé…
—Es lince podrido y glándulas anales de coyote fermentadas.
—Gracias por la información, Bill.
Buzz, que también había percibido el olor, estaba fuera de sí, y temblaba de interés cada vez que veía el bote (herméticamente cerrado, gracias a Dios).
Habían encontrado huellas y excrementos de lobo en ese mismo cañón, aunque no eran recientes. Parecía el lugar más prometedor: un pasillo de roca que ocupaba un lugar estratégico en todas las rutas a disposición de los lobos. Así pues, habían decidido escogerlo como emplazamiento para diez de las veinte trampas. Las demás, pensando en Buck Calder, las habían diseminado por las dos rutas que parecían unir con mayor facilidad el bosque y las tierras arrendadas por Calder y sus vecinos como pastos de verano.
Helen, consciente de la reputación de Rimmer como trampero, había contemplado con cierta aprensión la idea de trabajar con él delante; pero Bill se había mostrado generoso, hasta el extremo de alabar su técnica y selección de emplazamientos. Al verla excavar su primer hoyo, comentó en broma que se iba a casa, que no le hacía falta para nada.
Helen se lo pasaba bien con él. Bill conocía la zona a fondo y, sin asomo de condescendencia, le enseñó cómo actuaban los lobos en terreno tan montañoso como aquél, cuáles eran sus presas habituales y qué lugares escogían para cavar sus guaridas. Era un hombre muy sociable, y le gustaba hablar de su mujer e hijos. Tenía dos niños, de cinco y seis años, y una niña de ocho que, según él, tenía a raya a toda la familia. La pequeña sabía que una parte del trabajo de su padre era matar animales, y se lo recriminaba con gran seriedad.
Utilizaban trampas del número catorce modificadas, muy parecidas a las viejas Newhouse que Helen había empleado en Minnesota, y que se caracterizaban por un riesgo bajo de provocar heridas en las patas. A Rimmer no acababan de convencerle; decía que les faltaba fuerza, y que daban demasiadas posibilidades de escapar a los lobos. Prefería trampas con más agarre en la pata, las que fabricaba en Texas el legendario trampero Roy McBride.
Cada cepo estaba atado con cuerda a un collar transmisor escondido en las proximidades, preferiblemente en un árbol. En cuanto algo arrastraba la trampa, la cuerda tiraba de un pequeño imán y el collar empezaba a transmitir señales. Helen y Rimmer se repartieron las trampas y quedaron en que el que atrapara al primer lobo tendría derecho a una cerveza gratis.
Después de tres semanas la apuesta seguía pendiente.
Helen había explorado las ondas a diario sin captar ninguna señal. Cada día salía dos veces a revisar las tres series de trampas. Las dos del bosque no planteaban problemas, porque los caminos de leñadores permitían acercarse a ellas en camioneta. Las trampas del cañón requerían más tiempo. La vieja Toyota casi se hacía pedazos antes de llegar al final de la última senda, desde donde todavía quedaba una hora larga de caminata.
Cada vez que ella subía a la cima donde se hallaba en aquellos instantes con Rimmer, se convencía de que era su día de suerte. Caminaba por el bosque aguzando el oído, a la espera de oír el ruido metálico de la cadena o el crujir de un arbusto donde hubiera buscado refugio un lobo atrapado. Pero siempre pasaba lo mismo.
Nada. Ni lobos ni huellas o excrementos recientes. Ni siquiera unos pelos en las espinas de un arbusto.
Empezaba a sospechar que había perdido facultades o cometido un error. Por eso, después de diez días, trasladó las trampas, modificó la manera de colocarlas y probó otros emplazamientos aparte de las inmediaciones de los senderos, sin duda la vía de desplazamiento más lógica para un lobo. Las dejó en la cima y al lado del arroyo, en campo abierto y sepultadas en la maleza.
Fue inútil.
Se le ocurrió que quizá las trampas fueran demasiado nuevas u olieran demasiado a metal. Se las llevó en varias tandas a la cabaña, las restregó con un cepillo de alambre y después las puso a hervir con astillas de madera en agua del arroyo. Tras pasarlas por cera de abejas fundida, las colgó de un árbol y las dejó secar, poniendo sumo cuidado en no tocarlas sin guantes.
No sirvió de nada.
Se preguntó si el problema sería Buzz, que no sólo la acompañaba sino que a veces contribuía con su propio pipí al pipí de lobo con que su dueña rociaba las inmediaciones de la trampa. A Helen le había parecido buena idea; tampoco Rimmer había puesto reparos al enterarse. El olor de un cánido intruso solía atraer a los lobos, tanto si se trataba de otro lobo como de un perro castrado; no obstante, quizá los esfuerzos de Buzz los estuvieran ahuyentando. De ahí que ella llevara un tiempo dejándolo en la camioneta o la cabaña, no sin resistencia del interesado. Hasta dejó de fumar unos días, por si lo que los molestaba era el olor a tabaco.
Aun así, las trampas seguían insolentemente vacías.
Por suerte Helen tenía trabajo de sobra. Una vez cargado en su ordenador todo el software S.I.G. (Sistema de Información Geográfica) que le había proporcionado Dan, dispuso de mapas de toda la zona. Había mapas separados para todo (hidrografía, caminos y vegetación), y podían hacerse todas las superposiciones posibles. Helen no se limitaba a introducir en ellos el emplazamiento exacto de cada trampa, sino que hacía constar cualquier dato que pudiera ser útil, como avistamientos o huellas de alces y ciervos u otros animales de que pudieran alimentarse los lobos, incluido el ganado que pacía en lo alto del valle.
Se daba cuenta de que era importantísimo estar ocupada, porque si en algún momento se cruzaba de brazos, aunque fuera un minuto, corría el peligro de recordar a Joel.
Lo peor eran las noches. Cuando volvía de revisar las trampas casi siempre estaba oscureciendo. Desde entonces hasta el momento de acostarse solía hacer cada día lo mismo. Si su teléfono móvil se había cargado (no siempre se daba el caso), y si conseguía cobertura, activaba el buzón de voz y devolvía las llamadas. En cuanto a los e-mails, prácticamente había renunciado a ellos. Dado el sistema de transmisión analógica del móvil, el ordenador tardaba una eternidad en cargar la información que llegaba por Internet. Una página podía tardar cinco minutos.
Cada vez que escuchaba los mensajes albergaba la absurda esperanza de oír la voz de Joel; pero los únicos que llamaban eran Dan y Bill Rimmer, deseosos de saber si había tenido suerte con las trampas. De hecho hacía un tiempo que apenas sabía nada de ellos, quizá porque era un poco violento tener que oír siempre la misma respuesta. De vez en cuando recibía un mensaje de Celia o de su madre, y hacía lo posible por devolverles la llamada.
Después daba de comer a Buzz, se duchaba, preparaba la cena y se ponía delante del ordenador hasta la hora de dormir, haciendo anotaciones y leyendo. A medida que caía la noche y el silencio descendía sobre el bosque cual cojín en manos de un asesino (sólo de vez en cuando un grito de búho o de animal moribundo), se hacía más difícil mantener a Joel a raya.
Había intentado ahuyentarlo a base de música, pero sucedía lo contrario. Adivinaba su presencia en el silbido de las lámparas de gas, o en el zumbar de un insecto contra la puerta mosquitera. Quitárselo de la cabeza sólo servía para notarlo en todo el cuerpo, como un peso colgando dentro de la caja torácica, un peso que se traducía en llanto y hacía que Helen, incapaz de seguir soportándolo, saliera corriendo de la cabaña y se sentara a la orilla del lago, sollozando, fumando, odiándose a sí misma, odiándolo a él y odiando a todo el mundo, el maldito mundo.
Por la mañana, indefectiblemente, se daba cuenta de haber sido una estúpida y le daba vergüenza, como si aquella pena absurda fuera un hombre aborrecible con quien se hubiera acostado sin saber por qué. Su faceta de bióloga sensata la advertía del peligro de convertir en costumbre aquellos arrebatos, y, como único remedio, le proponía romper con la rutina.
Siguiendo el consejo, se propuso hacer una sesión de aullidos desde lo alto del cañón, pero fue todavía peor que la noche en que había intentado aullar junto al lago. Después de un par de aullidos aceptables (sin respuesta, lógicamente), se echó a llorar.
Mayor éxito obtuvieron sus tardes en el pueblo, donde estaba empezando a conocer gente. Cenaba en el bar de Nelly y casi siempre encontraba a alguien con quien charlar, si bien todavía no había hecho el acopio de coraje necesario para ir sola a El Último Recurso.
También había aprovechado el tiempo para visitar a casi todos los rancheros de la zona, poniendo todo su empeño en caerles bien. Primero les explicaba el motivo de su presencia y después les pedía que se pusieran en contacto con ella en cuanto vieran señales de lobos. Sus visitas se producían a una hora acordada de antemano por teléfono, casi siempre sobre las doce del mediodía. En general la habían recibido con amabilidad; eso sí, más las mujeres que los hombres.
Los Millward, criadores de toros de pura raza Charolais, se habían prodigado en atenciones, hasta el punto de insistir en que se quedara a comer. Hasta la hija de Buck Calder, Kathy Hicks, había destacado por su amabilidad, sorprendente cuando menos teniendo en cuenta lo que le había pasado a su perro. La mayoría de los rancheros (no todos) le dieron permiso para entrar en sus tierras en caso de necesidad, siempre y cuando no molestara ni dejara abiertos los portones.
Casi había conseguido ver a todo el mundo, a excepción de Abe Harding.
Sus llamadas al rancho habían quedado sin respuesta. Viéndolo un día en la ciudad, delante de la tienda de comestibles, Helen lo saludó amablemente, pero Harding pasó de largo como si no hubiera visto a nadie. Se sintió un poco violenta. Reparó en las sonrisas burlonas de los dos hijos de Harding, que estaban cargando algo en su camioneta. Eran los dos jóvenes que la habían visto hacer eses por la carretera justo antes de su primera visita a Hope.
—Por Abe Harding no te preocupes, mujer —dijo Ruth Michaels al enterarse—. Lo hace con todo el mundo. Es un capullo. Bueno, tampoco tanto; lo que pasa es que está triste y amargado, y puede que un poco loco. Pero a ver quién no, con dos hijos así.
Como Ruth le caía bien, Helen nunca bajaba a la ciudad sin entrar en la tienda a tomar un café. El sentido del humor de Ruth, tan malévolo, siempre le provocaba unas carcajadas de efecto no menos tonificante que el del café; además le iba bien tener a alguien que pudiera ponerla al día en cuestión de chismorreos y describirle a los personajes más destacados de la ciudad.
Con el paso de las semanas, el hecho de no haber conseguido coger al lobo fue convirtiéndose en fuente de molestias para Helen. Empezaban a circular chistes sobre ella. Hacía dos días que se había encontrado a Clyde Hicks en la gasolinera. El joven había sacado la cabeza por la ventanilla para preguntarle cómo iba todo y si ya había cogido al lobo, aun sabiendo de sobra que no era así. Helen dijo que no.
—¿Sabes cuál es la mejor manera? —le preguntó Clyde con una sonrisa más bien repelente.
Helen negó con la cabeza.
—Pero imagino que vas a decírmelo —añadió.
—Consigues una piedra grande, le echas un poco de pimienta, viene el lobo, la huele, estornuda y se queda frito. Bingo.
Helen se aguantó la rabia y sonrió.
—¿En serio?
—Sí. Inténtalo. No te cobro nada por el consejo.
Y el listillo se alejó al volante de su coche.
Helen se pasaba en blanco parte de la noche, tratando de desentrañar la causa de su mala suerte. Pensó que quizá fueran las personas. ¿Y si había alguien más que ella por la montaña, impidiendo que el lobo cayera en una de las trampas? No a propósito, sino por el mero hecho de estar ahí. Helen nunca había visto a nadie, pero sabía que algunos excursionistas llegaban hasta el cañón. También estaban los leñadores, que trabajaban un poco más abajo para la compañía de postes.
A veces encontraba huellas de botas, algunas en el barro del arroyo, aunque demasiado pocas para preocuparse de que alguien pudiera caer en las trampas. Hacía poco que también había visto pisadas y excrementos de caballo. De todos modos los lobos no solían tener miedo ni de excursionistas ni de caballos. Eran animales tímidos, sí, pero no más que los osos pardos o los pumas, y Helen había encontrado huellas tanto de unos como de otros. Era extraño.
Más extraño todavía resultaba el hecho de que, desde hacía cierto tiempo, aparecieran trampas que se habían hecho saltar, sin que el responsable hubiera dejado huellas. Daban la impresión de haber saltado solas, porque no habían sido arrastradas, lo cual habría activado el transmisor de radio.
Y seguía sucediendo a pesar de que Helen hubiera ajustado la tensión para hacerlas menos sensibles. Los tres casos descubiertos el día anterior la habían impulsado a llamar a Bill Rimmer y pedirle que la acompañara en su prospección matinal.
Como suele suceder en este tipo de cosas, todavía no habían encontrado ninguna trampa desactivada. Todas las del bosque estaban intactas.
—Vas a pensar que me lo invento —dijo Helen al emprender con Rimmer el descenso del cañón.
—Es como cuando el coche hace un ruido raro, lo llevas a arreglar y de repente no se oye nada.
—Con el mío no sabrían por dónde empezar.
Las dos primeras trampas que verificaron en el cañón estaban como las había dejado Helen por la noche. Por fin, a la tercera, encontraron una que había saltado.
Ella la había colocado al margen de un sendero estrecho con aspecto de ser utilizado sobre todo por ciervos. Rimmer caminó alrededor de la trampa, escudriñando el suelo a cada paso. Acto seguido la levantó poco a poco con la punta de un palo y, después de examinarla, la cogió con las manos y comprobó el mecanismo.
—A esta trampa no le pasa nada.
La devolvió a su sitio y recorrió unos veinte metros de sendero sin pisarlo, con la vista fija en el suelo. Después volvió al punto de partida y repitió la operación en sentido contrario. Helen se limitó a observar.
—Ven a ver —dijo Rimmer al cabo de un rato.
Helen acudió a su lado. Él señaló el sendero.
—¿Ves las huellas de ciervo? ¿Ves cómo se paran de repente?
—Será que el ciervo dio media vuelta.
—No creo. Fíjate en esto.
Volvieron hacia la trampa, pasaron de largo y llegaron al primer punto donde se había detenido Rimmer.
—¿Ves que aquí vuelve a haber huellas? Son del mismo animal, y en la misma dirección.
—¿Estás seguro?
—Sí. Lo que hizo saltar la trampa después barrió el camino. He visto lobos muy listos, pero tanto no.
Buscaron huellas alrededor del sendero, pero había demasiadas piedras y maleza. En la siguiente trampa volvieron a encontrar lo mismo: el mecanismo había saltado y el suelo estaba intacto.
No así en la tercera. Había huellas de lobo, y excrementos justo encima de la trampa. Helen gritó de alegría.
—¡Aleluya! ¡Al menos no se ha marchado!
Rimmer miró el suelo con expresión ceñuda.
—No, pero dudo que la haya hecho saltar él. ¿Ves estas huellas? No hay indicios de que la haya tocado con la pata, ni de que haya dado un brinco al saltar el resorte. Más bien parece que se haya parado a olerlo de camino y haya seguido adelante después de hacer sus necesidades.
—¿Quieres decir que cuando ha pasado ya estaba desactivada?
—Yo diría que sí. Parece que hayan barrido antes de llegar él. Por eso se ven tan bien las huellas.
Rimmer sacó una bolsa de plástico del bolsillo y se cubrió la mano para recoger los excrementos. Después dio la vuelta a la bolsa y se la pasó a Helen.
—Al menos te ha dejado un regalo.
Rastrearon las inmediaciones de la trampa. Rimmer se puso en cuclillas y olisqueó una mata de hierba.
—¡Qué olor más raro! Parece amoníaco. —Arrancó la hierba y se la dio a oler.
—Sí, y a algo más. ¿No podría ser gasolina?
Siguieron buscando hasta que él encontró una rama de artemisa recién arrancada y cubierta de polvo. Se la enseñó a Helen.
—Mira, la escoba. Por aquí hay alguien con ganas de jugar.
Por la tarde, al entrar en la ducha, Helen siguió dando vueltas al misterio.
Había conseguido que la ducha funcionara a la perfección, y estaba orgullosa de sus modificaciones: mamparas nuevas y una puerta con bisagras lo bastante baja para ver el lago (también a cualquier oso que tuviera la mala sombra de pasar por ahí). Pero lo mejor era el recipiente de plástico de veinte litros que había montado en el árbol por encima del cubo agujereado. Como había atado una cuerda a un lado del recipiente, sólo tenía que tirar de ella para hacerlo volcar y llenar el cubo; y si bien estaba segura de que se le caería encima el día menos pensado, por lo menos tenía ocasión de ducharse más tiempo, por mucho que el agua estuviera tan rematadamente fría que la dejaba a una azul de pies a cabeza.
Al coger la toalla le castañeteaban los dientes. Lo único que le gustaba de haberse cortado tanto el pelo era que podía secárselo en cinco minutos.
¿A quién podía interesarle manipular las trampas?
Todos los rancheros a quienes había ido a ver querían que limpiara la zona de lobos, y cuanto antes mejor. No tenía sentido. ¡A menos que fuera una broma! Se enrolló la toalla en la cabeza y volvió a la cabaña.
Una vez vestida se preparó un poco de té, encendió el ordenador e introdujo la localización de las seis trampas reactivadas con ayuda de Bill Rimmer. Pasó largo rato mirando el mapa del cañón donde habían encontrado las últimas. Después hizo «clic» con el ratón para pasar al mapa siguiente. Acercó la taza a sus labios sin apartar la vista de la pantalla, y acto seguido mordió una manzana grande y roja que tenía mucho mejor aspecto que sabor. De repente se fijó en algo.
Al sur del cañón había un viejo camino de leñadores cuya existencia ignoraba, porque siempre llegaba desde el norte y no se había tomado la molestia de explorar la otra vertiente. Volvió a hacer «clic» y amplió el mapa para ver a dónde llevaba el camino. Después de unos ocho kilómetros de curvas por el bosque bajaba por un desfiladero abrupto hasta llegar a una casa situada en lo alto del valle. Helen ya sabía quién era el propietario de la casa, pero quiso cerciorarse y la seleccionó con el ratón. Aparecieron las palabras «Rancho Harding».
¡Qué extraño que no se le ocurriera antes! Quizá aquellos dos chicos le tomaban el pelo; de todos modos, sus sospechas sólo se sustentaban en el hecho de no conocer a nadie más antipático que ellos en las tres semanas que llevaba en la cabaña.
Media hora después pasó con la camioneta junto a una señal rota de PROPIEDAD PRIVADA-PROHIBIDO CAZAR-PROHIBIDO EL PASO. Sorteó los baches del camino de entrada al rancho Harding. Buzz, que daba botes en el asiento de al lado, casi parecía tan nervioso como ella, y Helen no tardó en darse cuenta de por qué. Dos perros el doble de grandes que él y diez veces más feroces salieron de los árboles y corrieron hacia la camioneta con los pelos del lomo erizados como aletas de tiburón. Buzz gimió.
Aparcó al lado de un tráiler para ganado unido al suelo por las malas hierbas, al igual que otras piezas de maquinaria tan oxidadas como él. Paró el motor y se quedó sentada pensando qué hacer.
Tenía buena mano con los perros, pero en aquéllos había algo que la conminaba a no arriesgarse. Uno de los dos apoyó las patas delanteras en un lado de la camioneta, ladrando, gruñendo y babeando a la vez. Buzz ladró sin convicción y se echó en el asiento.
—¡Cobarde! —dijo Helen.
Daba pena ver la casa, poco más que una barraca con añadidos de épocas distintas, construidos sin duda al ritmo de los ingresos. Extrañas y caóticas ampliaciones brotaban por todos lados como un cáncer arquitectónico, sin más punto en común que un mohoso encalado. El tejado estaba cubierto de parches de cartón llenos de ampollas. Hasta había parches encima de los parches. La casa estaba acurrucada en una pared de roca viva, como si tuviera miedo de ser devorada por la naturaleza virgen.
Vio dos camionetas aparcadas cerca de la casa. Una de ellas, la negra, era la que llevaban los dos chicos. Aun así, los únicos que daban señales de vida eran los perros.
Se estaba haciendo de noche a marchas forzadas. Vio parpadear un televisor dentro de la casa. El mundo enviaba sus señales a aquel lugar dejado de la mano de Dios mediante una enorme antena parabólica, atornillada de forma precaria a la pared de roca. Dos abetos medio muertos sostenían una cuerda de la que colgaba ropa vieja, camisas y ropa interior puesta a secar, blancas siluetas inmóviles a la luz del crepúsculo.
De repente oyó un grito. Los perros dejaron de ladrar y volvieron corriendo a la casa. Se abrió una puerta mosquitera llena de desgarrones y Abe Harding salió al porche. Gritó a los perros, que se fueron por la esquina de la casa con la cabeza gacha.
Helen esperaba que Harding fuera hacia ella, pero el ranchero se quedó mirándola sin moverse.
—En fin —dijo a Buzz en voz baja. Abrió la puerta de la camioneta—. Allá voy.
Después de cerrar la puerta se dirigió a la casa pisando grava entreverada de malas hierbas. Ya tenía escrito el guión. Nada de empezar con acusaciones sobre las trampas. Ni siquiera pensaba hablar de ello. Tenía previsto ser el colmo de la amabilidad.
—¡Buenas tardes! —dijo con voz alta y jovial.
—Mmm.
La respuesta no se caracterizaba por su cordialidad, pero algo era algo. Cuando Helen llegó al pie de los escalones que llevaban al porche, uno de los perros se asomó por la esquina y gruñó mirándola fijamente. Abe le hizo callar con palabras bruscas. Era un hombre enjuto, todo nervio, de ojos hundidos y mirada inquieta. Llevaba un sombrero sucio de color claro, tejanos y camiseta de manga larga. Iba sin botas, con los dedos gordos del pie asomando por los agujeros de los calcetines.
Helen calculó que tendría entre cincuenta y cinco y sesenta años. Según le había dicho Ruth Michaels, Harding había comprado la casa al volver de Vietnam. Helen no sabía si atribuir a la guerra su expresión atormentada y recelosa. Quizá se debiera al hecho de vivir en un lugar tan apartado y deprimente como aquél, siempre de espaldas a la montaña.
Le tendió la mano.
—Señor Harding, soy Helen Ross, del…
—Ya sé quién es.
Harding le miró la mano, y ella temió que no se la estrechara. Por suerte acabó haciéndolo, aunque no muy convencido.
—Bonita casa.
Harding resopló con desdén. Helen no se lo reprochaba.
—¿Quiere comprarla?
Ella rió, excediéndose un poco en su entusiasmo.
—¡Ojalá pudiera!
—Por lo que dicen, ustedes los del gobierno no tienen de qué quejarse. ¡Con todo el dinero que nos sacan!
—Sí, no sé quién debe quedárselo.
Harding volvió la cabeza y arrojó un escupitajo negro de tabaco, que hizo un ruido seco al caer cerca de los escalones. El encuentro estaba yendo peor de lo que había esperado Helen. Harding volvió a mirarla.
—¿Qué quiere?
—Como sabrá, señor Harding, me han encargado la tarea de atrapar al lobo que mató no hace mucho al perro de Kathy Hicks. Sólo quería pasar a verle, como he hecho con todos sus vecinos; para saludar, presentarme… En fin…
¡Qué estúpida se sentía! Como si una rana loca se hubiera apoderado de su lengua.
—Así que todavía no lo tiene.
—Aún no. ¡Pero no será por no intentarlo! —Rió nerviosa.
—Ajá.
Dentro tenían la tele puesta. Emitían un programa de humor, y muy bueno, a juzgar por las carcajadas constantes del público. De repente Helen se dio cuenta de que alguien la observaba desde el interior de la casa. Uno de los hijos de Harding miraba por la puerta mosquitera, que debía de dar a la cocina. Su hermano no tardó en sumarse a él. Ella siguió adelante sin hacerles caso, con toda la buena disposición de que fue capaz.
—Claro que para averiguar si sigue cerca y qué se propone…
—Supongo que comerse a nuestras vacas. Dicen que ya se ha cargado a uno de los terneros de Buck Calder.
—De los restos del animal no podía deducirse que…
—Tonterías. —Harding sacudió la cabeza y miró hacia otro lado—. ¡Si es que son ustedes…!
Helen tragó saliva.
—Algunos rancheros, entre ellos el propio señor Calder, han tenido la amabilidad de darme permiso para entrar en sus tierras. Para buscar huellas, excrementos… Esa clase de cosas. —Intercaló una risa sin saber por qué—. Siempre y cuando, eso sí, tenga mucho cuidado, cierre todas las puertas… En fin, que quería saber si a usted le importaría dejarme…
—¿Fisgonear en mis tierras?
—Fisgonear no, sólo…
—Y un cuerno.
—Ya…
—¿Cree que voy a dejar que el maldito gobierno entre en mis propiedades como Pedro por su casa, metiendo las narices en lo que sólo me importa a mí?
—Sólo quería…
—Está como una cabra.
—Perdone.
—Largo de aquí.
Los dos perros se asomaron por la esquina. Uno de ellos se puso a gruñir hasta que Abe le dijo que se callara. Helen miró de reojo la puerta mosquitera y vio sonrisas burlonas en los rostros de los dos muchachos. Sonrió al ranchero sin arredrarse.
—Pues nada, lamento haberlo molestado.
—Largo he dicho.
Helen dio media vuelta y emprendió el regreso a la camioneta. Se oyó otra tanda de carcajadas televisivas. Le temblaban las rodillas. Confió en que no se le notara. De repente oyó ruido a sus espaldas, y el primer perro arremetió contra ella sin darle tiempo a volverse. El impacto la derribó.
Enseguida los tuvo a los dos encima, uno en el muslo y otro en el tobillo, gruñendo de forma horrible mientras le hincaban los dientes en el pantalón. Helen se puso a chillar y dar patadas. Harding ya había echado a correr hacia los perros, llamándolos a gritos.
Pararon tan de repente como habían empezado, y se fueron al trote, arrepentidos. Harding les arrojó una piedra. Un gañido dio fe de su puntería. Helen se quedó estirada en el suelo, recuperándose del susto. Tenía roto el pantalón, pero no parecía que hubiera sangre. Se incorporó.
—¿Se ha hecho daño?
El tono de la pregunta no transmitía mucha preocupación. Harding estaba de pie junto a ella.
—Creo que no.
Una vez de pie, Helen se quitó el polvo de la ropa.
—Entonces ya puede irse.
—Sí, creo que sí.
Caminó hacia la camioneta sin perder de vista a los perros. Sólo se sintió a salvo después de sentarse y cerrar con un portazo.
Casi era de noche. Antes de entrar en casa, Harding esperó a que Helen hubiera dado media vuelta. Los faros de la camioneta lo iluminaron por espacio de unas décimas de segundo. Helen recorrió el camino de entrada con el corazón en un puño, a punto de llorar. Y lloró, lloró hasta llegar a la cabaña.