Capítulo 11

Helen dedicó el resto del día y tres cuartos del siguiente a deshacer el equipaje y convertir la cabaña en un lugar más o menos habitable. Sin la ayuda de Dan habría tardado todavía más.

En sitios peores la habían metido. La cabaña tenía unos catorce metros cuadrados y estaba hecha de troncos, con una ventana en cada pared y un techo que no tardaría en pedir a gritos una buena reforma. En uno de los rincones había una estufa cuya parte superior podía usarse para cocinar. Al lado de la estufa Dan había dejado una caja con leña para un mes, además de dar a Helen una sierra mecánica para cuando necesitara más. También había un hornillo de gas Coleman con doble llama.

—¡Oye, puedo organizar cenas y todo! —dijo Helen.

—Sí, para tu nuevo amigo Buck Calder.

—¡Dan, por favor!

Al lado de la estufa, una estantería destartalada albergaba una colección de tazas, tazones y platos, todos en mal estado y con el logotipo del Servicio Forestal, por si a alguien muy desesperado se le ocurría robarlos. Aparte de las cortinas, que de tan finas parecían telarañas y amenazaban con hacerse trizas con sólo tocarlas, los únicos adornos eran un mapa plastificado de Hope y unas cacerolas de hierro renegridas colgadas con clavos encima del fregadero. Éste, tan maltrecho como todo lo demás, estaba equipado con una elegante bomba, y desaguaba en un cubo un poco menos elegante. El agua salía de un contenedor de plástico de veinte litros que había que llenar en el arroyo. En el rincón opuesto había dos literas, dotada la inferior de colchón, sábanas y cojines nuevos por obra y gracia de Dan. Sólo había dos muebles más: un viejo armario ropero y una mesa de madera con dos sillas.

En el suelo de tablones había una trampilla.

—¿Abajo qué hay?

—Nada, el sótano. El cuarto de la lavadora, la sauna… Lo normal, vaya.

—¿Y jacuzzi no?

—Lo instalan la semana que viene.

Al abrir la trampilla, Helen encontró un cubículo de cemento de un metro cuadrado de superficie y metro y medio de profundidad. Servía para evitar que se congelara la comida en invierno y se calentara demasiado en verano.

El único lujo era un pequeño generador japonés que Dan había instalado fuera, al lado de la puerta, para que Helen pudiera cargar su ordenador portátil, su aparato de música y el teléfono móvil proporcionado por el propio Dan. Este dijo que en teoría se podía conectar el móvil al ordenador para recibir e-mails. El problema era que los móviles no funcionaban muy bien en las montañas; la mitad de las veces no se cogía señal. De todos modos, a Helen no le molestaba la idea de estar aislada. Dan tenía previsto ponerle un buzón de voz para facilitar el contacto.

Detrás de la cabaña había una caseta de troncos y junto a ella una especie de ducha improvisada, consistente en un cubo de metal con el fondo agujereado. Varios pájaros habían hecho nido en él, pero bastaría con que Helen lo limpiara un poco para que volviera a funcionar.

—He procurado ordenarlo todo un poco —dijo Dan.

—Está muy bien. Gracias.

—Y diga lo que diga tu amigo Buck Calder, te garantizo que no vas a estar sola.

—¿Cómo que no?

Dan le enseñó las trampas para ratones que había puesto detrás de la estufa y debajo de las literas. Todas habían saltado, y ya no tenían cebo. Tampoco ratones.

—Veo que sigues sin saber poner trampas, Prior.

—Por eso acepté un trabajo de oficina.

—¿Qué cebo habías puesto?

—Queso. ¿Qué si no?

—Ya sabes que un trampero nunca descubre sus secretos.

Durante su primera noche en la cabaña el cansancio impidió a Helen cazar ratones, cosa que lamentó apenas cerrados los ojos. Buzz se pasó horas husmeando en busca de roedores, de forma tan ruidosa que Helen acabó por llevárselo fuera y encerrarlo en la Toyota. Una vez a sus anchas, los ratones rondaron los sueños de Helen hasta el amanecer. Al día siguiente, Dan se mondó de risa al ver la sofisticada trampa que había montado su colega.

Se trataba de un método que le había enseñado Joel durante su primer año juntos en el cabo, al convertirse la casa-barco en refugio de los roedores sin techo de la zona. Sólo hacía falta un cubo, un poco de alambre y una lata perforada en ambos lados. Se metía el alambre por los agujeros de la lata y se colocaba de tal modo que tuviera debajo el cubo, en el cual se vertían unos centímetros de agua. Por último se untaba la lata de mantequilla de cacahuete, se encerraba al perro y se iba uno a la cama. Los ratones se subían al cubo, trepaban por el alambre, hacían girar la lata nada más pisarla y acababan en el agua.

—Nunca falla —dijo Helen.

—¡Seguro!

—Te apuesto una cena.

—Hecho.

Por la noche Helen cazó tres ratones y, orgullosa de su hazaña, los dejó a la vista para cuando subiera Dan. Éste llegó por la tarde con todos los collares transmisores, aparejo para trampas y algunos programas cartográficos destinados al ordenador de Helen. Pese a sus tibias protestas de haber sido víctima de un engaño, Dan fue fiel a su palabra, y bajaron a cenar al bar de Nelly al término de otro día de arreglos en la cabaña.

He ahí la explicación de que Helen estuviera luchando por acabarse el bistec más grande que había visto en su vida. Según el menú era un Hueso de Tyrannosaurus rex, pero ni siquiera eso le hacía justicia.

Las paredes del bar estaban cubiertas de enormes fotopanoramas de las montañas Rocosas. En otros tiempos debían de haber reducido a mera impostura a su modelo real, tal como se atisbaba por las pequeñas ventanas del establecimiento. Con el paso de los años los colores se habían saturado y el calor había despegado unas partes de otras, oscureciendo los paisajes y cruzándolos con brechas sísmicas de mal agüero. Contra aquel fondo de catástrofe inminente, las mesas, con sus manteles de papel a cuadros rojos y blancos y sus velas flotando en vasitos rojos, defendían con coraje la calidez del local.

Sólo había dos mesas más ocupadas, una por una familia de turistas alemanes con una autocaravana colosal que tapaba las ventanas por entero y otra por dos viejos con sombreros Stetson blancos cuya conversación versaba sobre audífonos.

El único camarero del bar era un risueño gigantón con gafas de aviador azuladas, pelo gris y coleta. Su nombre era Elmer, o así se dirigía a él una voz autoritaria llegada del fondo de la cocina (tal vez la de Nelly). Tanto sus tatuajes como su camiseta negra con el lema «Motoristas con Jesucristo» lo proclamaban dueño de la reluciente Harley aparcada delante del bar. En el momento de entrar y oírle decir «Angeles sobre vuestro cuerpo», Helen y Dan habían tardado un poco en darse cuenta de que se trataba de un saludo, pero habían evitado mirarse de reojo hasta estar sentados a la mesa.

Helen dejó los cubiertos y se echó hacia atrás.

—El bistec ha podido conmigo, Dan.

Se preguntó si encender un cigarrillo supondría perder la credibilidad de que pudiera gozar con Dan. Decidió no arriesgarse.

Se habían pasado casi toda la cena rememorando los buenos tiempos de Minnesota. Helen recordó la vez en que a Dan se le había movido la mano mientras intentaba administrar un sedante a un lobo. La jeringuilla había acabado clavada en el muslo de Dan, provocando su desplome inmediato. Estallaron en carcajadas, haciendo que los niños alemanes se volvieran varias veces para mirarlos con ojos grandes y azules.

Helen dio gracias por que no hubiera surgido el tema de su breve incursión allende los límites de la amistad. La noticia del divorcio de Dan la había dejado un poco preocupada. Ignoraba si había alguien más en su vida, pero confiaba en que así fuera.

Dan tampoco pudo con su bistec. Bebió un trago de cerveza, se apoyó en el respaldo y sonrió a Helen sin decir nada.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó ella.

—Nada, sólo estaba pensando.

—¿Qué?

—Que me alegro de estar aquí contigo.

—¡Yo por una cena gratis voy a donde me digan!

Viendo cómo la miraba Dan, Helen adivinó que no lo había dicho todo. Confió en que fuera lo bastante discreto para no estropear la velada.

—¿Sabes una cosa, Helen? Cuando me separé de Mary estuve a punto de llamarte.

—¿Ah sí?

—Sí. Pensaba mucho en ti, y en que ese verano si no hubiera sido tan…

—¡Dan!

—Perdona.

—No hay nada que perdonar.

Helen le cogió la mano y sonrió. ¡Era tan encantador!

—Somos amigos —dijo con dulzura—. Nunca hemos dejado de serlo.

—Supongo que no.

—Y en este momento lo que más necesito es un amigo, más que… Más que cualquier otra cosa.

—Perdona.

—Si lo dices otra vez no vuelvo a enseñarte mis secretos para cazar ratones.

Dan se puso a reír y soltó la mano de Helen. Elmer acudió en ayuda de ambos y, plantado en sus dos metros de estatura, les preguntó si ya estaban con los bistecs, antes de darles a escoger entre pastel de nata y un suicidio seguro a base de chocolate. Pidieron café.

—Usted es la que acaba de llegar por lo de los lobos, ¿no? —preguntó Elmer mientras les servía dos tazas.

—Sí. ¿Cómo se ha enterado?

Elmer se encogió de hombros.

—Lo sabe todo el pueblo.

Buck volvió a mirar por el retrovisor, cerciorándose de que no hubiera nadie en ninguno de los dos carriles. Si en el momento de llegar al camino de entrada veía algún coche, seguiría conduciendo en línea recta.

Era una suerte poder ir a verla tan lejos del centro, en un lugar donde no había vecinos fisgones y bastaba con aparcar el coche al otro lado de la casa para garantizar su invisibilidad desde la carretera; mucho mejor, sin duda, que quedar con ella en un motel de mala muerte, y mejor que montárselo en el bosque, con el culo al aire o en la parte trasera de la camioneta, dependiendo del frío. Todo eso está muy bien cuando eres joven y tienes tanta energía que te cuesta no explotar, pero con la edad, el amor, como todas las cosas, precisa cierto grado de comodidad.

Llevaban cierto tiempo usando el mismo sistema: cortinas corridas en la ventana más próxima a la carretera, señal de que estaba acompañada y Buck tenía que pasar de largo. Por eso se alegró de verlas descorridas. Al ver luz dentro de la casa, se la imaginó recién duchada y esperándolo. Sólo de pensarlo se le abultó un poco la entrepierna.

A Buck nunca le faltaban excusas para ausentarse de casa. Siempre había alguna reunión a la que asistir, alguna visita pendiente o algún trato que cerrar en la ciudad; y si la cosa se ponía fea (cosa que sucedía muy pocas veces), nunca faltaban amigos dispuestos a encubrirlo. La excusa de aquella noche era una reunión de criadores de ganado en Helena, reunión a la que Buck, de hecho, acababa de honrar con su presencia, si bien de forma breve. En realidad casi nunca tenía que mentir, porque Eleanor no le preguntaba adonde iba. Tampoco lo esperaba despierta.

Como no había moros en la costa, Buck se metió por el camino de entrada y aparcó detrás del viejo coche familiar. Nada más apearse se abrió la puerta. La vio apoyada contra el marco, con su albornoz negro. No se dijeron nada. Una vez junto a ella, Buck metió las manos por debajo del albornoz y, aferrado a sus caderas desnudas, empezó a besarla en el cuello.

—Ruth Michaels —dijo—, eres la mujer más rematadamente sexy a este lado del Missouri.

—¿Ah sí? ¿Y quién es tu amante del otro lado?

Más tarde, en casa, mientras se desnudaba por segunda vez en una misma noche, Buck se concentró en asuntos menos tórridos. Desde el pequeño espacio para armarios que unía el dormitorio y el lavabo, observó a Eleanor, dormida en la espaciosa cama de matrimonio, y se preguntó cómo demonios se le habría ocurrido ofrecer dinero a Ruth.

Ésta parecía encontrarlo divertido. Se lo había comunicado a Buck media hora después de dejarlo entrar en casa, hallándose ambos en la cama, sudorosos y saciados. Al ranchero le había dado por pensar en aquella bióloga tan joven y atractiva, sola en el bosque, y calcular sus posibilidades de seducirla; y justo entonces, como si quisiera vengarse de tales pensamientos, Ruth había comentado que Eleanor iba a sacarla de apuros y convertirse en su socia. Buck casi se había caído de la cama.

—¡Tu socia!

—Imagínate lo nerviosa que me puse al verla entrar. Pensé: ¡Ay, que me las cargo! ¡Esta lo sabe todo! Entonces va, se sienta con su cappuccino y me ofrece dinero.

—No puede ser. ¡Por Dios, Ruthie, ya te dije que el dinero te lo daría yo!

—No podría aceptarlo.

—¿Y de ella sí?

—Sí.

—No lo entiendo.

—Pues nada, cariñito, te doy un tiempo para que lo pienses.

Acto seguido Ruth se echó a reír, provocando un temblor de senos de efectos desconcertantes para un hombre en proceso de evaluar noticias de peso. A la pregunta de qué le hacía tanta gracia, Ruth contestó que Eleanor había declarado sus intenciones de ser algo más que socio capitalista[7].

En opinión de Buck no tenía nada de gracioso.

Se metió en la ducha para quitarse el olor de Ruth, y siguió pensando en el tema. Por supuesto que no podía decir nada hasta que su mujer decidiera contárselo por iniciativa propia. Además, ¡qué demonios! El dinero era de Eleanor. Lo había heredado de su padre, y podía tirarlo al váter que más le gustara. Por desgracia, la consumación del proyecto amenazaba con plantear serias dificultades a Buck. Una de las reglas básicas del adulterio es mantener la máxima distancia entre esposa y amante. Le parecía increíble que Ruth no lo considerara un problema.

Se secó delante del espejo, cumpliendo con la costumbre de admirar su cuerpo y comprobar que Ruth no le hubiera dejado señales. Nada. Después se cepilló los dientes, sonrió forzadamente al espejo y entró en el dormitorio, evitando pisar los tablones que crujían. Después de apagar la lámpara de su lado, que Eleanor siempre dejaba encendida para cuando volviera, se deslizó entre las sábanas sin hacer ruido.

Eleanor le daba la espalda, como siempre, y no hizo el menor movimiento. Buck ni siquiera la oía respirar. A veces sospechaba que se hacía la dormida.

—Buenas noches —dijo en voz baja, sin obtener respuesta.

¡Mujeres!, pensó, mientras las líneas del techo iban perfilándose en la oscuridad. Después de tantos años, con todo el trabajo que había invertido en conocer a cuantas pudiera y saber de ellas todo lo posible, seguían constituyendo uno de los grandes misterios de la creación.

Eleanor oyó que Buck suspiraba y se volvía, y supo que lo tenía de cara, quizá incluso con los ojos abiertos, esperando alguna señal de que estuviera despierta. No se movió. Buck no tardaría en emitir otro suspiro y volverse hacia la pared; después, en cuestión de unos minutos, se pondría boca arriba, haría un ruido con la garganta y empezaría a roncar.

Eleanor le envidiaba la facilidad con que se olvidaba de todo. Tiempo atrás, en la época en que el sueño seguía pareciéndole cuando menos una posibilidad, también ella había recurrido al mismo ritual: costado izquierdo, costado derecho, espalda. Pero nunca funcionaba.

Los ronquidos de Buck no eran muy escandalosos, salvo cuando bebía. Se trataba más bien de un ruido sibilante, como el del fuelle que utilizaba en invierno para atizar el fuego del comedor. Eleanor, cuyo ritmo respiratorio era más rápido que el de su marido, procuraba sostenerlo cada noche, pero siempre acababa por rendirse. Estirada en la cama, conteniendo el aire que luchaba por salir, oía latir su corazón cada vez más rápido, y lamentaba que su marido se saliera con la suya hasta en sueños.

A veces, cuando tenía la seguridad de que Buck dormía, se daba media vuelta para mirarlo, con cuidado de no mover el colchón. Contemplaba el movimiento rítmico de su fornido pecho, y el temblor de sus labios al respirar. Su cara, suavizada por el sueño, sorprendía por su aspecto infantil, casi conmovedor. En su frente había una franja de color claro, una especie de halo debido a la acción protectora del sombrero contra el sol. Eleanor buscaba algún rescoldo de amor en su corazón, tratando de recordar los tiempos en que Buck le inspiraba algo más que compasión o desprecio.

Se había casado con él a sabiendas de que era un conquistador, si bien ignorando hasta qué punto. Una amiga de una amiga, que lo sabía por experiencia propia, le transmitió una advertencia fácil de confundir con despecho. Cuando su futura mujer se lo dijo cara a cara, Buck la desarmó con una confesión supuestamente exhaustiva, antes de convencerla de que sus correrías juveniles no habían sido más que una búsqueda cuya meta final era ella.

De no haber dado crédito a sus palabras, sin duda Eleanor habría seguido casándose con él. La afición de Buck a las faldas era una debilidad, y en un hombre cuya fuerza saltaba a la vista las debilidades no carecían de atractivo. Aquélla suscitó en Helen un impulso redentor nacido de su educación católica. No era la primera mujer que se casaba con un hombre creyéndose capaz de salvarlo. Tampoco la última.

Bastaron pocos años para demostrar que o bien Buck Calder no estaba maduro para la salvación, o bien era un caso perdido. Eleanor tardó bastante más en convencerse.

La participación de Buck en la vida política del Estado y su condición de adalid de la industria ganadera le proporcionaban ocasiones abundantes de llegar tarde a casa, y Eleanor confirmó lo justo del refrán: «ojos que no ven, corazón que no siente». Buck, hombre diestro y concienzudo en el engaño, elegía a sus mujeres con sumo tiento, evitando a las que pudieran clamar venganza una vez abandonadas. Gracias a ello, quienes se acostaban con él siempre parecían conocer las reglas del juego. Nunca lo llamaban a casa ni dejaban manchas de maquillaje en la ropa; y ni aun en sus más salvajes arrebatos le hacían marcas con las uñas o los dientes.

La tendencia a negar lo que nos molesta es una criatura de infinitos recursos que penetra en lo más recóndito de la mente humana para tejer sus capullos alrededor del miedo y la sospecha. Y Eleanor le abría las puertas de par en par, máxime al ahorrarle Buck buena parte de los oprobios a que, día tras día, suelen verse sujetas las esposas engañadas.

Una mañana, en la peluquería, vio una revista donde salía una foto de Buck en una cena de ganaderos, abrazado a una joven reina del rodeo. Eleanor estaba tan ciega que no vaciló en concederle el beneficio de la duda. ¡Era un hombre atractivo, qué caramba! No era culpa suya. Además le pertenecía a ella, la madre de sus hijos. La quería. Eleanor estaba segura de ello, porque Buck se lo había dicho y demostrado en repetidas ocasiones.

Todo cambió al nacer Kathy.

Eleanor rompió aguas con dos semanas de antelación, hallándose Buck en Houston, donde se celebraba una reunión de ganaderos. Todo sucedió tan rápido que no tuvo ocasión de llamar al hotel hasta muy entrada la noche, cuando ya tenía al bebé sano y salvo entre sus brazos. Pasaron la llamada a la habitación de su marido. Contestó una mujer a quien, por lo visto, Buck no había tenido tiempo de explicar las reglas del juego.

—Aquí la cama del señor Calder —dijo con voz sensual, antes de serle arrebatado el teléfono.

Buck volvió a casa dispuesto a confesar; y en bien de los niños, pero también porque su marido practicaba el arrepentimiento con tanta habilidad como el engaño, Eleanor le perdonó su aventura, la única de su vida matrimonial, según promesa del contrito pecador. Él mismo admitió que lo suyo no tenía perdón; pero estaba solo en una ciudad que no era la suya, y a veces, cuando un hombre ha bebido más de la cuenta, se le olvida lo que está bien y lo que está mal. Vaya, que con Eleanor embarazada y el tiempo que llevaban sin… Pues eso.

Eleanor lo condenó a seis meses de purgatorio, prohibiéndole el acceso al lecho conyugal y procurando no compadecerse de él cuando lo veía jugar a esposo penitente que acepta su castigo con viril resignación. Buck aunaba el cuidado de los niños y el trabajo del rancho, mientras su mujer se ocupaba de la recién nacida.

Aunque hizo lo posible por mantener una actitud fría y distante, Eleanor quedó impresionada al ver a Buck tan ducho en los tediosos detalles de lo que hasta entonces había sido competencia exclusiva de su mujer. Lo estaba haciendo bien. Muy bien. Cada mañana sacaba a Henry y Lane de la cama. Por las noches les daba la cena, los bañaba y los llevaba a acostar. Hacía la compra sin tener que pedir la lista a su mujer. La agasajaba con flores y cenas especiales, que Eleanor comía sin decir nada. Atento y cortés a todas horas, le dirigía tímidas sonrisas cada vez que ella se dignaba mirarlo.

Eleanor ignoraba cuántas avemarías hacían falta para expiar un adulterio, pero empezaba a pensar que Buck ya había hecho suficiente penitencia. Justo entonces, dos amigas compasivas cometieron el error de considerar que era hora de decirle lo que siempre le habían ocultado. Una mañana, a la hora del café, enumeraron en detalle las compañeras de cama que había tenido Buck durante los últimos años, entre ellas algunas mujeres a las que Eleanor contaba entre sus amistades.

Aun dándose cuenta de que lo mejor habría sido seguir el consejo de sus amigas y abandonar a Buck, Eleanor seguía reservando un pequeño recoveco de su corazón a la tímida esperanza de salvarlo. A veces miraba los pastos cubiertos de nieve desde la ventana de la cocina, y, viendo el cedro plantado en la chatarra del Ford T, se decía que todo era posible, que Dios no deja que nada se eche a perder sin llevar dentro una semilla de esperanza.

Al final volvió a admitirlo en su cama, aunque tardaría tres años en permitir que le hiciera el amor. Y no por falta de ganas: más de una vez se despertaba en plena noche hecha un volcán, tan ávida de caricias que necesitaba un esfuerzo supremo para no mover el brazo, despertar a Buck y dejar que la poseyera, haciendo del deseo absolución.

Fue de ese modo, precisamente, como se concibió a Luke. Y durante los meses que siguieron, mientras el último hijo del matrimonio crecía en el útero de su madre, Eleanor y Buck descubrieron en su coyunda una pasión que pareció sorprenderlo y excitarlo a él tanto como a ella. Aunque Eleanor nunca había hecho el amor con nadie más que con Buck, sólo entonces se le despertó del todo la carne a sus abrazos.

Pese a los años transcurridos, cuando Eleanor recordaba aquellos tiempos casi volvía a experimentar la dulce agonía, el sentirse morir en brazos de Buck, y se avergonzaba de haber ardido en semejante fuego. ¡Ojalá hubiera tenido la decencia de poner coto a sus instintos! Quizá entonces no le hubieran pesado tanto las sucesivas infidelidades de que había sido víctima. Mejor no haber conocido a Buck de esa manera; porque el nacimiento de Luke (tan hijo de ella, tan poco parecido a su padre) había puesto fin al brote de pasión.

Con la perspectiva de los años, Eleanor supuso que Buck debía de haberlo vivido como el final de otra aventura, una de tantas.

Recibía como propias las críticas de Buck a su segundo hijo varón; siendo como era Luke su viva imagen, también tenían que ser suyos la fragilidad del niño y sus fracasos.

Sus demás hijos habían tardado poco en aprender a dormir toda la noche, y a hacerlo con sus padres sólo en caso de enfermedad. Luke, en cambio, lloraba como un poseso, y la única manera que tenía Eleanor de tranquilizarlo era llevárselo a su cama y acunarlo hasta que se durmiera.

Al principio Buck insistió en devolver al niño a su cuna, pero Luke siempre volvía a despertarse y a llorar, y, pese a las objeciones paternas, Eleanor acabó dejando que se quedara con ella toda la noche.

Quedó así constituida la nueva geometría de sus vidas: Eleanor, cansada y a la defensiva; su marido, destronado, resentido y reincorporado en breve a sus correrías (que a partir de entonces Eleanor trataría de ignorar a toda costa, al tiempo que hacía ímprobos esfuerzos por considerarlas motivo de compasión); y aquel nuevo hijo varón, que se había interpuesto entre ellos de forma tan literal.

Tal fue el inicio del largo invierno de su matrimonio. A falta de deseo, y agotada en poco tiempo la amistad, ni siquiera les quedó cariño suficiente para consolarse mutuamente de la pérdida de Henry. El momento en que estuvieron más cerca de compartir su dolor fue el día después del entierro, durante una pelea. Al sorprender a Eleanor planchando la ropa del hijo muerto, Buck la había tratado de idiota. Ella le había preguntado qué esperaba. ¿Que la tirara a la basura?

Oyó que su marido se volvía. No tardó en roncar. Eleanor permaneció a la escucha, preguntándose con quién habría estado antes de volver a casa; y, después de tantos años, haciendo lo posible por que no le importara.

Al salir de El Último Recurso, donde habían tomado una cerveza después de la cena, Dan acompañó a Helen a la camioneta. Helen le dio las gracias por lo bien que se lo había pasado y le dio un beso en la mejilla.

—Angeles sobre tu cuerpo —dijo con el motor en marcha.

—Lo mismo digo.

Faltaba poco para medianoche, y el pueblo estaba desierto. Helen siguió conduciendo hasta el final de la parte asfaltada y se internó por el camino de grava que llevaba al valle. Tenía como copiloto a Buzz, que había estado durmiendo en la camioneta. Como era la primera vez que subía de noche, topó con ciertas dificultades después de abandonar la carretera principal, cerca de la cabecera del valle. No había ninguna indicación, y aunque Helen sabía que tenía que girar dos veces a la derecha y otra a la izquierda, se equivocó en un giro y acabó en un rancho. Alguien oyó ladrar a los perros y se asomó a una ventana del piso de arriba, un rectángulo de luz amarilla. Helen saludó con la mano y dio media vuelta. Se detuvo un poco más lejos para examinar el mapa con una linterna.

Por fin, al llegar al inicio del bosque, encontró cinco buzones en fila, señal de que faltaba poco para llegar a una curva medio escondida entre los árboles. A partir de ahí la tierra sustituía a la grava, y el camino, empinado y lleno de baches, serpenteaba por el bosque seis kilómetros más antes de llegar a Eagle Lake. Los buzones tenían colores distintos. El de Helen era blanco. Supuso que los demás corresponderían a cabañas o casas todavía desconocidas para ella. De momento, los únicos indicios de vida humana que había visto aparte de los buzones eran un autoestopista solitario y un camión enorme cargado de troncos que esa misma tarde había estado a punto de hacerla salir de la carretera.

Mientras la vieja camioneta avanzaba chirriando por el bosque, Helen pensó en lo que había intentado decirle Dan durante la cena. La mujer que cayera en brazos de Dan Prior no podía considerarse desafortunada. La propia Helen lo había comprobado varias veces. Encontró conmovedor que siguiera sintiendo algo por ella, y hasta se sintió halagada por unos instantes hasta que intervino su otro yo, el que insistía en echarle un jarro de agua fría cada vez que se sentía vagamente satisfecha de sí misma. Basta de estupideces, se dijo. El pobre Dan era un hombre divorciado y solo, y debía de estar desesperado por encontrar compañía.

Eagle Lake estaba situado en un claro de un kilómetro de diámetro, una superficie de hierba ligeramente cóncava que en las primeras semanas de verano se convertía en reluciente alfombra de flores. La cabaña ocupaba el borde occidental del prado, a unos treinta metros de la orilla, presidiendo una suave cuesta dividida por un arroyo donde iban a beber los ciervos al inicio y término del día.

Ahí estaban, justamente. Cuando la camioneta salió del bosque, sus faros iluminaron a ocho o nueve ciervos que levantaron la cabeza al mismo tiempo, aunque no parecían muy asustados. Helen frenó para observarlos, mientras Buzz, tan alerta como los ciervos, temblaba y gañía. Los ciervos dieron media vuelta y se alejaron sin prisas, hasta que el blanco de sus colas se perdió en el bosque.

Helen aparcó la camioneta al lado de la cabaña, dejando que Buzz saliera a explorar la zona. Contempló el cielo con la espalda apoyada en el capó. No había luna, y hasta las estrellas más remotas trataban de ocupar su puesto en el firmamento. Helen nunca había visto un cielo tan incandescente. Olía a pino, y no corría ni pizca de aire.

Helen respiró hondo y tosió. Estaba resuelta a dejar de fumar de una vez por todas. Para siempre. Ése era el último.

Se acercó a la orilla con el cigarrillo encendido, observando con sorpresa que la luz de las estrellas era suficiente para proyectar su sombra. Al borde del lago había una barca de madera. Debía de haber servido para pescar, pero el tiempo la había convertido en víctima de la podredumbre y los juncos. Helen tentó la solidez de la proa y, comprobando que aguantaba, se sentó en ella para fumar el último cigarrillo de su vida, mientras contemplaba el reflejo del cielo en el espejo del agua.

De vez en cuando oía a Buzz explorando el bosque, y en un momento dado le pareció oír pisadas de un animal más grande. Por lo demás todo estaba en silencio, sin siquiera el croar de una rana ni el zumbido de un insecto, como si el mundo hubiera enmudecido por respeto a la majestad del firmamento. Helen vio reflejarse en el agua la caída de un meteorito, e imaginó oír también su fragor desde aquella remota orilla del universo.

Llevaba sin ver estrellas fugaces desde su última noche en el cabo. Con los ojos cerrados, formuló el mismo deseo enrevesado de entonces, un deseo que no valía, porque en realidad eran tres: que Joel estuviera sano y salvo, que cumpliera su promesa de volver, y que para entonces quisiera estar con ella (esto último era lo que más dudas le merecía).

Se levantó y apagó la colilla con los dedos. Después se metió el filtro en el bolsillo, preguntándose qué extraña clase de idiota era capaz de preocuparse más por la salud del planeta que por la de sus pulmones ennegrecidos.

La mañana siguiente marcaría el inicio de dos cosas: una vida nueva, y la búsqueda del lobo. Se preguntó en qué parte del bosque estaría el animal. Se hallaría sin duda en plena caza, husmeando la oscuridad, esperando, vigilando con ojos amarillos o recorriendo el bosque en busca de su presa, cual sombra inasible.

Se le ocurrió aullar, por si obtenía respuesta. Dan siempre le había dicho que su aullido era el mejor de la profesión, que no había lobo en Minnesota capaz de resistirse a su llamada. Sin embargo, llevaba tantos años sin aullar que se sintió cohibida, a pesar de que su público se redujera a Buzz. Qué demonios, pensó al cabo. Carraspeó y levantó la cabeza.

La falta de práctica se tradujo en un primer aullido desastroso, semejante al rebuzno de un asno afónico. El segundo no salió mucho mejor. Sólo lo consiguió al tercer intento: un ronco gemido que fue creciendo en intensidad y altura, trazando una curva ascendente que acabó perdiéndose en la noche.

Si algún lobo lo había oído, no contestó.

La única respuesta fue la del eco, allá en lo alto de las montañas. Aun así, Helen tuvo escalofríos. Acababa de oír el lúgubre lamento de su alma desolada.