Aquel miércoles por la mañana Hope parecía el escenario de un rodaje salido de madre. La calle mayor era un ajetreo de vacas, coches y niños dispuestos a aturdirse entre ellos a golpes de instrumento musical. En lo alto, dos jóvenes hacían equilibrios sobre escaleras de mano, intentando colgar ristras de banderas de colores de un lado a otro de la calle. El pueblo se estaba preparando para la feria y el rodeo de todos los años.
Después de toda una mañana ensayando, la banda del instituto había empezado a desfilar por la calle con los nervios de punta, bajo la luz deslumbrante del sol de mediodía. Se suponía que estaban tocando Setenta y seis trombones, sin duda por iniciativa de algún bromista, ya que en la banda sólo había un trombón, y aun éste veía peligrar su supervivencia porque una corneta dos veces más alta que él acababa de amenazar con cargárselo si volvía a tocarle la espalda con el trombón. Ignorando las estridentes súplicas de su profesora, la pobre Nancy Schaeffer, los músicos empezaron a dividirse en dos bandos, gritando como locos mientras el ganado se arremolinaba en torno a ellos cual tropel de filisteos.
Al parecer nadie se explicaba del todo la presencia de las reses. O habían leído mal el calendario y se dirigían al recinto ferial, o alguien había escogido el peor momento para llevarlas a pastar al otro lado del pueblo. Los hombres que colgaban las banderas seguían trabajando como si nada, indiferentes a la respuesta. Sus escaleras se movían a merced del ganado, hasta que un choque frontal hizo que una se cayera y el que estaba encima de ella no tuvo más remedio que saltar al techo del porche del bar de Nelly, justo a tiempo de ver caer las banderas encima de las vacas, que, engalanadas de tal suerte, se las llevaron fuera del pueblo en alegre procesión.
El señor Iverson chasqueó la lengua y sacudió su cabeza cana.
—Cada año peor —dijo—. Hasta la banda es incapaz de tocar medio bien.
—Bueno, aún les quedan un par de semanas de ensayo —dijo Eleanor—. Y las vacas no se lo ponen fácil.
—Entre ruido y ruido prefiero el de las vacas.
Eleanor sonrió.
—En fin, más vale que me vaya a casa. Hay hombres hambrientos esperando el almuerzo.
Se despidió de Iverson y, cargada con dos bolsas de comida, caminó por la acera en dirección a donde había dejado el coche. Sólo quedaban unas cuantas vacas rezagadas, perseguidas por dos jóvenes a caballo a los que Eleanor no supo reconocer, y a quienes llovían insultos de tenderos y conductores impacientes, víctimas del atasco.
La banda parecía haber interrumpido sus ensayos, y las facciones enfrentadas se estaban dispersando.
Eleanor metió las provisiones en el maletero y lo cerró, recriminándose lo excesivo de sus compras. Al igual que casi todos sus vecinos solía ir una vez por semana al supermercado de Helena, el más grande de la zona, y sólo recurría a la tienda de Iverson para subsanar algún que otro olvido. Se sentía tan culpable en sus escasas visitas al establecimiento que siempre acababa comprando toda clase de artículos innecesarios, como los de aquellas dos bolsas. Estaba convencida de que los Iverson, taciturno matrimonio que llevaba al frente del negocio desde tiempos inmemoriales, eran conscientes del síndrome, y lo incentivaban poniendo cara de vinagre cada vez que entraba un cliente. Seguro que cuando volvían a estar solos armaban jolgorio y bailaban desenfrenadamente.
Eleanor se metió en el coche, notando el calor del asiento a través de su vestido de algodón. Cuando estaba a punto de arrancar vio que el letrero de EN VENTA seguía en el escaparate de la tienda de artículos de regalo de Ruth Michaels, al otro lado de la calle. Volvió a pensar en lo que le había dicho Kathy.
Hacía un mes, mientras cambiaban los pañales al pequeño Buck, Kathy había comentado que Paragon estaba en venta, y había planteado la posibilidad de que Eleanor la comprara. Desde su matrimonio, uno de los pasatiempos favoritos de Kathy era discurrir proyectos en que involucrar a su madre, a la que había propuesto de todo, desde ir a la universidad a practicar el yoga, pasando por abrir un restaurante y montar una empresa de venta por correo. Lo último era comprar la tienda de Ruth Michaels.
—No seas tonta —había dicho Eleanor—. No tendría ni idea de cómo administrarla. Ni siquiera sabría preparar un cappuccino.
—¿No ayudaste al abuelo en su tienda? Además no haría falta. Ruth no quiere dejarlo; lo que pasa es que pidió un préstamo demasiado elevado y ya no puede seguir. Podrías comprar una parte del negocio y dejar que siguiera encargándose de todo. Dependería de ti participar mucho o poco.
Kathy había echado por tierra todas las excusas de su madre. Desde entonces no había vuelto a surgir el tema, pero Eleanor le había dado muchas vueltas. A lo mejor era justo lo que le hacía falta. Casadas sus dos hijas, y con Luke a punto de entrar en la universidad, algo había que hacer para llenar el vacío.
En los viejos tiempos, antes de morir Henry, Eleanor solía llevar gran parte del papeleo del rancho, el mismo del que había pasado a encargarse Kathy. El tiempo había reducido sus actividades a la cocina, y le sorprendía la idea de haber disfrutado alguna vez entre fogones. A veces llegaba a tales extremos de aburrimiento y soledad que temía volverse loca.
Con Ruth Michaels sólo había cruzado algún que otro saludo, pero siempre le había parecido una mujer despierta y simpática. Cinco años atrás su llegada a Hope había provocado curiosidad y suspicacia entre la población; para ser más exactos, los hombres habían sentido curiosidad y las mujeres suspicacia, por motivos iguales en ambos casos: su piel morena y aspecto exótico, y el hecho de que fuera soltera. Al final la habían aceptado (dentro de los límites impuestos por su procedencia neoyorquina), y gozaba del aprecio general.
La tienda había causado muy buena impresión a Eleanor las pocas veces que había entrado. No vendía la típica bazofia para turistas (muñequitos de plástico, bolas con paisajes nevados y camisetas de vaquero con chistes impresos). El buen gusto de Ruth se notaba en su selección de joyas, libros y material gráfico.
Eleanor cruzó la calle sin haber tomado una decisión, procurando no pisar lo que habían dejado las vacas ni topar con los últimos músicos de la banda, tan acalorados como antes.
Ruth permitía que la gente pusiera notas y carteles en un tablón colgado del escaparate, donde se anunciaban ventas de objetos usados, cachorros para regalar y acontecimientos tales como comidas comunitarias o bodas a las que se invitaba a todo el pueblo. Eleanor vio que casi todos los anuncios tenían relación con la feria y el rodeo, y sonrió al ver uno donde ponía: «Se precisa trombón. Urgente. Llamar a Nancy Schaeffer ¡ya!». Debajo del tablón había un gato negro que dormía, aprovechando el sol que entraba por el escaparate.
La puerta tenía unas campanillas que sonaban al abrirla o cerrarla. Después del resplandor de la calle, los ojos de Eleanor tardaron un poco en acostumbrarse a la poca luz de la tienda. El ambiente era fresco y tranquilo, con música relajante y un denso aroma a café flotando por doquier. No se veía a nadie.
Eleanor avanzó con cuidado entre altas estanterías llenas de objetos de cerámica, juguetes de artesanía y mantas indias de colores vivos, poniendo cuidado en no chocar con la enorme proliferación de móviles y carillones colgados del techo, que tintineaban al dar vueltas y topar unos con otros. Había cestas llenas de pulseras hechas con crin trenzada y teñida, y vitrinas abarrotadas de joyas de plata.
De la cafetería, colocada al fondo de la tienda, llegaban silbidos y ruidos metálicos. Al acercarse, Eleanor oyó la voz de Ruth.
—¡Venga, pedazo de capullo! ¡Decídete!
No se veía a nadie. Eleanor estaba indecisa. No quería interrumpir una discusión privada.
—Una última oportunidad. O la aprovechas o no sales viva de aquí, ¿vale?
De repente, la enorme cafetera cromada de encima del mostrador soltó un chorro de vapor tremendo.
—¡Me cago en tus muertos! ¡Habráse visto cosa más inútil y asquerosa!
—¿Hola? —dijo Eleanor con timidez—. ¿Ruth?
Todo quedó en silencio.
—Si viene de parte del banco o de hacienda, no está.
La cabeza de Ruth se asomó lentamente al borde de la cafetera, con una mancha negra de aceite en la mejilla. Por un instante, al ver a Eleanor puso cara de susto, pero luego sonrió.
—¡Hola, señora Calder! Perdone, pero es que no la he oído. Esta máquina me va a matar, y no lo digo en broma. ¿En qué puedo ayudarla? ¿Quiere un café?
—Si va a explotar no.
—No, si sólo se porta mal cuando cree que no hay nadie.
—Tiene algo en la…
Eleanor señaló la mancha.
—Ah, sí. Gracias. —Ruth cogió un kleenex y se limpió la mejilla usando la máquina como espejo—. ¿Cree en los fantasmas?
—Me parece que sí. ¿Por qué?
—Le juro que esta cosa está encantada. La conseguí a muy buen precio en un local de Seattle que estaba a punto de cerrar. Ahora lo entiendo. ¿Qué tal un cafetito?
—¿Tiene descafeinado?
—¡Cómo no! La leche, ¿desnatada o normal?
—Póngamela desnatada.
—No vale la pena.
—Bueno, es que…
—No, si es el nombre que le he puesto a un descafeinado con leche desnatada. Sin cafeína ni nata no vale la pena. —Ruth se echó a reír de forma curiosa, con una risa ronca y casi vulgar que se le contagió a Eleanor en cuestión de segundos—. ¿Qué, la ha pillado la estampida?
—Me he salvado por pelos. ¡Pobres chicos!
—Siéntese, por favor.
Eleanor ocupó uno de los exiguos taburetes, mientras Ruth obligaba a la máquina a hacer dos cappuccinos. Llevaba tejanos gastados y una camiseta suelta de color violeta, con el nombre de la tienda estampado. Un pañuelo rojo recogía su oscura cabellera. Eleanor calculó que tendría entre treinta y cinco y cuarenta años, y le llamó la atención su gran atractivo.
Se preguntó qué habría provocado la expresión de pánico de Ruth al verla. Quizá fuera cierto que estaba esperando una visita de hacienda. Ruth sirvió el café a Eleanor.
—¿Y qué? ¿Ya ha encontrado comprador? —preguntó Eleanor—. Kathy me ha dicho que quiere encontrar un socio.
—¿Ha visto la cola que hay? No le interesa a nadie.
Eleanor tomó un sorbo de café. Estaba bueno. Se dijo: «Venga, dilo ya». Dejó la taza.
—Pues a mí a lo mejor sí.
Buck supuso que el ternero llevaba muerto unos días. No quedaba gran cosa; sus cuartos traseros casi habían desaparecido, a excepción de unos pocos huesos y trozos de piel masticada. Los despojos habían aparecido en lo alto de un profundo barranco, y lo que no se habían llevado los pájaros y otras alimañas lo había dejado tieso el calor del sol. Nat Thomas tenía serias dificultades para averiguar lo sucedido.
Estaba arrodillado delante del cadáver, revolviendo entre moscas y gusanos con su cuchillo y su fórceps. Alrededor todo estaba lleno de saltamontes. Nat, y antes de él su padre, llevaban muchos años prestando sus servicios al rancho Older, y Buck lo había llamado enseguida. Quería una opinión independiente, antes de que los agentes del gobierno empezaran a manosear el cadáver. Cierto, habían admitido que la muerte de Prince era obra de un lobo, pero era lo mínimo teniendo en cuenta que Kathy había visto a esa bestia maldita con sus propios ojos.
Buck no tenía mucha simpatía por el tipo ese de Fauna y Flora, Prior o como se llamara. Tampoco se fiaba de él. El otro, Rimmer, el de control de depredadores, parecía buen chaval, pero a la hora de la verdad, por mucho que disimulen, los funcionarios son funcionarios, qué demonios, y a todos les gustan los lobos.
Buck tenía a Clyde a su lado. Ambos miraban por encima del hombro de Nat. Era mediodía, y las rocas dispersas por el prado estaban tan calientes que hacían temblar el aire. Sólo se oía el ruido seco de los saltamontes al saltar, y algún que otro mugido que llegaba de más arriba, cerca del bosque. Buck todavía sudaba de lo empinada que era la cuesta. El coche de Nat se había quedado en la casa, y los tres habían recorrido el mayor trecho posible con la camioneta de Clyde, a la que habían tenido que dejar un kilómetro más abajo, al topar con terreno impracticable. El caballo habría sido mejor opción.
El ternero había sido descubierto por Clyde esa misma mañana, y lo que más molestaba a Buck era que Luke no lo hubiera encontrado antes. Justo después de la muerte de Prince el muchacho había recibido el encargo de llevar las vacas a pastar. Alguien tenía que vigilar al ganado si había lobos rondando, y nada impedía que ese alguien fuera Luke, visto que conocía el terreno y no servía para gran cosa más.
Buck le había dado instrucciones de fijarse especialmente en ese tipo de cosas, pero Luke no había sabido ver al ternero, sin duda porque se pasaba casi todo el tiempo en las nubes, soñando y leyendo, buscando huesos viejos o a saber qué. Buck no tenía ni idea de cómo convertirlo en un ranchero más o menos aceptable.
—¿Qué, Nat? ¿Cómo lo ves?
—La verdad, no tengo mucho por donde empezar.
—¿Cuánto lleva muerto?
—Pues tres o cuatro días.
—¿Crees que ha sido un lobo?
—Lo que está claro es que lo han dejado en los huesos. ¿Ves las marcas de dientes en el cuello? Señal de que ha sido un depredador con una mandíbula bastante grande, y no creo que se trate de un oso. A lo mejor un lobo, o un coyote. ¿Has buscado huellas por aquí cerca?
—Está demasiado seco —dijo Clyde—, y hay demasiados saltamontes.
—Puede que ese bicho ya se lo encontrara muerto.
—Mis vacas no se mueren solas, Nat. De sobra lo sabes.
—Ya, pero con lo poco que queda igual podría habérselo cargado un rayo o cualquier otra cosa…
—¿Un rayo? No fastidies, Nat.
—Bueno, bueno.
Al mirar el cadáver, Buck se fijó en algo y se agacho a recogerlo. Era un trozo de piel endurecida por el sol. Llevaba la marca del rancho Calder: «HC». Sopló para apartar a un saltamontes y examinó el trozo de piel desde todos los ángulos.
Algún ternero que otro hay que perder, claro. De vez en cuando siempre hay uno que se pone enfermo o se cae por un barranco. Hacía unos años que un oso había matado a dos antes de que un agente de control de depredadores se hiciera cargo de él. En aquella zona, criar ganado implicaba perder algunos terneros.
No obstante, hacía dos años que todos los animales volvían sanos y salvos de pasar el verano en esos pastos. Al ver su marca en el trozo de piel, Buck se puso furioso.
Estaba seguro de que el culpable era un lobo, ¡y vaya si lo demostraría! Debía de ser el mismo que había matado al perro de Kathy, una de esas bestias dañinas que habían dejado sueltas por Yellowstone los gilipollas del gobierno. ¡Y encima les pedían mantenerse al margen y dejar que se merendaran terneros de quinientos dólares! Daba ganas de vomitar. Buck no estaba dispuesto a soportarlo.
Tiró el trozo de piel y lo vio rebotar por el barranco como las piedras planas que se tiran al agua.
—A ver, Nat, ¿estás dispuesto a darme la razón si digo que es un lobo, o no?
El veterinario se levantó y se rascó la cabeza. Buck se dio cuenta de haberlo puesto en un brete. Se conocían desde niños. Ambos eran conscientes de que Nat y su padre habían obtenido ingresos sustanciosos gracias al rancho.
—Me lo pones difícil, Buck.
—De viejo no se ha muerto, eso seguro.
—Ya, pero…
—Y ya has dicho que no ha sido ningún oso.
—No lo descarto al cien por cien.
Buck le pasó un brazo por los hombros. Nat era bajo, y a su lado Buck parecía un gigante.
—Somos buenos amigos, Nat, y no quiero poner palabras falsas en tu boca, pero ya sabes cómo son esos ecologistas. Se desvivirán por hacer ver que no ha sido uno de sus maravillosos lobos. Sólo quiero que me des argumentos, un poco de munición.
—Podría ser.
—A esa gente no se la convence con medias tintas. A ver, que me aclare. ¿Qué posibilidades hay de que fuera un lobo? ¿Noventa por ciento? ¿Ochenta? Dímelo tú.
—No tanto, Buck.
—Pues setenta y cinco.
—Mira, no lo sé. Puede ser.
—Setenta y cinco. Perfecto. —Buck soltó los hombros del veterinario. Ya tenía lo que buscaba—. Gracias, Nat. Eres un amigo. Ya puedes volver a colocar la lona, Clyde.
Clyde echó encima del ternero muerto una lona vieja de color verde que habían traído dentro de la camioneta. Una nube de saltamontes saltó en todas direcciones. Después de consultar su reloj, Nat Thomas dijo que tenía que irse, porque llegaba tarde a su siguiente cita.
Buck sabía que el pobre no tenía ningunas ganas de esperar a que llegaran los federales. Le dio una palmada en la espalda y emprendieron juntos el descenso.
—Te llevo. Venga, Clyde, a llamar a los melenudos.
—¿No bajas a comer, Luke?
Luke abrió los ojos y vio a su madre de pie al lado de la cama.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, sí. Estaba haciendo unos ejercicios. Debo de haberme quedado dormido.
Su madre le apartó unos mechones de la frente y sonrió, pero Luke leyó en sus ojos que algo andaba mal. Se incorporó, puso los pies en el suelo y empezó a calzarse las botas.
—¿Qué pasa?
Su madre apartó la mirada y suspiró.
—¡Mamá!
—Clyde ha encontrado un ternero muerto. Tu padre está aprovechando para armar un escándalo.
—¿Do… dónde?
—A saber.
—¿En los pastos de arriba?
Su madre lo miró y asintió con la cabeza.
—¿Y cree que ha sido un lobo?
—Sí, y Nat Thomas también. Date prisa, que ya están todos abajo. Cuanto menos dure mejor.
Luke siguió a su madre por el pasillo en dirección a la escalera. ¿Qué iba a decir? Seguro que su padre le echaba la culpa. ¿Se podía saber cómo lo había encontrado Clyde? Además, ¿qué era eso de espiarlo?
Hacía dos días que Luke había topado con el ternero muerto, rodeado de huellas recientes de lobo y algunos excrementos. Había arrastrado el cadáver hasta el fondo del barranco y lo había tapado con piedras. En cuanto a las huellas, las había barrido con una rama de pino. La operación final había consistido en hacer desaparecer los excrementos. Luke no había previsto que nadie echara en falta al animal antes del otoño, cuando bajaba el ganado y se hacía el recuento de cabezas.
Al acercarse a la puerta de la cocina oyó conversar a los comensales. Clyde hablaba con Ray y Jesse, dos jornaleros que estaban colaborando en la siega, y les contaba entre risas lo que había dicho Nat Thomas, pero se quedó callado en cuanto vio a Luke. Todos se volvieron hacia el muchacho. Su padre presidía la mesa.
—Hola, Luke —dijo—. ¿Has dormido bien?
—Esta… ta… ba…
—Siéntate a comer, que se está enfriando.
Luke se sentó al lado de Ray, que lo saludó con la cabeza.
—¿Qué tal va eso, Luke?
—Bi… bi… bien.
Su madre le estaba cortando un trozo de pastel de carne, uno de los pocos platos de carne que le gustaban. Luke, sin embargo, no tenía hambre. Casi todos habían acabado.
—Bueno, a lo que iba —prosiguió Clyde—. Eso que empieza a rascarse la cabeza y a ponerse nervioso, diciendo que si se lo ponen difícil, que si esto, que si lo otro, y entonces va Buck y le dice: «De viejo no se ha muerto, eso seguro.»
Clyde se echó a reír como loco, y los jornaleros también. Luke sabía que su padre lo estaba mirando, pero mantuvo la vista fija en el plato, que su padre llenó de ensalada y patatas antes de ponérselo delante y empezar a servir por segunda vez a los jornaleros.
—Bueno, Luke —dijo su padre—, ya sabes que hemos encontrado un ternero muerto.
Como tenía la boca llena, Luke asintió con la cabeza. Su padre esperó a que contestara.
—Sí. ¿Do… do… dónde lo habéis encontrado?
—Por Ripple Creek —dijo Clyde—. ¿Sabes el barranco que hay paralelo a la parte baja del prado?
—Ajá.
—Pues ahí encima.
Advirtiendo que era una cuestión familiar, los jornaleros se concentraron en la comida. Buck no había dejado de mirar a su hijo.
—¿No me habías dicho que inspeccionabas la zona a diario? —preguntó.
—Sí, pe… pe… pero no siempre bajo al barranco. Voy siguiendo el borde.
—Es donde estaba, en el borde, en pleno descampado.
Luke supuso que algún animal había encontrado el cadáver y vuelto a llevarlo arriba. ¿De qué animal podía tratarse? Quizá habían vuelto los lobos.
—¿Qué lo ma… ma… ma…?
—¿Que qué lo mató?
—Sí.
—A Nat Thomas le parece que un lobo. El tal Prior está intentando localizar a Bill Rimmer para venir juntos esta tarde. Lo que me preocupa es saber cuántos terneros muertos hay aparte de éste.
—No creo que haya…
—Dijiste que te apetecía hacerlo, Luke. Si quieres seguir con el trabajo tendrá que ser como Dios manda. ¿De acuerdo?
Luke asintió con la cabeza.
—Sí.
—De lo contrario tendremos que hacer que se encargue Jesse.
—¡Uf! —dijo Ray, pasándose la mano por la frente con una sonrisa—. ¡Qué bien! Al menos no me comerán los lobos.
La risa general atenuó un poco la tensión del ambiente. Primero se levantó Buck y después Clyde, como atado a él por hilos invisibles.
—De todos modos lo más seguro es que no haya sido un lobo —dijo la madre de Luke.
—Pues Nat Thomas no opina lo mismo —contestó Buck mientras se ponía el sombrero.
Su mujer siguió fregando platos sin mirarlo.
—Si le das diez dólares Nat Thomas jurará que ha sido el ratoncito Pérez.
Cuando oía a su madre decir esas cosas, Luke se daba cuenta de lo mucho que la quería.
Pese a las muchas cosas que le había contado Dan sobre él, Helen se llevó una sorpresa al conocer a Buck Calder. Su presencia física era abrumadora. Hacía que los demás parecieran rémoras alrededor de un tiburón.
Dan hizo las presentaciones en casa de los Calder, diciendo a Buck que Helen acababa de incorporarse al equipo para ayudarlos a encontrar al lobo (en singular). Buck dio la mano a Helen, una mano enorme y más fría de lo normal, y tardó un poco más de la cuenta en retirarla, mirando fijamente a la joven con sus ojos claros. La mirada era tan directa, tan íntima, que Helen no pudo evitar sonrojarse. Cuando Buck le propuso ir hasta el prado con la camioneta, Helen contestó con cierta precipitación que no, que no se molestara, que ya subiría con Dan y Bill Rimmer. Después, en el coche, Dan se dedicó a gastarle bromas.
—Tú te lo has perdido, Helen.
—¡Uf! Mi madre diría que tiene «ojos de cama».
—¿Ojos de cama? —inquirió Bill.
—Sí. La primera vez que se lo oí era muy pequeña, y pensé que significaría algo así como cara de sueño, qué sé yo. Hasta que un día me oyó decir a Eddie Horowitz, el hijo de los vecinos, que tenía ojos de cama. Ese día me llevé una bofetada.
Bill Rimmer rió a carcajadas. Parecía simpático.
La llamada del yerno de Calder a la oficina había coincidido con el momento en que Helen y Dan, que tenían intención de ir a ver la cabaña, cargaban en la Toyota el equipo de Helen y la tonelada de provisiones que acababan de comprar en el supermercado. Todo se había quedado en la camioneta.
Y ahí estaban, junto a la supuesta víctima del lobo, con las botas metidas en un hervidero de saltamontes.
Bill Rimmer estaba de rodillas delante del cadáver, examinándolo sin prisas. Al lado de Helen, Dan manipulaba la cámara de vídeo. Al otro lado de los restos, Calder y su yerno aguardaban el veredicto.
A Helen le pareció una farsa, y a Dan también, a juzgar por cómo la había mirado de reojo al retirar Clyde la lona y emprender el vuelo un número de moscas suficiente para dejar a la vista los despojos del ternero. Quedaba demasiado poco para averiguar de qué había muerto. Tanto podían haberle pegado un tiro como podía haberle fallado el corazón.
Se oyó un relincho. Helen miró al fondo del barranco y vio acercarse a caballo al hijo de Calder. Ya lo había visto antes en la casa, pero nadie se había tomado la molestia de presentárselo. Se había fijado enseguida en lo guapo que era, y le había parecido raro verlo escuchando en un rincón, sin intervenir en las explicaciones de su padre y Clyde.
En cierto momento Helen lo había sorprendido mirándola con aquellos ojos verdes tan penetrantes. El muchacho había apartado la vista de inmediato, a pesar de la sonrisa que le dirigían. Después lo habían adelantado con la camioneta, y Dan había explicado a Helen quién era.
Luke desmontó bastante antes de llegar y se quedó al lado del caballo, acariciándole el cuello. Helen volvió a sonreírle; esta vez el chico la saludó con la cabeza antes de mirar a los demás.
Rimmer se había levantado.
—¿Y bien? —preguntó Calder.
Rimmer respiró hondo antes de contestar.
—¿Dice usted que esto es lo que vio Nat Thomas por la mañana?
—Hará unas tres horas.
—Pues no entiendo cómo puede decir que lo mató un lobo.
Calder se encogió de hombros.
—Cuestión de experiencia, supongo.
Rimmer pasó por alto el insulto.
—Verá, señor Calder, de esto no puede deducirse gran cosa. Podemos llevárnoslo y someterlo a una serie de pruebas…
—Creo que sería mejor que lo hiciera Nat —lo interrumpió Calder.
—Eso tendríamos que decidirlo nosotros; de todos modos, dudo que las pruebas proporcionen algo más que una aproximación. Tanto Dan como Helen han visto bastantes casos de reses atacadas por depredadores. ¿Tú qué dices, Dan?
—Pues me temo que lo mismo.
—¡Vaya, qué sorpresa! —repuso Calder con tono sarcástico—. ¿Y usted, señorita Ross? ¿Tiene inconveniente en emitir su opinión?
Helen volvió a sentir él poder de la mirada de Calder. Carraspeó, confiando en que su voz no delatase su nerviosismo.
—No puede afirmarse que no haya sido un lobo, pero tampoco quedan indicios de lo contrario. ¿Alguien ha buscado huellas antes de llenarse el suelo de pisadas?
—Pues claro —dijo Clyde a la defensiva, dirigiendo a su suegro una mirada fugaz—. Es un terreno demasiado duro, con demasiadas rocas.
—¿Y excrementos?
—No, de eso tampoco había.
Dan tomó la palabra.
—Si nos hubiera llamado primero a nosotros, señor Calder, tal vez hubiéramos podido…
—A quien llame o no es cosa mía —replicó Calder con dureza—. Y, con todos los respetos, creo que la opinión de Nat Thomas es bastante más objetiva que la de otros, y no miro a nadie.
—Lo que quiero decir es que entiendo que haya querido hacer subir a Nat, pero si…
—¿Dice que lo entiende?
—Sí.
—Pues yo creo que los del gobierno no entienden nada. Dejan lobos sueltos, permiten que maten a nuestros animales domésticos y ahora a nuestro ganado, y encima hacen ver que la culpa no es suya.
—Mire, señor Calder…
—No me convierta en su enemigo, Prior. No sería buena idea.
Calder volvió la vista hacia el valle, y nadie dijo nada durante un rato. Un águila chilló en lo alto de las montañas. Calder sacudió la cabeza, miró el suelo y empujó una mata de salvia con la punta de la bota. Los saltamontes se dispersaron.
A Helen le pareció increíble. Todos los presentes eran personas adultas, y aun así Calder los tenía pendientes de sus palabras, como colegiales traviesos en el despacho del director. Siguieron mirándolo en espera de que dijera algo, hasta que Calder dio señas de haber llegado a una conclusión.
—Bueno —dijo, y después de otra pausa miró a Dan—. Bueno. Dice usted que esta jovencita va a dedicar al tema todos sus esfuerzos.
Se limitó a señalar a Helen con la cabeza, sin dignarse ponerle los ojos encima.
—En efecto.
—Entonces más vale que lo haga bien y rápido. Porque le diré una cosa, señor Prior: si pierdo otro ternero puede que tengamos que tomar cartas en el asunto.
—Supongo que no hace falta que le recuerde la legislación sobre…
—No señor, ninguna falta.
Dan y Calder intercambiaron miradas hostiles, y ninguno de los dos estaba dispuesto a ser el primero en apartar la vista. Helen se dio cuenta de que Dan estaba fuera de sus casillas. No la habría sorprendido verlo saltar por encima del cadáver para dar al ranchero un puñetazo en la mandíbula. De repente Calder sonrió como si nada y, mostrando a Helen su blanca dentadura, reactivó todo su encanto.
—¿De modo que va a vivir ahí arriba, al lado de Eagle Lake?
—Eso es. Subiré ahora mismo.
—Puede ser un lugar muy solitario.
—Estoy acostumbrada a la soledad.
Calder le dirigió una mirada de contenido tan explícito como si le hubiera dicho: «¿En serio? ¡Una monada como tú!» Era como esos tíos libidinosos que tocan la rodilla a sus sobrinas.
—Pues nada, Helen, cualquier día de éstos se viene a casa a cenar y nos explica cómo le va.
Helen sonrió.
—Muchas gracias. Será un placer.