Luke Calder se apoyó en el respaldo de su silla y esperó a que la logopeda rebobinara la cinta de vídeo. Acababan de grabarlo leyendo toda una página de Vida de este chico. Luke sólo se había parado una vez, y aunque le había costado mucho seguir estaba satisfecho consigo mismo.
Miró por la ventana y vio un camión con dos remolques de ganado traqueteando delante de un semáforo en rojo. Una hilera de hocicos rosados y húmedos se asomaba a los listones. Eran poco más de las nueve de la mañana, pero el sol ya convertía las calles de Helena en verdaderas estufas. De camino a la consulta, Luke había oído anunciar lluvia por la radio. Casi no había caído ni una gota en todo el verano. El semáforo cambió a verde, y el camión de ganado se puso ruidosamente en marcha.
—Bueno, Luke, a ver qué tal ha quedado.
Joan Wilson llevaba cerca de dos años ayudando a Luke con su tartamudez. Luke se sentía a gusto en su presencia. Era una mujer corpulenta y simpática, quizá unos años mayor que su madre, con mejillas sonrosadas y ojos que se escondían tras ellas al sonreír. Su colección de pendientes exóticos debía de ser infinita; a Luke le parecía raro, ya que por lo demás iba vestida como una profesora de catequesis.
Joan trabajaba para una cooperativa que prestaba sus servicios a algunos de los colegios más aislados de la región. Las visitas semanales a la consulta siempre habían sido del agrado de Luke. Al principio compartía las sesiones con un chico más joven, Kevin Leidecker, hecho difícil de asimilar para Luke, porque la tartamudez de su compañero era mucho menos acentuada que la suya.
La simpatía de Luke por Leidecker se había disipado al oírlo un día en el vestuario, haciendo una imitación de Cookie Calder en pleno forcejeo con el «ser o no ser». Le salía tan bien que los otros niños casi se hacían pipí de risa. El apodo de Luke (algunos preferían Cooks o Cuckoo) procedía del penoso tartamudeo en que solía incurrir cuando le preguntaban su nombre.
Hacía un año que los Leidecker se habían mudado a Idaho, y desde entonces Luke disponía de Joan para sí solo. Durante las vacaciones escolares se volvían las tornas, y cada miércoles por la mañana, en lugar de recibir a Joan en casa, Luke iba en coche a la clínica privada.
Ya habían usado el vídeo unas cuantas veces, casi siempre para practicar técnicas nuevas o ayudar a Luke a ver lo que hacía físicamente cuando se quedaba en blanco. Lo de aquel miércoles se debía a que en los últimos tiempos, además de la rigidez de boca que siempre había notado, Luke había empezado a parpadear y torcer el cuello hacia la izquierda. Según Joan se trataba de algo normal. Eran las llamadas «características secundarias». El vídeo servía para que los dos examinaran con detalle lo sucedido y vieran si había algo que hacer.
En su primera sesión con el vídeo Joan había tenido miedo de que a Luke le afectara verse en la pantalla; pero no, sólo se había encontrado un poco tonto. Era como tener delante a un desconocido. Su voz sonaba rara, sobre todo cuando tenía que decir una palabra peligrosa y empezaba a sonreír con cara de lelo. Joan siempre le decía que era muy guapo, pero eso eran chorradas de terapeuta; muy amables, pero chorradas al fin y al cabo. Luke se veía a sí mismo como un pájaro asustado, a punto de salir volando en menos de un segundo.
El Luke de la pantalla se las estaba arreglando muy bien. Pronunciaba de corrido palabras que lo habían dejado fuera de combate en más de una ocasión, palabras con emes y pes como «música» y «París». Todo le parecía fácil en comparación con lo que estaba por llegar.
Ya había reparado en ello de antemano, y cuanto más se acercaba más seguro estaba de fracasar. Oyó prepararse al Luke de la pantalla, como el motor de un coche subiendo por un puerto de montaña; y, justo al llegar a la eme de «Moulin Rouge», aspiró una bocanada de aire, se le cerró la boca y sus esfuerzos se tradujeron en incipientes parpadeos. Se había empotrado en el muro de ladrillos, y se quedó pegado a él un buen rato. Cinco segundos, seis, siete…
—Pa… parezco un pez.
—Mentira. Muy bien, lo pararemos aquí.
Joan pulsó el botón de pausa y dejó al Luke de la pantalla a mitad de un parpadeo, confirmando lo dicho por su tocayo real.
—Mira, un pez.
—Lo veías venir.
—Sí.
—¿Tiene algo que ver con que fuera en francés?
—No lo sé. No creo. Ta… tampoco es tan difícil. ¡Pero ojalá no pa… parpadeara de esa manera!
Joan rebobinó la cinta y volvió a pasar el mismo trozo, con la diferencia de que esta vez indicó a Luke el momento en que se ponía tenso. La contracción de los músculos de la cara y el cuello se advertía a simple vista. Le hizo decir la frase varias veces y pensar en lo que estaban haciendo su lengua y mandíbula. Después le pidió que volviera a leer el texto entero, y en esta ocasión, pese a algunas repeticiones y bloqueos sin importancia, Luke no parpadeó ni torció el cuello.
—¿Lo ves? —dijo Joan—. Tenías razón. Tampoco era tan difícil.
Luke se encogió de hombros y sonrió. Ambos sabían que una cosa era tener éxito en la consulta y otra en la vida real. A veces Luke se pasaba toda una hora hablando con Joan sin que se le trabara la lengua; después, en casa, una pregunta sencilla hecha por su padre lo dejaba en blanco, aunque la respuesta fuera sí o no.
Las conversaciones con Joan no contaban, como tampoco su costumbre de hablar con los animales. Era capaz de pasarse el día hablando con Ojo de Luna o los perros, como si nunca hubiera sido tartamudo. No era como el mundo real, donde las palabras tenían tantísima importancia. Aparte de Joan sólo había una persona en el mundo con quien Luke pudiera hablar con fluidez (bueno, dos contando a Buck júnior, que aún no entendía ni jota, hecho que sin duda facilitaba las cosas). Esa persona era su madre.
A diferencia de los demás, Eleanor no apartaba la vista cuando veía a su hijo en problemas; y cuando a Luke se le trababa la lengua, su madre se limitaba a esperar pacientemente, hasta que la tensión abandonaba al muchacho como cuando se vacía una bañera. Siempre había sido así.
Luke se acordaba de cuando su madre lo cogía en mitad de la cena y se lo llevaba a lugar seguro, después de que su padre insistiera en oírle pedir las cosas como Dios manda. Luke se quedaba como pasmado, tanto más rojo cuanto más iba creciendo la pared entre él y la palabra que intentaba decir. Llegaba un punto en que rompía a llorar; entonces su madre corría a buscarlo y se lo llevaba a otra habitación. Se quedaban sentados a oscuras, oyendo echar pestes al padre de Luke, hasta que se oía un portazo y el motor de un coche.
El mundo real era aquello: un lugar donde palabras tan insignificantes como «leche», «mantequilla» o «azúcar» podían hacer que un huracán sacudiera toda la casa, dejando a su paso a gente sollozando, vociferando y temblando de miedo.
Después de la sesión de vídeo Joan pidió a Luke que tartamudease a propósito, para acostumbrarlo a controlar la dicción. Dijo que también podía servir para los parpadeos, y le aconsejó practicar a solas ese ejercicio y otros. El último que había estado practicando consistía en emitir ruidos sin sentido, hacer que la voz fluyera como un río y, a continuación, dejar que las palabras flotaran sobre ella.
Después pasaron al role-play, ejercicio que servía más que nada para divertirse y solía acabar con los dos desternillándose de risa. Joan era una actriz frustrada, y siempre daba lo mejor de sí. La semana anterior había adoptado la identidad del dueño de un chiringuito durante un partido de béisbol. Luke tenía que comentar el partido y pedir al malhumorado personaje palomitas y dos refrescos de cola. Siempre conseguía desbaratar la compostura de Joan con algo inesperado, como su petición de mano de la semana anterior. Hoy tenía que vérselas con una policía malcarada que acababa de interceptarlo por exceso de velocidad. Joan le miró la documentación, se la devolvió y le olió el aliento. Luke tuvo que aguantarse la risa.
—¿Ha estado bebiendo?
—No mucho, señora.
—¿No mucho? ¿Cuánto?
—Cinco o seis cervezas, nada más.
—¡Cinco o seis cervezas!
—Sí, y una bo… botella de whisky.
Luke vio que a Joan le temblaba la boca.
—Pues acaba de caerle una multa.
Como siempre que estaba a punto de reír, Joan evitó mirar a Luke a los ojos. Negó con la cabeza y fingió escribir algo en un bloc. Después arrancó la hoja y se la tendió a Luke, que la leyó. Era la lista de la compra.
—No lo entiendo, se… señora.
—¿El qué?
—Me ha puesto una multa por unas galletas y unas medias.
Aquello fue el acabóse. Joan perdió la compostura, y la risa les duró hasta las diez, hora de acabar la sesión. Se levantaron y Joan pasó un brazo por detrás de los hombros de Luke.
—Vas muy bien. ¿Lo sabías?
Luke sonrió y asintió con la cabeza. Joan dio un paso hacia atrás y lo miró fijamente. Afirmar con la cabeza estaba terminantemente prohibido, como todo lo que sustituyera a las palabras.
—Vo… voy muy bien. ¿Vale así?
—Sí.
Joan salió con Luke de la consulta y lo acompañó por el pasillo que llevaba a recepción.
—¿Tu madre qué tal?
—Bien. Me dijo que te diera recuerdos.
—¿Sigues pensando dejar la universidad para dentro de un año?
—Sí. A mi padre le parece bu… buena idea.
—¿Y a ti?
—Pues no sé… Supongo que sí.
Joan lo miró atentamente, como si llevara la mentira pintada en la cara. Luke sonrió.
—Que sí, en serio —dijo.
Joan conocía las relaciones de Luke con su padre. Era un tema que habían tratado desde el principio, y aunque un sentido absurdo de la lealtad hubiera llevado a Luke a ocultarle muchas cosas Joan tenía la convicción de que el señor Calder era el principal responsable de la tartamudez del chico. De todos modos, Luke solía tener la sensación de que la antipatía era más honda, y que quizá tuviera que ver con lo sucedido a una de sus predecesoras, una mujer mucho más joven que Joan de quien se había encaprichado el señor Calder. Se llamaba Lorna Drewitt, y llevaba un año atendiendo a Luke cuando éste descubrió lo que estaba pasando.
Fue durante las vacaciones de Navidad del año en que Luke cumplía los doce. Su padre fue a buscarlo a la clínica y le mandó esperar en el coche mientras «hacía cuentas» con la señorita Drewitt. Tras diez minutos de espera en la oscuridad del aparcamiento, un hombre dio unos golpecitos en la ventanilla y dijo que no podía sacar el coche, que a ver si podían mover el suyo para dejarlo salir.
Luke volvió corriendo a la clínica para avisar a su padre, y no se le ocurrió llamar a la puerta de Lorna. Irrumpió en la consulta como un idiota, y en la décima de segundo que tardaron en separarse los vio arrimados al archivador. Reparó con toda claridad en la mano de su padre, que acariciaba uno de los pechos de Lorna por debajo de la blusa.
Lorna se alisó la ropa en un santiamén y fingió buscar algo en el archivador. Luke, mientras tanto, se daba cuenta de estar poniéndose rojo por momentos. Intentó decir que fuera había un hombre con problemas para sacar su coche, pero se encalló en la primera eme y permaneció inerme como una ballena varada en la playa, hasta que su padre acudió junto a él y le dijo con calma:
—Muy bien, hijo. Ve a decirle que ahora voy.
El regreso a casa transcurrió en silencio, y nunca se habló de lo que el padre de Luke debía de saber que había visto su hijo. Fue la última vez que Luke vio a Lorna Drewitt, aunque tiempo después oyó decir que se había ido a vivir a Billings, ciudad a la que el señor Calder seguía realizando frecuentes viajes de negocios.
Luke no habría sabido decir con certeza si Joan estaba enterada del incidente o de otro similar. Quizá sólo conociera la fama de mujeriego de Buck Calder, algo sabido de sobra, según había averiguado Luke en el colegio cierto tiempo después de lo ocurrido con Lorna. Fuera cual fuese el motivo, Joan no hacía ningún esfuerzo por ocultar sus sentimientos, y se disgustó mucho al decirle Luke por primera vez que en otoño no iría directamente a la universidad. Según ella, cuanto antes se fuera Luke mejor para él y su tartamudez.
Se despidieron en el vestíbulo de la clínica. Luke se puso el sombrero y se dirigió al aparcamiento bajo un sol de justicia.
Saliendo en coche de Helena, pensó en lo que le había dicho Joan sobre la necesidad de marcharse. Probablemente tuviera razón. Luke no tenía la menor duda acerca de los motivos por los que su padre quería tenerlo todo un año trabajando en el rancho antes de ir a la universidad.
Luke tenía la ilusión de estudiar biología en la Universidad de Montana, con sede en la ciudad de Missoula. Su padre, que tenía a dicho centro por un hervidero de liberales y ecologistas melenudos, prefería que Luke siguiera el ejemplo de Kathy y estudiara gestión de industrias agropecuarias en un lugar más acogedor para los rancheros: la universidad estatal de Montana, sita en Bozeman. Confiaba en que un año en contacto con la realidad diaria del rancho hiciera entrar en razón a su hijo.
Luke no tenía inconveniente en seguirle el juego, si bien por motivos muy distintos.
De ese modo podría seguir observando a los lobos. Y quizá, de confirmarse sus temores, protegerlos.
Cuando llegó al rancho no vio señales de que hubiera nadie en casa. El coche de su madre no estaba. Supuso que habría ido a ver a Kathy, o a dar una vuelta por el pueblo. Reconoció el coche del veterinario de la zona, Nat Thomas. Aparcó su viejo jeep al lado y se apeó. Los dos pastores australianos de la familia salieron corriendo a recibirlo y lo acompañaron dando saltos por la cuesta polvorienta que llevaba a la casa.
Al entrar en la cocina dijo hola, pero nadie contestó. Su madre había dejado algo haciéndose en el horno. Olía bien. En cuanto fuera hora de comer vendrían todos. El único día en que Luke se sentaba a la mesa con los demás era el miércoles, después de su sesión con Joan. Los otros días, desde que su padre le había encargado llevar a pacer al ganado, cogía bocadillos y se los comía solo. No le molestaba en absoluto.
Subió a su habitación a ponerse la ropa de montar, para poder salir directamente después de comer.
Su habitación estaba en el piso de arriba, en la esquina sudoeste de la casa. La ventana que daba al oeste tenía vistas sobre la cabecera del valle, donde empezaba el bosque, y también sobre las montañas, cuyas cimas solían estar cubiertas de nubes.
En realidad eran dos habitaciones convertidas en una. La otra mitad, separada por un arco, había pertenecido a su hermano. Aunque los años transcurridos desde el accidente habían llevado a Luke a colonizar una parte, la presencia de Henry seguía haciéndose notar.
Todavía había ropa suya en el armario, así como estanterías llenas de fotos de instituto, trofeos deportivos y una colección de revistas de caza. La que fuera posesión más preciada de Henry colgaba de un gancho en el estante inferior: un guante de béisbol con la firma desleída de una estrella caída en el olvido. Ponía: «Duro con ellos, Henry.»
A veces Luke se preguntaba si en alguna ocasión sus padres se habrían planteado hacer limpieza general. Suponía que no debía de ser fácil decidir el destino de las posesiones de un hijo muerto. Esconderlas podía ser tan malo como dejarlas en su lugar.
En la mitad que ocupaba Luke las estanterías estaban llenas de libros y un batiburrillo de cosas encontradas por la montaña. La colección, digna de un museo, incluía piedras peculiares por su color, dibujo o forma, viejos trozos de madera que parecían caras de gnomos y fragmentos fósiles de huesos de dinosaurio. También había garras de oso, plumas de águila y búho y cráneos de tejón y lince rojo.
Entre los libros apilados había algunos que Luke nunca se cansaba de leer (Jack London, Cormac McCarthy y Aldo Leopold), amén de toda clase de libros sobre animales. Así como otros chicos esconden revistas pornográficas en su biblioteca, Luke hacía lo mismo con los libros de lobos. Tenía más de una docena, algunos ya viejos, como el de Stanley P. Young, pero otros, los más, obra de escritores más modernos, como Barry López, Rick Bass y el gran especialista en lobos David Mech.
Luke consultó su reloj de pulsera. Faltaba una hora para que viniesen a comer. Decidió matar el tiempo haciendo algunos de los ejercicios de voz de Joan. Se estiró en la cama, cerró los ojos e inició lo que Joan llamaba «exploración corporal». Su respiración se volvió más lenta y profunda. Fue relajando a conciencia todos los músculos de su cuerpo, emitiendo un suave gemido a cada espiración. Poco a poco se notó menos tenso.
A continuación, como le había aconsejado Joan, imaginó que su voz era un río salido de su boca, y que estaba en su mano hacer que cualquier palabra, cualquier tontería que se le ocurriera, flotara plácidamente en ese río que fluía entre él y el mundo.
—Me vuelve loco el pastel de coco. Va flotando el pastel, y tú flotas con él…
El río siguió su curso más allá de la puerta abierta, inundando el pasillo, donde un rayo de sol iluminaba el polvo que flotaba en el aire. Después bajó por la escalera, explorando la casa silenciosa.
—Flota que flotará el pastel de mamá.
Después de un rato su voz se volvió soñolienta y pausada, como si el río estuviera formando un lago y el agua girara lentamente, llenando la casa hasta que Luke acabó por dormirse. Volvió a reinar el silencio. Sólo se oía mugir un ternero a lo lejos.
Así solía estar la casa en los últimos tiempos: silenciosa, sin más presencia que la de los recuerdos. Llevaba así desde que se habían marchado las hermanas de Luke, primero Lane, casada con un agente inmobiliario de Bozeman, y luego Kathy.
Donde más se notaba era en el salón, al que daban todas las demás habitaciones de la planta baja. Era una sala espaciosa, con parquet de cedro y revoque blanco en las paredes, reforzadas por gruesos maderos de pino. Al fondo había una chimenea de piedra donde en las noches de invierno crepitaban grandes troncos, tan lentos en consumirse que sus brasas duraban hasta la mañana siguiente. La campana de la chimenea era de hierro negro y llegaba hasta las pesadas vigas del techo, a las que años de exposición al humo habían dado color de melaza.
Las paredes del salón estaban adornadas con bordados y tapices, elaborados con mística paciencia por la abuela de Luke, y antes de ella por su bisabuela. También había fotografías de todos los Henry Calder, así como una serie de relojes antiguos coleccionados por la madre de Luke en otros tiempos.
Las cajas de los relojes eran de madera de arce y tenían forma rectangular. Todos llevaban una ilustración pintada a mano en el cristal de debajo de la esfera, casi siempre de animales, pájaros o flores. Sólo quedaban cuatro de cinco, desde que el hermano de Luke había destrozado uno demostrando a las niñas lo bien que echaba el lazo, hazaña que le había ganado una buena tunda de su padre.
En otros tiempos la madre de Luke había vigilado la puntualidad y buen funcionamiento de todos los relojes. Cada domingo les daba cuerda y los ajustaba para que dieran la hora al unísono. Muchos invitados se habían extrañado de que fuera posible vivir con tanto ruido y traqueteo. Eleanor, a quien el comentario arrancaba risas, siempre contestaba que ningún miembro de la familia se daba cuenta, hecho cierto a grandes rasgos, si bien Luke recordaba haber tenido una pesadilla de muy pequeño. Había sido durante una de sus frecuentes amigdalitis. Postrado por la fiebre, había soñado que el tictac era en realidad un ruido de cuchillos, y que una banda de piratas sanguinarios subía sigilosamente por la escalera para atacarlo.
Pero los relojes se habían quedado mudos. Su silencio duraba ya más de diez años. ¿Gesto simbólico? ¿Simple descuido? Nadie se atrevía a preguntarlo. El caso era que desde la muerte de Henry su madre nunca había vuelto a darles cuerda. Siendo como eran propiedad exclusiva de ella, y dada la posibilidad de que jugaran algún papel en el llanto por su hijo, nadie más los había tocado. Sus esferas polvorientas registraban las horas de sus respectivas defunciones.
En las paredes del salón y el resto de la casa había adornos de mayor relevancia, al menos para Luke: las cabezas de los animales abatidos por cuatro generaciones de Calders, todos ellos grandes cazadores. El hermano de Luke había matado a su primer alce a los diez años, lo cual, además de infringir la ley, había sido motivo de gran orgullo para su padre. La cabeza, montada sobre una base de madera, presidía la puerta de la cocina. Uno de los trucos favoritos de Henry había sido tirar el sombrero desde seis metros de distancia y colgarlo de las astas. El sombrero seguía en el mismo lugar.
Al pequeño Luke los trofeos siempre le habían dado un poco de miedo. Tenía cuatro años cuando su hermano le reveló que los animales no estaban muertos de verdad, y que a pesar de que no pudieran moverse, el cerebro y los ojos seguían funcionándoles.
Luke pasó casi un año entero sintiéndose vigilado en todos sus movimientos, y juzgado en todas sus acciones. Su hermano le dijo que la cabeza más importante era la de un alce enorme cazado por su abuelo, colgada en lugar preferente al pie de la escalera.
—Si los demás te ven hacer algo malo se lo dicen al viejo alce —había susurrado Henry. Aun dándose cuenta de la seriedad con que lo observaban sus hermanas, Luke siguió mirando a Henry con ojos muy abiertos—. El alce lleva la cuenta, y cuando te hayas portado mal demasiadas veces irá por ti.
—¿Cu… cu… cuan…?
—¿Que cuántas veces tienes que portarte mal?
Luke asintió con la cabeza.
—Pues mira, Luke, no estoy seguro, pero una cosa sí te digo: cuando me cargué aquel reloj tan viejo de mamá, vino a mi habitación en plena noche ¡y qué paliza me dio!
—¿Co… co… con qué?
—Con esas astas tan grandes que tiene. Las usa como palas. Y te juro que duele un montón, mucho más que el cinturón de papá. Me pasé una semana sin poder sentarme.
Cada noche, al irse a la cama, Luke se confesaba en silencio delante del alce, diciéndole que sentía mucho todas las veces que se había portado mal durante el día. Pocas veces dejaba de incluir en la lista sus respuestas sincopadas a las preguntas que le formulaba su padre durante las comidas, así como los estallidos de mal genio subsiguientes. Un día su madre lo sorprendió delante del alce, le dijo que todo era mentira y Henry se ganó otra paliza paterna. Aun así, Luke tardó lo suyo en poder pasar tranquilamente bajo el morro del alce y en sentarse en una habitación adornada con cabezas sin la sensación de que podían estar vigilándolo.
Y no era porque les tuviera miedo. Los animales nunca lo habían asustado. Había descubierto que era más fácil trabar amistad con ellos que con los seres humanos. Los animales del rancho (perros, gatos, caballos y hasta terneros) siempre se acercaban a él antes que a cualquier otra persona. En los inicios de su tartamudez, Luke solía recurrir a Mo, un títere viejo con cabeza de zorro que de tan gastado y remendado ya no parecía ni zorro ni nada. Por boca de Mo Luke podía dirigirse a las personas con la misma fluidez que a los animales cara a cara. Pero el títere acabó colmando la paciencia del padre de Luke, que lo metió en un armario bajo llave.
Debido quizá a la broma de su hermano con los trofeos, o a aquellos genes rebeldes que hacían de él un Calder tan poco Calder, lo único que Luke temía de los animales era su opinión. No sólo la que tuvieran de él, sino de toda la especie humana. Veía el daño que les infligía el hombre, y el hecho de tener problemas de habla lo familiarizaba con la sensación de no poder protestar contra la opresión.
El rancho no era lugar muy adecuado para alguien dotado de semejante sensibilidad, aunque Luke siempre había puesto todo su empeño en ocultarla. A tal efecto contribuía a tareas aborrecibles para su conciencia como sujetar a los terneros para que los marcaran, mientras les cortaban los testículos y el olor a carne chamuscada ponía al muchacho al borde de las náuseas. También comía carne, pese a la facilidad con que su sabor y textura le daban ganas de vomitar.
Hasta había salido de caza con tal de caer en gracia a su padre, obteniendo un resultado contrario al buscado.
Seis años después de morir su hermano, su padre le había preguntado si quería ir a por su primer alce. Luke tenía trece años, y al tiempo que le horrorizaba la idea también le ofendía lo mucho que había tardado su padre en proponérsela.
Salieron antes del amanecer, bajo la faz moteada de una luna de noviembre que iluminaba el aliento de los caballos y proyectaba sus sombras sobre un reluciente manto de nieve. Una hora después estaban en el bosque, parados sobre un risco y mirando en silencio hacia atrás para ver al sol encaramarse al borde del mundo y convertir las llanuras nevadas en un mar carmesí.
El padre de Luke siempre sabía dónde había más posibilidades de encontrar alces. Se dirigieron al mismo lugar donde Henry había cazado su primer macho, un cañón apartado donde toda una manada solía buscar refugio y alimento cuando la capa de nieve alcanzaba cierto grosor. Luke había ido solo muchas veces a observar, pero nunca a matar, al menos hasta ese día.
Recorrieron a pie los dos últimos kilómetros, procurando tener de cara el leve viento que soplaba. La nieve, reciente y esponjosa, no era lo bastante alta para molestarlos, aunque de vez en cuando uno de los dos se metía hasta la cintura en un agujero oculto. Hablaban muy poco, y siempre en voz baja. Por lo demás, aparte de su respiración y el crujir de sus botas en la nieve, todo era silencio en el bosque. A Luke no le cabía el corazón en el pecho. Rezó tontamente por que su padre no lo oyera, y más tontamente todavía por que los alces sí se dieran cuenta y se pusieran a salvo.
La escopeta estaba en manos de su padre. Pese a su costumbre de cazar con una Springfield 30.06 o la Magnum que había comprado en otoño, sólo llevaba la Winchester de 27 mm., la misma arma con que, seis años antes, Henry había abatido su primer alce. Tenía menos retroceso que las demás, y sólo hacía unos días que Luke, haciendo prácticas con ella, había dado varias veces seguidas en el blanco, provocando el entusiasmo de su padre: «¡Que me aspen si no eres casi tan buen tirador como tu hermano!»
Tardaron más de una hora en llegar al borde del cañón. Una vez ahí se metieron debajo de un pino viejo, asomándose al espacio vacío entre las ramas más bajas y la nieve amontonada en círculo a su alrededor. Luke recibió los prismáticos de manos de su padre.
Los alces no habían oído los latidos. En la otra vertiente del cañón había una manada de unas treinta hembras. El macho estaba un poco al margen, mordisqueando las cortezas de un bosquecillo de álamos temblones, a menos de doscientos metros de los cazadores. Al devolver los prismáticos a su padre, Luke se preguntó si tendría valor para decirle que no quería seguir adelante. De todos modos, aunque lo intentara se le trabaría la lengua. El efecto de sus palabras sería catastrófico.
—No es tan grande como el de Henry, pero servirá —susurró su padre.
—A lo mejor de… de… deberíamos espe… pe… perar a ver uno más grande.
—¿Estás loco? Es un buen ejemplar. Ten.
Pasó la escopeta a su hijo. Luke sabía que bastaba con rozar las ramas que tenían encima para provocar la caída de un montón de nieve, y quizá asustar al alce. Pensó en hacerlo a propósito.
—No tengas prisa, hijo. Cógela poco a poco.
Su padre le ayudó a meter el cañón entre las ramas y la nieve. El árbol desprendía un fuerte olor a resina que mareó a Luke. Nunca le había pasado, y le pareció extraño. Se puso la culata de la escopeta encima del hombro.
—Ahora ponte cómodo. Encuentra un buen sitio para apoyar los codos. ¿Qué tal? ¿Bien?
Luke asintió con la cabeza y acercó el ojo a la mira telescópica, notando que el ocular se le pegaba a la piel. Al principio sólo vio una rápida y borrosa sucesión de árboles nevados, y las rocas grises y estriadas de la pared del cañón.
—No co… co… consigo encontrarlo.
—¿Ves esas ramas secas? Las hembras están justo debajo. ¿Las ves?
—No.
—No pasa nada. Hay tiempo de sobra. El macho está a la derecha de las hembras.
Luke las vio. Estaban arrancando musgo de unos troncos caídos. Cada vez que levantaban la cabeza y masticaban se les veían los ojos con toda claridad. La cruz de la mira telescópica fue pasando de un animal a otro, centrándose en sus vientres blancos, donde a esas alturas del año empezaban a formarse las crías.
—¿Lo tienes?
—Sí.
El macho estaba arrancando un trozo de corteza de un árbol joven. Al desprenderlo sacudió el árbol, llenándose de nieve la cabeza y la cornamenta. La proximidad de la imagen era desconcertante. Luke era capaz de distinguir uno a uno los pelos oscuros del pescuezo. Veía el movimiento de las mandíbulas, las partes más claras en torno a los ojos que, negros y acuosos, vigilaban a las hembras con mirada impasible, las gotas de nieve fundida encima del hocico…
—Parece un po… po… poco joven para tener manada propia. A lo me… me… mejor hay uno más grande po… po… por algún lado.
—¡Diablos, Luke! ¡Si no disparas tú lo haré yo!
Luke estaba dividido. Por un lado tenía unas ganas locas de dar la escopeta a su padre; por el otro era consciente del valor real de aquel momento, última oportunidad de ser tenido en cuenta por su padre. Si quería ser alguien tenía que arrebatar la vida a aquella criatura.
Su respiración era rápida y superficial, como si tuviera cerradas tres cuartas partes de los pulmones. Su corazón latía a tal velocidad que parecía a punto de estallar, y Luke casi deseaba que lo hiciera. Sentía bombear la sangre en la parte de la cara apoyada contra el ocular. La cruz de la mira se movía por el cuerpo y cabeza del alce como un yoyó.
—Tranquilo, hijo. No te pongas nervioso. Respira hondo.
Luke se sintió observado y juzgado por su padre. Seguro que estaba comparando su actitud con la de Henry en su primer día de caza.
—¿Quieres que lo mate yo?
—No —dijo Luke bruscamente—. Yo pu… pu… puedo.
—Aún tienes puesto el seguro, Luke.
Luke buscó el seguro con dedos temblorosos y lo quitó. El alce había vuelto a acercar el hocico al árbol, pero algo hizo que vacilara justo antes de morder la corteza. Levantó la cabeza, husmeó el aire y de repente, aguzando todos sus sentidos, se volvió hacia la escopeta.
—¿Nos ha visto?
El padre de Luke estaba mirando por los prismáticos, y tardó un poco en contestar.
—Algo ha olido, eso seguro. Mira, Luke, si piensas hacerlo hazlo ya.
Luke tragó saliva. El tono de su padre se hizo más apremiante.
—Tienes ajustada la mira a doscientos —susurró—, que es más o menos la distancia a la que está. No hay viento, así que la línea de tiro es igual que la de visión.
—Ya lo sé.
—Dispárale detrás del codillo.
—¡Ya lo sé!
El alce seguía mirándolo. Luke oyó zumbar la sangre en sus oídos. El mundo parecía haberse convertido en un túnel donde sólo existieran dos seres vivos, en un extremo él y en el otro el alce, penetrando con su mirada en lo más hondo, no sólo la mente de Luke, sino los rincones más oscuros de su corazón; y, entreviendo quizá en él la presencia de la muerte, el animal dio un respingo de alarma y empezó a alejarse.
Fue justo entonces cuando Luke apretó el gatillo.
El alce trastabilló. Ladera abajo, las hembras se alborotaron y echaron a correr todas a la vez, buscando refugio en el bosque.
—¡Le has dado!
El macho estaba de rodillas, pero consiguió enderezar las patas e internarse a trompicones por la alameda. El padre de Luke estaba saliendo de debajo del árbol con la cabeza por delante.
—¿Estás seguro?
—¡Pues claro! ¡Venga!
Luke salvó la barrera de nieve que lo separaba de la luz del sol. Su padre ya se estaba poniendo de pie.
—Dame la escopeta. Vamos por ahí. No llegará muy lejos.
Dicho y hecho. Su padre empezó a bajar por la ladera con la escopeta en alto, dando enérgicas zancadas por la nieve. Luke siguió sus pasos, deslumbrado por el sol, tropezando tantas veces que no tardó en verse cubierto de nieve, y sin dejar de repetir (¿en voz alta o para sus adentros? Ni lo sabía ni le importaba): «Dios mío, por favor, no dejes que lo haya hecho, y si es verdad, haz que el alce siga viviendo, por favor. Deja que se marche. ¡Por favor!»
Cuando llegaron al bosquecillo de álamos encontraron sangre en la nieve, y siguieron el rastro por un pinar largo y estrecho que cubría la parte más baja de la ladera del cañón.
Oyeron al alce antes de verlo. Luke nunca había oído nada igual: una especie de grito gutural que se le quedó clavado en la memoria, semejante al de una puerta rota chirriando al viento en una casa abandonada. A juzgar por las huellas el alce se había desplomado, desapareciendo al otro lado de unas rocas. El padre de Luke las rodeó con cuidado, caminando entre hierbajos cubiertos de nieve.
—Ahí lo tienes, Luke —dijo, mirando hacia abajo—. Le has dado en el cuello.
Luke sintió una contracción en el pecho. Los gritos del alce cada vez eran más seguidos, y retumbaban en el cañón de forma tan horrible que tuvo que hacer un gran esfuerzo para no taparse los oídos.
—Date prisa, Luke, que tienes que rematarlo. Cuidado, que hay mucha pendiente.
Luke pasó al lado de las rocas sin importarle si se caía o no; más bien lo deseaba, dado su terror a lo que estaba a punto de ver. Llegó junto a su padre y miró hacia abajo. A sus pies había una cuesta muy empinada, cubierta de rocas y guijarros. A media cuesta, un árbol muerto había interrumpido la caída del alce, que seguía entre sus ramas, mirándolos y dando coces al aire con las patas traseras. Tenía un agujero negro en el cuello, y le chorreaba sangre por el codillo y el pecho.
El padre de Luke metió otra bala en la recámara y tendió la escopeta a su hijo.
—Ten. Ya sabes lo que hay que hacer.
Luke la cogió, notando que le temblaba la boca y se le empañaban los ojos. Por mucho empeño que pusiera no podía evitarlo. Empezó a temblarle todo el cuerpo por culpa de los sollozos.
—No pu… pu… puedo.
Su padre le pasó un brazo por los hombros.
—Tranquilo, hijo. Sé lo que sientes.
Luke negó con la cabeza. Nunca había oído estupidez igual. ¿Quién podía saber lo que sentía? Y menos su padre, que debía de haber visto cosas así decenas de veces.
—Pero tienes que hacerlo. Si no no será tuyo.
—¡No lo qui… qui… quiero!
—Date prisa, Luke, que está sufriendo…
—¿Qué te crees, que no lo sé?
—Pues remátalo.
—¡No pu… pu… puedo!
—Sí que puedes.
—Hazlo tú.
Luke devolvió la escopeta a su padre.
—Un cazador no deja las cosas a medias.
—¡Yo no soy un ca… ca… cazador, joder!
Su padre lo miró fijamente. Era la primera vez que oía decir una palabrota a Luke. Con expresión más apenaba que furiosa, negó con la cabeza y cogió la escopeta.
—No, Luke, no creo que lo seas.
Disparó al alce en el corazón. Vieron que sacudía las cuatro patas a la vez, como si su alma hubiera salido volando hacia lugares remotos. Después, sin apartar la vista de sus verdugos, el animal tensó todos los músculos, soltó un suspiro, largo y entrecortado y quedó inmóvil.
Pero la cosa no acabó ahí.
Ataron una cuerda al cadáver y lo descolgaron del árbol desde abajo. Después, a instancias de su padre, Luke tuvo que ayudar a despellejarlo. Era lo que tocaba, dijo Buck mientras abría el vientre, metía la mano, cortaba la tráquea y extraía las humeantes vísceras del alce: corazón, hígado y pulmones. Había que hacerlo siempre que se cobraba una pieza. Dijo que era un momento sagrado. Después serraron la cabeza y cortaron el cuerpo en trozos para podérselo llevar. Luke lloró en silencio durante todo el proceso; lloró al tocar y oler la sangre caliente del alce, y lloró de vergüenza por lo que estaba haciendo.
Lo que no podían llevarse lo colgaron de una rama alta, a salvo de coyotes y osos rezagados. Cuando emprendieron el camino de regreso, con la cabeza astada balanceándose sin ton ni son sobre la carne sujeta con cintas a los hombros de Buck, Luke, que cargaba con el resto, miró hacia atrás y, viendo el montón de vísceras y la nieve empapada de sangre en varios metros a la redonda, se le ocurrió que el infierno, si existía de verdad, debía de tener aquel mismo aspecto. El infierno, su destino ineludible a partir de aquel día.
La cabeza del alce no llegó a compartir pared con las demás. Quizá lo prohibiera la señora Calder, después de enterarse de lo sucedido. Luke nunca llegó a averiguarlo; sin embargo, a pesar de los cinco años transcurridos, seguía apareciéndosele en sueños de vez en cuando, dirigiéndole miradas burlonas desde el lugar más inesperado. Y Luke se despertaba lloriqueando, empapado en sudor, con las sábanas deshechas.