Capítulo 6

El nombre de bautismo de Buck Calder era Henry Clay Calder III, pero a Buck nunca le había gustado la idea de ser tercero de nadie (ni tercero ni segundo), y siempre había sido mucho más Buck[4] que Henry, tanto para sus allegados como para quienes no lo eran.

Le habían puesto el apodo a los catorce años, después de que se llevara todos los premios en el rodeo del instituto y esperara a después del reparto de premios para revelar que tenía dos dedos rotos y una fractura de clavícula. Ya entonces, las connotaciones más carnales del nombre no habían pasado desapercibidas a las chicas de su clase. Se había convertido en objeto de susurros de admiración, y en cierta ocasión de un severo interrogatorio limitado al sector femenino, tras hallarse su nombre en una pared del lavabo de chicas, unido por la rima a una palabra de la que sólo difería por una letra[5].

De haber optado alguna de las chicas en cuestión por sincerarse con su madre, quizá hubiera suscitado menor sorpresa de la prevista; y es que la generación anterior de alumnas de Hope había experimentado sentimientos de similar intensidad por el padre de Buck. Según todas las versiones, Henry II había aplicado al beso un método singular que persistía de por vida en la memoria de las chicas. Por lo visto, los genes masculinos de los Calder tenían un fuerte componente de seducción.

Del abuelo de Buck, Henry I, no habían llegado detalles tan íntimos. La historia sólo recogía su capacidad de resistencia. Se trataba del mismo Henry Calder que en 1912 había cargado unas pocas vacas y gallinas, una esposa recién casada y el piano vertical de esta última en un tren que salía de Akron (Ohio) hacia el Oeste.

Al llegar a destino, el primer Henry y su esposa descubrieron que las mejores tierras ya tenían dueño, y él acabó reclamando sus derechos sobre una zona montañosa que la prudencia de los demás rancheros había mantenido en estado virgen. Construyó su casa en el mismo lugar donde décadas más tarde se erigiría el majestuoso rancho actual. Instalados en el escenario de incontables rendiciones, en una zona donde los rancheros eran expulsados por la sequía, el viento y unos inviernos que mataban hasta al ganado más fuerte, los Calder se las arreglaron para sobrevivir, a excepción del piano, que nunca volvió a sonar como antes del viaje.

Henry compró las tierras que sus vecinos no podían pagar, y poco a poco el rancho Calder se fue extendiendo, bajando por el valle en dirección a Hope. Las ambiciones dinásticas de Henry hicieron que pusiera su nombre al primogénito. Se propuso convertir en motivo de orgullo la H y C enlazadas de su hierro de marcar.

El padre de Buck no llegó a ir a la universidad, pero siempre que se lo permitían sus devaneos amorosos leía cuanto podía conseguir sobre la cría de ganado. Hacía que la biblioteca solicitara libros que conocía de nombre e importara de Europa revistas sobre el tema. Su padre consideraba demasiado modernos algunos artículos que le leía el joven Henry, pero siempre tenía la sensatez de seguir escuchando. Fue su hijo quien lo convenció de que se dedicara a las Hereford de pura raza; y, cuantas más decisiones dejaba en sus manos el viejo Henry, más prosperaba el rancho.

Buck creció con toda la confianza en sí mismo que podía darle su situación, unida a una buena dosis de arrogancia. No había rancho más grande que el de los Calder, ni ranchero más listo que su padre. Algunos esperaban que el dinamismo legendario de los Calder corriera con menos fuerza por las venas del tercer Henry. Otros lo deseaban en secreto. Los hechos demostraron lo contrario. Buck tenía dos hermanas mayores y dos hermanos menores, pero quedó clara desde el principio su condición de único heredero legítimo del imperio.

Fue a la universidad en Bozeman, donde recibió una formación exhaustiva en genética. A su regreso contribuyó a que el rancho diera un paso adelante en todos los aspectos. Inició un registro individualizado de los animales, cuya evolución recogía con todo detalle. Facilidad reproductora, instinto maternal, aumento de peso, temperamento, todo ello y mucho más era objeto de inspección y traducido en implacables decisiones. La progenie de los ejemplares que pasaban el examen prosperaba; los que revelaban carencias eran sacrificados sin demora.

Como filosofía, apenas se diferenciaba de la que rancheros y granjeros habían adoptado desde hacía muchos años. Eliminar las peores cabezas de ganado no tenía nada de revolucionario, pero sí el rigor con que se aplicaba en el rancho Calder. Los cambios de Buck provocaron un aumento espectacular del rendimiento en todos los terrenos, y pronto se convirtieron en la comidilla de los ganaderos del estado. El primer Henry Calder murió con la seguridad de que su linaje alcanzaría recio y glorioso el umbral del siglo siguiente.

Pero Buck no había hecho más que empezar. Fallecido el patriarca, defendió la sustitución de la raza Hereford por la Black Angus. Alegó que eran mejores madres, y que no tardarían en hacer furor. Su padre se escandalizó. Dijo que era dar al traste con todo aquello por lo que habían trabajado durante años. Aun así, Buck le arrancó el permiso de criar unas cuantas Black Angus, a ver qué pasaba.

De la noche a la mañana, sus pocos ejemplares superaron a las Hereford en toda regla. Su padre aceptó el cambio, y en pocos años los Calder se habían quedado sin competencia como criadores reputados de Black Angus de pura raza. Los toros criados por Calder y la calidad de su simiente tenían fama en todo el Oeste, e incluso más allá.

Hablando de simientes, el joven Buck Calder no tenía tantos escrúpulos con la suya. Era generoso con sus favores, y recorría grandes distancias para dispensarlos. De Billings a Boise no había burdel decente que no hubiera sido honrado con su presencia. Solía presumir de que un hombre tenía tres derechos inalienables: la vida, la libertad y la búsqueda de mujeres.

La búsqueda de Buck incluía a dos clases de mujeres. Las que salían con él no sabían nada de las que recibían su dinero. Lo sorprendente del caso era que muchas de las primeras tenían hermanos o primos que conocían de sobra a las segundas. Entre dichos jóvenes, uno o dos habían llegado a ver a Buck en plena acción, y celebraban a carcajada limpia el lema acuñado por Calder en una noche de borrachera, según el cual todas las mujeres eran «de usar y tirar».

El silencio de sus amigos en torno al tema, silencio cuya fuente tal vez se hallara menos en la lealtad que en el miedo a comprometerse, permitió que de los veinte a los treinta años Buck no se ganara fama peor que la de «donjuán», según expresión todavía en boca de algunos; lo cual hizo poco por impedir que fuera visto al mismo tiempo como el soltero más cotizado de Hope, salvo por los envidiosos y los menos perspicaces.

Cuando cumplió los treinta, casi todas las mujeres de su edad, incluidas las que lo encontraban tan excitante en el instituto, habían tenido la sensatez de buscar y encontrar otros candidatos. Todas estaban casadas, y casi todas tenían hijos. Ni corto ni perezoso, Buck empezó a salir con sus hermanas pequeñas, y al igual que había hecho su padre acabó por fijarse en una joven diez años menor que él.

Eleanor Collins era hija del propietario de una ferretería de Great Falls, y acababa de concluir sus estudios de fisioterapia. Buck fue uno de sus primeros pacientes.

Se había hecho un esguince en el hombro sacando un carro de paja del lecho de un arroyo. Su visita anterior a la clínica lo había obligado a someterse a las rudas artes de una mujer madura, de quien se burlaría más tarde diciendo que poseía el atractivo físico y el encanto de un conductor de tanques ruso. Por eso, al ver entrar en la consulta a aquella joven diosa, la tomó por una enfermera.

Eleanor llevaba una bata blanca lo bastante ceñida para que el ojo experto de Buck adivinara el tipo que más le gustaba: delgada, grácil y con pechos grandes. Tenía piel de marfil y melena larga y negra, recogida con pequeñas peinetas de carey. En lugar de corresponder a la sonrisa de su paciente, Eleanor se limitó a fijar en Buck sus espléndidos ojos verdes, preguntándole qué molestias tenía y pidiéndole que se quitara la camisa. Válgame Dios, pensó Buck al desabrochársela, es como esas historias que salen en el Playboy.

De haber sucumbido Eleanor Collins al encanto de que hizo ostentación su paciente, de haber accedido a tomar un café con él después de la comida, de haber sonreído siquiera una vez, el desenlace podría haber sido distinto.

Meses más tarde, recordando aquel día, Eleanor reveló a Buck que había estado más nerviosa que una colegiala; que nada más verlo había descubierto en él al hombre de su vida, y que le había costado mucho esconder sus sentimientos bajo un frío barniz de profesionalidad. El caso es que Buck salió de la clínica con fuego en el hombro y en el corazón. Esto último le bastó para saber que se trataba de algo más que otra aventura de «usar y tirar», ya que habitualmente, el fuego lo sentía en una parte menos noble. Por fin había encontrado a la mujer con quien quería casarse.

De las señales que podrían haber infundido cautela en Eleanor, acaso la más reveladora fuera la tristeza silenciosa y resignada que se leía en los ojos de la madre de Buck. Eleanor podría haber deducido de ella el duro precio que había que pagar por vivir con el primogénito de los Calder; pero lo único que vio en su futura suegra fue (cómo no) una adoración compartida por aquel hombre apuesto y encantador, aquel torbellino de energía que, entre todas las mujeres del mundo, la había escogido a ella como compañera de por vida y madre de sus hijos.

La negativa de Eleanor a acostarse con Buck antes de estar casados no hizo más que azuzar la pasión del novio. Eleanor permaneció virgen hasta la noche de bodas, a partir de la cual cumplió diligentemente con su deber de madre. Fue niño. No hubo discusiones sobre cómo llamarlo. Dos hijas, Lane y Kathy, siguieron a intervalos aproximados de dos años.

—No dejes preñada a tu mejor vaca más de una vez cada dos años —dijo Buck a sus compañeros de copas en El Último Recurso—. Es como se consigue ternera de primera calidad.

Se trataba de una descripción que Buck podía aplicar sin reparos a sus tres primeros hijos. Henry IV era un primogénito Calder hasta la médula, y a veces, cuando iban juntos a cazar, reunir ganado o arreglar una valla, Buck se enorgullecía al ver que su hijo lo imitaba sin darse cuenta, como si fuera lo más fácil del mundo.

¡Dios bendito, pensaba, lo que puede la paternidad! Pero después veía al pequeño Luke, y ya no lo tenía tan claro.

Su segundo hijo no respondía a la imagen de un Calder. A Eleanor le había costado cuatro años y dos abortos tenerlo, y durante ese tiempo algo parecía haber sucedido con los genes Calder. El chico era la viva imagen de su madre: piel blanca de irlandés, pelo oscuro y ojos verdes, penetrantes.

—Seguro que es hijo de su madre —bromeó Buck en el hospital, al ver al niño por primera vez—. Aunque a saber quién será su padre.

Y desde entonces, en presencia de Eleanor, se había referido a Luke como «tu hijo», hasta cuando lo tenía al lado.

Lo decía en broma, por supuesto. Buck era demasiado orgulloso para plantearse la posibilidad de que otro hombre se hubiera atrevido a ponerle cuernos, o de que su mujer lo consintiera. Aun así, albergaba la secreta convicción de que sus genes no habían llegado hasta el chico, o, peor todavía, que habían fallado. Y lo pensaba antes incluso de que Luke empezara a tartamudear.

—Pídelo bien —solía decirle al niño cuando estaban sentados a la mesa. No levantaba la voz. Lo decía con suavidad, pero también con firmeza—. Di: «Leche, por favor.» Con eso basta, Luke.

Y Luke, que sólo tenía tres años, seguía esforzándose en vano, fracasando a cada intento. Sólo le daban la leche cuando rompía a llorar. Entonces Eleanor acudía a su lado, lo abrazaba y se la daba. Acto seguido Buck la acusaba a gritos de ser una estúpida. ¿Cómo iba a aprender el niño si cada vez hacía lo mismo? ¡Vaya por Dios!

Al crecer Luke, creció su tartamudeo. Y los vacíos entre sus palabras parecían unidos por una especie de proceso orgánico al vacío que, poco a poco, se abrió en el seno de la familia: de un lado él y su madre, del otro los demás. Se convirtió más que nunca en el hijo de Eleanor, y no tardaría en ser el único.

Fue en noviembre, un día de nieve, cuando Luke tenía siete años. Dos Henry Calder, su hermano mayor y su abuelo, murieron en un accidente de coche.

El joven Henry, que acababa de cumplir quince años, estaba aprendiendo a conducir, y se hallaba al volante cuando un ciervo se les cruzó en el camino. La carretera era como una superficie de mármol cubierta de aceite y, al virar Henry de modo brusco, el coche resbaló, cayendo por un barranco cual pájaro sin alas. El equipo de rescate lo encontró tres horas más tarde, y el haz de sus linternas localizó a los cadáveres encima de un árbol, cubiertos de nieve, congelados y entrelazados, como después de una espectacular pirueta de ballet.

La muerte del mayor de los Henry, que ya tenía sesenta y seis años, fue la más fácil de asimilar; no así la pérdida de un hijo, abismo del que salen pocas familias. Algunas logran abrirse camino hacia la luz, dando acaso con algún pequeño asidero que la memoria pueda ir cubriendo paulatinamente con su piel de dolor. Otras permanecen para siempre en la oscuridad.

Los Calder encontraron una especie de penumbra, pero cada cual llegó a ella por caminos distintos. La muerte del hijo mayor pareció ejercer una fuerza centrífuga sobre la familia. El hecho de compartir una misma pérdida no les proporcionaba consuelo. Cual pasajeros de un barco que naufraga, y que no se conocen entre sí, nadaban a solas hacia la orilla, como si ayudando a los demás corrieran el riesgo de ahogarse en las olas del dolor.

Las que salieron mejor paradas fueron Lane y Kathy, que optaron por refugiarse con la máxima frecuencia y duración en casa de sus amistades respectivas. Entretanto, su padre, cual valiente pionero, siguió adelante con viril obstinación. Movido quizá por un impulso inconsciente de difundir genes compensatorios, Buck buscó por doquier el consuelo del sexo. Sus incursiones amorosas, sujetas a breve pausa durante el matrimonio, cobraron nuevo empuje.

Eleanor se adentró por una solitaria estepa interior. Pasaba días mirando la tele con expresión ausente. No tardó en conocer a todos los personajes de los culebrones, y ver repetirse temas y caras en los magazines de la mañana, donde veía a mujeres gritando a esposos infieles e hijas acusando a sus madres de haberles robado la ropa y los novios. A veces Eleanor se sorprendía a sí misma participando en el griterío.

Cuando se cansó de la tele probó la bebida, pero no consiguió engancharse. Tenía un sabor horrible, por mucho zumo de naranja o tomate que le pusiera. Servía para olvidar, pero no lo que quería. Le daban arrebatos, como el coger el coche, conducir hasta Helena o Great Falls y una vez allí no tener ni idea de por qué había ido. Bebía con tal discreción que nadie llegó a sospecharlo, ni siquiera cuando se quedaban sin pan o sin leche, ni cuando preparaba la misma cena dos noches seguidas (una vez hasta se olvidó de hacerla). A la larga, Eleanor pensó que no tenía madera de alcohólica y lo dejó como si nada.

Quien más acusó su distanciamiento fue Luke. Se dio cuenta de las muchas veces que se olvidaba de ir a darle un beso de buenas noches, y de lo poco que lo abrazaba en comparación con antes. Eleanor seguía protegiéndolo de las rabietas de su padre, pero sin energía ni pasión, como si se tratara de un deber cuya meta hubiera olvidado.

Nadie vio crecer el sentimiento de culpa del muchacho.

El día del accidente, su hermano y su abuelo se dirigían a Helena para ir a buscarlo a la consulta de la logopeda. Según la lógica inmaculada de un niño de siete años, aquel hecho bastaba para convertir a Luke en culpable. Había acabado de golpe con el padre de su padre y su hijo más querido, el viejo rey y el heredero de los Calder.

Magnífico peso, a fe, para los hombros de un niño.