Esa misma tarde Helen tomó un avión a Boston. Había previsto pasar el fin de semana en Nueva York con unos amigos, pero los llamó desde el aeropuerto, justificando su regreso con una excusa inventada. En realidad, su único deseo era alejarse del calor y el barullo de Manhattan.
El resto de la comida había ido mejor. Su padre le había regalado un precioso monedero de piel italiano. Lo habían escogido entre él y Courtney. Ésta también tenía un regalo para Helen (un frasco de perfume), y ganó muchos puntos a ojos de su futura hijastra comiéndose un trozo enorme de pastel de chocolate.
Hasta se habían despedido con un beso, para mal disimulada alegría del padre de Helen, y no sin que ésta se comprometiera antes a estar en Barbados para la boda. (Eso sí, se había negado en redondo a hacer de dama de honor. Ni siquiera dama de deshonor, había dicho.)
Poco antes de las diez, Helen salía de Boston y se dirigía al este por la carretera número seis, que la llevaría directamente por el cabo hasta Wellfleet.
En sus prisas por salir de Nueva York había olvidado que era viernes por la noche, la hora de más tráfico. Casi todo el recorrido estaba embotellado. Domingueros y turistas llevaban bicicletas y barcas encima de sus coches. Helen tenía ganas de que llegara el otoño, para que no hubiera tanta gente; pero aún le gustaba más el invierno, cuando el viento asolaba la bahía y se podían recorrer kilómetros de playa sin ver más seres vivos que los pájaros.
Llevaba dos años viviendo en una casa de alquiler de la bahía, un par de kilómetros al sur del pueblo de Wellfleet. Todavía la consideraba casa de Joel. Se llegaba saliendo de la carretera y metiéndose por un laberinto de calles estrechas en pleno bosque, al término de las cuales un camino de tierra muy empinado descendía hasta el agua.
Conduciendo entre árboles, lejos del tráfico (¡por fin!), Helen apagó el aire acondicionado de su viejo Volvo familiar y bajó la ventanilla para aspirar el cálido aroma del bosque. Probablemente no hiciera más frío que en Nueva York, pero el calor era distinto, la atmósfera despejada, y casi siempre corría brisa.
El coche fue dando saltos por los baches hasta que Helen vio a sus pies la negra extensión del océano, y las tres casitas por cuyo lado tenía que pasar antes de emprender el descenso final hacia la suya. Paró junto al buzón, pero estaba vacío. Llevaba un mes sin escribirle.
Vio luz en casa de los Turner, la familia que cuidaba de Buzz en su ausencia. Aparcó delante de la casa y oyó ladridos de bienvenida. Buzz, al otro lado de la puerta mosquitera de la cocina, meneaba la cola mirándola.
La señora Turner acudió y lo dejó salir.
Buzz era un perro castrado de origen desconocido, sacado por Helen de una perrera de Mineápolis la Navidad antes de conocer a Joel. Se trataba, pues, de su relación más larga con un ser de sexo masculino, salvando a su padre y a un hámster con malas pulgas que había formado parte de su colección infantil de animales domésticos. Buzz estaba hecho una bola peluda. En contraste, cuando Helen lo había visto por primera vez, acababan de cortarle el pelo al rape para librarlo de unos temibles parásitos. Sus manchas violeta de desinfectante lo convertían en el ejemplar más feo de la perrera, sin rivales que le hicieran sombra. Helen no había podido resistirse.
—Hola, desastre. ¿Qué tal? Baja las patas.
Buzz se metió en el coche y esperó en el asiento del copiloto mientras Helen daba las gracias a la señora Turner y charlaba un rato sobre lo desagradable del verano en la ciudad. A continuación recorrieron el último medio kilómetro de mala carretera que los separaba de la casa.
Era un viejo caserón cubierto de madera blanca medio podrida. Cuando el viento soplaba del oeste, lo que sucedía a menudo, todas las planchas se ponían a temblar. Parecía un transatlántico varado al borde del agua, con vistas sobre una ensenada pantanosa de la bahía. La semejanza con un barco se acentuaba en el interior. El suelo, el techo y todas las paredes estaban cubiertos de planchas de madera barnizada de oscuro. En el piso de arriba había dos ventanas gemelas que daban a la bahía, como ojos de buey. El puente del barco era un ventanal que se proyectaba hacia el exterior desde la pared del salón. Con marea alta, uno podía mirar fuera e imaginar que el barco había acabado por soltar amarras, poniendo rumbo a la tierra firme de Massachussetts.
Helen era capaz de pasarse todo el día mirando por el ventanal, contemplando las formas y colores que el clima, pintor infatigable y perfeccionista, modificaba a su antojo. Le encantaba ver los reflejos cambiantes de las nubes en la hierba encharcada. Al bajar la marea, disfrutaba del punzante olor a sal y de las huestes de cangrejos violinistas que pululaban por el barro sin estarse nunca quietos.
La luz de la puerta de atrás, accionada por temporizador, estaba encendida. Un comité de bienvenida formado por insectos zumbaba en torno a ella, proyectando en el suelo sombras cinco veces más grandes que su tamaño real. Helen dejó la bolsa delante de la puerta. Se le ocurrió dar un paseíto por la playa, para que Buzz corriese un poco. Estaba cansada, pero era de haberse pasado demasiado tiempo sentada en el avión y el coche. Además, cualquier excusa era buena con tal de no entrar enseguida. Desde que en la casa vivían solos ella y el perro, todo resultaba demasiado grande y silencioso.
Recorrió el camino de tablas resquebrajadas y bajó por unos escalones a la franja de arena que separaba la ensenada del mar.
Era agradable tener la brisa de cara. Respiró a fondo el aire salobre. Al otro lado de la bahía vio las luces de una pequeña embarcación que aprovechaba la marea para salir. La luna menguante buscaba desgarrones en las nubes y, cuando encontraba uno, hacía rielar una cinta de luz en el océano. Buzz corría delante, deteniéndose a veces para hacer pipí o husmear los residuos recién alineados por la marea.
Antes de marcharse Joel, Helen se había acostumbrado a dar con él el mismo paseo cada noche. Al principio, cuando no podían aguantar cinco minutos sin acariciarse, solían buscar un hueco en las dunas para hacer el amor, mientras Buzz iba por libre, cazando cangrejos en la hierba mojada o persiguiendo pájaros a los que había obligado a levantar el vuelo, antes de volver en busca de la pareja y hacerlos gritar sacudiéndose el agua sobre sus piernas desnudas.
Tras unos dos kilómetros de playa había el casco de una vieja embarcación de vela. Quizá en otros tiempos alguien se hubiera propuesto arreglarla, pero ya estaba demasiado podrida. La habían arrastrado hasta donde sólo alcanzaban las mareas más altas. Unas cuerdas cubiertas de musgo la sujetaban inútilmente a dos viejos árboles. Era como el esqueleto de un arca de Noé con menos pretensiones, abandonada a merced de las ratas, a las que Buzz hacía visitas nocturnas. Ahí estaba justamente, gruñendo en la oscuridad. Helen se sentó en un trozo de madera llevado por la marea, encendió un cigarrillo y dejó que Buzz se divirtiera.
Helen y Buzz habían llegado al cabo por primera vez hacía dos años, a principios de junio. La hermana de Helen había alquilado una casa para todo el verano, una de esas residencias de lujo colocadas en un promontorio, con vistas espléndidas sobre la isla Grande y escalera propia de madera para bajar a la playa.
Celia se había casado con su novio del instituto, Bryan, un hombre inteligente pero aburrido que acababa de vender su empresa de software a un gigante informático de California, recibiendo a cambio una suma astronómica. Antes de eso ya habían conseguido ser todo lo felices que cabía esperar, y habían engendrado sin problemas a dos criaturas rubias y perfectas: Kyle y Carey, niño y niña. Vivían en Boston, en una urbanización en primera línea de mar, merecedora, cómo no, de varios premios de diseño.
Helen se había pasado casi todos los cinco años anteriores en los bosques de Minnesota, viviendo en plena naturaleza, y tardó un poco en acostumbrarse a tanto lujo. La suite de invitados de la casa alquilada por Celia en Cape Cod tenía hasta jacuzzi propio. Helen se había propuesto quedarse una semana y volver a Mineápolis para trabajar en su tesis, respondiendo a la insistencia de su director.
Al final se había quedado con Celia todo el verano.
Bryan venía de Boston los fines de semana. Durante unos días, las dos hermanas recibieron la visita de su madre y Ralphie, que se las arreglaron para romper una de las camas. Por lo demás, estaban solas en casa con los hijos de Celia. Se llevaban bien, y Helen agradeció la oportunidad de conocer más a fondo a sus sobrinos, aunque seguía sin desentrañar el enigma de su hermana.
Celia no daba señas de inmutarse por nada, ni siquiera cuando Buzz se comió su mejor sombrero de paja. Siempre tenía la ropa limpia y planchada. Era imposible verla con kilos de más, despeinada o con el pelo sucio. En las pocas ocasiones en que Kyle o Carey lloriqueaban o pataleaban, su madre se limitaba a sonreír y consolarlos hasta que se les pasaba el berrinche. Participaba en obras de caridad, jugaba al tenis con elegancia y cocinaba de maravilla. En media hora era capaz de improvisar un banquete para diez. Nunca tenía problemas de dolor de cabeza ni falta de sueño, y la regla no la ponía de mal humor. Seguro que casi nunca se tiraba pedos, ni siquiera estando sola en el lavabo.
Hacía tiempo que Helen había descubierto que no valía la pena intentar escandalizar a su hermana. Era imposible, además de que ya eran adultas, y no está bien hacerle eso a quien te lava la ropa interior y te trae a diario una taza de café a la cama. Hablaban mucho entre ellas, casi siempre de tonterías, aunque, muy de vez en cuando, Helen intentaba averiguar la opinión de Celia sobre las cosas importantes de la vida (o las que ella consideraba como tales).
Una noche, después de cenar, con Bryan fuera y los niños recién acostados, Helen preguntó a Celia lo que pensaba del divorcio de sus padres. Estaban sentadas bajo los árboles, acabando una botella de vino de la que Helen se había bebido la mayor parte, para no faltar a la costumbre. El sol se estaba poniendo detrás de la isla, perdiéndose en la franja negra de la costa de Massachussetts. Helen quiso saber si para Celia el divorcio había sido igual de traumático que para ella.
Celia se encogió de hombros.
—Creo que siempre me ha parecido una buena decisión.
—Pero ¿nunca te da rabia?
—No. Era su manera de ser. Querían seguir juntos hasta que fuéramos lo bastante mayores para no tomárnoslo demasiado mal.
—¿Y tú no te lo tomaste «demasiado mal»? —preguntó Helen, sin acabar de creérselo.
—¡Pues claro! Pasé un tiempo muy enfadada con ellos, pero no puedes dejar que esas cosas te afecten demasiado. A fin de cuentas es cosa suya.
Helen había seguido insistiendo un rato, tratando de encontrar alguna rendija en lo que quizá no fuera más que una coraza protectora. No hubo manera. Tal vez fuera cierto que lo que a ella la había dejado hecha polvo, dando pie a años de descontrol (al menos en cuanto a amores), no hubiera hecho mella en su hermana. ¡Pero qué raro, pensó, que dos personas con los mismos genes fueran tan distintas! Quizá a una de ellas la hubieran cambiado al nacer.
Después de un mes de nadar, leer y jugar con Kyle y Carey en la playa, Helen empezó a ponerse nerviosa. Una amiga de Mineápolis le había dado el teléfono de un tal Bob, que trabajaba en el Centro de Biología Marina de Woods Hole, situado en el mismo cabo pero más al sur. Helen lo llamó una tarde.
Por la voz parecía simpático. Preguntó a Helen si le apetecía ir a una fiesta el fin de semana siguiente. Había invitado a unos amigos para ver unas imágenes «asombrosas» del útero de un tiburón toro, rodadas por un miembro del equipo de Woods Hole. No era exactamente lo que Helen entendía por salir y pasárselo bien, pero acabó aceptando. ¿Por qué no?
Se fijó en Joel Latimer nada más entrar.
Parecía uno de esos fanáticos del surf que corrían por California en los años sesenta: alto, delgado y moreno, con una mata de pelo rubio, casi blanco por el sol. Mientras Bob hablaba de Woods Hole con Helen, Joel la sorprendió mirándolo, y la franqueza de su sonrisa estuvo punto de hacer que a la nueva invitada se le cayera la copa de vino.
Era de esas cenas en que cada cual se sirve en la cocina, y Helen coincidió con Joel delante de la lasaña vegetariana.
—Así que eres la que sigue a los lobos.
—Sí, pero nunca los alcanzo.
Viendo reír a Joel, Helen quedó impresionada por lo azul de sus ojos y lo blanco de sus dientes. Notó un nudo en el estómago, y le pareció una tontería. ¡Si ni siquiera era su tipo! Aunque eso del tipo nunca lo había tenido muy claro… Joel le sirvió un poco de ensalada.
—¿Has venido de vacaciones?
—Sí. Me ha invitado mi hermana, que está en Wellfleet.
—Entonces somos vecinos.
Joel era de Carolina del Norte, y se le notaba en el acento. Su padre tenía un negocio de pesca. Explicó a Helen que estaba haciendo un doctorado sobre el xifosuro o «cangrejo de herradura», animal que según dijo no tenía nada que ver con los cangrejos. Lo describió como una especie de fósil viviente, un animal que ya era una reliquia en tiempos de los dinosaurios y que llevaba unos cuatrocientos millones de años sin evolucionar.
—Me recuerda a mi director de tesis —dijo Helen.
Joel se echó a reír. ¡Pues sí que estaba ingeniosa! De costumbre, en presencia de hombres apuestos, a Helen se le trababa la lengua, o se dedicaba a decir tonterías. Preguntó a Joel por el aspecto de los cangrejos.
—¿Sabes los cascos que llevaban los nazis? Pues son iguales, sólo que en marrón. Y dentro hay como una especie de escorpión.
—Igual que mi director de tesis.
—Y tiene una cola puntiaguda que le sale de la espalda.
—Mi director no la enseña.
Joel dijo que la sangre de los xifosuros poseía múltiples aplicaciones médicas, y que hasta se usaba para el diagnóstico y tratamiento del cáncer. Sin embargo, era una especie sometida a muchas amenazas, y uno de los problemas que había en Cape Cod era que los pescadores de anguilas los mataban para usarlos de anzuelo. Joel se proponía evaluar el impacto de dicha práctica sobre la población local de xifosuros. Vivía en una casa vieja de alquiler, justo al sur de Wellfleet. Dijo que parecía un barco, y que a ver si Helen pasaba a verlo un día de ésos.
Se llevaron la comida a un rincón. Joel le explicó quiénes eran los demás invitados, y qué vídeo iban a ver. Ella le preguntó cómo se podía rodar dentro del útero de un tiburón.
—Con grandes dificultades.
—Supongo que el tiburón tendrá que ser muy grande…
—O el que lleve la cámara muy bajito.
—Eso. Y encima ginecólogo.
Helen asistió a la proyección apretujada en el sofá entre Joel y otra persona, preguntándose si el primero se daría tanta cuenta como ella de la proximidad de sus cuerpos. Joel tenía los tejanos rotos, y Helen no pudo evitar mirar de reojo la piel morena visible a través del desgarrón.
El que había rodado el vídeo habló durante toda la proyección, explicando que después del apareamiento se forman varias cápsulas de huevos fertilizados en dos úteros distintos, en los que surgen a corto plazo embriones completos de tiburón, con dientes y todo. En ambos úteros, uno de los fetos se impone por su fuerza y empieza a devorar a sus hermanos. Por lo tanto, sólo nacen dos, expertos ya en el arte de matar.
Subrayando las palabras del conferenciante, la minicámara endoscópica recorría los viscosos túneles y recovecos de color rosa del tiburón madre, como una cámara de mano en una película de terror barata. Se veía una sopa de tiburoncitos muertos, pero ni rastro de la diabólica criatura que los había matado. De pronto, al fondo del útero, un ojo amarillo emergía de la sopa, mirando directamente a la cámara. El público, integrado por curtidos biólogos, rompió a gritar al unísono. Durante las risas que siguieron, Helen se dio cuenta de que se había aferrado al brazo de Joel, y se apresuró a soltarlo, avergonzada.
Después Bob la llevó a conocer a una serie de personas, pero su mirada no dejaba de buscar a Joel. Este siempre se daba cuenta y le sonreía, aunque estuviera enfrascado en una conversación. Al despedirse le preguntó si le apetecía ver xifosuros, y ella dijo que sí con sospechosa prontitud. El propuso el día siguiente. Helen contestó que muy bien.
Bastó una semana para que se hicieran amantes, y dos para que Joel le propusiera vivir juntos, diciendo que tenía la sensación de conocerla desde siempre, como si fueran «almas gemelas», y que si Helen se instalaba en su casa podrían pasar juntos el invierno, redactando sus tesis respectivas. A ella le pareció el colmo del romanticismo, pero encontró raro que un hombre se comprometiera con tanta facilidad y dijo que no, que ni hablar, que vaya ridiculez. Se mudó la mañana siguiente.
Nunca le había faltado tan poco para escandalizar a su hermana.
—¿Te vas a vivir con él? —había dicho Celia, mirando el equipaje.
—Sí.
—¿Y sólo lo conoces desde hace dos semanas?
—Mira, hermanita, a falta de príncipe azul a veces vale más pájaro en mano.
Desde el divorcio de sus padres, la vida amorosa de Helen había sido una sucesión de aventuras fracasadas. No se entienda como que había sido promiscua; aun en caso de habérselo propuesto, el hecho de vivir casi todo el año en plena naturaleza se lo ponía difícil. El problema era su extraña habilidad para dar con los hombres menos indicados. Salvo alguna que otra excepción, se trataba de individuos a los que otras mujeres veían venir a la legua, tipos que llevaban un letrero luminoso en la frente con las palabras «gilipollas», «tramposo» o «cabrón»; hombres que ni le gustaban ni le parecían deseables, pero que, por un motivo u otro, siempre acababan en su cama.
Helen no se explicaba su falta de tino. Quizá rebajara sus expectativas por la secreta convicción de carecer de encantos para un buen partido. Tampoco podía decirse que sus despreciables amantes le encontraran muchos, puesto que solían ser ellos quienes ponían fin a la aventura, salvo cuando ella tenía la certeza de que estaban a punto de dejarla, y conseguía tomar la delantera.
En general, sin embargo, Helen se aferraba a la relación, procurando que las cosas funcionaran hasta en el peor de los casos, y buscando desesperadamente la aprobación del canalla de turno hasta que éste se iba, empezaba a engañarla o aprovechaba una última cena en un restaurante barato para anunciárselo con tacto: mira, cariño, quizá sea mejor que lo dejemos.
Como nunca había vivido con ninguno de ellos, la propuesta de Joel le produjo un ataque de pánico. Pasó semanas despertándose en plena noche con el corazón a cien, avasallada por la certeza de que en cuanto se hiciera de día aquel hombre tierno y maravilloso que roncaba discretamente a su lado le diría que todo había sido un error y que preparase las maletas, cogiera su perro y se largase de una vez.
Pero no fue así, y con el tiempo Helen fue sintiéndose más tranquila. Hasta empezaba a parecerle que no eran dos personas, sino una. Lo había leído en los libros, pero nunca se lo había creído. Pues bien, era cierto. Muchas veces se adivinaban los pensamientos sin decir nada. Tanto podían pasarse la noche entera conversando como no hablar en todo el día.
Cuando alguien se interesaba por su trabajo, Helen salía del paso con tres o cuatro bromas y se apresuraba a cambiar de tema tomando la iniciativa de las preguntas. ¿Importarle a alguien lo que ella hacía? Inconcebible. A Joel, en cambio, no había quien lo distrajera de su meta; y, como quien no quiere la cosa, ella empezó a explicarle lo que siempre se había guardado para sí. Él la convenció de que su director de tesis tenía razón: era una buena investigadora. Incluso excepcional.
La primera vez que Joel le dijo que la quería ella no supo cómo reaccionar, y se limitó a murmurar y besarlo. No se sentía capaz de contestar lo mismo, por muy cierto que fuera. Quizá él perteneciera a esa clase de hombres que se lo dicen a todas sus compañeras de cama. Pero su timidez tenía otros motivos: declarar su amor por Joel tenía algo definitivo que la asustaba, como formar un círculo uniendo los dos cabos de una cuerda. Suponía completar algo. Acabarlo.
No obstante, con el invierno en puertas y el Cape Cod cada vez más vacío de turistas, escasas ya las grandes bandadas de aves migratorias, tuvo la sensación de que ella también se despejaba. Libre de dudas e inhibiciones, consiguió aceptar lo que habían descubierto entre los dos. Segura de que Joel la quería, se convenció de ser digna de su amor. Por primera vez en su vida, los piropos que le echaba Joel la hicieron sentir guapa de verdad. ¿Y por qué no declararle su amor, aunque probablemente ya lo supiera? Por eso, la segunda vez que se lo oyó decir contestó que ella también.
Trasladaron al salón la mesa grande de la cocina y la colocaron delante del ventanal con vistas a la bahía, llenándola de papeles e instalando en ella sus ordenadores portátiles. Pero apenas trabajaban. Se pasaban casi todo el día hablando o contemplando la espuma de las olas grises, segada por el viento. Alimentaban constantemente la estufa de leña, y cada día sacaban a pasear a Buzz, con quien daban largas caminatas por la playa en busca de madera.
Joel sabía tratar a los animales, y Buzz, tan rebelde hasta entonces, no tardó en convertirse en su esclavo fiel, obedeciendo sus órdenes de sentarse o levantarse y de ir corriendo a buscar palos lanzados al agua a distancia inverosímil. A Helen la asustaba ver al pobre perro zarandeado por las olas, que llegaban a cubrirlo por entero. Estaba convencida de que iba a ahogarse, pero Joel no hacía más que reír. Al rato, una cabeza empapada salía de la espuma con los dientes hincados en el palo, objeto de constantes y milagrosas recuperaciones. Después de muchos esfuerzos, Buzz conseguía llegar hasta la arena, se acercaba a él y le ponía su trofeo, ansioso ya de nuevas correrías.
Joel acababa de descubrir la ópera. Helen, que siempre se había declarado enemiga acérrima del género, se quejaba cada vez que le veía poner un disco, y todavía más cuando lo oía cantar; pero un día él la sorprendió tarareando un fragmento de Tosca en la ducha, y ella tuvo que admitir que había cosas buenas. Eso sí, Sheryl Crow era mucho mejor.
Se daba la circunstancia, difícil de explicar, de que los propietarios hubieran dejado unas estanterías llenas de mohosas traducciones de clásicos rusos. Joel dijo que siempre había querido leerlos, pero que nunca se le había presentado la ocasión. Empezó con Dostoievski y, transitando por Pasternak y Tolstói, no tardó en llegar a Chéjov, en quien descubrió a su favorito.
A Joel le gustaba cocinar, y aprovechaba el momento de hacer la cena para contarle el argumento del libro que tenía entre manos. Ella sonreía y observaba sus movimientos. Después de cenar delante de la chimenea, se tumbaban juntos en el sofá. A veces leían, y otras hablaban de lugares que habían visitado o tenían ganas de conocer.
Joel recordó que su padre solía llevarlo de noche a buscar cangrejos con sus hermanos. Bogaban en barca por la bahía, soltaban las nasas y encendían una hoguera en la playa. Después salían otra vez al mar y recogían las nasas. Su padre, que no tenía manías, las vaciaba en la barca misma.
—La barca era pequeña y sólo llevábamos el traje de baño, sin zapatos ni nada. ¡Imagínate! ¡Todo lleno de cangrejos y langostas corriendo a oscuras por el fondo de la barca, alrededor de nuestros pies! ¡Vaya si no gritábamos!
Le contó que una vez, al recoger la nasa, habían encontrado una bolsa de plástico con una botella de whisky y una nota que decía: «¡Gracias por la langosta!» Según él, debía de haber sido cosa de algún yate.
A Helen le encantaba oír sus historias. Después hacían el amor, acompañados por el repiqueteo de los tablones de madera y el gemido del viento en los aleros.
Ese invierno, por primera vez en años, la nieve fue abundante y tardó casi un mes en fundirse. Hacía tanto frío que la bahía se heló. Mirando por el ventanal de la casa, cubierto de escarcha, ambos tenían la impresión de estar en plena tundra, con el horizonte gris a lo lejos. Joel dijo que eran como Jivago y Lara, aislados en su palacio de hielo. Según él sólo faltaba oír los aullidos nocturnos de esos lobos de Minnesota a que tan aficionada era ella.
Aquella primavera y aquel verano fueron para Helen los más felices de su vida. Alquilaron una pequeña embarcación y él le enseñó a navegar. Algunas noches se internaban en el bosque hasta llegar a un estanque de agua dulce, donde nadaban desnudos. La oscuridad del agua hacía resaltar sus cuerpos, que ondulaban como gasas blancas, henchidos todavía de sol. Escuchaban abrazados el croar de las ranas, y el rumor del oleaje más allá de las dunas.
Helen prefería ayudar a Joel que trabajar en su tesis. Parecía que los lobos hubieran pasado a formar parte de una época remota, un lugar de su pasado en que reinaba la desolación. Su vida estaba ahí, en aquella bahía de playas inmensas y cielos luminosos, con un aire tan cargado de sal y ozono que respirarlo era como limpiarse el cráneo por dentro.
Volvió a su tesis el segundo otoño. Siguiendo la promesa que se habían hecho un año antes, trabajaron juntos al lado del ventanal. A veces se pasaban el día discutiendo un problema con que había topado uno de los dos. También se daba el caso de que apenas hablaran. Joel iba a hacer té a la cocina y se lo dejaba a Helen encima de la mesa, aprovechando para darle un beso en el pelo. Helen se lo devolvía en la mano, sonreía y seguía trabajando en silencio.
Pero algo empezó a cambiar, muy gradualmente al principio. Joel se volvió más reservado, y a veces corregía las palabras de Helen. La criticaba por nimiedades, como haber dejado platos por fregar o haberse olvidado de apagar la luz. A ella no le molestaba mucho, pero tomaba nota y procuraba no volver a incurrir en los mismos errores.
Siempre habían estado en desacuerdo sobre el tema central de la investigación de Helen: naturaleza contra educación. Para Joel, los actos de todo ser vivo estaban condicionados por sus genes de forma casi absoluta, mientras que ella consideraba al aprendizaje y las circunstancias como factores que podían tener el mismo peso. Habían dedicado muchas horas al debate, caracterizado siempre por su moderación; pero él empezó a impacientarse cuando salía el tema, y una noche se puso a gritarle, tratándola de idiota. Más tarde pidió perdón y Helen no le dio más vueltas, pero estuvo dolida varios días.
Por Navidades fueron a casa de Celia, y Joel y Bryan discutieron por una nueva catástrofe en África central. Los programas de noticias mostraban imágenes de cientos de miles de refugiados hambrientos huyendo de masacres tribales, rodeados de inmundicia y con barro hasta las rodillas. Un grupo de ayuda norteamericano, víctima de una emboscada, había sido asesinado a machetazos. Bryan estaba viendo la tele en el salón, estirado en su tumbona de piel. Comentó que no entendía tantos esfuerzos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Joel.
Helen reconoció su tono desde el pasillo. Había estado leyendo un cuento a los niños, y acababa de darles un beso de buenas noches. Carey le había preguntado si iba a casarse y tener hijos con Joel, a lo que Helen había contestado en broma, para no tener que dar una respuesta seria.
Bryan dijo:
—Pues que tampoco es cosa nuestra.
—¿Entonces qué? ¿Dejamos que se mueran?
—Llevan siglos matándose, Joel.
—¿Y eso lo justifica?
—No, pero no tiene nada que ver con nosotros. De hecho, la intervención occidental me parece muy paternalista. Es como decir que somos los únicos civilizados, cuando ni siquiera entendemos los motivos que los llevan a matarse. Y cuando uno no entiende acaba por empeorar las cosas.
—¿Ah sí?
Helen no se decidía a entrar. Celia salió de la cocina y pasó al salón, haciendo una mueca a su hermana. Preguntó alegremente si alguien quería café, lo cual significaba: «Vale, tíos, cortad el rollo». Bryan y Joel rehusaron.
—Siempre acabamos apoyando a los que no hay que apoyar —dijo Bryan.
Joel asintió con la cabeza, como si estuviera pensando en las palabras de Bryan. No contestó nada, pero Helen nunca le había visto una mirada tan fría. La siguiente noticia explicaba el caso de una pitón de cinco metros hallada bajo la casa de un matrimonio de jubilados de Georgia. Llevaba años viviendo en el mismo lugar, y sólo la habían descubierto después de que a alguien le extrañara la cantidad de perros desaparecidos en el barrio.
—¿Qué, qué piensas? —preguntó Bryan, al parecer desconcertado por el silencio de Joel.
Joel lo miró fijamente y después dijo con serenidad:
—Que eres un capullo.
El ambiente no volvió a ser el mismo en el resto de las vacaciones.
Regresaron a la casa del cabo, y todo pareció volver a la normalidad; sin embargo, a medida que se alejaban las fiestas, Helen advirtió en Joel un nerviosismo cada vez mayor.
Cuando estaba sentada delante del ordenador, se volvía hacia él y lo sorprendía mirando al vacío. También se daba cuenta de que lo irritaba con detalles como su costumbre de tamborilear sobre el teclado cuando estaba absorta en algún punto de la tesis.
No tardó en tener la impresión de que él juzgaba todos sus actos en silencio, y de que el veredicto no era favorable. De repente se levantaba, cogía el abrigo y decía que iba a dar un paseo, dejándola sentada con la sensación de haber hecho algo mal, aunque sin saber qué. Helen miraba por la ventana y lo veía caminar por la playa con la cabeza gacha y el viento de cara, sin mirar siquiera los palos que Buzz dejaba a sus pies para que se los tirara, hasta que el perro entendía que los juegos eran agua pasada.
Una noche, después de acostarse, Joel, que se había quedado mirando el techo, dijo que quería hacer algo que valiera la pena.
—¿Y te parece que lo que haces ahora no lo vale? —preguntó Helen. Reparando en cómo la miraba, se apresuró a añadir—: No me refiero a lo nuestro, sino a tu trabajo.
En realidad se refería a ambas cosas, pero Joel le tomó la palabra y dijo que sí, que en cierto modo valía la pena.
—Pero dudo que vaya cambiar el mundo salvando a un par de cangrejos. Los mares se están echando a perder, y todo el planeta está siendo destruido. Mira, Helen, el mundo está lleno de gente muriéndose de hambre o matándose como animales. ¿Y yo qué coño hago? ¿Qué son unos cangrejos comparado con eso? Es como tocar la cítara mientras se quema Roma.
De repente ella sintió un escalofrío. Joel le hizo el amor, pero fue diferente, como si ya se hubiera marchado.
Una noche de finales de abril, durante la cena, Joel le dijo que había escrito a una ONG solicitando colaborar en su programa de ayuda a África. Querían entrevistarlo. Ella intentó no mostrarse ofendida.
—¡Vaya! —dijo—. Qué bien, ¿no?
—Bueno, sólo es una entrevista…
Él siguió comiendo sin mirarla a los ojos. Un grito mudo de acusación resonó en la cabeza de Helen, que procuró adoptar un tono que no la delatara.
—¿En África hay cangrejos que pasan hambre? —se le escapó. Joel la miró. Era la primera vez que oía de su boca un comentario hiriente. Helen siguió adelante, resuelta a que sus palabras pasaran por una pregunta de verdad—. Me refiero a si necesitan licenciados en biología.
—Supongo que se han fijado más en mis dos años de medicina —dijo él con frialdad.
Por segunda vez se produjo un largo silencio. Joel empezó a amontonar los platos.
—No me habías dicho que fueras a presentarte.
—No estaba seguro de querer el trabajo.
—Ya.
—Y sigo sin estarlo.
Pero Helen se dio cuenta de que sí lo estaba. La semana siguiente Joel tomó un vuelo a Nueva York, donde lo esperaban para la entrevista. Lo llamaron al día siguiente, proponiéndole empezar en junio. Entonces pidió consejo a Helen, y ésta le dijo lo que quería oír: que aceptara. ¡Por supuesto! Era lo mejor.
Pasó mucho tiempo antes de que volvieran a hablar del tema. De hecho no hablaban mucho. Fuera empezaba a hacer calor. Se oía el reclamo de los chorlitos, y volvían a verse correlimos por la playa, jugando incansables con las olas. En casa, sin embargo, persistía el invierno. Una nueva torpeza caracterizaba su relación, haciendo que chocaran en la cocina por falta de espacio, ahí donde en tiempos habían sabido prever sin esfuerzo los movimientos del otro, con la naturalidad de una pareja de bailarines. Se relacionaban con fría cortesía, bajo la cual Joel ocultaba su sentimiento de culpa y Helen su rabia.
Intentó convencerse de que no tenía motivos. Tampoco estaban casados, ni se les había ocurrido estarlo. ¿Qué impedía a Joel marcharse y hacer «algo que valiera la pena»? La idea era buena; más aún, digna de encomio. Él era un trotamundos. Así de sencillo. Formaba parte de su «naturaleza».
La rabia se fue diluyendo, sustituida poco a poco por la vieja sensación de haber vuelto a fracasar; sólo que esta vez era peor, y Helen se daba cuenta de ello: esta vez no sólo había intentado caer en gracia, sino que se había abierto de par en par. Joel lo sabía todo de ella. No quedaba nada a lo que aferrarse como consuelo, nada que le permitiera pensar: si lo hubiera visto no se habría marchado.
Lo había dado todo, pero ese todo había dejado que desear.
En mayo, cuando las aguas del cabo empiezan a calentarse, los xifosuros abandonan en masa sus profundos refugios invernales; y al alinearse el sol y la luna, momento en que se producen las mareas más altas del año, los cangrejos invaden los bajíos en busca de comida.
En esas fechas, durante los últimos dos años, Joel había marcado a cientos de ejemplares, clavando chinchetas de acero inoxidable en la parte trasera de sus caparazones. La idea era ver cuántos volvían. Dos semanas antes de partir para África se propuso hacerlo por última vez.
Con la cautela que había pasado a caracterizar sus relaciones, preguntó a Helen si quería ayudarlo, como había hecho el año anterior. Poco antes, queriendo demostrarle lo poco (o lo mucho) que la afectaba su partida, Helen había entrado a trabajar de ayudante de cocina en el Moby Dick, un restaurante de marisco al lado de la carretera; pero como tenía la noche libre dijo que muy bien, que si él necesitaba ayuda no tenía inconveniente en acompañarlo.
Era una noche fresca y sin nubes. La luna llena, rodeada por una especie de aura, sólo dejaba ver las estrellas más brillantes. Más tarde, Helen oyó decir que algunos consideraban al aura en cuestión como presagio de catástrofes.
Cargaron el instrumental en dos bolsas grandes, se pusieron botas de pescador y, dejando a Buzz en casa, se dirigieron a la franja de arena paralela al borde del estuario. La arena emitía una luz espectral, como de huesos en polvo. Caminaban separados, pero la luz de la luna confundía sus sombras.
Advirtieron la presencia de cangrejos mucho antes de llegar. El agua más próxima a la playa era un hervidero. Al acercarse vieron chocar en la oscuridad a innumerables caparazones abombados y dotados de pinzas. El agua formaba remolinos de espuma fosforescente.
La experiencia del año anterior había enseñado a Helen cómo actuar. Sacaron lo necesario de las bolsas y pusieron manos a la obra sin apenas comentarios. Joel se metió entre los cangrejos, tras protegerse las manos con gruesos guantes de goma. Fue cogiéndolos uno a uno, exponiéndolos al haz de la linterna que llevaba colgada al cuello. Los cangrejos se debatían en sus manos, sacudiendo el extremo articulado de sus caparazones con la intención de clavarle sus colas punzantes. Cada vez que encontraba un ejemplar marcado, Joel anunciaba el número en voz alta y Helen, a su lado, lo anotaba en un cuaderno. En cuanto a los no marcados, indicaba su sexo y tamaño, datos que ella anotaba concienzudamente antes de darle las chinchetas para clavar en los caparazones.
De vez en cuando, sin interrumpir el trabajo, él señalaba algo y daba explicaciones, por ejemplo de cómo varios machos (hasta una docena) se peleaban por una hembra, pero sólo uno conseguía aparearse. Enfocó una hembra con la linterna para enseñársela a Helen. El cangrejo había excavado un nido poco profundo en la arena, lo más cerca del agua que se había atrevido a llegar. Se veían salir a chorro los huevecillos, arracimados en grumos relucientes de color gris verdoso. El macho, bien cogido a la hembra, los cubría con esperma, mientras sus compañeros de sexo luchaban por hacer lo mismo, ajenos a la proximidad de seres humanos.
Helen empezó a preguntar algo, pero de repente se le quebró la voz y dejó la frase a medias, dándose cuenta de que estaba llorando. Hacía un año que ese mismo espectáculo la había llenado de asombro; en aquel instante, sin embargo, el frenesí, la ferocidad ciega y primitiva con que aquellas ancestrales criaturas se empeñaban en sobrevivir y perpetuar sus genes a través de los siglos por espacio de millones de años, como una demostración de poder inmenso e implacable, la llenaron de miedo y tristeza.
Advirtiendo la tensión de su expresión, Joel se acercó a ella chapoteando por el agua y la abrazó. Helen se aferró a él, sollozando contra su pecho como una niña desconsolada.
—¿Qué? —dijo él, apartando los enredados mechones que cubrían la cara de Helen—. ¿Qué pasa?
—No lo sé.
—Dímelo.
—No lo sé.
—Sólo es un año, Helen. Pasará rápido. Ya verás cómo dentro de un año exacto estamos aquí otra vez, marcando cangrejos entre los dos.
—No hagas bromas.
—Lo digo en serio. Te lo prometo.
Al mirarlo a los ojos, ella tuvo la impresión de que también estaba a punto de llorar.
—Te quiero —dijo.
—Yo también te quiero.
No olvidaría nunca el aspecto de Joel: un fantasma desdibujado, convertido de pronto en otro, un desconocido. Una sonrisa de Joel conjuró la extraña imagen. Después la besó, mientras, ruidosos e incansables, los cangrejos se arremolinaban a sus pies sin hacerles caso, con la luna brillando en sus caparazones negros.
Hacía casi dos meses que se había marchado.
Helen apagó el cigarrillo y llamó a Buzz. Ya le había dejado bastante tiempo para hurgar en el arca en busca de ratas, y empezaba a tener frío. Volvió a llamarlo y emprendió el camino de regreso por la playa. Lejos, en el bosque, un búho repetía su queja sin descanso.
Recogió la bolsa que había dejado al lado de la puerta. Los bichos seguían de fiesta en torno a la bombilla. Buzz les ladró un par de veces, hasta que Helen le hizo callar y lo empujó por la puerta mosquitera que daba a la cocina.
No encendió la luz. La presencia de Joel lo invadía todo. Había dejado gran parte de sus pertenencias, en un vano intento por convencerla de su regreso: libros, un par de botas, el compact portátil con altavoces de última generación y todos los discos compactos de ópera. Desde que Joel no estaba, ella tenía miedo de escuchar música.
El contestador indicaba tres mensajes pendientes de escucha. Los reprodujo a oscuras, contemplando el reflejo de la luna en la bahía. El primero era de su padre. Esperaba que hubiera llegado a casa sin problemas, y decía estar seguro de que iba a hacerse muy amiga de Courtney. El segundo era de Celia, que sólo quería saludarla. El tercero era de su viejo amigo Dan Prior, otro obseso de los lobos.
Trabajando juntos un verano en el norte de Minnesota, Helen y Dan habían tenido una aventurilla, tan insignificante que casi no merecía ser llamada así. Dan constituía una de las pocas excepciones en el catálogo de imbéciles con que solía salir Helen, pero eso no impedía que hubiera sido un error. Estaban hechos para ser amigos, no amantes. Además, como todos los hombres atractivos, Dan gozaba de un matrimonio feliz. Para colmo, Helen conocía a su mujer e hija y le caían bien.
Llevaban unos tres años sin hablar, y ella se alegró de oír su voz en el contestador. Dan le ofrecía trabajo en Montana, y le pedía por favor que lo llamara.
Echó un vistazo al reloj. La una menos cuarto. Se acordó de que era su cumpleaños.