Helen Ross odiaba Nueva York. La odiaba todavía más cuando la temperatura pasaba de treinta y cuatro grados y el aire estaba tan húmedo que ella se sentía como una almeja cociéndose en la humareda de los tubos de escape.
En sus escasas visitas a la ciudad, Helen siempre adoptaba una actitud de bióloga, consistente en observar el comportamiento de las extrañas especies que paseaban por las aceras, y tratar de dilucidar por qué algunos ejemplares parecían disfrutar del incesante festival de luces y ruidos. Pero siempre fracasaba de modo lamentable; y, pasada la euforia infantil que se había apoderado de ella al llegar, sentía contraerse su rostro en una hosca coraza de cinismo.
En esos momentos la llevaba puesta. Acodada a una mesa minúscula, en lo que el encargado del restaurante había tenido la risible ocurrencia de llamar el terrazzo (refiriéndose a un trozo de acera rodeado de setos polvorientos), Helen se sirvió otra copa de vino, encendió otro cigarrillo y se preguntó por qué demonios su padre siempre llegaba tarde.
Buscó su cara entre la multitud que se volcaba en las aceras para ir a comer. Resultaba increíble lo elegante y guapo que era todo el mundo. Ejecutivos jóvenes y morenos cuyas americanas se sostenían con estudiada naturalidad en un solo hombro conversaban con mujeres de dientes perfectos y piernas kilométricas, sin duda plurilicenciadas de Columbia, Harvard, Yale, etc. Helen odiaba a unos y otras.
El restaurante lo había escogido su padre. Estaba situado en SoHo, un barrio en el que Helen nunca había estado; según su padre era el sitio más chic para vivir. Estaba repleto de galerías de arte y de esas tiendas que sólo venden un par de artículos exquisitos, exquisitamente iluminados y repartidos en enormes superficies por las que circulan vendedores salidos de las páginas de Vogue. Todos eran igual de delgados, tenían la misma expresión de desprecio, y parecían capaces de impedir la entrada por motivos puramente estéticos a quien tuviera la desfachatez de intentar colarse por la puerta. Helen ya había cogido manía a SoHo. Hasta la ortografía del nombre era una estupidez.
Y no podía atribuirse a mezquindad de carácter, puesto que, en su vida cotidiana, Helen llevaba la generosidad a extremos peligrosos, siempre dispuesta a conceder el beneficio de la duda hasta en los casos más dudosos. Pero ese día, varios factores habían contribuido a sacarla de quicio, además de la ciudad y el clima. Uno de ellos, nada desdeñable, era el hecho de estar a punto de cumplir los veintinueve, edad que le parecía un hito colosal, un mojón en su biografía. Era lo mismo que treinta, sólo que peor, porque al menos a los treinta ya se ha pasado el trauma. Cuando se han cumplido los treinta, ya da lo mismo tener cuarenta o cincuenta. O estar muerto. Porque a esas alturas, a menos que uno ya tenga la vida hecha, es casi seguro que nunca la tendrá.
Su cumpleaños era al día siguiente, y, de no mediar la mano de Dios, Helen amanecería igual de parada, soltera e infeliz.
Ya era todo un ritual que su padre la invitase a comer para su cumpleaños, al margen de sus respectivos lugares de residencia, que solían distar cientos de kilómetros. La que viajaba siempre era ella, porque su padre estaba ocupadísimo, y seguía creyendo que, después de pasar largo tiempo fuera, el viaje a la ciudad era un placer para su hija. Cada verano, al acercarse la fecha del convite, Helen ya no se acordaba de que no lo fuera.
Un mes antes recibía por correo un billete de avión, con detalles sobre cómo llegar a algún restaurante de moda. Entonces cogía el teléfono y concertaba citas con los amigos, cada vez más entusiasmada. Quería mucho a su padre, y casi sólo lo veía en la comida de cumpleaños.
Sus padres se habían divorciado cuando Helen tenía diecinueve años. Por aquel entonces su hermana Celia, dos años menor, acababa de ingresar en la facultad, y Helen estudiaba biología en la Universidad de Minnesota. Ambas volvieron a casa para el día de Acción de Gracias. Finalizada la comida, sus padres posaron los cubiertos y anunciaron con calma que, una vez cumplida la tarea de educar a sus hijas, iban a seguir caminos distintos.
Desvelaron que el matrimonio llevaba años siendo un desastre, y que ambos tenían a otra persona con quien preferían compartir su vida. Venderían la casa familiar, si bien las chicas, como no podía ser menos, seguirían teniendo sus correspondientes habitaciones en los nuevos hogares que la sustituyeran. Todo se hacía racionalmente, sin rencor. Lo cual, para Helen, resultó infinitamente más duro.
Fue un golpe tremendo descubrir que una familia que siempre le había parecido, si bien no exactamente feliz sí normal en su infelicidad, encubriera un sufrimiento tan prolongado. Sus padres siempre habían sido propensos a pelearse, poner malas caras y planear venganzas mezquinas, pero Helen había dado por sentado que a todos los padres les sucedía lo mismo. De pronto resultaba que llevaban años odiándose, y que sólo se habían aguantado por sus hijas.
Celia se había portado de maravilla, como siempre. Lloró y los abrazó a los dos, haciéndolos llorar a su vez, mientras Helen lo observaba todo con asombro. Su padre tendió la mano, tratando de que Helen se sumara a los lloros y todo se resolviera en un espantoso acto conjunto de absolución. Helen apartó la mano de su padre y gritó:
—¡No! —Y, ante los ruegos de su padre, exclamó todavía más fuerte—: ¡No! ¡A la mierda! ¡A la mierda los dos!
Salió de casa hecha una fiera.
En aquel entonces le había parecido una reacción sensata.
Por lo visto, sus padres pensaban que el hecho de no haberse divorciado antes constituía un regalo permanente e indestructible para sus hijas, y que la ilusión de haber vivido una infancia feliz equivalía a haberla tenido de verdad. El verdadero regalo era más crudo, y mucho más duradero. Y es que, desde entonces, Helen nunca había sido capaz de superar la idea de que todos los padecimientos de sus padres eran culpa de ella. El razonamiento era diáfano: de no haber sido por ella (y por Celia, claro, pero Celia era poco dada a sentirse culpable, y Helen tenía que generar remordimientos suficientes para ambas), sus padres habrían podido «seguir caminos distintos» mucho antes.
El divorcio confirmó viejas sospechas de Helen, en el sentido de que los animales eran más dignos de confianza que las personas. Y, pensándolo bien, no parecía casualidad que hacia esas fechas hubiera empezado a estudiar con pasión a los lobos. Con su devoción y lealtad, y su manera de cuidar a las crías, se le antojaban superiores a los seres humanos en casi todos los aspectos.
Los diez años transcurridos no habían atenuado sus sentimientos acerca del divorcio, pero sí habían hecho que se mezclaran con todas las dudas y desilusiones con que Helen había conseguido llenar su vida. Y, salvando los pocos días en que perdía toda noción de misericordia, y un viento oscuro y lleno de reproches barría el mundo a su alrededor, ahora se alegraba de que sus padres hubieran acabado por hallar la felicidad.
Su madre había vuelto a casarse después de obtener el divorcio, pasando a vivir una vida de golf, bridge y, por lo visto, sexo volcánico con Ralphie, un agente inmobiliario bajito, calvo y sumamente amable.
Resultó que Ralphie llevaba seis años siendo «el otro». «La otra» de su padre sólo duró seis meses, y desde entonces había sido sustituida por una serie de «otras otras», a cuál más joven. Su trabajo de asesor financiero (palabras cuyo significado exacto Helen nunca había conseguido averiguar) había llevado al señor Ross de Chicago a Cincinnati, pasando por Houston. Desde hacía un año estaba instalado en Nueva York, ciudad donde el último verano había conocido a Courtney Dasilva.
Ése era el otro factor que contribuía a mitigar la euforia de Helen. Howard y Courtney Dasilva iban a casarse en Navidad. Helen estaba a punto de hablar con Courtney por primera vez.
La semana anterior, al anunciarle la noticia por teléfono, el padre de Helen le había dicho que su futura madrastra trabajaba en uno de los bancos más importantes de Estados Unidos. También se había licenciado en psicología por Standford, además de ser la belleza más espectacular que había visto en su vida.
—¡Fantástico, papá! ¡Me alegro muchísimo! —había dicho Helen, procurando ser sincera.
—¿Verdad que sí? ¡Me siento tan… tan vivo, nena! Estoy impaciente por que os conozcáis. Te encantará.
—Yo también. Vaya, que quiero conocerla.
—¿Qué te parece si viene con nosotros a comer?
—¡Pues claro! Será… estupendo.
Se produjo un breve silencio. Helen oyó carraspear a su padre.
—Quería decirte otra cosa, Helen. —Adoptó un tono confidencial, un poco inseguro—. Tiene veinticinco años.
Y ahí estaba, a una manzana de distancia, cogida del brazo de su padre, con su melena negra moviéndose y brillando a la luz del sol. Conversaba y reía a la vez, habilidad que Helen nunca había llegado a dominar, mientras su padre, radiante, miraba con disimulo a los hombres que pasaban por su lado, buscando señales de envidia en sus rostros. Daba la impresión de haber perdido unos quince kilos, y llevaba más corto el pelo. Courtney lucía un vestido negro suelto, carísimo sin duda, con un ancho cinturón rojo. Sus sandalias de tacón también eran rojas, y la hacían más alta que el padre de Helen, cuya estatura rondaba el metro setenta y siete. El color de su lápiz de labios hacía juego con el cinturón y los zapatos.
Helen también llevaba un vestido. De hecho, era el mejor que tenía. Se trataba de un modelo marrón de algodón estampado, comprado hacía dos veranos en The Gap. Por unos instantes se planteó esconderse debajo de la mesa.
Al verla, su padre la saludó con la mano y se la señaló a Courtney, que hizo lo propio. Helen apagó el cigarrillo a toda prisa y, cuando la pareja llegó al otro lado del seto polvoriento del terrazzo, se levantó para abrazar a su padre. El gesto hizo que la mesa se tambaleara y que la botella de vino se derramara sobre el borde del vestido de Helen, antes de caer al suelo y romperse en mil pedazos.
—¡Eh, cuidado! —dijo su padre.
Raudo cual proyectil, un camarero acudió en su ayuda.
—¡Vaya! ¡Lo siento! —gimió Helen—. ¡Mira que soy estúpida!
—¡No es verdad! —dijo Courtney con vehemencia.
Helen estuvo a punto de replicar: «¿Tú qué coño sabes? Soy lo estúpida que quiero.»
Para llegar al terrazzo, el padre de Helen y Courtney tuvieron que dar la vuelta y entrar por la puerta del restaurante, lo cual concedió a Helen unos instantes para secarse el vestido, con la ayuda, demasiado íntima por cierto, del camarero-proyectil, que se había puesto de rodillas delante de ella y le frotaba los muslos con un trapo. Todo el mundo los miraba.
—Gracias, ya está bien. En serio, no hace falta que siga. ¡Basta!
Afortunadamente, el camarero le hizo caso y desapareció. Helen se quedó de pie con el vestido húmedo, encogiéndose de hombros y sonriendo con cara de idiota a los ocupantes de las mesas de al lado. De repente vio a su padre y tensó la cara, confiando en remedar una sonrisa. Su padre le tendió los brazos y ella dejó que la abrazara.
—¿Cómo está mi niña?
—Mojada. Y con mucho calor.
Su padre le dio un beso. Llevaba colonia. ¡Colonia! Retrocedió para mirar bien a su hija, sin soltarle los hombros.
—Estás estupenda —mintió.
Helen se encogió de hombros. Nunca había sabido cómo reaccionar a los cumplidos de su padre; ni, ya puestos, a los de las demás personas, que tampoco eran tantos. Su padre se volvió hacia la encantadora Courtney, que había permanecido a un lado observando con mirada afectuosa el reencuentro de padre e hija.
—Nena, te presento a Courtney Dasilva.
Helen se preguntó si tenía que darle un beso. Fue un alivio que Courtney le tendiera una mano morena y elegante.
—Hola —dijo Helen, estrechándosela—. ¡Qué uñas más bonitas!
Hacían juego con el cinturón, los zapatos, los labios y probablemente la ropa interior. Helen, en cambio, tenía uñas de camionero, cortas y rotas de trabajar todo el verano en la cocina de Moby Dicks.
—¡Muchas gracias! —dijo Courtney—. ¡Pobrecita! ¿Se te ha estropeado el vestido? Howard, cariño, deberíamos comprarle otro. Hay una tienda muy buena justo al lado de…
—Estoy bien. En serio. La verdad es que es mi manera de refrescarme. Así, si se nos acaba el vino sólo tengo que escurrir el vestido.
«Howard cariño» pidió champán, y, después de unas copas, Helen empezó a sentirse mejor. Hablaron del tiempo, del calor que hacía en Nueva York, y de SoHo, donde Courtney quería conseguir un loft(cómo no). Helen no pudo evitar preguntarle con cara seria qué pensaba guardar en el loft[3]. ¿Adornos de Navidad? Courtney le explicó pacientemente que, en aquel contexto, un loft era un estudio.
El camarero reapareció para indicar a Helen que estaba prohibido fumar, lo cual resultaba bastante absurdo teniendo en cuenta que se encontraban en el terrazzo, respirando el humo de los tubos de escape. También fue un poco decepcionante, porque Helen ya había advertido que Courtney era contraria al tabaco, y tenía ganas de seguir molestándola. Hacía poco que había vuelto a fumar después de siete años, y obtenía una satisfacción perversa de ser la única bióloga fumadora de que tenía constancia.
El camarero tomó nota. Helen, la primera en pedir, optó por la terrina de pescado, seguida por un plato de pasta de armas tomar. Courtney sólo pidió ensalada de roqueta con zumo de limón, sin aliñar. La nueva y esbelta versión del padre de Helen, que ya había explicado, dándose orgullosas palmadas en el estómago, que cada mañana a primera hora iba a un gimnasio frecuentado por famosos, pidió lubina a la plancha, sin aceite, y nada de primero. Además de patosa, Helen se sentía como una glotona.
Mientras el camarero amontonaba en su plato una cantidad humillante de espaguetis a la carbonara, el padre de Helen se acercó a ella para preguntar:
—¿A que no sabes dónde nos casaremos?
Helen quiso contestar que en Las Vegas o Reno, cualquier lugar donde al día siguiente se pudieran sacar de una máquina los documentos de divorcio.
—Ni idea.
—En Barbados.
El padre de Helen cogió la mano de Courtney, que sonrió y le dio un beso en la mejilla. Helen tuvo ganas de vomitar. En lugar de ello dijo:
—¡Uau, Barbados! ¡Uau!
—Pero sólo si prometes que vendrás —dijo Courtney, mostrando una uña larga y roja.
—Por supuesto. Suelo ir de crucero por la zona, así que ¿Por qué no?
Helen notó que el comentario sentaba mal a su padre, y se dijo que mejor no seguir. ¡Sé amable, por Dios!
—Si pagáis vosotros voy. —Les sonrió—. No, en serio, me encantará. Me alegro mucho por los dos.
Courtney pareció conmovida. Sonrió y se le empañaron los ojos. Helen pensó que no debía de ser tan mala persona, aunque consideró un misterio que quisiera casarse con un hombre que la doblaba en edad. ¡Si ni siquiera era rico!
Courtney dijo:
—Ya sé que de las madrastras se espera que sean como la reina mala de Blancanieves, o algo por el estilo…
—¡Exacto! —repuso Helen—. Pero ten paciencia que con los años todo se andará. ¡En todo caso las uñas ya la$ tienes!
Estalló en carcajadas. Courtney sonrió sin saber cómo reaccionar. Helen se sirvió lo que quedaba de champán, notando que su padre la miraba. Tanto él como Courtney se habían pasado al agua mineral. Patosa, glotona… ¿Y por qué no borracha y bruja, para redondear?
—Eres bióloga, ¿no? —dijo Courtney.
¡Sí que se estaba esforzando!
—Friego platos. O los fregaba. Dejé el trabajo la semana pasada. De momento estoy lo que se dice sin empleo.
—Disponible.
—Para quien me quiera.
—¿Y sigues en Cape Cod?
—Sí. Varada en el cabo. Buen sitio para lavar platos. Con tantas olas…
—¿Por qué tienes la manía de menospreciarte? —dijo su padre. Se volvió hacia Courtney—. Sabe muchísimo de lobos. Está escribiendo una tesis que causará sensación.
—¡Sensación, dice! —se burló Helen.
—Es verdad. Lo dice tu director.
—Ése no tiene ni idea. Además lo dijo hace tres años. A estas alturas, seguro que la especie entera se ha vuelto herbívora y vive en los árboles.
—Helen pasó varios años viviendo con lobos en Minnesota.
—¡Viviendo con lobos! ¡Papá, oyéndote cualquiera me tomaría por Mowgli!
—Pues es verdad.
—No «viví» con ellos. ¡Si a esos bichejos no hay quien los vea! Los investigué y punto.
De hecho, su padre no se equivocaba demasiado. Podía discutirse que su tesis fuera a «causar sensación», pero no que se tratara de uno de los estudios más profundos sobre por qué algunos lobos atacan al ganado y otros no. Versaba sobre el dilema clásico entre naturaleza y educación (tema que a Helen siempre le había intrigado), y parecía dar a entender que el hecho de matar reses era cuestión de aprendizaje más que de herencia.
Pero que no le pidieran que hiciera un numerito y soltara su discurso a Courtney, que tenía su preciosa barbilla apoyada en una mano, haciendo lo posible por mostrarse fascinada.
—Cuéntamelo. ¿Qué hacías?
Helen apuró la copa antes de contestar con pose de indiferencia:
—Nada especial; los vas siguiendo. Sigues sus huellas, les pones trampas, les colocas transmisores de radio, averiguas qué han comido…
—¿Cómo?
—Pues más que nada examinando la caca.
En la mesa de al lado, una mujer se quedó mirando a Helen, que sonrió con dulzura y levantó la voz.
—Recoges todas las cacas que encuentras y las desmenuzas para ver si hay pelos, huesos u otra cosa. Después analizas la procedencia de lo que has encontrado. Cuando hace poco que han ido de caza, la mierda es negra y líquida, cosa que hace más difícil manipularla. Y echa una peste… ¡Jo, lo que puede llegar a oler la caca de lobo! Mejor que lleven un tiempo sin comer, porque entonces los cagarros son más sólidos. Más fáciles de recoger con los dedos.
Courtney asintió juiciosamente con la cabeza. Cabía decir a su favor que no había puesto cara de asco en ningún momento. Helen sabía que su padre la estaba mirando con cara de reproche, y se dijo que ya estaba bien de niñerías. Había bebido más de la cuenta.
—Pero bueno, ya he dicho bastantes tonterías. Vamos a oír las tuyas, Courtney. Trabajas en un banco, ¿no?
—Ajá.
—¿Tienes dinero?
Courtney sonrió con desenvoltura. Tenía clase, la chica.
—Sólo el de los demás —contestó—. Por desgracia.
—Y eres psicóloga.
—La verdad es que nunca he ejercido. Me falta práctica.
—Dicen que la perfección se consigue a base de práctica, y tú ya me pareces bastante perfecta.
—Helen…
Su padre le tocó el brazo.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Helen lo miró con cara de inocencia. Su padre estuvo a punto de decir algo, pero acabó dirigiéndole una sonrisa compungida.
—¿Quién quiere postre?
Courtney dijo que tenía que ir al lavabo, aunque, con lo poco que había comido y bebido, Helen no se lo explicaba, a menos que quisiera retocarse las uñas. El padre de Helen esperó a que se marchara para decir a su hija:
—¿Qué te pasa, nena?
—¿Cómo que qué me pasa?
—No es obligatorio que la odies.
—¿Odiarla? ¿Por qué lo dices?
Su padre suspiró y miró hacia otro lado. De repente, Helen tuvo ganas de llorar. Se apoyó en el brazo de su padre.
—Perdona —dijo.
Su padre le estrechó la mano, mirándola a los ojos con cara de preocupación.
—¿Te pasa algo?
Helen se despejó la nariz y procuró no llorar. ¡No podía ponerse en evidencia tantas veces en un mismo sitio! ¡Acabarían metiéndola en el manicomio!
—Estoy bien.
—Me preocupas.
—No hace falta que te preocupes. Estoy bien.
—¿Has sabido algo de Joel?
Helen había rezado por que no se lo preguntara. Tuvo la certeza de que iba a llorar. Asintió con la cabeza, por miedo a que su voz la delatara, y respiró hondo.
—Sí. Me ha escrito.
No, no iba a llorar. Joel estaba a miles de kilómetros. Además era agua pasada. Y ahí estaba la buena de Courtney, recorriendo el restaurante en dirección a su mesa, sonriendo más que nunca con sus labios recién pintados. Helen resolvió concederle un respiro. No era mala chica. Al contrario, parecía capaz de enfrentarse a cualquier situación, y eso a Helen le gustaba.
¿Quién sabe?, pensó. Quizá acabemos por ser amigas.