Capítulo 3

El Cessna 185 rojo y blanco se ladeó en un ángulo pronunciado contra la cúpula de cobalto del cielo matinal, antes de quedar como suspendido en el aire sobre la cresta de las montañas. Al apuntar al sol con el ala derecha y dirigir el morro al este por vigésima vez, Dan miró la sombra de la avioneta, viéndola vacilar y caer como el fantasma de un águila por acantilados de caliza de cientos de metros de altura.

Compartía las estrecheces de la cabina con Bill Rimmer, que tenía el receptor de radio sobre las rodillas y efectuaba una y otra vez un repaso metódico de la lista de frecuencias correspondientes a todos los lobos con collar desde Canadá a Yellowstone. En cada ala había una antena, y Bill cambiaba constantemente de una a otra, atentos tanto él como Dan al golpeteo inconfundible de una señal. Hacía buen tiempo para volar; de no haber sido por la falta de viento, Dan nunca se habría atrevido a bajar tanto.

El relieve no era el más indicado para buscar lobos. Llevaban toda la mañana peinando cumbres y cañones, aguzando la vista tanto como el oído, escudriñando los oscuros intersticios del bosque, oteando crestas, arroyos y prados rozagantes en busca de señales reveladoras: un animal muerto en un claro, una bandada de cuervos, un ciervo corriendo… Vieron muchos ciervos, tanto de cola blanca como negra, y también alces. Una vez, sobrevolando a poca altura un barranco espacioso, asustaron a una osa parda que comía bayas con sus oseznos, a los que envió corriendo a refugiarse en el bosque. Encontraron ganado en varios puntos, paciendo los prados altos que muchos rancheros obtenían en arriendo del Servicio Forestal. Pero ni rastro del lobo o los lobos.

La noche anterior, Rimmer había llevado a Dan hasta su coche, que seguía en Hope; pero antes de separarse habían entrado en El Último Recurso a tomar una cerveza, pensando que se la tenían bien merecida. Era un local oscuro, con las paredes cubiertas de trofeos de caza cuyos ojos ciegos parecieron vigilar a Dan y Bill cuando éstos llevaron sus vasos a una mesa de la esquina. Al otro lado de la sala, dos jornaleros jugaban a billar y metían monedas en la máquina de discos. La música se veía obligada a competir con el televisor de encima de la barra, que emitía un partido de béisbol. Un cliente solitario con manchas de sudor en el sombrero contaba a la camarera cómo le había ido el día. El interés de la camarera era un poco forzado. Aparte de Dan y Rimmer, no había más clientes. Dan seguía furioso por las palabras de Calder.

—Ya te he dicho que era todo un personaje —dijo Rimmer, quitándose la espuma del bigote.

—Ya, pero tanto…

—No pasa nada. Ladra pero no muerde. Es de esos a los que les gusta ponerte a prueba, ver si eres duro.

—O sea que era una prueba.

—Seguro que sí. Y has quedado bastante bien.

—Gracias, Bill. —Dan bebió un largo trago y dejó el vaso en la mesa—. ¿Por qué diablos no habrá esperado un poco antes de llamar a esos malditos reporteros?

—No tardarán en volver.

—¿Por qué lo dices?

—Calder me ha dicho que enterrarán al perro. Un funeral digno de un héroe, con lápida y todo.

—No me lo creo.

—Pues eso ha dicho.

—¿Qué inscripción crees que tendrían que poner?

Reflexionaron. Dan fue el primero que tuvo una idea.

—¿Qué tal algo sencillo, como LABRADOR QUE SOLÍA RESPONDER POR PRINCE[2]?

Se echaron a reír como dos adolescentes, mucho más de lo que merecía el chiste; pero les sentó bien y, entre chistes y cerveza, Dan no tardó en olvidar su mal humor. Pidieron otra ronda y se quedaron hasta el final del partido. El local se fue llenando. Era hora de marcharse.

Cuando se encaminaban hacia la puerta, Dan oyó decir por televisión: «En el valle de Hope, un bebé escapa por los pelos a la visita del lobo feroz. Enseguida se lo contamos. Siga con nosotros.»

Decidieron hacer caso al locutor, pero quedándose en la zona en penumbra próxima a la puerta, por si alguien los veía. Después de los anuncios, el presentador retomó la noticia. Cuando Dan vio la sonrisa de cocodrilo de Calder, se le revolvieron las tripas.

«El lobo es una máquina de matar. Devora cuanto encuentra.»

—Debería ir a las presidenciales —masculló Dan.

De repente se vio una toma de Dan y Rimmer intentando pasar desapercibidos detrás de la gente, como estaban haciendo en aquel instante, mientras la reportera decía que lo sucedido había hecho «pasar apuros» a los funcionarios del gobierno. Un fragmento de la breve entrevista concedida por Dan bastó para demostrar lo dicho sin palabras. La intensidad de los focos hacía que Dan desviara la mirada, con la expresión de quien va a ser procesado por crímenes atroces.

«¿Podría tratarse de uno de los lobos que soltaron ustedes en Yellowstone?», preguntaba a Dan la reportera de rojo, metiéndole el micro en las narices. Lo de «ustedes» había sido un golpe bajo.

«Sinceramente, es demasiado pronto para saberlo. Mientras no hayamos examinado el cadáver, ni siquiera podemos confirmar que haya sido un lobo.»

«¿Quiere decir que usted no lo cree?»

«No digo eso, no. Sólo digo que todavía no podemos confirmarlo.» Dan intentaba desarmar a la reportera con una sonrisa, pero sólo conseguía parecer más sospechoso todavía.

—Salgamos —dijo.

Por la mañana, al despegar de Helena con el sol asomando por las montañas, las cosas tenían mejor aspecto. Dan y Rimmer habían comentado con optimismo las posibilidades de localizar una señal. Quizá el pánico hubiera impedido a Kathy Hicks fijarse en el collar. Y, aunque aquel ejemplar no estuviera marcado, quizá formara parte de una manada en que otros sí lo estuvieran. Eran muchos «quizá». En el fondo, Dan sabía que las posibilidades eran escasas.

Desde hacía un par de años, la política vigente consistía en reducir el número de lobos con collar. La idea de reintroducir en la zona una población capaz de reproducirse por sí misma suponía dar a los animales unas condiciones de vida lo más naturales posible. Cuando el número de parejas reproductoras fuera suficiente, el lobo habría dejado de formar parte de la lista de especies en extinción. Para Dan, los collares no eran precisamente la mejor arma para conseguirlo.

No todo el mundo estaba de acuerdo con él. Había incluso quien abogaba por utilizar collares de captura, dotados de pequeñas jeringuillas que pudieran activarse a voluntad para dormir al lobo. Dan los había utilizado un par de veces cuando trabajaba en Minnesota, y sí, facilitaban bastante las cosas, pero cada vez que un lobo era capturado, drogado, manipulado, sometido a análisis de sangre y marcado en la oreja, se volvía menos salvaje, menos lobo. Al final, cabía preguntarse si el control remoto no lo convertía en algo parecido a los barcos de juguete que navegan por los estanques de los parques.

De todos modos, cuando un lobo empezaba a meterse en líos y matar vacas, ovejas o animales domésticos, había que ponerle un collar, tanto por su propio bien como para el de los demás. Se procuraba dar a los rancheros la impresión de que todos los lobos del estado estaban bajo control; si uno se volvía díscolo, había que encontrarlo antes de que alguien se adelantara con una escopeta. Al menos el collar permitía saber dónde estaba el lobo. Y si volvía a las andadas, podía ser trasladado o sacrificado.

El sol seguía su curso ascendente, y los dos ocupantes de la angosta cabina del Cessna estaban tan silenciosos como el receptor de Rimmer. De hallarse por la zona que sobrevolaban algún lobo con collar, ya habían tenido tiempo de sobra para localizarlo. En una región de aquellas características, encontrar uno o varios lobos sin collar era más difícil. Y la pregunta era: ¿quién iba a hacerlo? Peor aún: ¿quién iba a ocuparse de ellos una vez localizados?

Dan se habría encargado con mucho gusto. Llevaba un tiempo sin ver más lobo que Fred. Su conversión en biólogo de despacho había llegado a tal punto que solía bromear acerca de su intención de hacer un doctorado sobre las costumbres alimenticias de los blocs de notas. Tenía muchas ganas de volver al trabajo de campo, como en los buenos tiempos de Minnesota, lejos del teléfono y el fax. Pero era imposible. Tenía demasiado trabajo, y sólo podía delegarlo en Donna. Bill Rimmer había tenido la generosidad de ofrecerse a ayudarlo a poner trampas, pero lo cierto era que estaba tan ocupado como el que más.

Políticamente hablando, el tema de los lobos siempre había sido muy reñido, pero en los últimos tiempos daba la impresión de que todos los goles los marcaba el equipo contrario. Al tiempo que crecía la población de lobos aumentaba la polémica en torno a ella. A más incidentes como el de Hope, más dificultades para solicitar un aumento de recursos económicos y humanos. Dan había asistido a un recorte drástico del presupuesto. Pronto no quedaría nada que recortar. A veces, en caso de emergencia, conseguía que se le asignara a alguien de otro departamento durante un par de meses, cuando no recurría a un doctorando o uno de los voluntarios que trabajaban en Yellowstone.

El problema estribaba en que aquella operación iba más allá de poner trampas y collares. Hope podía convertirse fácilmente en la prueba más dura a que se hubiera visto sometido el programa de repoblación.

Dado el recalcitrante odio de que eran objeto los lobos en Hope, y el hecho de que los medios de comunicación ya se estaban cebando en ello, el ayudante de Dan no tenía más remedio que ser muy bueno poniendo trampas y persiguiendo lobos. Tendría que ser un buen comunicador, atento a los sentimientos de la comunidad, pero lo bastante enérgico para plantar cara a bravucones como Buck Calder. Pocos biólogos eran tan versátiles.

El Cessna había ejecutado otra pasada en dirección este. Dan dio media vuelta una vez más y se fijó en Hope, tendido a sus pies como un modelo a escala. Un camión de ganado estaba saliendo de la gasolinera. Parecía que se pudiera coger con los dedos. Entre los álamos de Virginia, los meandros del río brillaban como láminas de cromo.

Echó un vistazo al indicador de carburante. Quedaba lo justo para otra pasada.

Esta vez sobrevoló directamente el rancho Calder, donde unas cabezas de ganado manchaban de negro el prado quemado por el sol, semejantes a un puñado de hormigas. Un coche circulaba por las colinas, siguiendo la sinuosa carretera que llevaba a casa de los Hicks. Sin duda otro de esos malditos reporteros.

En cuanto llegaron al bosque Dan voló a menor altura, descendiendo cuanto permitía la prudencia, con la copa de los árboles y la cima de los cañones desfilando a velocidad enloquecida bajo la sombra de la avioneta. Justo cuando iba a levantar el morro para emprender el último ascenso vio algo delante, una mancha gris claro que desaparecía al otro lado de unas rocas. Miró a Rimmer con el corazón desbocado, y supo que también lo había visto.

No dijeron nada. Los diez segundos que tardaron en llegar se les antojaron muy largos. Dan viró la avioneta y trazó una curva al alcanzar la cima de la cresta. Escudriñaron la ladera por donde había desaparecido el animal.

—Ya lo veo —dijo Rimmer.

—¿Dónde?

—Acaba de meterse entre los árboles, al lado de esa franja de rocas. —Hizo una pausa—. Es un coyote, aunque muy grande.

Se volvió hacia Dan con una sonrisa de consuelo. Dan se encogió de hombros.

—Es hora de volver a casa.

—Sí. Parece que habrá que recurrir a las trampas.

Dan describió una última curva con el Cessna, y el sol se reflejó fugazmente en el cristal. Después estabilizó las alas y puso rumbo a Helena.

Debajo de ellos, en un lugar ignoto que seguía siendo el secreto de un muchacho, los lobos oyeron apagarse el zumbido de la avioneta.