Las oficinas del programa de repoblación de lobos del Servicio de Fauna y Flora de Estados Unidos ocupaban el tercer piso de un discreto edificio de ladrillo rojo, en un barrio tranquilo de Helena. No había ningún cartel que lo anunciara, y poco habría durado si lo hubieran puesto. En la región abundaba gente poco amiga de organismos gubernamentales, y menos de uno cuyo único objetivo era proteger a la bestia más odiosa de la creación. Dan Prior y su equipo sabían por experiencia que en cuestión de lobos valía más pasar desapercibidos.
En el primer despacho había una vitrina con un lobo disecado, que observaba con expresión más o menos benévola las tareas del equipo de Dan. Según la placa montada en el lateral, el ocupante de la vitrina era «Canis lupus irremotus, lobo del norte de las montañas Rocosas». Sin embargo, por motivos que ningún trabajador del despacho era capaz de recordar, el lobo recibía el nombre informal de Fred.
Dan se había acostumbrado a hablar con Fred, sobre todo durante las largas noches en que se quedaba solo en la oficina, enfrentado al enésimo conflicto político suscitado por un colega de especie de Fred, sólo que más movedizo. En tales ocasiones no era raro que Dan dirigiera a su silencioso acompañante nombres distintos, más enérgicos.
No iba a ser el caso de aquella noche; y es que, por primera vez desde tiempos inmemoriales, Dan estaba a punto de marcharse temprano. Tenía una cita. Y, por haber cometido el error de decirlo, llevaba una semana soportando las brornas de sus compañeros. Cuando salió de su despacho, metiendo papeles en la cartera, todos entonaron al unísono lo que tenían ensayado:
—¡Que te diviertas, Dan!
—Muchas gracias —dijo Dan entre dientes. Todos rieron—. ¿Alguien puede explicarme a qué viene tanta fascinación por mi vida privada?
Donna, su ayudante, le sonrió. Era una mujer de casi cuarenta años, corpulenta y con agallas, que llevaba la oficina con serenidad y buen humor en los momentos de mayor trasiego. Se encogió de hombros.
—Supongo que porque hasta ahora nunca habías tenido.
—Quedáis todos despedidos.
Dan subrayó sus palabras con un gesto de mano, dijo a Fred que dejara de sonreír de una vez y se dispuso a parcharse. Justo entonces sonó el teléfono.
—No estoy —dijo en voz baja, mirando a Donna para que le leyera los labios.
Salió al pasillo, pulsó el botón del ascensor y esperó a que dejara de oírse ruido de cables detrás de las puertas de acero inoxidable. Un timbre señaló la apertura de las puedas.
—¡Dan!
Esperó con el dedo en el botón, manteniendo las puertas abiertas mientras Donna se acercaba corriendo por el pasillo.
—Respecto a tu nueva vida privada…
—¡Fíjate, Donna! ¡Justo estaba pensando en subirte el sueldo!
—Perdona, pero es que me ha parecido importante. Era un ranchero de Hope, un tal Clyde Hicks. Dice que un lobo ha intentado matar a su hijo pequeño.
Veinte minutos (y media docena de llamadas) después, Dan se dirigía en coche a Hope. Cuatro de las llamadas habían sido a guardabosques, guardas del Servicio Forestal y otros empleados de Fauna y Flora, por si alguno de ellos estaba al corriente de algún movimiento de lobos en la zona de Hope. Nadie sabía nada. El destinatario de la quinta llamada fue Bill Rimmer, agente de control de depredadores. Dan le había pedido que fuera a Hope para hacer la autopsia al perro. El sexto número marcado por Dan había sido el de la encantadora e imponente Sally Peters, mujer recién divorciada que dirigía el departamento de marketing de una empresa de piensos de la región. Dan había tardado dos meses en hacer acopio de coraje para invitarla a salir. A juzgar por su reacción cuando él le dijo que no podía ir a cenar, la próxima vez iba a ser más difícil (suponiendo que hubiera una próxima vez).
De Helena a Hope había más o menos una hora de camino. Al abandonar la interestatal en dirección a las montañas, cuyas negras siluetas empezaban a destacarse contra el cielo rosado, reflexionó sobre el hecho de que, tarde o temprano, los lobos volvieran locos a cuantos trabajaban con ellos.
A lo largo de su carrera había conocido a biólogos especializados en otros animales, desde musarañas enanas a pingüinos, y, pese a darse algún que otro caso de psiquiatra, la mayoría parecía capaz de vivir sin problemas, al igual que el resto de los humanos. En cambio, los especialistas en lobos eran un verdadero desastre.
Abanderaban todos los índices: divorcios, depresiones, suicidios… Considerando las estadísticas, Dan no tenía de qué avergonzarse. Su matrimonio había durado casi dieciséis años, lo cual debía de ser todo un récord. Y aunque Mary, su ex, no le hablaba, su hija Ginny (catorce años) lo consideraba un buen padre. ¡Qué buen padre ni qué…! ¡Estaba loca por él, y él por ella! Pero Dan tenía cuarenta y un años y, aparte de Ginny, ¿qué le quedaba de tantos años de devoción al bienestar de los lobos?
Encendió la radio para no tener que contestarse. Saltándose los anuncios y la inevitable música country (que, después de tres años en Montana, seguía sin gustarle), sintonizó las noticias locales. En poco contribuyeron a levantarle el ánimo.
La última crónica iba del «ataque de un lobo» a un rancho cerca de Hope, y de cómo el nieto de pocos meses de uno de los notables del lugar, Buck Calder, había escapado a una muerte segura gracias a un valiente perro labrador que se había sacrificado por él.
Dan gimió. Los medios de comunicación ya se habían enterado. ¡Genial! Pero aún quedaba lo peor. La emisora ya había establecido contacto telefónico con el propio Calder. Dan había oído hablar de él, pero no lo conocía en persona. Tenía voz de político, profunda y seductora. Asestaba puñaladas con tono melifluo.
«El gobierno federal ha dejado que los lobos corran a sus anchas por Yellowstone. Ahora están por todas partes, amenazando a madres y niños pequeños. ¿Y nosotros? ¿Tenemos derecho a defendernos, a proteger a nuestro ganado y nuestras propiedades? No. ¿Por qué? Porque el gobierno dice que son una especie en peligro de extinción. ¿Sabe qué le digo? Que es absurdo, absurdo e injusto».
Dan apagó la radio.
Calder tenía su parte de razón. Hasta hacía unos años, los únicos lobos de la región eran los pocos que se habían atrevido a bajar de las Rocosas, pasando de Canadá a Estados Unidos. Un día, tras años de furiosas disputas entre ecologistas y rancheros, el gobierno había decidido potenciar la recuperación de lobos, invirtiendo grandes sumas en capturar a sesenta y seis ejemplares canadienses, llevarlos en camión al parque de Yellowstone y a Idaho y soltarlos.
En respuesta a la indignación local, se permitió a los rancheros que vivían en las llamadas «zonas experimentales» disparar contra cualquier lobo al que encontraran atacando a su ganado. Pero los lobos se habían multiplicado y, como no se les daba muy bien leer mapas (o quizá todo lo contrario), propagado por lugares donde matarlos podía castigarse con cien mil dólares de multa, cuando no una temporada en la cárcel.
Hope era uno de esos lugares y, además, el epicentro del odio contra los lobos. Si a un lobo se le ocurría darse una vuelta por ahí, es que estaba mal de la chaveta.
Hacía unos diez años que Fauna y Flora había organizado reuniones públicas por todo el estado, a fin de que la gente pudiera expresar sus opiniones sobre las propuestas gubernamentales de repoblación. Por lo visto, algunas de esas reuniones habían sido bastante tormentosas, pero la del ayuntamiento de Hope superó todos los récords.
Un grupo de leñadores y trabajadores del campo se había apostado con escopetas a las puertas de la sala, dedicándose a corear insultos durante toda la reunión. Dentro estaban prohibidas las armas, pero la hostilidad del público no era menor. El predecesor de Dan, legendario por su diplomacia, había conseguido aplacar los ánimos, pero al término del acto dos leñadores lo habían acorralado contra la pared y amenazado. Al salir (bastante más pálido que al inicio de la reunión), descubrió que alguien había vertido varios litros de pintura roja encima de su coche.
Dan vio perfilarse Hope a lo lejos.
Era de esos pueblos que pasan casi inadvertidos al viajero: la calle mayor se extendía un centenar de metros en línea recta, atravesada por algunas callejuelas; en un extremo de la calle, un motel venido a menos; en el otro, un colegio; entre medio, una gasolinera, una tienda de comestibles, una ferretería, un bar, una lavandería automática y un taxidermista.
De los ochocientos y pico habitantes del pueblo, muchos vivían desperdigados por el valle. Dos iglesias y dos bares atendían sus diversas necesidades espirituales. También había dos tiendas de objetos de regalo, que demostraban mayor optimismo que olfato comercial, si bien Hope era lugar de tránsito veraniego, pocos turistas decidían detenerse.
Tratando de poner remedio a este último fenómeno, hacía un año que una de las dos tiendas (con mucho la mejor) había instalado un cafetería especializada en cappuccinos.
Las pocas veces que Dan pasaba por Hope siempre hacía una paradita en la tienda, que se llamaba Paragon. Más que el café, que no estaba mal, el motivo era la dueña.
Se trataba de una guapa neoyorquina, de nombre Ruth Michaels. A lo largo de dos o tres encuentros, Dan averiguó que había sido propietaria de una galería de arte en Manhattan y que había venido a Montana de vacaciones tras separarse de su marido. Tanto la había impresionado el lugar que había decidido quedarse. Dan no habría puesto reparos a conocerla más a fondo.
No podía decirse que el cappuccino hubiera calado entre los lugareños; preferían tomar café flojo y recalentado, como lo hacían en el bar de Nelly, al otro lado de la calle. Al pasar y ver que Ruth había colgado un cartel de se vende, Dan no se llevó ninguna sorpresa. Se puso triste, eso sí.
Vio que Bill Rimmer había aparcado la camioneta a pocos metros, justo delante de donde se habían citado, un bar de mala muerte cuyo nombre lo decía todo: El Último Recurso. Rimmer salió de la camioneta y fue a su encuentro. Su sombrero Stetson y su mostacho rubio hacían honor a su condición de nativo de Montana. Al lado de su metro noventa y cinco de estatura, Dan se sentía un enano. Bill tenía unos años menos que Dan, y era más apuesto; de hecho, Dan no se explicaba del todo su honda simpatía por aquel individuo.
Bajó del coche. Rimmer le dio una palmada en el hombro.
—¿Qué tal, muchacho?
—Pues mira, Bill, la verdad es que esta noche tenía una cita con alguien más atractivo que tú.
—¡Qué pena me das, Dan Prior! ¿Vamos?
—Más vale. Ya ha llegado todo el mundo. ¿Has oído la radio?
—Sí, y mientras esperaba he visto pasar un equipo de televisión.
—Fantástico.
—¡El lobo ese ha escogido un buen sitio para presentarse!
—Ni siquiera estamos seguros de que haya sido un lobo.
Subieron a la camioneta de Rimmer y siguieron por la calle mayor. Casi eran las siete y media, y Dan empezaba a estar preocupado por la luz. De día era más fácil examinar el escenario de una depredación. Le preocupaban las personas que habrían arrastrado los pies por el lugar del supuesto ataque. Ya no debían de quedar huellas.
Dan y Rimmer habían tomado posesión de sus cargos casi al mismo tiempo. Sus dos predecesores habían participado a fondo en el programa de suelta de lobos, y habían renunciado poco después, más o menos por el mismo motivo: cansados de que los rancheros la emprendieran a gritos con ellos por quedarse cortos en el control de la difusión de los lobos, mientras los ecologistas se quejaban de todo lo contrario. Siempre llevaban las de perder.
Rimmer trabajaba en la división de control de depredadores del Departamento de Agricultura, y solía ser el primero en recibir una llamada cada vez que un ranchero tenía problemas con animales potencialmente dañinos, ya osos, coyotes, pumas o lobos. Era juez, jurado y, de ser necesario, verdugo. Biólogo de profesión, se guardaba para sí el amor que sentía por los animales. Ello, unido a su destreza con la escopeta y las trampas, le había permitido ganarse el respeto general, incluido el de quienes desconfiaban por principio de todos los funcionarios.
El hecho de que vistiese como un vaquero, sumado a su actitud relajada y pocas palabras, le daban ventaja sobre Dan a la hora de tranquilizar a los furiosos rancheros que habían perdido (o creían haber perdido) un ternero u oveja en las fauces de un lobo. Para esa gente, Dan siempre sería un forastero de la costa Este. De todos modos, la diferencia principal estribaba en que los rancheros veían en Rimmer al hombre capaz de solucionar sus problemas, mientras que a Dan lo consideraban la causa de ellos. Por esos motivos Dan prefería tener a Rimmer cerca, sobre todo en situaciones como ésta.
Dejaron atrás el último tramo de asfalto y se internaron por la carretera de gravilla que trepaba por el valle en dirección a las montañas. Estuvieron un rato sin hablar, escuchando crujir las ruedas de la camioneta, que levantaban polvo a su paso. La ventana estaba abierta, y Dan notaba en el antebrazo un chorro de aire caliente. Entre la carretera y la masa negruzca de álamos de Virginia que bordeaba el río, un halcón rastreaba las matas de artemisa en busca de merienda. El primero en hablar fue Dan.
—¿Sabes de algún lobo que haya intentado llevarse a un niño?
—No. Lo más probable es que fuera por el perro desde el principio.
—Es lo que he pensado. ¿Y ese Calder? ¿Lo has visto alguna vez?
—Un par. Es todo un personaje.
—¿En qué sentido?
Rimmer sonrió sin mirarlo, al tiempo que se levantaba un poco el ala del sombrero.
—Ya lo verás.
A la propiedad de Calder se entraba por una pesada estructura de troncos viejos cuyo travesaño superior sostenía una calavera de buey. A Dan le recordó la entrada de El Cañón Maldito, unas montañas rusas de Florida ambientadas en el Lejano Oeste, donde él y Ginny se habían muerto de miedo el último verano.
La camioneta traqueteó sobre las barras que impedían el paso del ganado, y dejó atrás el letrero de madera donde ponía RANCHO CALDER. Al lado había otro más pequeño y escueto, recién pintado con la palabra HICKS. Dan supuso que no sería un chiste[1].
Tras pasar por debajo de la calavera condujeron un par de kilómetros más, circundando pequeñas lomas cubiertas de matojos hasta llegar a la casa de los Calder. Se asentaba con firmeza en la vertiente sur de una colina que debía de proporcionar resguardo contra las ventiscas invernales, amén de una vista excelente sobre los mejores pastos de que era propietario Calder. La casa era de madera recia pintada de blanco, y, aunque tenía dos pisos, su longitud hacía que pareciera más baja, anclada a la tierra por los siglos de los siglos.
Tenía delante un ancho patio de cemento, a uno de cuyos lados se agrupaba una serie de establos pintados de blanco, mientras que el lado opuesto estaba ocupado por silos de pienso plateados que despuntaban cual misiles sobre una trama de corrales. En el prado contiguo, un cedro de ancha copa crecía dentro de un Ford T desguazado cuyo herrumbroso color se confundía con el de los caballos que pacían en torno a él. Los caballos levantaron la cabeza para ver pasar la camioneta, con su rastro de polvo.
Dan y Bill doblaron a la izquierda. Pasados tres kilómetros, salvaron la cima de otra colina y, a la luz tenue del anochecer, vieron la roja silueta de la casa de los Hicks. Rimmer redujo la velocidad para fijarse en todos los detalles.
Delante de la casa había seis o siete vehículos aparcados. Una pequeña multitud se había reunido junto al porche de atrás, aunque la esquina de la casa impedía verla en su totalidad. Parecía que alguien tuviera encendido un foco, y de vez en cuando se veía el flash de una cámara. Dan suspiró.
—Quiero irme a casa.
—Parece un circo.
—Sí, y ahora llegan los payasos.
—Pensaba más bien en un circo romano; ya sabes, esos donde te echan a los leones.
—Muchas gracias, Bill.
Aparcaron donde los demás coches y se dirigieron a la parte trasera, donde estaba reunida la gente. Dan oyó una voz que reconoció enseguida.
Una joven reportera de televisión entrevistaba a Buck Calder en el porche, a la luz de una batería de focos. La joven llevaba un vestido rojo que parecía dos tallas demasiado pequeño. A su lado, Calder parecía un gigante. Era alto, casi tanto como Bill Rimmer, y mucho más corpulento. Sus hombros eran igual de anchos que la ventana que tenía detrás.
Llevaba un sombrero Stetson de color claro y una camisa blanca con botones de broche, que realzaba su tez morena. A la luz de los focos, sus ojos brillaban con un tono entre gris y azul claro, y Dan reparó en que aquel hombre imponía más por su mirada que por su corpulencia. Calder sonreía a la reportera con tal intensidad en sus ojos que la joven parecía hipnotizada. Dan había esperado encontrar a un hombre con edad para ser abuelo; pero Calder gozaba de una espléndida madurez, y se notaba que era consciente del efecto de su aplomo sobre los demás.
Lo acompañaban Kathy y Clyde Hicks, los dos con cara de no estar cómodos. Kathy sostenía en brazos al niño, cuyos ojos, muy abiertos, miraban a su abuelo con expresión de asombro. Tenían al lado una mesa con algo grande y amarillento. Dan tardó un poco en darse cuenta de que era el perro muerto.
—El lobo es una máquina de matar —decía Calder—. Devora cuanto encuentra. De no haber sido por la valentía de este pobre perro, habría acabado con mi nieto. Eso sí, estoy seguro de que antes el pequeño Buck, aquí presente, le habría dado un directo en la mandíbula.
Todos rieron. Había unas doce personas. El fotógrafo y el joven que tomaba notas eran del periódico local. Dan los conocía de vista. En cuanto a los demás, no tenía ni idea de quiénes eran; sin duda vecinos y parientes. Dos caras le llamaron la atención: una mujer elegante cuya edad calculó en unos cuarenta y cinco años, y a su lado un joven alto que no llegaría a los veinte. Se hallaban en la parte más oscura, un poco apartados del resto. Ninguno de los dos se sumaba al coro de risas.
—La mujer y el hijo de Calder —le susurró Rimmer.
La señora Calder tenía un espeso cabello negro con mechas blancas, recogido para mostrar un cuello largo y blanco. Poseía una belleza melancólica que se reflejaba en el rostro de su hijo.
Un silencio repentino se había adueñado del porche. La reportera de televisión, fascinada por la mirada de Calder, se había quedado en blanco. Calder le sonrió, mostrando una dentadura tan blanca y perfecta como la de una estrella de cine.
—¿Qué, guapa, vas a preguntarme algo más o hemos acabado?
Esta vez las risas sonrojaron a la joven. Buscó con la mirada al cámara, que hizo un gesto de afirmación.
—Creo que ya está. Gracias, señor Calder. Muchas gracias. Ha sido… estupendo, de verdad.
Calder asintió con la cabeza y miró a la gente hasta localizar a Dan y Rimmer, a quienes hizo señas. Todos se volvieron.
—Veo a dos personas a quienes quizá quieras hacer un par de preguntas. Yo sí quiero.
Luke Calder, oculto en la oscuridad del establo, miró el patio donde estaban realizando la autopsia. Se había arrodillado al otro lado de la puerta para acariciar a Maddie. La perra estaba estirada con la cabeza sobre las patas; de vez en cuando gimoteaba y levantaba la cabeza para mirar a Luke, pasándose la lengua por los belfos, cubiertos de pelos blancos. Luke siguió acariciándola para tranquilizarla.
Rimmer había hecho poner al labrador sobre la puerta trasera abatible de su camioneta, encima de un plástico. También había instalado unos focos, para ver lo que hacía con su cuchillo. Su compañero, el experto en lobos, lo grababa todo con la cámara de vídeo, mientras el padre de Luke y Clyde observaban en silencio. La madre de Luke estaba con Kathy, preparando la cena dentro de casa. Gracias a Dios, todos los demás se habían marchado.
Aquella horrible mujer de la emisora de televisión había pedido permiso para filmar la autopsia, pero Rimmer había dicho que no. Prior, el de los lobos, había accedido a contestar a un par de preguntas estúpidas, y, tras no decir prácticamente nada, la había mandado educadamente a freír espárragos, porque era necesario realizar el trabajo con el cadáver del perro todavía fresco.
Lo estaban despellejando como a un ciervo, mientras Rimmer se dirigía repetidas veces a la cámara de vídeo, comentando en voz alta lo que hacía y observaba en cada momento. Luke vio cómo retiraba la piel de Prince como un calcetín, dejando a la vista una serie de músculos rosados y cubiertos de sangre.
—Hemorragia interna pronunciada y más señales de mordedura en la base del cuello. Heridas muy hondas. ¿Las ves, Dan? Voy a medirlas. Orificios de colmillos, separados por cuatro centímetros y medio, casi cinco. Señal de que el animal era grande.
Debía de haber sido el macho reproductor, pensó Luke, el negro y grande.
Luke llevaba meses al corriente de la presencia de los lobos. Los había oído por primera vez en pleno invierno, cuando el campo estaba cubierto de un grueso manto de nieve que Luke recorría con los esquís. Nada le gustaba tanto como alejarse lo más posible de la civilización.
Nada más ver las huellas, se había dado cuenta de que eran demasiado grandes para pertenecer a un coyote. Las había seguido hasta encontrar los restos de un alce recién devorado.
Y un día de abril había visto al negro.
Estaba descansando en la cima de una alta montaña, a la que había subido primero con esquís y después a pie. Era un día despejado, todavía frío pero con atisbos de primavera. Sentado en la roca pelada, con otro valle a sus pies, vio salir al lobo de los árboles. Lo observó recorrer un prado pequeño cubierto de nieve a medio fundir, en cuyo extremo más alto había un pedregal en pendiente. El lobo había desaparecido como por arte de magia, dejando a Luke con la duda de si lo había soñado.
Ahí era donde la madre tenía su cubil. Y, durante las semanas siguientes, Luke vio a los demás. Una vez fundida toda la nieve, empezó a ir a caballo, asegurándose de tener el viento de cara y dejando atado a Ojo de Luna cuando todavía quedaba un buen trecho para subir a la cima. Cubría los últimos metros deslizándose de bruces sobre la roca viva con los prismáticos en la mano, aupándose con los codos hasta tener el prado a la vista. Y ahí permanecía durante horas, a veces sin ver nada, otras viéndolos a todos.
No se lo había dicho a nadie.
Una tarde, durante la primera semana de mayo, vio a los lobeznos. Todavía eran oscuras bolas peludas, con dificultades para caminar; los cinco habían salido a trompicones de la guarida, quedando deslumbrados por el sol. La madre, con las tetas caídas, los vigilaba con orgullo, mientras el padre y los dos adultos jóvenes recibían a los pequeños y los tocaban con el hocico, como si quisieran darles la bienvenida al mundo.
Desaparecieron a finales de junio y por un tiempo Luke tuvo miedo de que los hubieran matado. Pero volvió a encontrarlos en otro prado, subiendo por el cañón. Le pareció un lugar más seguro, bordeado de árboles, con una cuesta poco pronunciada que llevaba a un arroyo donde chapoteaban y jugaban los cachorros. Y fue allí donde, una mañana, vio volver de caza a uno de los adultos jóvenes, henchido de orgullo, como si le hubiera tocado la lotería. Todos los lobeznos se le acercaron corriendo por el prado, empujándolo y lamiéndole la cara hasta que el cazador torció su boca en una especie de sonrisa, bostezó y sacó comida por la boca para los pequeños, como se lee en los libros.
Cuando el prado se llenó de flores, Luke vio a los lobeznos perseguir abejas y mariposas y aprender a cazar ratones. Solía encontrarlo tan cómico que tenía que esforzarse por no estallar en carcajadas. A veces, cuando la madre o el padre dormitaban al sol, los lobatos los acechaban, arrastrándose sobre sus barriguitas entre flores y briznas de hierba larga y verde. Luke estaba seguro de que los padres se daban cuenta, y de que se limitaban a seguir el juego, fingiéndose dormidos. Cuando estaban muy cerca de los adultos, los cachorros saltaban sobre ellos, iniciando un frenesí colectivo de persecuciones, volteretas y mordiscos. La familia entera corría por el prado hasta derrumbarse de cansancio, hecha un ovillo lobuno.
Viendo sus juegos, Luke rezaba en silencio, no a Dios, de cuya existencia apenas había advertido indicios, sino al ente o ser de quien dependieran tales cosas, pidiendo que los lobos fueran lo bastante sagaces para quedarse ahí, en lugar seguro, sin aventurarse por el valle.
Sin embargo, había acabado por suceder. Uno de ellos había bajado.
Viendo a su padre acaparar los focos en el porche, Luke había sentido rabia contra el lobo, no por haber matado al perro de su hermana (por el que siempre había sentido gran cariño), sino por haber sido tan estúpido, tan imprudente con las vidas de sus compañeros de manada. ¿Ignoraba acaso la reputación de los lobos en el valle?
El padre de Luke sabía lo mucho que conocía éste las montañas, su afición a recorrerlas solo en lugar de ayudar en el rancho, como era el deber de todo hijo de ranchero. Y esa misma tarde, antes de que llegara la gente, le había preguntado si recordaba haber visto rastros de lobos en las alturas.
Luke había negado con la cabeza, y había cometido la estupidez de querer decir que no. La mentira había hecho que se trabara con las palabras «no» y «nunca», y su tartamudez, más pronunciada todavía que de costumbre, había llevado a su padre a marcharse sin haber oído el final de su respuesta.
Luke la dejó sin pronunciar, junto con los millones de frases que llevaba dentro, truncadas y sin vida.
Al otro lado del patio, la autopsia había llegado a su fin. Una vez apagada la cámara, Dan Prior ayudó a Rimmer a hacer la limpieza. El padre de Luke se acercó con Clyde, y los cuatro empezaron a hablar en voz queda, impidiendo que Luke siguiera oyendo sus palabras.
Luke dio una última caricia al viejo perro y, puesto en pie, salió del establo en dirección al grupo, deteniéndose poco después con la esperanza de pasar desapercibido.
—Bueno, pues está claro que ha sido un lobo —dijo Rimmer.
El padre de Luke rió.
—¿Alguien lo dudaba? Mi hija lo ha visto con sus propios ojos. Creo que sabe distinguir a un lobo de un pájaro carpintero.
—Sí, claro.
Calder se fijó en Luke, que lamentó haber salido del establo.
—Caballeros, éste es mi hijo Luke. Luke, te presento al señor Prior y el señor Rimmer.
Conteniendo el impulso de dar media vuelta y echar a correr, Luke se acercó al grupo y estrechó la mano a los dos hombres. Ambos le dijeron hola, pero Luke se limitó a hacer un gesto con la cabeza, evitando sus miradas por si intentaban hablar con él. Como de costumbre, su padre reanudó la conversación lo antes posible, rescatándolo y al mismo tiempo condenándolo a un nuevo fracaso. Luke conocía el verdadero motivo de que se diera tanta prisa en seguir hablando: no le gustaba que supieran que tenía un hijo tartamudo.
—Bueno, y ¿cómo se explica que no nos dijeran ustedes que hay lobos por la zona?
La respuesta corrió a cargo de Prior.
—Mire, señor Calder, siempre hemos sabido que algunos lobos se mueven por las Rocosas. Ya sabe que en este estado cada vez hay más ejemplares…
El padre de Luke interpuso una risa burlona.
—Algo había oído.
—Y como pueden llegar a cubrir distancias bastante grandes, no siempre es fácil saber dónde están todos en un momento dado, o…
—Creía que tenían que ponerles collares controlados por radio.
—Sí, a algunos sí, pero no todos. Su hija está segura de que el que vio no llevaba collar. Hasta hoy no teníamos noticia de que hubiera lobos en esta zona. Quizá se trate de un lobo ambulante, un ejemplar cuya manada de origen podría hallarse a muchos kilómetros de aquí. Tal vez viva con otros que sí están radiomarcados. Es lo que vamos a tratar de averiguar. Saldremos en cuanto amanezca.
—Eso espero, señor Prior. Y Clyde también, como podrán suponer.
Calder cogió a su yerno por los hombros. A Clyde no pareció sentarle muy bien, pero asintió seriamente con la cabeza.
—¿Qué piensan hacer cuando los encuentren?
—Creo que antes de decidirlo nos harán falta más datos —dijo Prior—. Comprendo su inquietud, se lo aseguro, pero le diré, por si le sirve de consuelo, que en toda Norteamérica no ha habido ningún caso en que un lobo sano en estado salvaje matara a un ser humano.
—¿En serio?
—Sí, señor Calder. Lo más probable es que fuera por el perro. Se trata de una cuestión territorial, como quien dice.
—¡Vaya! ¿De veras? Dígame, señor Prior, ¿de dónde es usted?
—Vivo en Helena.
—No; quiero decir que de dónde viene. Dónde nació y pasó su infancia. Yo diría que en el Este.
—Pues sí, en efecto. Soy de Pittsburgh.
—Pittsburgh. Mmm… Así que creció en la ciudad.
—En efecto.
—¿Es ése, entonces, su territorio?
—Supongo que podría decirse que sí.
—Pues le voy a decir una cosa, señor Prior.
Calder hizo una pausa, y Luke reconoció su mirada, la chispa de desdén y engreimiento que odiaba desde pequeño, por haber precedido siempre a un comentario destructor, una frase tan ingeniosa como mordaz que le daba a uno ganas de alejarse a rastras y esconderse debajo de una piedra.
—Éste es nuestro territorio —prosiguió su padre—. Y también tenemos una «cuestión territorial», como quien dice.
Se produjo un silencio cargado de tensión, que el padre de Luke aprovechó para clavar su mirada en Prior.
—Aquí no queremos lobos, señor Prior.