El chico —no, la chica— abrió la boca para emitir un silencioso grito. A primera vista no habría podido decirlo, pero sin duda alguna era una chica, una niña, más bien. A juzgar por su altura tendría unos ocho años, nueve como mucho. Un bebé, prácticamente, ahogándose casi en el interior de una enorme camiseta con el anagrama de Indy 500, y un dibujo de una bandera a cuadros y un coche de carreras verde. Más curioso aún era que llevara unos guantes de goma de color amarillo chillón que le cubrían los brazos hasta la altura del codo, los típicos guantes que mi madre solía ponerse para limpiar el baño o lavar los platos.
Era una niña asiática, de pelo negro cortado al uno, que complementaba su vestuario con unos vaqueros masculinos holgados. Su cara era tan bonita, sin embargo, que podría confundirse con la de una muñeca. Sus carnosos labios en forma de corazón formaron una O perfecta para expresar su sorpresa al verme, y palideció de un modo tan drástico que las pecas que le cubrían la nariz y las mejillas se hicieron más visibles.
—¿De dónde sales? —conseguí decir.
El asombro de su rostro se transformó en terror. Con la mano que no tenía metida en una caja de barritas de regaliz de color rojo, cerró la puerta de golpe emitiendo un destello amarillo.
—¡Espera!
Empujé de nuevo para abrirla, a tiempo de verla salir hacia la lluvia por la puerta del otro lado del almacén. Corrí tras ella, echándome la mochila a los hombros mientras pasaba por delante de las diversas estanterías. La puerta se había quedado atrapada con una piedra, pero le arreé un puntapié y se abrió volando.
—¡Espera!
De los bolsillos y de la camiseta le sobresalían bolsas pequeñas de galletas saladas y patatas fritas.
Tenía todo el derecho del mundo a sentir pánico de aquella chica medio loca que la perseguía. Pero ya perdería luego el tiempo sintiéndome mal por ello; por el momento, mi cabeza había captado una oleada de esperanza y no estaba dispuesta a dejarla escapar por aquel aparcamiento. La niña tenía que venir de alguna parte, y si conocía la manera de salir de aquella ciudad, o un lugar donde esconderse hasta que Cate y los demás dejaran de buscarme, quería saberlo.
El solar situado en la parte posterior de la gasolinera era un aparcamiento de solo cuatro plazas, y una de ellas estaba ocupada por un camión de la basura volcado. En el interior oí sonidos de animalillos, pero pasé de largo y seguí corriendo sin apartar los ojos de la parte posterior de la camiseta gris de la niña. Corría tanto que acabó tropezando en el punto en que el asfalto irregular del solar se encontraba con la hierba. Extendí los brazos para cogerla, pero la niña consiguió recuperar el equilibrio a tiempo.
Estaba a dos pasos de agarrarla por la camiseta, cuando de pronto aceleró y echó a correr como una bala entre una pequeña arboleda que separaba la gasolinera de lo que parecía otra calle.
—¡Solo… solo quiero hablar contigo! —grité—. ¡Por favor!
Aunque lo que tendría que haberle dicho era «No te haré daño», o «No soy un soldado de las FEP», o cualquier cosa que hubiese servido para darle una pista de que estaba tan muerta de miedo como ella. Pero el pecho me ardía y, bajo el dolor que sentía en las costillas, notaba los pulmones oprimidos, tensos e inútiles. El botón del pánico saltaba al ritmo de mis pasos y me rebotaba contra la barbilla y los hombros. Tiré de él con tanta fuerza para arrancármelo, que el cierre de la cadena se partió.
La niña saltó sobre un árbol caído y sus zapatillas deportivas chapotearon en el barro. No puede decirse que las mías fueran más silenciosas, pero la voz de Martin superó el ruido que entre ambas pudiéramos hacer.
—¡Ruby!
Se me heló la sangre hasta tal punto que me dio la impresión de que había dejado de correr por mis venas. Jamás debería haberme girado para mirar por encima del hombro, pero lo hice, más por instinto que por miedo. No me di cuenta de que había dejado de mover los pies hasta que vi aparecer la forma redondeada de Martin por detrás de los árboles. Estaba tan cerca de mí que logré vislumbrar incluso el rubor que se había apoderado de su cara, pero él no me había visto. Todavía no.
—¡Ruby!
Cuando eché a correr de nuevo no esperaba encontrarme otra cosa que no fueran árboles y aire, pero allí estaba ella, a escasa distancia de mí. La niña se había colocado detrás de un árbol, no escondiéndose, aunque tampoco indicándome que me acercase a ella. Tenía los labios apretados en una línea tensa, y desviaba velozmente la mirada entre mi figura y la dirección de donde provenía la voz de Martin. Cuando eché a correr hacia ella, la niña despegó a tal velocidad que incluso levantó los dos pies del suelo a la vez. Asustada como un conejillo.
—Vamos —dije, jadeando y moviendo los brazos—. Solo quiero…
Dejamos atrás los árboles y llegamos a una calle desierta. En el lado opuesto de la calle sin salida había una hilera de casitas desvencijadas, cuyas ventanas protegidas con tablas parecían ojos a la funerala. Estaba segura de que el destino de la niña era la casa más próxima —la que tenía una valla de color gris y una puerta verde—, pero realizó un brusco giro hacia la derecha y corrió hacia el monovolumen aparcado junto a la acera.
Los parachoques, las puertas laterales y el techo estaban tan abollados que el coche no tenía arreglo. Eso sin contar los faros, descompuestos y rotos, y la pintura negra, desconchada por todas partes. Lo mejor conservado era el logotipo escrito en letra cursiva que alguien había pintado en la puerta corredera: «LIMPIEZAS BETTY JEAN».
Pero era un coche. Una salida. En aquel momento no se me ocurrió pensar en detalles logísticos, como si tenía o no tenía combustible, o si el motor arrancaría. Pero creo que, solo de verlo, fue como si a mi corazón le surgieran de repente un par de alas blancas y esponjosas que nadie conseguiría abatir.
La chica corría tanto que al llegar junto al monovolumen se estampó contra el panel lateral y salió rebotada. Cayó con fuerza en el suelo, pero se recuperó con mayor rapidez de lo que lo habría hecho yo. A continuación, acercó las dos manos enguantadas de amarillo al tirador y accionó la puerta corredera, que emitió un sonido capaz de hacer temblar a los pájaros posados en los tejados de las casas vecinas.
Llegué justo cuando ella cerraba la puerta y ponía el seguro.
Veía a la niña a través de mi reflejo en el cristal tintado, la veía igual que ella debía verme a mí. Ojos grandes y frenéticos, un amasijo de cabello oscuro, ropa que me quedaría pequeña de no ser porque el campamento me había vuelto tan condenadamente esquelética que incluso podía verme en el pecho huesos cuya existencia ignoraba. Corrí hacia el otro lado del coche, interponiendo el monovolumen entre mi persona y quien quiera que apareciese entre los árboles.
—¡Por favor!
Mi voz sonó ronca. No sabía si los gritos de Martin reverberaban en mi cabeza o si estaba aproximándose de verdad. Los cristales tintados eran lo bastante claros como para ver lo que se reflejaba en ellos y distinguir entre los árboles cualquier destello de su piel acerada. Si Martin estaba acercándose, Cate y Rob no andarían muy lejos. A aquellas alturas, tenían que haber oído ya sus gritos.
«Tienes dos alternativas, Ruby», me dije. «Volver con ellos o huir».
La cabeza y el corazón compartían las ganas de huir, pero el resto de mi cuerpo —las partes que el Ruido Blanco había torturado, que las personas supuestamente cargadas de buenas intenciones habían envenenado y maltratado— se mantenía tercamente firme. Me derrumbé sobre el monovolumen, desanimada. Era como si me hubieran aplastado el pecho con un torno de carpintero, como si hubiesen girado y girado el mango para estrujarme y robarme hasta el último gramo de aire y coraje.
Los años pasados en Thurmond me habían enseñado a dejar de creer que podía escapar de la vida que los demás estaban tan deseosos de imponerme. No sé por qué me había imaginado que fuera iba a ser distinto.
Oí pasos entre los árboles y la maleza, más sonoros a cada segundo que transcurría. Cuando volví a levantar la vista, vi que el increíble pelo rubio de Cate aparecía y desaparecía entre los árboles, brillando como una luciérnaga bajo las nubes cargadas de llovizna.
—¡Ruby! —la oí gritar—. ¿Dónde estás, Ruby?
Y luego apareció Rob, justo detrás de ella y armado. Miré hacia las casas situadas en el extremo sin salida de la calle. Más abajo, en el otro lado de la calle, vi señales con símbolos que no reconocía, y pensé que eso, lo desconocido, siempre sería mejor que volver con Cate.
La niña del interior del coche seguía mirándome, luego se giró para mirar hacia los árboles. Cerró con fuerza la boca y torció los labios en una mueca. Agarraba con fuerza el tirador de la puerta con una mano, mientras apoyaba la otra en el reposabrazos de su asiento. Hizo un ademán de levantarse, pero volvió a sentarse y miró una vez más en mi dirección.
Me di una palmada en la cara y retrocedí un paso. Confiaba en que la niña supiera que debía esconderse cuando Cate y Rob vinieran a por mí. Los conduciría lo más lejos posible de allí: era lo mínimo que podía hacer después de haberle quitado unos años de vida con el susto que acababa de darle.
No había girado aún del todo para emprender la huida, cuando oí que la puerta se deslizaba para abrirse. Aparecieron un par de manos que me agarraron por la espalda de la camiseta, retorciendo el tejido para sujetarme mejor. Cuando tiró de mí, caí hacia atrás sobre el asiento más próximo. Me golpeé el cuello contra el reposabrazos y rodé hasta caer sobre la áspera alfombrilla de detrás del asiento del acompañante. La puerta rugió para cerrarse de nuevo.
Parpadeé, intentando eliminar los puntos negros que me empañaban la visión, pero la niña no estaba dispuesta a esperar a que me serenase. Se encaramó sobre mis piernas entrelazadas para llegar al asiento de atrás, me agarró por el cuello de la camiseta y tiró de él con brusquedad.
—Está bien, está bien —dije, arrastrándome hacia ella.
Me resbalaban las manos sobre las alfombrillas grises del monovolumen. Con la excepción de algunos periódicos apilados y algunas bolsas de plástico escondidas bajo el asiento de atrás, el interior del monovolumen estaba bien conservado y ordenado.
Me indicó que me agachara debajo de uno de los asientos intermedios. Mientras apretaba las rodillas contra el pecho, me di cuenta de que pese a haber seguido sus órdenes al pie de la letra, la niña no me había dirigido aún ni una sola palabra.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
Se inclinó por encima del respaldo del asiento trasero y pataleó por un instante en el aire mientras buscaba algo en el maletero. No sé si me había oído, pero fingió no hacerlo.
—Está bien; puedes hablarme…
Cuando emergió de nuevo, con una sábana blanca salpicada de pintura, tenía la cara sonrosada. Se llevó un dedo a los labios y yo cerré la boca. La niña desplegó la sábana doblada y me la echó encima para taparme. El olor a jabón de limón artificial y a lejía agredió mis fosas nasales. Abrí la boca para protestar, dispuesta a retirar aquel tejido de la cara, pero algo me lo impidió.
Se acercaba alguien… más de una persona. Capté fragmentos de voces, oí pisadas en la calzada. El sonido de una puerta que se abría me detuvo el corazón.
—¡…te juro por Dios que era ella, Liam! —Era una voz profunda, pero no sonaba como la de un adulto—. Y mira que te dije que nos obligaría a retroceder. ¿Has tenido algún problema, Suzume?
Se abrió la otra puerta del coche. Alguien —¿Liam?— exhaló un suspiro de alivio.
—Gracias a Dios —dijo el hombre, con cierto acento sureño—. Vamos, vamos, vamos, entra. No sé qué sucede, pero no quiero quedarme aquí más tiempo del necesario para saberlo. Los rastreadores son ya bastante malos de por sí…
—¿Por qué no quieres reconocer que era ella? —dijo la otra voz.
—… porque nos deshicimos de ella en Ohio, por eso…
Y en aquel momento, por encima de la voz de Liam y de la sangre que me bombeaba en el interior de los oídos, escuché otra voz.
—¡Ruby! ¡Ruby!
Cate.
Me llevé las manos a la boca y cerré los ojos con fuerza.
—¿Qué demonios? —dijo la primera voz—. ¿Es eso lo que pienso que es?
El primer disparo estalló como un petardo. Tal vez fuera la distancia, o tal vez que quedó amortiguado entre un ejército de árboles y maleza, pero me pareció inofensivo. Una advertencia. El siguiente mostró unos dientes mucho más afilados.
—¡Para! —oí que gritaba Cate—. ¡No dispares…!
—¡LEE!
—¡Lo sé, lo sé! —El motor resopló hasta cobrar vida y el chirriar de los neumáticos lo acompañó—. ¡Zu, el cinturón!
Intenté sujetarme en algún sitio, pero el coche me zarandeó entre los asientos. Me golpeé la cabeza contra el panel de plástico del lateral y el soporte de las bebidas, pero dado que estaban disparando contra el vehículo, era natural que nadie prestara atención a los extraños sonidos que emitía el asiento de atrás.
Me pregunté si Rob le habría pasado el otro rifle a Martin.
—Zu, ¿ha pasado algo en la gasolinera? —insistió la voz que había identificado como Lee.
Sus palabras contenían cierto matiz de apremio, pero no de pánico. Llevaríamos unos diez minutos en marcha y nos habíamos alejado de los disparos. Su compañero, sin embargo, era otra historia.
—Oh, Dios mío, ¿más rastreadores? ¿Pero qué pasa? ¿Acaso están celebrando una puta convención? Supongo que eres consciente de lo que habría sucedido si nos hubieran pillado, ¿no? —dijo en tono crítico—. ¡Y disparaban contra nosotros! ¡Nos disparaban! ¡Con una escopeta!
La niña, que debía de estar en algún sitio que quedaba a la derecha de mí, soltó una risilla.
—¡Me alegro de que lo encuentres gracioso! —dijo el otro—. ¿Sabes lo que pasa cuando te alcanza un disparo? La bala te desgarra y…
—¡Chubs[1]! —La voz del otro chico sonó lo bastante cortante como para interrumpir cualquier historia macabra que el otro pretendiera compartir—. Tranquilízate, ¿entendido? Estamos bien. Hemos estado más cerca de lo que me habría gustado, pero ya está. Mañana tendremos que intentar cometer menos errores, ¿no es así, Zu?
La primera voz soltó un gruñido entrecortado.
—Siento lo de antes —dijo Lee. Su voz sonó con dulzura, lo que me indicó que se dirigía a la niña y no al chico, que seguía con sus quejas y su consternación—. La próxima vez te acompañaré a buscar comida. ¿No estás herida, verdad?
Las vibraciones de la carretera amortiguaban sus voces. En el soporte de las bebidas había una moneda que iba de un lado a otro y emitía tanto ruido que a punto estuve de sacar la mano por debajo de la sábana para cogerla. Cuando el primer chico volvió a hablar, tuve que forzar el oído para entender qué decía.
—¿Te ha parecido que andaban buscando a alguien?
—No, ¡me ha parecido que estaban disparándonos!
Perdí toda sensibilidad de las manos, como si se hubiera esfumado por la punta de los dedos.
«Estás a salvo», me dije. «También son niños».
Niños que sin querer se habían convertido en blanco por mi culpa.
Debería haberme imaginado que aquello acabaría pasando. Esto, y no mi miedo a echar a andar sola por una ciudad desierta, debería haber sido mi principal preocupación. Pero había caído presa del pánico y el cerebro se me había derretido en una piscina hirviente de terror.
—… muchas cosas —estaba diciendo Lee—, pero ahora intentemos centrarnos en localizar East River…
Tenía que salir de allí ahora mismo. Ahora mismo. Había sido una idea nefasta, tal vez incluso la peor idea de mi vida. Si me iba ahora, quizás ellos pudieran escapar de Cate y Rob. Y también yo tendría quizás alguna posibilidad de escapar de ellos.
Volvía a colgarme la mochila a la espalda y retiré la sábana de un puntapié. Inspiré una bocanada de aire acondicionado rancio y utilicé el asiento para impulsarme hacia arriba.
Los asientos delanteros estaban ocupados por dos adolescentes, sentados de cara a la carretera. Llovía con más intensidad; las gruesas gotas caían a tanta velocidad que los limpiaparabrisas no podían con ellas y daba la sensación de que nos dirigíamos hacia un paisaje impresionista de Virginia Occidental. Arriba el cielo plateado, la carretera negra abajo… y en medio, el resplandor luminiscente de los árboles con su recién estrenada vestimenta primaveral.
Liam, el conductor —el mismo chico al que antes habían llamado Lee—, llevaba una cazadora vieja de cuero, más oscura por la parte de los hombros, donde la lluvia la había empapado. Se pasó la mano por la cabeza para alisarse el pelo rubio ceniza. De vez en cuando miraba de reojo al adolescente de piel oscura que ocupaba el asiento del acompañante, pero no fue hasta que lanzó una mirada rápida al retrovisor cuando vi que tenía los ojos azules.
—No puedo ver por el cristal de atrás si…
Las palabras se le quedaron atascadas en la garganta al reaccionar con retraso.
El monovolumen dio un bandazo hacia la derecha cuando el chico se giró en su asiento, arrastrando el volante con él. El otro chico emitió un sonido entrecortado como consecuencia de la sacudida del vehículo y el consiguiente desplazamiento hacia el arcén. La niña me miró por encima del hombro, con una mezcla de sorpresa y exasperación en el rostro.
Liam frenó de golpe. Los demás ocupantes del coche sofocaron un grito cuando el cinturón de seguridad se les clavó al pecho, pero yo no tenía nada que me sujetase y me impidiera salir volando entre los dos asientos del medio. Después de lo que me pareció una breve eternidad, pero que probablemente no fue más que un solo segundo, el monovolumen se estremeció hasta detenerse en seco y exhalar un prolongado chillido de dolor.
Los dos chicos se quedaron mirándome con expresiones totalmente distintas. La cara bronceada de Liam estaba blanca como la porcelana, y tenía la boca abierta en un gesto casi cómico. El otro chico me miraba a través de sus gafas de delgada montura metálica, con la boca fruncida en una mueca de desaprobación, la misma que mi madre solía mostrar cuando descubría que no me había acostado a la hora debida. Las orejas, quizás algo grandes en relación con el tamaño de la cabeza, le sobresalían del cráneo; y todo lo que quedaba comprendido entre ellas, desde su amplia frente hasta el fino puente de la nariz, pasando por unos labios gruesos, se oscureció de rabia. Por una décima de segundo temí que fuese un Rojo, porque a juzgar por su mirada, no deseaba otra cosa que churruscarme viva.
Chicos. ¿Por qué tenían que ser chicos?
Me incorporé un poco sobre la alfombrilla y me arrastré hacia la puerta lateral. Accioné el tirador, pero por mucha fuerza que aplicara, la puerta no se movió.
—¡Zu! —gritó Liam, mirándonos a las dos.
La niña se limitó a unir las manos en su regazo, lo cual hizo chirriar los guantes de goma, y a mirarlo con inocencia. Como si no tuviese ni idea de dónde había salido el polizón que en aquel momento tenía a sus pies.
—Estábamos todos de acuerdo: nada de descarriados. —El otro chico hizo un gesto de negación con la cabeza—. ¡Por eso no cogimos los gatitos!
—Oh, por el amor de… —Liam se derrumbó en su asiento y escondió la cara entre las manos—. ¿Qué querías que hiciésemos con una caja con gatitos abandonados?
—Tal vez, si ese corazón negro que tienes no hubiera estado dispuesto a dejarlos morir de hambre, podríamos haberles encontrado hogares donde les diesen cariño.
Liam miró estupefacto al otro chico.
—Nunca olvidarás lo de esos gatos, ¿verdad?
—¡Eran gatitos inocentes e indefensos y los abandonaste en el buzón de una casa! ¡En un buzón!
—Chubs —refunfuñó Liam—. Vamos.
¿Chubs? Aquello debía de ser una broma.[1] Aquel chico era flaco como un palillo. Todo en él, desde la nariz a los dedos, era largo y estrecho.
Lanzó una mirada fulminante a Liam. No sé qué me sorprendía más, si el hecho de que estuvieran discutiendo sobre gatos o que hubieran logrado olvidar mi presencia en el coche.
—¡Perdonad! —Les interrumpí dando un golpe al cristal de la ventana con la palma de la mano—. ¿Podéis, por favor, abrir esta puerta?
Al menos conseguí que callaran.
Cuando Liam se volvió finalmente hacia mí, su expresión era completamente distinta. Estaba serio, aunque en absoluto irritado o receloso. Que es mucho más de lo que habría podido decirse de mí de haber intercambiado los papeles.
—¿Es a ti a quién andan buscando? —preguntó—. ¿Ruth?
—Ruby —le corrigió Chubs.
Liam agitó la mano restándole importancia al tema.
—De acuerdo. Ruby.
—¡Abridme la puerta, por favor! —Volví a accionar el tirador—. He cometido un error. ¡Ha sido un error por mi parte! He sido una egoísta, lo sé, tenéis que dejarme marchar antes de que os alcancen.
—¿Antes de que nos alcance quién? ¿Los rastreadores? —preguntó Liam. Me clavó la mirada y me repasó de arriba abajo, desde la cara ojerosa y el uniforme color verde bosque, hasta las zapatillas manchadas de barro, para posarse por fin en el número de psi escrito con rotulador permanente en la puntera de lona. Una mirada de horror cruzó su rostro—. ¿Acabas de salir de un campamento?
Noté los ojos oscuros de Suzume —de Zu— posados sobre mí, pero le aguanté la mirada a Liam y asentí.
—Me sacaron los de la Liga de los Niños.
—¿Y ahora huyes de ellos? —preguntó Liam.
Miró a Zu en busca de una confirmación. La niña movió afirmativamente la cabeza.
—¿Y a quién le importa? —interrumpió entonces Chubs—. Ya la has oído: ¡abre esa estúpida puerta! Tenemos a los de las FEP y a los rastreadores detrás de nosotros. ¡Solo falta que ahora les sumemos a los de la Liga! Seguramente piensan que está con nosotros, y si dan la voz de alarma de que hay unos cuantos monstruos rondando por aquí a bordo de un monovolumen negro destartalado… —No tuvo valor para terminar.
—Oye tú —dijo Liam, levantando un dedo—, no hables así sobre Black Betty.
—Oh, perdóname por herir los sentimientos de un monovolumen de veinte años.
—Tiene razón —dije—. Lo siento, por favor… no quiero traeros más problemas.
—¿Quieres volver con ellos, entonces? —Liam volvía a mirarme, con una mueca pesimista en los labios—. Mira, ya sé que no es asunto mío, Verde, pero tienes derecho a saber que lo más probable es que todo lo que te han contado sean mentiras. No son nuestra red de ángeles. Ellos tienen su propia hoja de ruta, y si te han sacado del campamento, es porque tienen planes para ti.
Negué con la cabeza.
—¿Y crees que no lo sé?
—Entendido —replicó, con voz más tranquila—. ¿Y a qué vienen entonces tus prisas por volver con ellos?
La pregunta no escondía ni una crítica ni una acusación, ¿por qué, entonces, seguía sintiéndome como una idiota? Noté en la garganta un escozor burbujeante y caliente, que fue ascendiendo hasta llegarme a los ojos. Aquel chico me miraba con la compasión y la pena de quien contempla un cachorrillo extraviado antes de sacrificarlo. No sabía si la emoción que crecía en mi interior era rabia o turbación, pero no tenía tiempo de averiguarlo.
—Es que no puedo… no quería meteros en esto… quiero decir, que quería, pero…
Vi a Zu desaparecer de mi ángulo de visión y, a continuación, noté que extendía la mano hacia mí. Me aparté bruscamente y cogí aire. Le herí los sentimientos con mi gesto y esa expresión se mantuvo en su cara el tiempo suficiente como para que me sintiese culpable. Había intentado ayudarme, se mostraba amable conmigo. Pero no sabía a qué tipo de monstruo había salvado.
De haberlo sabido, jamás me habría abierto la puerta.
—¿Quieres volver con ellos?
Chubs estaba mirando a Liam, y Liam me estaba mirando a mí. Estaba mirándome fijamente y yo ni me había dado cuenta.
—No —dije, y era cierto—. No quiero.
Liam no dijo nada, sino que se limitó a poner de nuevo en marcha el monovolumen. El vehículo empezó a avanzar.
«¿Pero qué haces, Ruby?». Quería alcanzar con la mano el tirador de la puerta, pero estaba muy lejos y la mano me pesaba. «Sal. Sal de aquí ahora mismo».
—Lee, no te atreverás —empezó a decir Chubs—. Si nos persigue la Liga…
—No pasará nada —dijo Liam—. La dejaremos en la estación de autobuses más cercana.
Pestañeé. Aquello era más de lo que me esperaba.
—No tenéis por qué hacerlo.
Liam hizo un gesto desdeñoso.
—No pasa nada. Siento no poder hacer más. No podemos correr ese riesgo.
—Sí, tienes razón —dijo Chubs—. De modo que explícame por qué no la dejamos en una estación de tren, que queda más cerca.
Cuando levanté la vista, Liam me examinaba con detalle, con las pálidas cejas forzosamente unidas por algún pensamiento recóndito. Intenté no sentirme incómoda bajo aquella mirada.
—Recuérdamelo otra vez… Ruby, ¿no es eso? Seguro que a estas alturas ya lo habrás averiguado, pero yo soy Liam, y la encantadora señorita sentada detrás de mí es Suzume.
La niña me sonrió con timidez. Me giré y arqueé una ceja mirando al otro chico.
—Supongo que en realidad no te llamas Chubs.
—No —dijo, sorbiendo por la nariz—. Fue Liam quien me puso ese nombre en el campamento.
—Era como un cerdito. —Liam mostró un amago de sonrisa—. Resulta que el campo de trabajo y una dieta restringida dan mejores resultados que una cura de adelgazamiento. Zu te confirmará lo que digo.
Pero Zu no estaba prestando atención, no nos prestaba atención a ninguno de los tres. Se había subido la capucha y se había dado la vuelta en su asiento, de tal modo que, por encima del respaldo, miraba al exterior por el cristal trasero. Abrió la boca, pero no pudo decir ni una palabra. Se había quedado blanca.
—¿Zu? —dijo Liam—. ¿Qué pasa?
Zu no tuvo necesidad alguna de indicárselo. Aun en el caso de que no hubiésemos visto el todoterreno ligero que se acercaba a toda velocidad, habría sido imposible ignorar la bala que atravesó el cristal trasero y lo hizo añicos.