CAPÍTULO SIETE

Llegamos a los alrededores de la ciudad de Marlinton a las siete de la mañana, justo cuando el sol decidía reaparecer por detrás de la gruesa capa de nubes. La luz teñía los árboles de un débil matiz violeta y centelleaba contra el muro de neblina que se acumulaba sobre el asfalto. En la autopista habíamos pasado por varias salidas bloqueadas con barricadas de trastos, guardarraíles o coches abandonados, construidas bien por la Guardia Nacional para controlar pueblos y ciudades hostiles, bien por los residentes de las poblaciones para mantener alejados de sus ya destrozados barrios a saqueadores y visitantes. La carretera, sin embargo, llevaba horas en silencio, lo que significaba que tarde o temprano acabaríamos tropezándonos con algún tipo de interacción humana.

Y llegó más temprano que tarde en forma de tractora roja de camión. Me acurruqué en mi asiento cuando pasó por nuestro lado, con un impresionante rugido de motor y zumbido de ruedas. Iba claramente en dirección contraria, pero pude ver bien el cisne dorado que adornaba el lateral.

—Están por todas partes —dijo Cate, siguiendo mi mirada—. Seguramente va hacia Thurmond.

Era la primera señal de vida que veíamos en todo aquel rato —tal vez porque viajábamos por una autopista perdida en el culo del mundo—, pero aquel único camión bastó para asustar a Cate.

—Pásate al asiento de atrás —dijo—, y agáchate.

Hice lo que me había dicho. Desabroché el cinturón de seguridad, pasé como pude entre los asientos delanteros y deslicé las piernas entre ellos.

Martin me observó con ojos vidriosos. En un determinado momento, noté su mano en el brazo, como si intentara ayudarme. Di un respingo y me situé rápidamente en el espacio comprendido entre el asiento de atrás y el asiento del acompañante. Apoyé la espalda en la puerta y doblé las piernas para pegar las rodillas contra el pecho pero, con todo y con eso, seguíamos estando demasiado próximos. Cuando me sonrió, se me pusieron los pelos de punta.

En Thurmond había chicos. Muchos, en realidad. Pero cualquier actividad que implicara la mezcla de sexos —bien fuera comer juntos, compartir cabaña o incluso pasar los unos junto a los otros de camino a los Lavabos— estaba estrictamente prohibida. Los soldados de las FEP y los supervisores del campamento hacían cumplir aquella regla con la misma severidad que imponían a los niños que, de manera intencionada o por casualidad, utilizaban sus facultades. Lo que, naturalmente, solo servía para que nuestros cerebros embriagados de hormonas se volvieran más locos si cabe y transformaran a algunas de mis compañeras de cabaña en un ejército de acosadoras clandestinas.

Yo no recordaba la forma «correcta» de interactuar con alguien del sexo opuesto, y estoy segura de que Martin tampoco.

—¿Divertido, eh? —dijo.

Creí que bromeaba hasta que me percaté de la avidez de su mirada. Experimenté una sensación de picazón, el hormigueo producido por un nuevo intento de fisgonear en mi cabeza, el miedo que me recorría la espalda como la punta de un dedo helado. Me apretujé con más fuerza contra la puerta y mantuve los ojos fijos en Cate, pero no fue suficiente.

«No nos parecemos en nada», comprendí. Nos habían llevado al mismo lugar, habíamos vivido el mismo horror, pero él… él era tan…

Necesitaba cambiar de tema y distraerlo de lo que quiera que estuviese intentando hacer. El aire acondicionado estaba encendido pero, por el calor que Martin desprendía, nadie lo habría dicho.

—¿Crees que en Thurmond se habrán percatado ya de nuestra ausencia? —pregunté, rompiendo el silencio.

Cate apagó las luces delanteras.

—Supongo que sí. Las FEP no disponen de hombres suficientes para emprender una persecución con todas las de la ley, pero estoy segura de que habrán atado cabos y averiguado quiénes sois.

—¿A qué te refieres? —pregunté—. ¿A que somos Naranja? Por lo que me habías comentado, ya lo sabían. Por eso tuvimos que marcharnos con tantas prisas.

—Estaban a punto de descubrirlo —dijo Cate—. El objetivo de aquel Control Calmante era verificar las frecuencias de Naranjas y Rojos. Creo que nadie se esperaba que la prueba diera resultados tan rápidamente… por eso teníamos que sacaros de allí, y lo más rápidamente posible.

—Frecuencias —repitió Martin—. ¿Te refieres a que a ese control le añadieron algo más?

—Exactamente. —Cate le sonrió por el retrovisor—. La Liga se enteró por casualidad del nuevo método que querían poner en práctica para cribar a los niños etiquetados erróneamente a su llegada al campamento. Supongo que sabéis que los adultos no pueden oír el Control Calmante.

Los dos respondimos con un gesto afirmativo.

—Los científicos han estado trabajando con frecuencias que solo pueden captar y procesar determinados tipos de jóvenes psi. Hay determinadas longitudes de onda que pueden oír todos, otras que solo las oyen los Verdes, o los Azules o, como en este caso, los Naranjas.

Tenía sentido, pero no por ello era menos horroroso.

—¿Sabéis? He estado preguntándome… —empezó a decir Cate—. ¿Cómo os lo hicisteis vosotros dos? Especialmente tú, Ruby. Entraste en el campamento siendo muy pequeña. ¿Cómo eludiste el proceso de selección?

—Yo… simplemente lo hice —dije—. Le conté al hombre que me hacía la prueba que era Verde. Y me escuchó.

—Eso es una explicación poco convincente —me interrumpió Martin, mirándome a los ojos—. Lo más seguro es que ni siquiera te vieras obligada a utilizar tus poderes.

No me gustaba que los considerasen como poderes; el término daba a entender que se trataba de algo que había que elogiar. Y yo no lo veía en absoluto así.

—Cuando empezaron a separar a los Naranjas y a los Rojos, yo le dije a otro que se intercambiara conmigo. No quería irme con ellos, ¿me explico? —Martin se inclinó hacia delante—. Así que cogí por mi cuenta a un Verde que era más o menos de mi edad y le hice creer, tanto a él como al vigilante, que era yo. E hice lo mismo con todos los que me interrogaron. Uno a uno. ¿Guay, no?

Se me hizo un nudo de asco en el estómago. Era evidente que no se arrepentía de nada. Por mucho que yo hubiese mentido con respecto a mi identidad, no había condenado a ninguna niña por culpa de ello. ¿Acaso controlar las facultades de un Naranja te convertía en aquello? ¿En una especie de monstruo? ¿En alguien capaz de hacer lo que le diera en gana porque nadie podía impedírselo?

¿Consistía en eso lo de ser poderoso?

—¿Así que eres capaz de hacer creer a cualquiera que es otra persona? —dijo Cate—. Tenía entendido que los Naranjas solo podíais ordenar a la gente que hiciese cosas. Como una especie de hipnosis.

—Qué va —dijo Martin—. Puedo hacer mucho más que eso. Consigo que la gente haga lo que a mí me dé la gana haciéndole sentirse como yo quiero que se sienta. Como con el niño con quien intercambié mi puesto. Le hice sentir tanto miedo que no quería quedarse en su cabaña, le hice pensar que sería buena idea hacerse pasar por mí. A todos los que me interrogaron les hice sentirse locos por tener que hacerlo. De modo que sí, puedo ordenar a los demás que hagan cosas, pero diría que funciona de otra manera: si quiero que una persona le haga daño a otra, tengo que hacer que se sienta tremendamente enfadado y cabreado con la persona a la que quiero que ataque.

—Vaya —dijo Cate—. ¿Y en tu caso, Ruby, es igual?

No. En absoluto. Bajé la vista hacia las manos, hacia el barro oscuro que seguía apelmazándose bajo las uñas. La idea de revelarles lo que era capaz de hacer consiguió que las manos me temblaran de un modo inesperado.

—Yo no implanto sentimientos en nadie, simplemente veo cosas.

O, que yo supiera, eso era lo que podía hacer.

—Caray… de verdad… caray. Sé que no paro de repetir lo mismo, pero sois asombrosos. Pienso en todo lo que sois capaces de hacer, en lo mucho que podréis ayudarnos. Increíble.

Me giré y levanté la cabeza lo suficiente como para echar un vistazo a la carretera. Detrás de mí, noté que Martin me cogía un mechón de pelo y se lo enredaba entre los dedos. Vi mi rostro redondo reflejado en el retrovisor —unos ojos grandes y casi adormilados, unas cejas espesas y oscuras, unos labios carnosos— y mi cara de asco.

No debería haberlo hecho, pero mordí el anzuelo. Martin apenas tuvo tiempo para prepararse antes de que yo me girara de repente, le cogiera la pegajosa mano y se la retirara con energía. Se me cortó casi la respiración. «No me toques», me habría gustado decirle. «No te pienses que no soy capaz de romperte uno a uno todos los dedos de esa mano». Pero Martin me sonreía de oreja a oreja, mientras se pasaba la lengua por el herpes labial y movía los dedos en mi dirección, provocándome. Me incliné hacia delante, dispuesta a agarrarlo por la muñeca, a acallar de una vez a aquel cerdo con frialdad y rapidez.

Y eso era justo lo que él quería. Me fui percatando de ello, a medida que la sensación se deslizaba hacia mis entrañas. Quería que le demostrase lo que era capaz de hacer, que alimentara mis facultades con la misma malicia que lo impulsaba a él.

Volví a darle la espalda y cerré los puños para reprimir la rabia que me causaba su risilla triunfante.

¿Era mía aquella rabia, o era él quien me la había infundido?

—¿Va todo bien por ahí atrás? —dijo Cate por encima del hombro—. Esperad un poco más, ya casi estamos.

Fuera cual fuese el aspecto que tuviera normalmente Marlinton, era mucho peor bajo aquellos nubarrones grises y aquella brumosa lluvia. Lo bastante extraño y horrible como para incluso distraer a Martin de los juegos que estaba poniendo en práctica en mi cabeza.

La imagen de los centros comerciales desiertos y con los escaparates rotos que vimos antes de adentrarnos en el primer barrio de casitas marrones, grises y blancas, era perturbadora. Había coches vacíos en calles y caminos particulares, algunos con llamativos carteles de color naranja que anunciaban «EN VENTA» adheridos todavía a la ventanilla trasera, aunque todos estaban cubiertos por una gruesa capa de hojas pardas y podridas. Alrededor de los coches, montañas de trastos y cajas: muebles, alfombras, ordenadores. Habitaciones enteras de material electrónico inservible y oxidado.

—¿Qué ha pasado aquí? —pregunté.

—Es un poco complicado de explicar, ¿pero recuerdas lo que te comenté sobre la economía? Después de los primeros ataques en Washington, D. C., el gobierno empezó a ir de capa caída y una cosa llevó a la otra. No podíamos pagar nuestra deuda nacional, no podíamos dar dinero a los estados, no podíamos ofrecer beneficios, no podíamos pagar a los funcionarios. No escaparon de la crisis ni siquiera ciudades pequeñas como esta. La gente perdió su puesto de trabajo cuando las empresas empezaron a cerrar y perdieron sus casas porque no podían pagarlas. La situación es terrible.

—¿Y dónde está todo el mundo?

—En ciudades campamento, en tiendas instaladas en los alrededores de las grandes ciudades, como Richmond y D. C., intentando encontrar trabajo. Sé que mucha gente trata de viajar al oeste porque piensa que allí habrá más trabajo y comida, pero… imagino que allí debe de ser más seguro. Por aquí hay muchos saqueos y grupos que se toman la justicia por su mano.

Casi me daba miedo preguntar.

—¿Y la policía? ¿Por qué no hace nada para impedir todo esto?

Cate se mordió el labio inferior.

—Acabo de decírtelo: los estados ya no pueden pagarles el sueldo, y han prescindido del cuerpo. El trabajo de la policía está ahora en manos de grupos de voluntarios, o de la Guardia Nacional. Por eso debéis manteneros cerca de mí, ¿entendido?

Cuando pasamos por delante de la escuela primaria, la cosa fue a peor.

Las barras de colores de los juegos infantiles, o lo que quedaba de ellas, estaban manchadas de negro y retorcidas en el suelo. Los pájaros, posados tranquilamente en el soporte principal, contemplaron impertérritos cómo nos saltábamos una señal de «Stop» y doblábamos la esquina.

Pasamos por delante de lo que debió de ser el edificio de una cafetería, cuyo lateral derecho estaba desmoronado por completo. El arcoíris mural de caras y soles pintado en la otra pared apenas se veía entre la telaraña de cinta policial amarilla que impedía al paso hacia las ruinas.

—Pusieron una bomba en la cafetería, justo antes de la primera Redada —dijo Cate—. Explotó a la hora de la comida.

—¿El gobierno? —quiso saber Martin, pero Cate no tenía la respuesta.

Puso el intermitente para doblar a la derecha, aunque no había nadie a quien indicar el cambio de dirección.

Una ciudad despoblada.

A través de la ventanilla empañada con mi aliento, vi que dejábamos atrás aquel barrio para pasar por delante de otro centro comercial. Pasamos por delante de un Starbucks, de un salón de manicura, de un McDonald’s y de otro salón de manicura y llegamos a una gasolinera, donde Cate por fin se detuvo.

Enseguida vi el otro coche, un todo terreno ligero de color marrón claro, un modelo que no había visto nunca. El hombre que había junto al vehículo no estaba echándole gasolina. Habría sido imposible. Los surtidores estaban destrozados y las mangueras y las boquillas, desperdigadas por el suelo.

Cate tocó el claxon, pero el hombre ya nos había visto y nos hacía señas con la mano. También era joven, tan joven como Cate, es decir. Era de constitución ligera y el pelo castaño oscuro le caía sobre la frente. A medida que nos acercamos, la sonrisa de su rostro se fue iluminando y lo reconocí como el hombre que había visto en la cabeza de Cate. El hombre que ella había imaginado rodeado de resplandecientes colores y luces cuando nos habíamos marchado de Thurmond.

Apenas hubo tirado del freno de mano, Cate abrió la puerta y se abalanzó sobre él. La oí reír con ganas al abrazarlo, chocando contra él con tanta fuerza que le tiró al suelo las gafas de sol que llevaba puestas.

La mano sudorosa de Martin me rozó el punto donde el cuello entraba en contacto con la camiseta para darme un leve pellizco. Aquello fue demasiado. Abrí rápidamente la puerta del coche y salí disparada, haciendo caso omiso de las instrucciones de Cate.

El ambiente era húmedo y caía una fina llovizna que iluminaba los árboles y la hierba con un matiz verde eléctrico. El agua me empapó las mejillas y el pelo, un verdadero alivio después de pasar las últimas horas encerrada en compañía de Martin, el bobalicón, que parecía estar cubierto por un material pegajoso.

—… encontraron a Norah media hora después de que salieseis —estaba diciendo el hombre cuando me acerqué a ellos—. Hay dos unidades buscándoos. ¿Habéis tenido algún problema?

—Ninguno. —Cate lo abrazaba por la cintura—. Pero no me sorprende. En estos momentos no dan abasto. ¿Pero dónde están tus…?

Rob negó enérgicamente con la cabeza y se le ensombreció el rostro.

—No conseguí sacarlos.

Dio la sensación de que Cate iba a desplomarse.

—Oh… lo siento.

—No pasa nada. Pero veo que tú has tenido más éxito… ¿se encuentra bien?

Los dos se giraron para mirarme.

—Ah… Rob, te presento a Ruby —dijo Cate—. Ruby, este es mi… te presento a Rob.

—¡Vaya presentación más sosa! —dijo Rob, chasqueando la lengua—. Por lo que veo, a las más guapas las tenían escondidas en Thurmond.

Me tendió la mano. Una mano de palma grande, cinco dedos, nudillos vellosos. Normal. Por cómo me quedé mirándola, debió de pensar que tenía la piel cubierta de escamas. Mantuve la mano pegada al muslo. Y me acerqué un paso más a Cate.

No llevaba ningún arma, ni cuchillo, ni máquina de Ruido Blanco, pero vi contusiones y cortes, algunos recientes, que le cruzaban el dorso de la mano hasta la muñeca, donde las inflamadas líneas rojas desaparecían bajo las mangas de una camisa blanca. No fue hasta que retiró la mano cuando vi el ramillete de puntitos rojos que le manchaba el puño de la manga derecha de la camisa.

La expresión de Rob se tensó cuando se percató de mi mirada. Ocultó la mano tras la espalda de Cate, enlazándola por la cintura.

—Una rompecorazones, ¿no te parece? —Cate levantó la vista hacia él—. Será perfecta para tareas de espionaje. ¿Quién podría negarle algo a una cara como esta? Es Naranja.

Rob soltó un silbido de aprobación.

—Caramba.

Gente que valoraba los Naranjas. Verlo para creerlo.

—¿Y Sarah? ¿Está bien?

Rob parecía confuso.

—Se refiere a Norah Jenkins —dijo Cate—. El nombre de Sarah era falso.

—Está bien —dijo Rob, poniéndome la mano en el hombro—. Por lo que sé, siguen interrogándola. Estoy seguro de que nuestros espías en Thurmond nos tendrán al corriente en caso de que se produzca algún cambio.

De repente, noté las manos entumecidas.

—¿Y tú te llamas de verdad Cate?

Se echó a reír.

—Sí, pero me apellido Conner, no Begbie.

Asentí, simplemente porque no sabía qué más decir.

—¿No dijiste que eran dos?

Rob miró por encima de mi hombro. Y justo en aquel momento, oí que se abría una puerta y se cerraba con fuerza a mis espaldas.

—Ahí lo tienes —dijo Cate, riendo como una orgullosa mamá gallina—. ¡Martin, ven aquí! Quiero que conozcas un nuevo camarada. Él nos llevará en coche a Georgia.

Martin se adelantó y le estrechó la mano al hombre antes de que Rob tuviera oportunidad de ofrecérsela.

—Muy bien —dijo Cate, dando unas palmas—. No disponemos de mucho tiempo, pero antes de seguir camino tenemos que lavaros y poneros ropa que no despierte sospechas.

El vehículo emitió un sonido repetitivo cuando Rob abrió una de las puertas traseras. Cuando se giró, unos pocos y exiguos rayos de sol se reflejaron en la empuñadura de la pistola que llevaba remetida en la cintura de los vaqueros. Retrocedí un paso cuando introdujo la mano en el coche para coger algo que no logré ver.

Había sido una estupidez por mi parte confiar en que ninguno de ellos fuera armado, pero el estómago se me encogió igualmente. Me giré y fijé la vista en las manchas de aceite tatuadas en el suelo, a la espera de oír de nuevo la puerta del coche al cerrarse.

—Aquí tenéis —dijo Rob, pasándonos una mochila negra a cada uno.

Mi compañero monstruo cogió la suya al vuelo y examinó rápidamente el contenido, como si fuese una bolsa de golosinas de las que se reparten en las fiestas de cumpleaños.

—Creo que los servicios de la gasolinera disponen aún de agua corriente. Aunque yo no la bebería —prosiguió Rob—. En las mochilas encontrareis una muda y cuatro cosas básicas. No tardéis mil años, pero tomaos el tiempo necesario para quitaros de encima ese campamento.

¿Pretendía que por el simple hecho de asearme podría olvidarme de Thurmond? ¿Que con frotar un poco saltaría como una mancha de barro? Por mucho que fuera capaz de borrar los recuerdos de los demás, me resultaba imposible borrar los míos.

Cogí la mochila sin decir palabra, mientras el inicio de una migraña se iba gestando en la base de mi cráneo. Y conocía perfectamente el significado de aquel dolor, lo bastante como para retroceder un paso. Pero me enganché el talón en el desigual suelo de cemento y tropecé. Extendí los brazos en un torpe intento de recuperar el equilibrio, pero lo único sólido que encontré fue el brazo de Rob.

Supongo que lo consideró un acto de caballero, pero tendría que haberme dejado caer. Mi cerebro emitió un suspiro de dicha al infiltrarse en los pensamientos de Rob. La presión que se me había ido acumulando en la cabeza se liberó en un instante y un hormigueo me recorrió la espalda de arriba abajo. Apreté los dientes para superar aquella sensación de desasosiego y cuando intenté separarme de él, la rabia se apoderó de mi organismo.

A diferencia de los recuerdos de Cate, que iban y venían como un parpadeo, los pensamientos de Rob eran casi letárgicos… aterciopelados y tenebrosos. No encajaban entre ellos, sino que más bien permeaban los unos en los otros, como tinta derramada en un vaso de agua que, en forma de masa oscura, se va extendiendo y serpenteando hasta acabar contaminando lo que antes era transparente.

Yo era Rob, y Rob miraba dos formas oscuras que había en el suelo. Tenían la cabeza cubierta con sendos sacos oscuros, pero era evidente que se trataba de un hombre y una mujer. Y si el corazón me retumbaba de tal manera en los oídos era por aquella mujer. La fuerza de su llanto me sacudía el cuerpo entero, y se debatía sin cesar para liberarse de las correas de plástico que la sujetaban de manos y pies.

Empezaba a llover inesperadamente y el agua bajaba con fuerza por los canalones de los edificios de nuestro alrededor. A través del filtro de la mente de Rob, el sonido recordaba el de las interferencias. Por el rabillo del ojo veía aparecer dos camiones de la basura gigantescos, y fue entonces cuando me percataba de que estábamos en un callejón, y de que estábamos solos.

La mano de Rob —mi mano— retiraba el saco que tapaba la cabeza de la mujer y apareció una mata de pelo oscuro que le cubría la cara.

Pero no era una mujer. Era una chica joven, de mi edad, vestida de verde oscuro. Un uniforme. Un uniforme de campamento.

Las lágrimas se confundían con la lluvia, resbalaban por sus mejillas hasta llegarle a la boca. En sus labios lívidos se formaba la palabra «por favor» y sus ojos gritaban «no», pero yo tenía una pistola en la mano, plateada y reluciente a pesar de la escasa luz. La misma pistola que acababa de ver remetida en el pantalón de Rob. La misma que en aquel momento apuntaba a la frente de la chica.

La pistola me saltaba en la mano al dispararse y, en aquel mismo instante, un destello iluminaba la cara aterrada de la chica, un grito inacabado ahogado por el estampido. Cuando la cara se replegaba sobre sí misma, una lluvia de sangre me manchaba la mano y la chaqueta oscura que llevaba… y el puño blanco de la camisa de debajo.

El chico moría de la misma manera, solo que Rob no se tomaba la molestia de retirarle el saco antes de terminar con su vida. Cargaba los cuerpos en el camión de basura. Me retiré entonces de la escena y la vi hacerse cada vez más pequeña, más pequeña, hasta que la neblina oscura de la mente de Rob la engulló por completo.

Tiré para liberarme, y emergí de la piscina de tinta respirando con dificultad.

Rob me soltó el brazo al instante, pero Cate corrió hacia mí y habría ocupado el lugar de él de no haber yo levantado las manos para impedírselo.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó—. Estás muy pálida.

—No pasa nada —dije, esforzándome para que mi voz sonara tranquila y firme—. Supongo que estoy todavía algo mareada por la medicación.

Martin, detrás de mí, exhaló un suspiro de fastidio. Daba saltitos y gruñía de impaciencia. Me miró con recelo y por un momento temí que supiera lo que había pasado. Pero no: aquel tipo de conexiones eran rápidas y duraban escasos segundos, por larguísimas que a mí me pareciesen.

Mantuve la cabeza gacha y evité mirar a los adultos a la cara. No tenía valor para mirar a Rob después de ver lo que había hecho… y sabía que si miraba a Cate, me delataría al instante. Me preguntaría qué pasaba y no podría mentirle ni resultar convincente en mis explicaciones. Tendría que contarle que su novio, pareja o lo que quiera que fuese, había volado los sesos a dos chicos en un callejón.

Rob me ofreció una botella de plástico que tenía en el asiento delantero. Tenía los labios apretados, formando una fina línea. Volví a clavar la vista en las minúsculas motas rojas que salpicaban el puño de su camisa.

«Los ha matado». Las palabras me retumbaban en la cabeza. Podía haber sucedido hacía días, tal vez incluso semanas, pero no lo creía probable. De ser ese el caso, ¿no se habría cambiado la camisa o intentado limpiar las manchas? «Y luego ha venido aquí… ¿para matarnos también a nosotros?».

Rob me sonrió mostrando la dentadura completa. Sonrió. Como si no acabara de cargarse dos vidas a punta de pistola y se hubiera quedado allí a contemplar cómo la lluvia arrastraba la sangre hacia las alcantarillas.

Las manos me temblaban con tanta intensidad que tuve que cerrarlas como un puño para sujetar la mochila y que no se me notara. Creía haber escapado de los monstruos, que los había dejado encerrados detrás de una alambrada electrificada. Pero las sombras seguían vivas, y me habían perseguido hasta aquí.

«Yo seré la siguiente».

Engullí el grito que me ascendía por la garganta y, con un nudo en el estómago, le devolví la sonrisa. Porque no me cabía la menor duda, estaba completamente segura, de que si supiese lo que acababa de ver, Cate pasaría los días siguientes tratando de limpiar mi sangre de su camisa.

«Ella lo sabe», pensé, siguiendo a Martin hacia la gasolinera. Cate, que olía a romero, que me había arrastrado por el pasillo, que me había salvado la vida. «Ella debe saberlo».

Y, con todo y con eso, Cate besó a Rob.

Parecía como si el interior de la gasolinera hubiera sido devastado por animales salvajes, y había bastantes probabilidades de que hubiera sido así. Huellas de barro, aparentemente dejadas por zarpas de todas formas y tamaños, creaban mareantes dibujos en el suelo y cruzaban sobre pegajosas manchas rojas y marrones en dirección a los estantes de la comida.

La tienda olía como a leche agria, aunque las neveras de las bebidas estaban iluminadas con una electricidad que iba y venía. Los refrescos y las cervezas habían desaparecido en su mayoría, pero quedaba aún una buena cantidad de leche. Y no me extrañó, puesto que la tienda la vendía a diez dólares el cartón. Y lo mismo podía decirse de la comida. Había estantes llenos de bolsas de patatas fritas y barritas de chocolate, con unos precios dignos de un tesoro en peligro de extinción. Había también estantes completamente vacíos, o llenos de restos de palomitas y galletas saladas con las bolsas explotadas.

Sin darme cuenta, acababa de elaborar un plan.

Mientras Martin estaba distraído toqueteando la máquina dispensadora de refrescos, cogí unas cuantas bolsas de patatas y barritas de chocolate. Por un momento, mientras las metía a presión en la mochila, me asaltó el sentimiento de culpa aunque, en realidad, ¿a quién le estaba robando? ¿Quién llamaría a la policía para que me detuvieran?

—Solo hay un cuarto de baño —anunció Martin—. Voy primero. A lo mejor, con un poco de suerte, te dejo algo de agua.

«A lo mejor, con un poco de suerte, te ahogas allí dentro».

Cerró de un portazo, y cualquier sentimiento de culpa que pudiera albergar por abandonarlo, desapareció al instante. Tal vez fuera cruel por mi parte, tal vez pasara el resto de mi vida sintiéndome mal por haberlo abandonado sin previo aviso, pero era imposible contarle lo que pensaba hacer sin alertar con ello a Cate y a Rob. No confiaba lo bastante en él como para estar segura de que no se pondría a gritar para avisarlos o de que no intentaría retenerme.

No perdí el tiempo y me quité sin contemplaciones la vestimenta de quirófano de Sara —de Norah— y la dejé tirada en el suelo. El uniforme que llevaba debajo delataba sin la menor duda mi origen, pero la ropa de quirófano me iba demasiado grande para poder correr con comodidad. Necesitaba salir rápidamente de allí.

Martin debía de haber abierto el grifo a tope, puesto que cuando esquivé los cristales rotos del escaparate de la tienda se oía el agua corriendo.

Asomé la cabeza detrás de un estante justo a tiempo de ver cómo Rob y Cate acababan de besarse. Rob se palpó los bolsillos de la chaqueta y extrajo de uno de ellos un teléfono móvil. Me pareció que quien quiera que estuviese al otro lado de la línea, no estaba diciéndole a Rob nada muy agradable. Transcurrido un minuto, le pasó el teléfono a Cate y rodeó el coche para meter la cabeza por la puerta del conductor. Cate se movió hasta quedar de espaldas a mí y extendió lo que parecía un mapa sobre el capó del vehículo. Cuando Rob reapareció, llevaba bajo el brazo un objeto largo de color negro que sujetaba por el cañón. Cate le cogió el rifle sin ni siquiera mirarlo y se lo colgó al hombro por la correa. Como si aquel fuese su sitio ideal.

Lo reconocí, por supuesto que lo reconocí. Todos los soldados de las FEP que montaban guardia por el perímetro de la alambrada eléctrica iban armados con un rifle M16, y estaba segura de que los que nos vigilaban desde lo alto de la Torre tenían también uno a su alcance. «¿Es lo que piensan utilizar con nosotros?», me pregunté. «¿O pretenden que lo utilice yo?».

La parte racional de mi cerebro entró por fin en acción y superó el caos y el terror que se habían apoderado de mí. Tal vez Rob había matado a aquellos chicos por algún motivo. Tal vez habían intentado atacarlo, aunque estaban atados. Tal vez…

… tal vez, simplemente, se habían negado a sumarse a la Liga.

En el instante en que caí en la cuenta fue como si el fuego me prendiera el pecho y lo arrasara todo en su camino. Solo de pensar, de visualizar, que tenía que tocar una de aquellas armas, que esperaban de mí que disparara con ellas… ¿consistiría en eso lo de formar parte de su familia?

¿O tendría que ser como Martin y convertirme yo misma en un arma?

Mi padre llevaba ya siete años como policía la primera vez que se vio obligado a disparar contra alguien. Nunca me contó la historia. Tuve que enterarme de ella a través de mis compañeros de clase, que lo habían leído en el periódico. Algo que tuvo que ver con unos rehenes, por lo que comprendí.

Lo dejó destrozado. Mi padre no salió de su dormitorio hasta que vino la abuela desde Virginia Beach a buscarme. Cuando volví a casa, unas semanas después, mi padre se comportó como si no hubiera pasado nada.

No sé qué podría motivar que yo llegara a coger un arma como aquella, pero tenía claro que no sería precisamente un grupo de desconocidos lo que me obligaría a hacerlo.

Tenía que salir. Huir. Hacia dónde carecía de importancia en aquel momento. Yo era un montón de cosas, de cosas terribles, pero no quería sumar a la lista lo de ser una asesina.

Se oyó entonces un ruido como de cristal triturado, lo bastante fuerte como para imponerse al del agua, que seguía corriendo a raudales en el cuarto de baño, y al zumbido de las neveras de los refrescos. Martin cerró el grifo, y fue entonces cuando escuché de nuevo aquel crujido. Me giré en redondo, justo a tiempo de ver, detrás de los estantes bajos de la comida, como se abría y cerraba la puerta con el rótulo «SOLO PARA EMPLEADOS».

«Una salida».

Miré por el cristal del escaparate una última vez para asegurarme de que Cate y Rob seguían de espaldas a mí y eché a correr, pasando por delante del expositor de cecina de vacuno, en dirección a esa puerta.

«No es más que un mapache», me dije, «o alguna rata». No era la primera vez en mi corta vida que las ratas me parecían preferibles a los humanos.

Pero volvió a oírse aquel crujido, más fuerte esta vez, y cuando empujé la puerta para abrirla, no me encontré precisamente con un montón de ratas deleitándose con una bolsa de cualquier refrigerio.

Me encontré con otro chico.