Cuando abrí los ojos era todavía de noche.
El aire acondicionado entraba por las rejillas de ventilación y agitaba el arbolillo de cartón amarillo que colgaba del retrovisor. Su aroma a vainilla era dulce y mareante, tan abrumador que se me encogió el estómago vacío. Mick Jagger me cantaba al oído y me hablaba sobre guerra, paz y cobijo… mentiras de todo tipo. Intenté apartar la cara de donde quiera que saliese aquella voz, pero lo único que conseguí fue darme con la nariz contra la ventanilla y torcerme el cuello.
Me enderecé en mi asiento y a punto estuve de estrangularme con el cinturón de seguridad gris.
Ya no estábamos en el Jeep.
La noche regresó a mí como una inspiración profunda, completa y abrumadora a la vez. El resplandor verde del salpicadero iluminaba mi vestimenta de quirófano, y eso bastó para alumbrar mi cerebro con la realidad de lo que acababa de pasar.
Árboles y matorrales flanqueaban una carretera totalmente oscura, salvo por las débiles luces delanteras del pequeño coche. Por primera vez en muchos años veía las estrellas que habían quedado engullidas por las monstruosas luces de Thurmond. Eran tan brillantes, tan claras, que parecía imposible que fuesen reales. No sabía qué era más sorprendente, si la interminable carretera o el cielo. Los ojos me escocían debido a las lágrimas que luchaban por estallar.
—Acuérdate de respirar, Ruby —dijo una voz a mi lado.
Me retiré la mascarilla que aún me cubría la boca. La doctora Begbie se había soltado el moño y el pelo rubio le caía ahora alrededor de la cara en una melena que le rozaba los hombros. En el tiempo transcurrido desde que habíamos salido de Thurmond hasta… donde estuviéramos, se había despojado del uniforme de quirófano y vestido con una camiseta negra y unos pantalones vaqueros. La noche manchaba como un moratón oscuro la piel de debajo de sus ojos. Hasta aquel momento no me había fijado en los ángulos afilados de su nariz y su barbilla.
—¿Llevabas tiempo sin subir a un coche, verdad? —dijo riéndose.
Pero tenía razón. Era más consciente del avance del coche que del latido de mi corazón.
—Doctora Begbie…
—Llámame Cate —me interrumpió, hablándome quizá con más dureza que antes.
No sé si porque reaccioné de alguna manera a aquel abrupto cambio de tono, pero la doctora dijo de inmediato:
—Lo siento, ha sido una noche muy larga y me iría bien un café.
Según el reloj del salpicadero eran las cuatro y media de la mañana. Había dormido solo dos horas pero me sentía más despierta que en todo el día. Que en toda la semana. Que en toda mi vida.
Cate esperó a que los Rolling Stones finalizaran su canción para apagar la radio.
—Últimamente no ponen más que temas antiguos. Al principio pensé que era una broma, o que era lo que dictaba Washington, pero por lo visto es lo que la gente pide hoy en día.
Me miró de reojo.
—No sé por qué.
—Doctora… Cate —dije. Incluso mi voz sonaba más fuerte—. ¿Dónde estamos? ¿Qué pasa?
Y antes de que le diese tiempo a responder, oí una tos en el asiento de atrás. A pesar del dolor que sentía en el cuello y el pecho, me giré. Acurrucado, hecho una bola como para querer protegerse, había otro chico de más o menos mi edad, tal vez un año menor. Aquel otro chico. Max… Matthew… como quiera que se llamase, de la Enfermería, dormía profundamente y tenía un aspecto bastante mejor que el mío.
—Acabamos de salir de Harvey, Virginia Occidental —dijo Cate—. Allí nos hemos encontrado con unos amigos que me han ayudado a cambiar de coche y a sacar a Martin del baúl para material médico donde lo habíamos escondido.
—Un momento…
—Oh, no te preocupes —añadió rápidamente Cate—. Le habíamos hecho agujeros para que pudiese respirar.
¿Creería de verdad que aquella era mi mayor preocupación?
—¿Te permitieron sacarlo en el coche? —pregunté—. ¿Sin verificar el contenido?
Me miró de nuevo de reojo, y me sentí orgullosa al ver que mi réplica la había sorprendido.
—En Thurmond, los médicos utilizamos esos baúles para transportar los residuos hospitalarios. Hace ya un tiempo, cuando empezaron los recortes presupuestarios, los supervisores del campamento decidieron que los médicos se encargaran personalmente de eliminar ese tipo de residuos. A Sarah y a mí nos tocaba el turno de hacerlo esta semana.
—¿Sarah? —dije, interrumpiéndola—. ¿La doctora Rogers?
Dudó un segundo antes de asentir.
—¿Por qué la dejaste allí atada? ¿Por qué ella… por qué estáis ayudándonos?
Respondió a mi pregunta con otra.
—¿Has oído hablar de la Liga de los Niños?
—Cosas sueltas —respondí.
Y solo rumores. De ser ciertos, se trataba de un grupo contrario al gobierno. Según los niños más pequeños —los últimos en llegar a Thurmond—, estaban intentando acabar con el sistema de campamentos. Era gente que, supuestamente, escondía a sus hijos para que no se los llevaran. Siempre había imaginado que no era más que el cuento de hadas de nuestra generación. Era imposible que una cosa tan buena fuese verdad.
—Nosotros —dijo Cate, dejando que la palabra hiciera mella en mí antes de continuar— somos una organización que se dedica a ayudar a los niños afectados por las leyes del gobierno. John Alban, ¿te suena? Antiguamente fue asesor de inteligencia del presidente Gray.
—¿Fue el fundador de la Liga de los Niños?
Cate movió la cabeza en un gesto afirmativo.
—Cuando su hija murió y comprendió lo que les pasaría a los niños que sobrevivieran, abandonó Washington, D. C. e intentó dar a conocer la experimentación que se estaba llevando a cabo en los campamentos. El New York Times, el Post… nadie publicó el artículo porque, a aquellas alturas, la situación ya era tan complicada que Gray tenía a los medios entre la espada y la pared por motivos de «seguridad nacional», y los periódicos más pequeños se habían ido a pique con la crisis.
—De modo que… —Intenté llegar a una conclusión, preguntándome si la habría entendido correctamente—. ¿De modo que fundó la Liga de los Niños para… ayudarnos?
El rostro de Cate se iluminó con una sonrisa.
—Sí, exactamente.
«¿Y entonces por qué me has ayudado solo a mí?».
La pregunta surgió como una mala hierba: fea y profundamente enraizada. Me pasé la mano por la cara, intentando deshacerme de aquel murmullo que oía en la cabeza, pero me resultó imposible arrancarlo. A continuación, noté una extraña sensación en el pecho, como algo muy pesado que intentaba abrirse camino desde el fondo de mi cuerpo. Bien podría tratarse de un grito.
—¿Y los demás? —No reconocí mi propia voz.
—¿Los demás? ¿Te refieres a los otros niños? —Cate mantuvo la mirada fija en la carretera—. Pueden esperar. Su situación no era tan apremiante como la tuya. En su debido momento, volveremos a por ellos, no me cabe la menor duda, y entretanto no te preocupes. Sobrevivirán.
Casi al instante, sentí repugnancia, más por su tono que por sus palabras. Había pronunciado aquello, «sobrevivirán», de una forma tan despectiva que casi me esperaba que apareciera una mano de la nada para expulsarme de allí. «No te preocupes». Que no me preocupara por cómo los maltrataban, que no me preocupara por los castigos que recibían, que no me preocupara por las armas que les apuntaban constantemente. Dios, tenía ganas de vomitar.
Los había abandonado allí, a todos. Había abandonado a Sam, incluso después de haberle prometido que si salíamos algún día lo haríamos juntas. Después de todo lo que había hecho para protegerme, acababa de abandonarla allí…
—Oh, no, Ruby, lo siento, ni siquiera me he dado cuenta de cómo ha podido sonarte lo que acabo de decir —dijo mirándome y volviendo enseguida la vista otra vez a la carretera—. Solo quería decir… ni siquiera sé lo que me digo. He estado semanas allí, y sigo todavía sin llegar a imaginarme lo que habrá sido eso. No debería haber hablado así sabiendo todo lo que has pasado.
—Los he abandonado —dije.
Me daba igual que se me quebrara la voz, o que me hubiera cruzado de brazos con fuerza para no abalanzarme sobre ella.
—¿Por qué me has cogido solo a mí? ¿Por qué no podías salvar también a los demás? ¿Por qué?
—Ya te lo he dicho antes —dijo con suavidad—, tenías que ser tú. De lo contrario, te habrían matado. Los demás no corren peligro.
—Siempre corren peligro —dije, preguntándome si algún día habría asomado la nariz más allá de la Enfermería.
¿Cómo era posible que no lo hubiera visto? ¿Cómo era posible que no lo hubiera oído, percibido, respirado? El ambiente de Thurmond estaba tan cargado de miedo que era posible incluso saborearlo, como el vómito en la garganta antes de devolver.
Yo había necesitado menos de un día en aquel lugar para ver que el odio y el terror se propagaban en círculos concéntricos que se retroalimentaban. Los de las FEP nos odiaban, y por eso les teníamos miedo. Y nuestro miedo nos hacía odiarlos aún más. Era como si entre nosotros existiese un entendimiento tácito de que los unos estaban en Thurmond por culpa de los otros, y viceversa. Sin los soldados de las FEP, el campamento no existiría, pero sin los monstruos psi las FEP no tenían razón de ser.
¿De quién era entonces la culpa? ¿De todos? ¿De nadie? ¿Nuestra?
—Deberías haberme dejado allí, deberías haber cogido a cualquier otro, a alguien mejor que yo. Los castigarán por esto, lo sé, les harán daño y será por mi culpa, por haberme ido, por haberlos abandonado…
Sabía que lo que decía no tenía sentido, pero me resultaba imposible conectar ideas con palabras. Aquel sentimiento, la culpabilidad que lo engullía todo, la tristeza que se apoderaba de uno y jamás lo abandonaba… ¿cómo explicar todo aquello? ¿Cómo convertirlo en palabras?
Cate abrió la boca, pero el sonido tardó varios segundos en emerger. Cogió con fuerza el volante y guio el coche hacia la cuneta. Levantó el pie del gas y dejó que el coche siguiera avanzando hasta detenerse. Cuando las ruedas dejaron por fin de dar vueltas, alargué el brazo para abrir la puerta, mientras notaba un dolor absoluto que me perforaba las entrañas.
—¿Qué haces? —dijo Cate.
Había parado porque quería que saliese del coche, ¿no era eso? Yo habría hecho lo mismo de estar en su lugar. Lo entendía perfectamente.
Me aparté de su brazo cuando lo extendió por delante de mí, pero en vez de empujar la puerta para abrirla, la cerró de un portazo y me posó la mano en el hombro. Me encogí y presioné la espalda contra el asiento con todas mis fuerzas, intentando evitar el contacto. Hacía años que no me sentía tan mal. La cabeza me zumbaba, un claro indicio de que estaba a punto de perder peligrosamente el control. Si Cate tenía intenciones de abrazarme, acariciarme el brazo o cualquier cosa de las que hubiera hecho mi madre en aquel momento, creo que mi reacción fue suficiente como para convencerla de no intentarlo.
—Escúchame con mucha atención —dijo, sin importarle aparentemente la posibilidad de que en cualquier momento apareciera en la carretera otro coche o un soldado de las FEP. Esperó hasta que la miré a los ojos—. Lo más importante que has hecho en tu vida ha sido aprender a sobrevivir. No permitas que nadie te haga creer lo contrario, que te merecías estar en ese campamento. Eres una persona importante, y que importas a mucha gente. Me importas a mí, le importas a la Liga y eres importante para el futuro… —Se le hizo un nudo en la garganta—. Jamás te haré daño, ni te gritaré, ni te mataré de hambre. Te protegeré el resto de mi vida. Nunca llegaré a comprender por completo todas las cosas por las que has tenido que pasar, pero siempre estaré ahí para escucharte cuando necesites desahogarte. ¿Me has entendido?
Una increíble sensación de calidez me inundó el pecho, incluso me escocía respirar. Quería decir algo, darle las gracias, pedirle que me lo repitiera para asegurarme de haberla oído bien y no malinterpretarla.
—No puedo hacer como si nunca hubiera pasado nada —dije. Sentía aún en la piel las vibraciones de la alambrada.
—Y no debes hacerlo… no debes olvidar. Pero, en gran parte, la supervivencia se traduce en seguir adelante. Hay una palabra… —prosiguió, fijando la vista en las manos, que sujetaban aún el volante con fuerza—. En nuestro idioma creo que no existe un equivalente. Es una palabra portuguesa. Saudade. ¿La conoces?
Negué con la cabeza. Ni siquiera conocía la mitad de las palabras de mi idioma.
—Es más… no existe tampoco una definición perfecta de la misma. Es más bien la expresión de un sentimiento… de una tristeza terrible. Es la sensación que tienes cuando te das cuenta de que una vez lo pierdes, lo has perdido para siempre, y de que nunca podrás recuperarlo. —Cate respiró hondo—. Es una palabra que escuché con frecuencia en Thurmond. Porque nunca recuperarás la vida que tuviste antes… la que todos tuvimos antes. Pero cualquier fin tiene un principio, ¿lo sabías? Cierto, lo que tuviste es irrecuperable, pero puedes encerrarlo y olvidarlo. Empezar de cero.
Comprendía lo que me estaba diciendo, y comprendía que esas palabras tenían su origen en un lugar sincero y cariñoso, pero después de tener una vida desmembrada durante tanto tiempo, la idea de dividirla aún más me resultaba inimaginable.
—Ten —dijo, buscando algo en el interior del cuello de la camiseta.
Se pasó por la cabeza una larga cadena de plata con un colgante negro de forma circular, de tamaño algo mayor que la punta de mi dedo pulgar.
Abrí la mano y depositó en ella el colgante. La cadena conservaba el calor de su piel y me sorprendió descubrir que el colgante era una pieza de plástico.
—Lo llamamos el botón del pánico —dijo—. Si lo pulsas durante veinte segundos, se activará y acudirán los agentes más próximos. No creo que tengas nunca necesidad de utilizarlo, pero me gustaría que lo llevaras. Si alguna vez tienes miedo, o si nos separamos, quiero que lo pulses.
—¿Seguirán mis pasos?
La idea me incomodaba un poco, pero igualmente me pasé la cadena por la cabeza.
—No a menos que lo actives —me prometió Cate—. Los hemos diseñado para que los de las FEP no puedan captar accidentalmente la señal que transmiten. Te lo prometo, Ruby, aquí la situación la controlas tú.
Cogí el colgante entre los dedos pulgar e índice. Cuando me di cuenta de lo sucios que llevaba los dedos y la tierra que tenía acumulada bajo las uñas, lo solté. Las cosas bonitas y yo no nos llevábamos bien.
—¿Puedo formularte otra pregunta?
Esperé hasta que estuvimos de nuevo en marcha, e incluso así, necesité varios intentos hasta conseguir que las palabras saliesen de mi boca.
—Si la Liga de los Niños se fundó con el objetivo de terminar con los campamentos, ¿por qué os habéis tomado la molestia de sacarnos a Martin y a mí de allí? ¿Por qué no limitarse a volar la Torre de Control y ya está?
Cate se acarició la barbilla.
—Ese tipo de operaciones no me interesan —dijo—. Prefiero centrarme en el verdadero problema, en ayudaros a vosotros. Si destruyes una fábrica, siempre podrán construir otra. Pero si destruyen una vida, se acabó. Esa persona no podrá volver jamás.
—¿Lo sabe la gente? —logré decir—. ¿Sabe la gente que allí no nos están reformando, ni mucho menos?
—No estoy segura —dijo Cate—. Los hay que siempre lo negarán, que creerán lo que ellos quieran que creamos sobre los campamentos. Soy de la opinión de que la mayoría de la gente sabe que hay algo raro, pero está tan inmersa en sus propios problemas que no quiere cuestionar cómo gestiona el gobierno la situación en los campamentos. Creo que quieren confiar en que os tratan bien. Sinceramente, quedáis… quedáis tan pocos.
Volví a enderezarme en el asiento.
—¿Qué?
Esta vez, Cate no pudo ni mirarme.
—No quería ser yo quien te lo dijera, pero la situación está mucho peor ahora que antes. Las últimas estimaciones de la Liga apuntan a que un dos por ciento de la población del país en edades comprendidas entre diez y diecisiete años está recluida en campamentos de reforma.
—¿Y el resto? —pregunté, aunque conocía de antemano la respuesta—. ¿Y el otro noventa y ocho por ciento?
—La mayoría cayó víctima de la ENIAA.
—Murieron —dije, corrigiéndola—. ¿Todos los niños? ¿En todas partes?
—No, no en todas partes. Se ha informado de algunos casos en otros países, pero aquí en los Estados Unidos… —Cate respiró hondo—. No sé hasta dónde puedo contarte, porque no quiero abrumarte, pero por lo que parece, la aparición de la ENIAA o de los poderes psi está relacionada con la pubertad…
—¿Cuántos?
¿Era posible que en todos los años que llevaba encerrada en Thurmond no hubieran averiguado nada?
—¿Cuántos han muerto? —repetí.
—Según el gobierno, hay en la actualidad cerca de un cuarto de millón de niños menores de dieciocho años, pero nuestras estimaciones se sitúan más bien en torno a una décima parte de esa cifra.
Creí que iba a vomitar. Desabroché el cinturón de seguridad y me incliné hacia delante, dejando caer la cabeza entre las piernas. Por el rabillo del ojo vi que Cate había separado una mano del volante, como si fuera a posarla sobre mi espalda, pero la esquivé de nuevo. Durante un buen rato, el único sonido que se oyó fue el de las ruedas girando sobre el maltrecho asfalto.
Me mantuve en aquella posición y con los ojos cerrados el tiempo suficiente como para que Cate empezara a preocuparse.
—¿Te sientes aún mareada? Hemos tenido que darte una dosis de penicilina muy fuerte para provocarte síntomas similares a los de un ataque epiléptico. Créeme, si hubiéramos podido hacer las cosas de otra manera lo habríamos hecho, pero necesitábamos algo lo bastante grave como para que los de las FEP te devolvieran a la Enfermería.
Martin roncaba a nuestras espaldas, hasta que incluso ese sonido acabó confundiéndose con el de las ruedas sobre el asfalto. El estómago me dio un vuelco al pensar en los kilómetros que nos separaban de Thurmond en aquel momento, al pensar en lo lejos que quedaba en realidad el pasado.
—Lo sé —dije al cabo de un rato—. Gracias… de verdad.
Cate extendió de nuevo el brazo, y antes de que se me ocurriera detenerla, me deslizó con suavidad la mano por el brazo. Noté un cosquilleo caliente en algún lugar recóndito de la cabeza y reconocí la señal de alarma. El primer destello blanco e intenso de su cerebro llegó y desapareció con tanta rapidez, que vi la escena como si fuese el negativo de una fotografía. Una niña de pelo rubio platino sentada en una silla de respaldo alto, con la boca congelada en una desdentada sonrisa. La imagen siguiente se mantuvo el tiempo suficiente como para reconocer que lo que veía era fuego. Fuego, por todas partes, trepando por las paredes de la habitación, quemándolo todo con la intensidad del sol. ¿Era un recuerdo? Temblaba, se estremecía de tal manera que tuve que apretar los dientes para no marearme. En la memoria de Cate, apareció entonces una puerta plateada con la cifra «456B» rotulada en negro. Apareció a continuación una mano que buscaba el pomo —la mano de Cate, la piel muy clara, los dedos largos, extendidos—, y que se retiró al tocarlo, pues estaba al rojo vivo. Una mano arremetía con fuerza contra la madera, luego un pie. La imagen titubeó y se desdibujó por los extremos cuando la puerta desapareció tras la humareda oscura que se filtraba entre junturas y grietas.
La puerta oscura se cerró de golpe y sacudí el cuerpo tan bruscamente que su mano se separó de mi brazo.
«¿Qué demonios…?», pensé, mientras el corazón me retumbaba en los oídos. Cerré los ojos con fuerza.
—¿Aún estás mal? —dijo Cate—. Oh, Ruby, no sabes cuánto lo siento. Cuando cambiemos de coche pediré que te den algo para tu estómago.
Ella, igual que los demás, no se daba cuenta de nada.
—¿Sabes? —dijo Cate al cabo de un rato. Mantenía la vista fija en la carretera oscura, allí donde se unía con la incipiente luz del amanecer—. Has sido muy valiente tomándote las pastillas y viniendo conmigo. Cuando te he conocido en la Enfermería, sabía que eras algo más que una chica callada.
«No soy valiente». De haberlo sido, habría confesado lo que en realidad era, por horroroso que fuese. Habría trabajado, comido y dormido junto con los demás Naranjas o, como mínimo, me habría alejado de la sombra de los Amarillos y los Rojos.
Aquellos niños se sentían orgullosos de sus poderes. Se habían impuesto como objetivo acosar en todo lo posible a los supervisores del campamento, hacer daño a los soldados de las FEP, prender fuego a las cabañas y a los Lavabos, intentar cruzar la verja y volver locos a los adultos implantándoles en la cabeza imágenes de familiares asesinados o parejas infieles.
Era imposible ignorarlos, era imposible no hacerse a un lado y alejarse cuando ellos pasaban. Pero yo me había limitado a mantenerme como una cobarde, sin hacer nada, entre el monótono e interminable desfile de grises y verdes, sin llamar nunca la atención, sin permitirme ni una sola vez creer que podía o debía fugarme de allí. Creo que lo único que ellos querían era encontrar una salida y hacerlo por sí solos. Habían resplandecido y habían luchado con todas sus fuerzas por la libertad.
Pero ninguno de ellos había llegado a cumplir los dieciséis.
Hay mil maneras de adivinar si alguien está mintiendo. No es necesario saber leer la mente de los demás para captar los pequeños signos que indican inseguridad y malestar. La mayoría de las veces, basta con mirar a la persona que uno tiene delante y fijarse en si mira hacia la izquierda cuando habla, si añade excesivos detalles al relato, si responde a una pregunta con otra pregunta. Mi padre, que era policía, nos enseñó todo esto, a mí y a mis veinticuatro compañeros de clase de segundo de primaria, cuando vino al colegio a darnos una charla sobre los peligros de hablar con desconocidos.
Pero Cate no mostraba nada que la delatara. Me contó cosas sobre el mundo que parecían imposibles, hasta que conseguimos captar una emisora de radio y una voz solemne habló por los altavoces para confirmarlo todo.
—¡Sí! —gritó, dándole un palmetazo al volante—. ¡Por fin!
«Según se informa, el presidente ha rechazado una invitación del primer ministro británico para discutir posibles medidas de ayuda para la crisis económica mundial e inyectar nueva vida a los mercados globales de valores. Preguntado acerca de su decisión, el presidente ha citado el papel jugado por el Reino Unido en las sanciones económicas impuestas por las Naciones Unidas contra los Estados Unidos».
Cate movió de nuevo el dial. La voz del locutor iba y venía. Salté en el asiento al oír las interferencias.
«… ayer fueron arrestadas en Austin, Texas, cuarenta y cinco mujeres acusadas de intentar burlar el registro de nacimientos. Las mujeres permanecerán ingresadas en correccionales hasta el nacimiento de sus hijos, después de lo cual los bebés serán retirados por el bien de sus madres y del estado de Texas. El fiscal general comentó lo siguiente…». Intervino entonces una nueva voz, más profunda y áspera. «En cumplimiento de la nueva normativa número quince, el presidente Gray ha emitido una orden de arresto para todo aquel involucrado con esta peligrosa actividad…».
—¿Gray? —dije, mirando a Cate—. ¿Sigue siendo el presidente?
Acababa de ser elegido cuando aparecieron los primeros casos de ENIAA y la verdad era que no recordaba nada de su aspecto, excepto que tenía los ojos oscuros y el pelo oscuro. Y eso lo sabía tan solo porque los supervisores del campamento habían colgado por todos lados fotografías de Clancy, su hijo, para demostrarnos que también nosotros podíamos acabar reformándonos. Tuve un repentino y brusco recuerdo de mi última estancia en la Enfermería, de aquella imagen, que parecía seguirme con la mirada.
Cate movió la cabeza de lado a lado, visiblemente disgustada.
—Se otorgó a sí mismo una extensión del mandato hasta que la situación de los psi esté, y lo cito textualmente, «solucionada y podamos garantizar que los Estados Unidos están a salvo de actos telequinésicos de terror y violencia». Ha suspendido incluso el Congreso.
—¿Y cómo lo ha conseguido?
—Con sus «poderes en tiempos de guerra» —dijo Cate—. Un par de años después de que te internaran, unos chicos psi estuvieron a punto de volar por los aires el Capitolio.
—¿A punto? ¿Y eso qué quiere decir?
Cate me miró de nuevo, examinando mi expresión.
—Quiere decir que solo consiguieron volar la parte que alberga el Senado. Supuestamente, el presidente Gray solo tenía que controlar el gobierno hasta que se celebrasen las nuevas elecciones al Congreso, pero cuando los de las FEP empezaron a llevarse a niños de los colegios sin el consentimiento previo de sus padres, empezaron los disturbios. Y luego se estancó la economía y el país se demoró en el pago de su deuda. Te sorprendería lo poco que consigues hacer oír tu voz cuando lo pierdes todo.
—¿Y la gente se lo permitió? —dije. Pensar en todo aquello me revolvía el estómago.
—No, nadie se lo permitió. Ahora reina el caos, Ruby. Gray sigue intentando estrechar el control, y a cada día que pasa hay más gente que se amotina o quebranta las leyes para llevarse algo de comer a la boca.
—A mi padre lo mataron en unos disturbios —dijo una voz.
Cate se giró para mirar el asiento de atrás, y su gesto fue tan brusco que el coche se desplazó hacia el carril opuesto. Sabía que Martin llevaba al menos diez minutos despierto; su respiración se había vuelto menos profunda y había dejado de emitir aquel curioso sonido con los labios y aquellos gruñidos. Pero no me había apetecido hablar con él, ni interrumpir a Cate.
—La gente de nuestro propio barrio robaba comida en nuestra tienda, y mi padre no pudo ni siquiera defenderse.
—¿Qué tal te encuentras?
La voz de Cate sonó azucarada, casi tan dulce como el aroma a vainilla del ambientador.
—Bien, supongo.
Se sentó e intentó aplanarse el ondulado pelo castaño para estar más presentable. Martin era redondo: tenía las mejillas flácidas y la camiseta del uniforme era quizá de una talla más pequeña que la que le correspondería, pero no había dado todavía el estirón, a diferencia de los demás niños de su cabaña. Yo debía de sacarle unos cinco centímetros, y eso que era bajita y de constitución normal. Tendría un año menos que yo.
—Me alegro —dijo Cate—. Por ahí detrás hay una botella de agua, por si la necesitas. Pararemos dentro de una hora para volver a cambiar de coche.
—¿Dónde vamos?
—En Marlinton, Virginia Occidental, nos encontraremos con un amigo. Tendrá preparada ropa y documentación para vosotros dos. Ya casi estamos.
Estaba convencida de que Martin se había quedado otra vez dormido, hasta que lo oí preguntar:
—¿Y después de eso, dónde iremos?
La radio cobró vida y se escucharon fragmentos entrecortados de Led Zeppelin, antes de perder de nuevo la sintonía, pasar a las interferencias y de allí al silencio.
Notaba los ojos de Martin taladrándome la nuca. Me esforcé por no girarme para devolverle la mirada. Desde que nos habían separado en el campamento, no había vuelto a estar tan cerca de un chico. Después de años en Thurmond viviendo en lados opuestos del camino principal, me resultaba turbador verme de repente enfrentada a todos sus pequeños detalles. Las pecas que tenía en la cara, que me habían pasado totalmente desapercibidas, o aquellas cejas tan juntas que parecían fundirse en una sola.
¿Qué se suponía que tenía que decirle? «¿Me alegro muchísimo de haberte encontrado? ¿Somos los últimos de los nuestros?». Una de esas cosas era cierta y, en cuanto a la otra, era imposible estar más lejos de la verdad.
—Vamos a reagruparnos con la Liga en sus cuarteles generales del sur. Cuando lleguemos allí, podréis decidir si queréis quedaros o no —dijo Cate—. Imagino todo lo que habéis pasado, por lo que no es necesario que toméis ahora ninguna decisión. Solo quiero que sepáis que mientras estéis conmigo estaréis seguros.
La sensación de libertad surgió en mi interior con tanta rapidez que me vi obligada a apaciguarla, junto con el atronador latido de mi corazón. La situación era aún sumamente peligrosa. Había muchas probabilidades de que los de las FEP nos capturaran. De que me enviaran otra vez al campamento o de que me mataran antes incluso de llegar a Virginia.
Martin me miró entrecerrando sus oscuros ojos. Se le encogieron las pupilas y sentí un goteo en algún lugar recóndito de la cabeza. El mismo que sentía siempre que mis facultades luchaban por salir a la luz para que las utilizara.
«¿Qué demonios?». Clavé las uñas en el reposabrazos, pero no me volví para comprobar si Martin aún seguía observándome. Miré por el retrovisor una sola vez y vi que se recostaba en su asiento y se cruzaba de brazos con un resoplido. Tenía una inflamación en la comisura de la boca, roja y con mala pinta, como si hubiera estado rascándose la postilla.
—Yo quiero ir donde pueda hacer lo que no pude hacer en Thurmond —dijo Martin por fin.
No quise ni saber a qué podía referirse.
—Soy mucho más poderoso de lo que te imaginas —prosiguió—. Cuando veas lo que soy capaz de hacer, ya no necesitarás a nadie más.
Cate sonrió.
—Cuento con eso. Sabía que lo entenderías.
—¿Y tú, Ruby? —preguntó, volviéndose hacia mí—. ¿Estás dispuesta a marcar la diferencia?
Si decía que no, ¿me dejarían marchar? Si les pedía que me dejaran ir a Salem, a casa de mis padres, ¿me llevarían allí, sin formular preguntas? ¿O me llevarían a Virginia Beach para ir a ver a mi abuela? ¿O me dejarían salir del país si fuera eso lo que realmente me apeteciera?
Se habían quedado los dos mirándome, dos miradas gemelas de premura y excitación. Ojalá yo también pudiera sentir lo mismo que ellos. Ojalá pudiera compartir la seguridad que ellos sentían con respecto a su elección, pero yo no sabía con certeza qué quería. Lo único que sabía era lo que no quería.
—Llévame donde quieras —dije—. A cualquier sitio excepto a mi casa.
Martin siguió rascándose la herida con sus uñas mugrientas hasta hacerse sangre. A continuación, se relamió los labios y los dedos, mirándome, como si esperara que le dijese que me dejara probar.
Me volví hacia Cate, con una pregunta que agonizaba entre los labios. Porque por un segundo, solo uno, la imagen de las llamas y el humo que se alzaban detrás de ella, y la de aquella puerta que era incapaz de abrir, me bloquearon la mente.