CAPÍTULO CUATRO

Me despertó el agua fría y una cálida voz de mujer.

—Te pondrás bien —decía—. No te pasará nada. —No estoy muy segura de a quién creía estar engañando con aquella gilipollez, aunque era evidente que a mí no.

Dejé que volviera a acercarme la toalla húmeda a la cara y saboreé el calor que desprendía al inclinarse sobre mí. Olía a romero y a cosas del pasado. Por un segundo, solo por uno, dejó descansar una mano sobre la mía y aquel gesto me resultó casi intolerable.

No estaba en casa, y aquella mujer no era mi madre. Empecé a jadear, desesperada por no dejar salir nada. No podía llorar, ni delante de ella ni delante de ningún adulto. No me daba la gana de concederles ese placer.

—¿Te sigue doliendo?

La única razón por la que abrí los ojos fue porque ella me forzó a abrirlos. Primero uno y luego el otro, proyectando sobre ellos una luz muy intensa. Intenté levantar las manos para protegerme, pero me las habían atado con esposas de velcro. Era inútil forcejear para liberarme.

La mujer chasqueó la lengua y se retiró, llevándose con ella su fragancia floral. En el ambiente flotaba un olor intenso a desinfectante y agua oxigenada. Sabía dónde estaba.

Los sonidos de la Enfermería de Thurmond iban y venían en oleadas irregulares. Un niño que lloraba de dolor, unas botas que pisaban las baldosas blancas, el chirrido de las sillas de ruedas al desplazarse… era como si estuviera encima de un túnel con la oreja pegada al suelo, escuchando el murmullo de los coches que pasaban por debajo.

—¿Ruby?

La mujer llevaba un uniforme de quirófano de color azul y una bata blanca. Con su piel clara y su cabello rubio se fundía con la fina cortina que delimitaba el espacio donde se encontraba mi cama. Me sorprendió mirándola y sonrió, una sonrisa amplia y hermosa.

La mujer era la doctora más joven que había visto en Thurmond aunque, a decir verdad, mis excursiones a la Enfermería podían contarse con los dedos de una mano. Había ido una vez por el virus estomacal y la deshidratación que siguió a lo que Sam denominó mi «Vaciado de tripas espectacular», y otra porque me disloqué la muñeca. En ambas ocasiones, después de que me sobaran un par de manos arrugadas, me había sentido peor que antes de entrar. Nada cura más rápido un resfriado que pensar en un viejo pervertido perfumado con colonia que huele a alcohol y jabón de limón.

Pero aquella mujer… era irreal. Absolutamente en todos los sentidos.

—Soy la doctora Begbie. Trabajo como voluntaria para la Leda Corporation.

Moví la cabeza en un gesto afirmativo cuando me fijé en el emblema de un cisne dorado que adornaba el bolsillo de la bata.

Se inclinó hacia mí.

—Somos una gran empresa del sector sanitario que se dedica a la investigación y a enviar médicos a los campamentos para cuidar a chicos como tú. Si te sientes más a gusto, puedes llamarme tranquilamente Cate y olvidarte de lo de «doctora».

Por supuesto que sí. Miré fijamente la mano que me tendía. El silencio flotó en el ambiente, salpicado tan solo por el martilleo del interior de mi cabeza. Después de un momento incómodo, la doctora Begbie retiró la mano y la metió en el bolsillo de la bata, pero no sin antes pasarla por la sujeción que me mantenía amarrada a la barandilla de la cama.

—¿Sabes por qué estás aquí, Ruby? ¿Recuerdas lo que pasó?

«¿Antes o después de que la Torre intentara freírme el cerebro?». Pero no podía decirlo en voz alta. En presencia de adultos, era mejor no hablar. Escuchaban una cosa y la procesaban como otra completamente distinta. No era necesario darles una excusa para que luego pudieran hacerme daño.

Llevaba ocho meses sin utilizar la voz. Y no estaba muy segura de recordar cómo hacerlo.

La doctora adivinó la pregunta que a duras penas podía retener en la punta de la lengua.

—Pusieron en marcha el Control Calmante por una pelea que hubo en la Cantina. Por lo visto, la cosa… se descontroló un poco.

Aquello era un eufemismo. Utilizaban el Ruido Blanco —el Control Calmante, como lo llamaban los de arriba— para tranquilizarnos, por decirlo de algún modo, y a ellos no les afectaba en absoluto. Era como un silbato de ultrasonidos para perros, pero con el tono sintonizado de forma que solo pudiera captarlo y procesarlo nuestro cerebro de bicho raro.

Lo activaban por innumerables motivos, a veces por cosas tan nimias como que un niño utilizara sus facultades por accidente, o para acallar un brote de rebeldía en alguna cabaña. Pero en cualquiera de estos casos, habrían dirigido el sonido directamente a los edificios donde estuvieran los niños en cuestión. Si lo difundían por todo el campamento a través de los altavoces era porque la situación se había descontrolado de verdad. Debía de preocuparles la posibilidad de que saltara una chispa capaz de hacernos estallar a todos.

La doctora Begbie me liberó las muñecas y los tobillos sin que su rostro mostrara indicio alguno de duda. La toalla que había utilizado para limpiarme la cara colgaba de la barandilla de la cama, goteando. El tejido blanco estaba salpicado de manchones de color rojo intenso.

Levanté la mano para tocarme la boca, las mejillas, la nariz. Cuando la retiré, apenas me sorprendió ver los dedos cubiertos de sangre oscura. Notaba que se me había formado una costra entre las fosas nasales y la boca, como si me hubiesen estampado un puñetazo en los morros.

Intentar sentarme fue la peor idea que se me podía pasar por la cabeza. El dolor que sentí en el pecho fue tan terrible que me dejé caer de nuevo casi sin darme cuenta. La doctora Begbie corrió al instante a mi lado y accionó la manivela de la cama para incorporarme.

—Tienes algunas costillas magulladas —dijo.

Traté de respirar hondo, pero la opresión en el pecho era tan grande que no conseguí dar más que una débil bocanada. La doctora no debió de darse cuenta, puesto que siguió mirándome con ojos bondadosos, y me dijo:

—¿Me permites que te formule algunas preguntas?

El hecho de que me pidiera permiso era asombroso de por sí. La examiné con detenimiento, buscando el odio escondido detrás de su expresión de amabilidad, el miedo acechando en su dulce mirada, el asco atrapado en la comisura de su boca. Nada. Ni siquiera enfado.

Un pobre niño empezó a vomitar en el box de la derecha; vi la sombra de su perfil oscuro dibujada en la cortina. No había nadie sentado con él, nadie que le diera la mano. Solo él y un recipiente donde vomitar. Y yo estaba al lado, con el corazón latiendo de manera entrecortada por miedo a que la princesa de cuento de hadas que estaba sentada a mi lado fuera a sacrificarme como un perro rabioso. Aquella mujer no sabía lo que yo era… no podía saberlo.

«Estás poniéndote paranoica», me dije. «Contrólate».

La doctora Begbie sacó de repente un bolígrafo de entre los pelos de su desmadejado moño.

—Veamos, Ruby, cuando activaron el Control Calmante, ¿recuerdas haberte caído hacia delante y haberte golpeado la cara?

—No —dije—, yo ya… ya estaba en el suelo.

No sabía qué más contarle. Su sonrisa se hizo más amplia y se volvió… algo petulante.

—¿Experimentas normalmente este dolor y este tipo de sangrado cuando activan el Control Calmante?

De pronto, el dolor que sentía en el pecho dejó de tener que ver con mis magulladas costillas.

—Lo interpretaré como un no…

No podía ver qué escribía, solo que la mano y el bolígrafo volaban sobre el papel, que escribía como si le fuera la vida en ello.

El Ruido Blanco siempre me afectaba más que a las otras chicas de mi cabaña. ¿Pero sangre? Nunca.

La doctora Begbie canturreaba mientras escribía, y me pareció que era una canción de los Rolling Stones.

Está de parte de los del campamento. Es una de ellos.

Pero… en otro mundo, tal vez no lo habría sido. Pese al uniforme de quirófano y la bata blanca, la doctora Begbie no parecía mucho mayor que yo. Tenía un rostro joven, que debía de perjudicarla a buen seguro en el universo exterior.

Siempre había pensado que los nacidos antes de la Generación Monstruo eran unos afortunados. Vivian sin miedo a lo que pudiera pasarles cuando superaran la frontera que separa la infancia de la adolescencia. Por lo que sabía, todo aquel que tuviera más de trece años cuando empezaron con las redadas de niños, estaba fuera de peligro: en el tablero de la vida, pasaba de largo del Campamento de Monstruos e iba directamente a Ciudad Normal. Pero ahora, observando a la doctora Begbie, viendo las arrugas que surcaban su cara y que nadie con veintipocos años debería tener, no estaba tan segura de que hubieran salido inmunes de aquello. Aunque sí habían salido mejor parados que nosotros, eso era evidente.

Facultades. Poderes que desafiaban cualquier explicación, unos talentos mentales tan monstruosos que médicos y científicos habían reclasificado toda nuestra generación como «Psi». Habíamos dejado de ser humanos. Nuestro cerebro rompía ese molde.

—Veo en tu informe que en la selección te clasificaron como «inteligencia atípica» —dijo al cabo de un rato la doctora Begbie—. El científico que te clasificó, ¿te sometió a todas las pruebas?

Se me hizo un gélido nudo en el estómago. Tal vez no supiera muchas cosas sobre el mundo, tal vez no hubiera estudiado más allá de cuarto de primaria, pero sabía muy bien cuándo alguien estaba intentando recabar información. Hacía ya años que los soldados de las FEP utilizaban el miedo como táctica, pero durante una época se habían dedicado a interrogar con voz amable. La falsa simpatía apestaba como el mal aliento.

«¿Lo sabe?». Tal vez, mientras estaba inconsciente, me había hecho pruebas, análisis de sangre, un escáner cerebral o vete tú a saber qué. Fui doblando los dedos uno a uno hasta que tuve ambas manos cerradas en un puño. Intenté discernir a dónde quería llegar, pero me sentía atrapada. El miedo lo desdibujaba todo.

La pregunta se quedó suspendida en el aire, colgada entre la mentira y la verdad.

El sonido de unas botas que avanzaban sobre las inmaculadas baldosas me obligó a levantar la vista y dejar de mirar la cara de la doctora. Cada paso era una señal de alarma; supe que se acercaban antes de que la doctora Begbie volviera la cabeza. Hizo un ademán para separarse de la camilla, pero no se lo permití. No sé por qué, pero la agarré con fuerza de la muñeca, mientras la lista de castigos por tocar una figura de autoridad me daba vueltas en la cabeza como un CD que salta, con un chirrido cada vez más estridente.

No podíamos tocar a nadie, ni siquiera podíamos tocarnos entre nosotros.

—Esa vez fue distinto —susurré.

Las palabras me quemaron la garganta y mi propia voz me sonó distinta. Débil.

A la doctora Begbie solo le dio tiempo a asentir. Un movimiento mínimo, apenas imperceptible, antes de que una mano corriese la cortina.

Ya había visto alguna vez a aquel oficial de las Fuerzas Especiales Psi. Sam lo llamaba el Grinch porque parecía sacado de la película, excepto que no tenía la piel verde.

El Grinch me lanzó una mirada, torciendo el labio superior en una mueca de asco, antes de indicarle a la doctora que se acercara. La doctora Begbie suspiró y dejó el portapapeles con sus notas sobre mi regazo.

—Gracias, Ruby —dijo—. Si el dolor empeora, llama para pedir ayuda, ¿entendido?

¿Estaría drogada? ¿Quién iba a ayudarme, el niño que estaba sacando las tripas en el box de al lado?

Pero asentí de todos modos. Lo último que vi de ella fue su mano corriendo de nuevo las cortinas. Era un detalle por su parte el querer darme un poco de intimidad, aunque algo ingenuo, puesto que había cámaras negras por todas partes.

Había bombillas instaladas por todo Thurmond, ojos sin párpados que vigilaban siempre y no pestañeaban nunca. Solo en nuestra cabaña había dos cámaras, una en cada extremo, además de otra en la puerta. Parecía una exageración, pero cuando llegué al campamento, éramos tan pocos que podían vigilarnos todo el día, cada día, hasta que el cerebro les estallase de aburrimiento.

Había que forzar la vista para verlo, pero una diminuta luz roja en el interior del ojo negro era la única pista para saber que la cámara le estaba enfocando a uno. Con los años, a medida que los autobuses escolares iban trayendo más niños a Thurmond, Sam y yo nos dimos cuenta de que las cámaras de nuestra cabaña ya no tenían las luces rojas, o al menos, ya no las tenían a diario. Lo mismo sucedió con las cámaras de la Lavandería, los Lavabos y la Cantina. Supongo que con tres mil niños concentrados en poco más de un kilómetro y medio cuadrado, era imposible controlar constantemente a todo el mundo.

Pero con todo y con eso, nos vigilaban lo bastante para tenernos amedrentados. Y si uno practicaba sus facultades, aunque lo hiciera cuando caía la noche, las probabilidades de que le pillaran se situaban por encima de la media.

Aquellas luces parpadeantes eran exactamente del mismo tono que la banda de color rojo sangre que los soldados de las FEP lucían en el antebrazo derecho. Bordado sobre el tejido carmesí, el símbolo Ψ indicaba su desgraciado papel como cuidadores de los niños monstruo del país.

La cámara situada encima de la cama no tenía la luz roja encendida. Me sentí tan aliviada al comprobarlo que incluso el aire me sabía a dulce. Por un momento estaba sola y sin que nadie me observara. Y eso, en Thurmond, era casi un lujo insólito.

La doctora Begbie —Cate— no había cerrado la cortina del todo. Pasó corriendo un médico por el pasillo y la fina tela blanca se abrió un poco más, y un conocido destello azul captó mi atención. Me observaba el retrato de un niño, no mayor de doce años de edad. Tenía el pelo de un tono similar al mío —castaño oscuro, casi negro—, pero mientras que yo tenía los ojos verde claro, los del niño eran tan negros que abrasaban desde lejos. Sonreía, como siempre, las manos unidas sobre el regazo, el oscuro uniforme escolar sin una sola arruga. Clancy Gray, el primer niño internado en Thurmond.

En la Cantina había dos fotografías enmarcadas de Clancy y varias más en el exterior de los retretes de los Verdes. Me resultaba más fácil recordar esa cara que la de mi madre.

Me obligué a apartar la vista de su inquebrantable y orgullosa sonrisa. Por mucho que él hubiera salido, el resto seguíamos encerrados aquí.

Mientras intentaba ponerme cómoda, desplacé sin querer el portapapeles con las notas de la doctora Begbie, que había quedado olvidado sobre la cama, de tal modo que me quedó justo debajo del codo izquierdo.

Sabía que existía la posibilidad de que estuvieran observándome, pero me dio igual, ya que tenía numerosas respuestas al alcance de la mano. ¿Por qué lo habría dejado allí, delante de mis narices, si no quería que lo viese? ¿Por qué no se había llevado el portapapeles, como cualquier otro médico habría hecho?

¿Por qué el Ruido Blanco tenía sobre mí un efecto distinto?

¿Qué habrían descubierto?

Las luces fluorescentes del techo parecían huesos largos y malhumorados. Zumbaban como un enjambre de moscas que se me arremolinaban en los oídos. Y la sensación empeoró en cuanto le di la vuelta al portapapeles.

No era mi historia médica.

No hablaba sobre mis lesiones actuales, ni sobre la ausencia de las mismas.

No eran mis respuestas a las preguntas de la doctora Begbie.

Era una nota, y decía lo siguiente: «El nuevo Control Calmante trataba de detectar la presencia de falsos A, N y R. Tu reacción indica que saben que no eres una V. A menos que hagas lo que te digo, te matarán mañana».

Me temblaban las manos. Tuve que apoyarme el portapapeles sobre el regazo para acabar de leer el resto.

«Puedo sacarte. Tómate las dos pastillas que encontrarás debajo de esta nota antes de acostarte, pero procura que no te vean los de las FEP. Si decides no hacerlo, te guardaré el secreto, pero no podré protegerte mientras permanezcas aquí. Destruye la nota».

Y estaba firmado: «Una amiga, si quieres».

Leí la nota una vez más antes de arrancarla del portapapeles y metérmela en la boca. Sabía igual que el pan que nos servían con las comidas.

Las pastillas estaban en el interior de una minúscula bolsa transparente unida con un clip a mi historia médica. Garabateado con la pésima caligrafía de la doctora Begbie, leí lo siguiente: «El individuo 3285 se golpeó la cabeza contra el suelo y perdió el conocimiento. Nariz fracturada como consecuencia de un codazo del Individuo 3286. Posible conmoción cerebral».

Me moría de ganas de levantar la vista y mirar la bola negra de la cámara, pero no me lo permití. Cogí las pastillas y las guardé en el interior del sujetador deportivo oficial que los supervisores del campamento nos habían asignado cuando comprendieron que aquellas mil quinientas adolescentes no tendrían siempre doce años, ni se quedarían planas eternamente. No sabía lo que hacía; la verdad es que no. El corazón me latía a tanta velocidad que por un momento dejé incluso de respirar.

¿Por qué lo habría hecho la doctora Begbie? Se había dado cuenta de que yo no era Verde, pero lo había encubierto, había mentido en su informe… ¿sería una trampa? ¿Para ver si me delataba yo sola?

Escondí la cara entre las manos. Las pastillas me quemaban la piel.

«… te matarán mañana».

¿Por qué iban a tomarse la molestia de esperar? ¿Por qué no cogerme y matarme ahora mismo? ¿No era eso lo que hacían con los demás? ¿Con los Amarillos, los Naranjas y los Rojos? Los mataban porque eran demasiado peligrosos.

«Soy demasiado peligrosa».

Pero yo no sabía utilizar mis facultades. No era como los demás Naranjas, que eran capaces de dar órdenes a raudales o inculcar pensamientos desagradables en la cabeza de los otros. Yo poseía el poder pero no tenía el control, sufría el dolor y no percibía ningún beneficio.

Por lo que había sido capaz de discernir, para que mis facultades se activasen necesitaba entrar en contacto físico con la persona, tocarla, e incluso entonces… era como si estuviese viendo sus pensamientos, más que aprovechándome de ellos. Nunca había intentado implantar un pensamiento en la cabeza de otro, aunque tampoco había tenido la oportunidad ni las ganas de probarlo. Cada vez que me adentraba en la cabeza de otro, de forma intencionada o no, me quedaba sumida en un caos de pensamientos, imágenes, palabras y dolor. Y tardaba horas en volver a ser yo.

Imagínate que alguien te atraviesa el pecho, pasa entre los huesos, la sangre y las entrañas y te agarra con fuerza la columna vertebral. Imagínate ahora que empieza a zarandearte de tal manera que el mundo se pandea y se hunde bajo tus pies. Imagínate que después eres incapaz de discernir si los pensamientos que ocupan tu cabeza son en realidad tuyos o son el recuerdo involuntario del cerebro de otra persona. Imagínate la sensación de culpabilidad que produce saber que conoces el miedo o el secreto más profundo de otra persona; imagínate tener que enfrentarte a esa persona a la mañana siguiente y fingir que no has visto cómo le pegaba su padre, cómo era el vestido rosa que estrenó el día de su quinto cumpleaños, fingir que no conoces sus fantasías con ese chico o aquella chica y que no sabes que mataba mascotas del vecindario por pura diversión.

Y luego, imagínate la abrumadora migraña que sufres invariablemente a continuación, que puede prolongarse durante horas o días. Eso era lo que me pasaba. Y era por eso por lo que intentaba evitar a toda costa que mi mente rozara, aunque fuera de pasada, la de cualquier otra persona. Conocía muy bien las consecuencias. Todas.

Del mismo modo que sabía qué sucedería si me descubrían.

Di la vuelta al portapapeles justo a tiempo. Apareció otra vez el soldado de las FEP que había venido antes y corrió la cortina.

—Volverás a tu cabaña ahora mismo —dijo—. Acompáñame.

«¿A mi cabaña?». Le examiné el rostro en busca de alguna pista que me indicara que estaba mintiéndome, pero no vi nada excepto la expresión asqueada de costumbre. No pude más que asentir. Mi cuerpo era un terremoto de miedo y en el instante en que puse los pies en el suelo, fue como si me hubiesen descorchado por la nuca. Empezó a derramarse todo, los pensamientos, el terror y las imágenes. Me derrumbé sobre la barandilla de la cama y me esforcé por mantener la conciencia.

Seguía viendo puntos negros cuando el soldado de las FEP vociferó:

—¡Date prisa! No pienses que conseguirás pasar otra noche aquí simplemente por hacer cuento.

A pesar de la dureza de sus palabras, detecté una débil chispa de miedo en su rostro. Ese momento, el del paso del miedo a la rabia, podía resumir el sentimiento de todos los soldados de Thurmond. Habíamos oído rumores de que el servicio militar había dejado de ser voluntario, de que todo aquel que tuviera entre veintidós y cuarenta años de edad estaba obligado a cumplir el servicio militar, y la mayoría en las nuevas Fuerzas Especiales Psi del ejército.

Apreté los dientes. El mundo daba vueltas a mi alrededor y trataba de arrastrarme de nuevo hacia su oscuro centro. Repetí mentalmente las palabras del soldado de las FEP.

«¿Otra noche?», pensé. ¿Cuánto tiempo llevaría allí?

Aturdida, seguí al soldado hacia el pasillo. La Enfermería tenía solo dos pisos, y de poca altura. El techo era tan bajo que incluso a mí me daba la sensación de que iba a darme con la cabeza contra los marcos de las puertas. Las camas para tratamientos cortos estaban en el primer piso, mientras que el segundo estaba reservado a niños que necesitaban someterse a lo que nosotros conocíamos como un Descanso. A veces tenían algo contagioso, pero básicamente eran niños que se habían vuelto locos, cerebros destrozados de por sí y destrozados aún más, si cabe, por Thurmond.

Intenté concentrarme en el movimiento de los omóplatos del soldado bajo el uniforme negro, pero me resultaba difícil porque casi todas las cortinas estaban abiertas y podía verse el interior de los boxes. En la mayoría de casos conseguí no mirar, o limitarme a echar una rápida ojeada, pero cuando llegué al penúltimo box antes de la puerta de salida…

Mis pies bajaron el ritmo casi por voluntad propia, de modo que los pulmones tuvieron tiempo de llenarse otra vez de aroma de romero.

Oí la agradable voz de la doctora Begbie hablándole a otro chico Verde. Lo reconocí, su cabaña era justo la de enfrente de la mía. ¿Matthew? ¿Max, tal vez? Vi que también tenía la cara ensangrentada. Le manchaba las mejillas y se le había secado ya en la zona de la nariz y los ojos. El estómago me dio un vuelco. ¿Habrían identificado también a aquel Verde? ¿Estaría la doctora Begbie proponiéndole el mismo trato? Era poco probable que yo hubiera sido la única capaz de adivinar cómo sortear el sistema de selección, a quién influir, cuándo mentir. Quizás, él y yo compartíamos el mismo color bajo la piel. Y quizás, ambos estaríamos muertos mañana.

—¡Sigue andando! —me espetó el soldado.

En ningún momento intentó disimular su fastidio mientras yo le seguía a duras penas, aunque no tenía por qué preocuparse. Mientras estuviera consciente, no me quedaría en la Enfermería ni aunque me pagasen por ello. Ni siquiera con la grave amenaza que se cernía sobre mi cabeza. Sabía lo que solían hacer allá dentro.

Sabía lo que se cocía bajo las capas de pintura blanca.

Los primeros chicos ingresados, los conejillos de Indias, habían sido sometidos a un sinfín de electrochoques y terrores cerebrales dignos de la cámara de los horrores. Por el campamento circulaban historias que se contaban con un respeto nauseabundo, casi sagrado. Los científicos andaban buscando maneras de eliminar las facultades de los niños —de rehabilitarlos—, aunque lo que en realidad consiguieron fue arrancarles las ganas de vivir. A los que salieron vivos de aquello los nombraron guardianes cuando llegó al campamento la primera oleada de niños. Llegar como parte de la segunda oleada fue para mí una extraña combinación de suerte y don de la oportunidad. Las llegadas posteriores fueron masificándose y se empezó a ampliar el campamento hasta que, tres años atrás, el espacio se quedó pequeño. Después de aquello, ya no llegaron más autobuses.

No caminaba lo bastante rápido para el soldado. En el salón de los espejos me empujó para que avanzara. El letrero que anunciaba la salida proyectaba su sanguinolenta luz sobre nosotros; el soldado de las FEP volvió a empujarme, con más fuerza esta vez, y sonrió al verme caer. La rabia se apoderó de mí, imponiéndose al dolor persistente de los miembros y al temor de que el soldado estuviera conduciéndome a algún lado para rematar su trabajo.

Salimos al exterior e inspiré el aire húmedo de la primavera. La bocanada de llovizna me sirvió para tragarme la amargura. Necesitaba pensar. Valorar la situación. Si el soldado me llevaba a alguna parte con la intención de pegarme un tiro, y no le acompañaba nadie más, podría reducirlo fácilmente. Ningún problema en este sentido. Pero la realidad era que superar la alambrada electrificada era imposible… además de que no tenía ni idea de dónde demonios estaba.

Cuando me habían trasladado a Thurmond, la familiaridad del paisaje había sido para mí más un consuelo que un recordatorio doloroso. Virginia Occidental y Virginia eran muy similares, por mucho que los habitantes de ambos estados opinaran lo contrario. Los mismos árboles, el mismo cielo, el mismo clima asqueroso… o te calabas hasta los huesos con la lluvia, o estabas todo el día pegajoso por culpa de la humedad. Pero cabía también la posibilidad de que no estuviéramos en Virginia Occidental. Sin embargo, una de las chicas de mi cabaña juraba y perjuraba que en el camino hacia aquí había visto un cartel que rezaba «BIENVENIDO A VIRGINIA OCCIDENTAL», y estábamos trabajando en esta teoría.

El soldado de las FEP había disminuido considerablemente el ritmo para seguir mis patéticos pasos. Tropezó un par de veces en la hierba embarrada y a punto estuvo de caer justo delante de los soldados de la Torre de Control.

Cuando divisé la Torre fue como si a los grilletes y cadenas de terror que arrastraba se les sumara un peso más. El edificio en sí no era muy imponente; le llamaban la Torre simplemente porque sobresalía como un dedo roto por encima de un mar de cabañas de madera de una sola planta, dispuestas en círculos concéntricos. La alambrada electrificada constituía el círculo exterior y servía para proteger al mundo de nosotros, los monstruos. Los dos círculos siguientes los formaban las cabañas de los Verdes. Las de los Azules, los otros dos. Antes de que se los llevaran, los Rojos y los Naranjas vivían en los siguientes círculos. Eran los más próximos a la Torre, puesto que los supervisores querían tenerlos muy controlados. Pero después de que un día un Rojo prendiera fuego a su cabaña, decidieron alejar a los Rojos hacia los extremos y servirse de los Verdes a modo de seguro, por si acaso las verdaderas amenazas intentaban huir a través de la alambrada.

¿Número de intentos de fuga?

Cinco.

¿Número de intentos de fuga terminados con éxito?

Cero.

No conozco ni a un solo Azul o Verde que intentara alguna vez fugarse. Siempre que hubo intentonas desesperadas y patéticas de fuga, las protagonizaron pequeños grupos de Rojos, Naranjas o Amarillos. Y cuando los capturaron, jamás volvimos a verlos.

Aunque eso fue en los primeros tiempos, cuando teníamos más interacción con los chicos y chicas de otros colores, y antes de que nos cambiaran de cabañas. Las cabañas que habían dejado vacías los Rojos, los Naranjas y los Amarillos se convirtieron en las cabañas de los Azules, y los Verdes que iban llegando, el grupo más numeroso, fueron ocupando las antiguas cabañas de los Azules. El campamento creció hasta tal punto que los supervisores decidieron escalonar nuestras actividades, de modo que empezamos a comer según color y sexo, e incluso así, estábamos apretados en las mesas. Llevaba años sin ver de cerca a un chico de mi edad.

No empecé a respirar de nuevo hasta que la Torre quedó a mis espaldas y tuve claro, sin apenas sombra de duda, hacia dónde nos dirigíamos.

«Gracias», me dije, sin dirigir mis pensamientos a nadie en concreto. La sensación de alivio se me alojó en la garganta como un pedrusco.

Unos minutos más tarde llegamos a la Cabaña 27. El soldado me acompañó hasta la puerta y señaló el grifo que había a la izquierda. Asentí y me lavé la cara con agua fría para quitarme los restos de sangre. El soldado esperó en silencio, aunque con impaciencia. Transcurridos unos segundos, noté un tirón en la camiseta que me obligó a incorporarme. Con la otra mano, el soldado de las FEP deslizó la tarjeta de acceso en la cerradura de la puerta.

Ashley, una de las chicas de mi cabaña, abrió la puerta y la sujetó con el hombro para que yo entrara. Me cogió del brazo y dirigió un gesto de asentimiento al soldado de las FEP, que pareció quedar satisfecho. Sin decir palabra, dio media vuelta y se marchó.

—¡Dios mío! —dijo Ashley tirando de mí hacia dentro—. ¿No podían dejarte ingresada otra noche? Oh, no, claro, cuanto antes te mandaran aquí, mejor… ¿es sangre todo eso?

Agité las manos para soltarme, pero Ashley hizo caso omiso y me retiró la melena de la cara. Al principio no comprendí por qué me miraba de aquella manera, con los ojos abiertos de par en par, encendidos. Se mordió el labio inferior.

—La verdad… es que creía que estabas…

Seguíamos aún junto a la puerta, pero me di cuenta de que el frío se había apoderado de la cabaña, un frío que se me pegó a la piel como una capa de gélida seda.

Ashley llevaba demasiado tiempo allí como para venirse abajo, pero me sorprendió verla tan hecha polvo y sin saber qué decir. Ella y algunas chicas más eran las líderes honorarias de nuestro triste y desigual grupo, habiendo sido nominadas principalmente porque habían alcanzado determinados hitos corporales antes que las demás y, gracias a ello, podían explicarnos lo que nos pasaba sin reírse de nosotras.

Le ofrecí una débil sonrisa y me encogí de hombros, muda por completo. Pero no quedó convencida con mis gestos y no me soltó. La cabaña estaba oscura y el ambiente era húmedo, el habitual olor a moho adherido a todas las superficies, pero prefería mil veces aquello al hedor a limpio y estéril de la Enfermería.

—Dime… —Ashley cogió aire—. Dímelo si necesitas algo, ¿entendido?

«¿Y tú qué podrías hacer?», me habría gustado preguntarle. Pero me giré para dirigirme al rincón izquierdo del fondo de la abarrotada cabaña. Los susurros y las miradas me acompañaron el zigzagueante recorrido entre las filas de literas. Las pastillas que llevaba escondidas en el sujetador parecían de fuego.

—… que se había ido —oí que decía alguien.

Vanessa, que dormía en la litera inferior que quedaba a la derecha de la mía, se había encaramado a la litera de Sam. Cuando me acerqué, interrumpieron su conversación y se quedaron mirándome. Los ojos como platos, boquiabiertas.

Verlas juntas seguía poniéndome enferma, incluso después de un año. ¿Cuántos días y cuántas noches habría pasado yo allá arriba con Sam, haciendo caso omiso a los intentos de Vanessa de arrastrarnos a sus conversaciones estúpidas y sin sentido?

El puesto de mejor amiga de Sam llevaba vacante menos de dos horas cuando Vanessa se hizo sigilosamente con él… y no pasaba un solo día en que Vanessa no me lo recordara.

—¿Qué…? —Sam asomó la cabeza por la litera. No parecía maliciosa ni hostil, como solía mostrarse últimamente. Parecía más bien… ¿preocupada? ¿Sentiría curiosidad?—. ¿Qué te ha pasado?

Hice un gesto negativo con la cabeza y sentí una fuerte opresión en el pecho, provocada por todo lo que deseaba decir.

Vanessa soltó una carcajada.

—Bonito, muy bonito. ¿Y te preguntas aún por qué no quiere seguir siendo tu amiga?

—Yo no… —murmuró Sam—. Da lo mismo.

A veces me preguntaba si quedaba todavía alguna parte de Sam que se acordara de mí, o que recordara la persona que fue antes de que yo la destrozara. Me resultaba asombroso haber sido capaz de eliminar todo lo bueno de Sam, o lo que yo más adoraba de ella. Todo había desaparecido con solo tocarla.

Algunas chicas me habían preguntado en su día sobre lo sucedido entre nosotras. En su mayoría, creo, pensaban que Sam se comportaba con gran crueldad conmigo cuando afirmaba que jamás habíamos sido amigas y que nunca lo seríamos. Yo intentaba restarle importancia, pero la verdad es que Sam era la única persona que había hecho soportable mi estancia en Thurmond. Sin ella, aquello no era vida.

No era vida, en absoluto.

Manoseé la bolsita de las pastillas.

La cabaña era marrón, marrón y más marrón. El único color distinto era el blanco de las sábanas, que además se estaba tornando amarillento con los años. No había estanterías con libros, ni pósteres, ni fotografías. Solo nosotras.

Me introduje a gatas en mi litera y me dejé caer de cara sobre las gastadas sábanas. Inspiré para oler los aromas que tan bien conocía —a lejía, sudor y algo que sin duda era tierra— e intenté no escuchar la conversación que se desarrollaba por encima de mi cabeza.

Creo que una parte de mí se había mantenido desesperadamente a la espera de reparar el mal que le había hecho a mi amiga. Pero lo hecho, hecho estaba. Aquello había pasado, mi amiga se había ido y la única culpable era yo. Lo mejor que podía hacer por ella era desaparecer; incluso en el caso de que la doctora Begbie no me hubiese engañado y fuera cierto que pensaban deshacerse de mí, no nos relacionarían. No interrogarían ni castigarían a Sam pensando que podría haberme ayudado a esconderme, como harían a buen seguro si siguiésemos siendo amigas. En Thurmond éramos casi tres mil en total y yo era la última Naranja… quizá la última en todo el mundo. O uno de los dos últimos ejemplares, en el caso de que el chico de la Enfermería fuese como yo. Que descubrieran la verdad era solo cuestión de tiempo.

Yo era peligrosa, y sabía perfectamente bien lo que hacían con los chicos peligrosos.

La rutina del campamento continuó como siempre: todos en cola a la Cantina para cenar, luego a los Lavabos y finalmente de vuelta a las cabañas, para dormir. En el exterior, empezaba a oscurecer y pronto sería noche cerrada.

—Muy bien, gatitas —le oí decir a Ashley—. De aquí a diez minutos nos apagan las luces. ¿A quién le toca?

—A mí… ¿puedo continuar donde lo dejamos? —Rachel estaba en el otro extremo de la cabaña, pero su voz chillona se oía estupendamente.

Me imaginé a Ashley haciendo un gesto de exasperación.

—Sí, Rachel. ¿No es así como lo hacemos siempre?

—De acuerdo… pues bien… resulta que la princesa. Estaba en la torre, y seguía muy triste.

—Chica —la interrumpió Ashley—, o animas un poco la cosa, o paso de tu aburrido culo y saltamos a la siguiente.

—Entendido —chilló Rachel. Me puse de lado e intenté vislumbrarla entre las filas de literas—. La princesa sufría un dolor terrible… mucho, muchísimo dolor…

—Dios mío. —Ese fue el único comentario de Ashley—. ¿Siguiente?

Macey cogió el testigo del relato y lo enlazó como mejor pudo.

—La princesa, encerrada en la torre, no hacía más que pensar en el príncipe.

Me perdí el final de la historia: me pesaban tanto los párpados que me resultaba imposible mantener los ojos abiertos.

«Si hay algo que sin duda echaré de menos de Thurmond», pensé, dejándome arrastrar por el sueño, «es esto». Los momentos de tranquilidad, cuando nos estaba permitido hablar de cosas prohibidas.

Teníamos que encontrar alguna forma de entretenernos, puesto que no teníamos más historias —ni sueños, ni futuro— que las que nosotras mismas nos inventábamos.

Me tragué las pastillas de una en una, con el sabor del caldo de pollo presente todavía en la lengua.

Habían apagado las luces de la cabaña hacía tres horas y Sam llevaba dos roncando. Abrí la bolsita y dejé caer las pastillas en el hueco de la mano. Guardé de nuevo la bolsita en el sujetador y me introduje la primera pastilla en la boca. Estaba caliente después de haber permanecido tanto tiempo en contacto con mi cuerpo, lo que no facilitó la labor de engullirla. Decidí ir a por la segunda antes de que me abandonara el valor y, con una mueca, conseguí deslizarla garganta abajo.

Y entonces, esperé.