Horas más tarde, cuando los tres volvimos a ponernos en marcha, tuve por fin la oportunidad de explicarle todo lo que nos había pasado la noche anterior.
—Fue una suerte que Chubs te encontrara —dijo Liam, moviendo la cabeza con preocupación—. Conocías a Clancy mejor que cualquiera de nosotros, y con todo y con eso decidiste ir a verle.
—Creía sinceramente que podría controlarlo —dije, apoyando la cabeza en la fría ventanilla—. Soy una idiota.
—Sí, lo eres —coincidió Chubs—. Pero eres nuestra idiota, así que la próxima vez ya puedes ir andándote con más cuidado. Y eso va por los dos.
—Lo suscribimos conjuntamente —dijo Liam, enlazando su mano con la mía por encima del reposabrazos.
Habíamos encontrado un coche abandonado en una carretera secundaria, a escasos kilómetros al oeste de East River, y lo habíamos cogido porque tenía aún un cuarto de depósito de combustible. Pero aquel coche no tenía nada que ver con Betty. Las piernas larguiruchas de Chubs se clavaban en el respaldo de mi asiento y el coche olía a comida china. Pero funcionaba. En poco rato lo sentiríamos como nuestro.
—Allí hay otra —dijo Chubs, señalando mediante unos golpecitos en la ventanilla.
Abrí los ojos, estiré el cuello hacia atrás y vi de refilón el poste blanco. Tenía en lo alto una caja blanca, y sobre ella una pequeña antena. Cámaras, por todas partes.
—Tal vez deberíamos abandonar la autopista —sugirió Liam.
—¡No! —exclamó Chubs—. Desde que nos hemos incorporado a la 64 solo hemos visto dos coches, y si salimos de la autopista necesitaremos el doble de tiempo para llegar a Annandale. De todas formas, estarán buscando a Betty, no este coche.
Liam y yo intercambiamos una mirada.
—Cuéntame otra vez lo que decía el mensaje de tu madre —dije.
—Decía que hiciese una reserva en el restaurante de mi tía y que los esperásemos en la cocina —explicó Chubs—. La hice desde East River, de modo que podríamos llegar allí esta misma noche. Mi tía nos dará incluso de comer.
—Pues entonces te dejamos a ti primero —dijo Liam.
—No —protestó Chubs—. Quiero entregar la carta de Jack.
—Chubs…
—No me vengas con Chubs —espetó—. Le debo mucho a Jack. Quiero hacerlo.
La dirección del padre de Jack era un motel de la cadena Days Inn, alejada de las barriadas de viviendas unifamiliares de Annandale. Liam creía que había sido reconvertido en un complejo temporal para albergar a los obreros que trabajaban en la reconstrucción de Washington, D. C., pero no hubo manera de comprobar su teoría hasta que un desvencijado autobús estacionó a nuestro lado en el aparcamiento y descargó una docena de hombres cubiertos de polvo y cargados con chalecos fluorescentes y cascos de obra.
—Habitación ciento tres —dijo Liam, inclinándose sobre el volante. Entrecerró los ojos para aguzar la vista—. El de la camiseta roja. Sí, es él… Jack se le parecía mucho.
Era un hombre bajito y robusto, con bigote canoso y nariz grande.
Chubs alargó el brazo entre los asientos delanteros y me arrancó de la mano la arrugada carta.
—Tranquilo, Turbo —dijo Liam, poniendo los seguros del coche—. Ni siquiera hemos comprobado que no estén vigilándolo.
—Llevamos casi una hora aquí… ¿ves acaso a alguien? Los otros coches estacionados en el aparcamiento están vacíos. Hemos tratado de pasar desapercibidos, como tú querías, y ha funcionado.
Decidió abrir manualmente la puerta. Liam lo miró un instante, y acabó cediendo.
—De acuerdo, pero ve con cuidado, ¿me lo prometes?
Chubs abandonó el coche y correteó por el aparcamiento, mirando constantemente a lado y lado, asegurándose de que no había nadie vigilando la habitación 103. Miró por encima del hombro como queriendo decir: «Lo que os dije».
—Perfecto —dijo Liam—. Realmente perfecto.
Le acaricié el hombro.
—Sabes que lo echarás de menos.
—Es de locos, ¿verdad? —dijo—. ¿Qué voy a hacer sin que Chubs me diga lo peligroso que es abrir una lata de comida de manera incorrecta?
Liam esperó a que Chubs hubiera levantado la mano y llamado a la puerta antes de desabrocharse el cinturón de seguridad para inclinarse hacia mí y darme un besito.
—¿Y eso a qué viene? —dije, riendo.
—Es para mantener tu cerebro en forma —dijo—. Una vez lo hayamos dejado en su casa, tenemos que pensar cómo localizar a Zu y a los demás antes de que lo hagan los de las FEP.
—¿Y sí…?
La puerta de la habitación 103 se abrió una rendija y apareció la cara del señor Fields, con una expresión cansada y recelosa. Chubs sacó la arrugada carta y se la entregó. Me habría gustado que Chubs se hubiera colocado en otro ángulo para intentar discernir qué decía el padre de Jack. Vi, de todos modos, que el hombre se ponía repentinamente colorado, de un color tan subido que igualaba casi el tono de su camiseta. Gritó, lo bastante fuerte como para que el ocupante de la habitación contigua abriera la cortina para ver qué pasaba.
—Mal asunto —dijo Liam, abriendo la puerta—. Sabía que tendría que haber ensayado antes conmigo.
El hombre le cerró la puerta a Chubs en las narices y, acto seguido, la abrió por completo. Vi un destello plateado, vi que Chubs levantaba las manos y daba un paso hacia atrás.
El disparo rasgó el silencio del crepúsculo y cuando grité, Chubs estaba ya en el suelo.
Corrimos hacia él, gritando. Los residentes del complejo habían salido ya a ver qué pasaba; eran hombres en su mayoría, algunas mujeres. Sus caras eran como monstruosos borrones.
El padre de Jack nos apuntó temblorosamente, pero Liam lo empujó de nuevo hacia la habitación y cerró la puerta con llave con un simple gesto. Me deslicé en el asfalto hasta quedar de rodillas al lado de Chubs.
Tenía los ojos abiertos, me miraba, pestañeaba. Estaba vivo.
Estaba intentando decirme algo, pero los gritos procedentes de la habitación 103 me impedían oírlo.
—¡Jodidos monstruos! ¡Largaos de aquí, malditos monstruos!
Justo debajo del hombro derecho de Chubs apareció una mancha roja que empezó a extenderse por la camiseta en forma de centenares de luminosos dedos. Me sentía incapaz de hacer nada. Aquello no parecía real. Liam había cogido la pistola del hombre y apuntaba hacia las habitaciones 104 y 105. Aquello no era real.
—Tranquilo —dijo alguien a nuestras espaldas.
Liam se giró en redondo, con el dedo en el gatillo y el rostro impasible. El hombre levantó las manos, en una de las cuales sostenía un teléfono.
—Solo estoy llamando a urgencias, tranquilo; pediremos una ambulancia.
—No le dejes llamar —dijo Chubs, con la respiración entrecortada—. No dejes que se me lleven. Necesito volver a casa.
Liam miró hacia atrás por encima del hombro.
—Cógelo por las piernas, Ruby.
—No lo muevas —dijo el hombre desde la 104—. ¡No podéis moverlo!
El padre de Jack reapareció detrás de nosotros, pero el hombre del teléfono lo empujó de nuevo hacia su habitación y cerró la puerta.
—Cógelo —dijo Liam, guardando el arma en la cintura de los vaqueros.
Pasé los brazos por debajo de los de Chubs y lo arrastré igual que él me había arrastrado a mí el otro día. Uno de los hombres dio un paso al frente… tal vez para detenernos, tal vez para ayudarnos.
—¡No lo toques! —grité.
Los hombres retrocedieron, aunque solo un poco. Chubs se llevó la mano a la herida, con los ojos abiertos de par en par y sin parpadear. Liam lo cogió por las piernas y juntos cargamos con él. Los hombres gritaban, diciéndonos que la ambulancia llegaría en cualquier momento. La ambulancia… y los de las FEP. Los soldados no harían nada para salvarlo, ni mucho menos. Les encantaría ver muerto a otro chico monstruo.
—No dejéis que se me lleven —dijo esforzadamente Chubs—. Mantén mis piernas por debajo de la altura del pecho, Lee, no las levantes tanto, cuando hay heridas en la zona del pecho no debe hacerse, dificulta la respiración…
No fue su balbuceo lo que encendió la alarma en mi corazón, sino el interminable torrente de sangre que manaba de entre sus manos. Chubs estaba temblando, pero no lloraba.
—No dejéis que se me lleven…
Me monté en el asiento trasero y tiré de Chubs. Su sangre caliente me empapaba ya la parte delantera de la camiseta.
—Mantén… la presión sobre la herida —me dijo Chubs—. Más fuerte… Ruby, más fuerte. Intentaré… retenerla con…
Sus facultades, imaginé. Me dio la impresión de que la hemorragia aminoraba, ¿pero cuánto tiempo podría aguantar? Uní mis manos a las suyas, pero temblaba tanto que pensé que tal vez estaba haciéndole más mal que bien.
—Dios —dije—, Dios mío, no cierres los ojos… háblame. Sigue hablándome, ¡dime qué tengo que hacer!
Las ruedas del coche rechinaron al abandonar el aparcamiento. Liam pisó el acelerador con todas sus fuerzas y aporreó el volante.
—¡Mierda, mierda, mierda!
—Llevadme a mi casa —suplicó Chubs—. Ruby, haz que me lleve a casa.
—Allá es donde vamos… te pondrás bien —le dije, inclinándome sobre él para que pudiera verme los ojos.
—Mi padre…
—No… Lee, ¡hospital!
Yo ya ni formaba frases, tampoco Chubs. Emitía ahora un sonido como si estuviese chasqueando la lengua.
Cuando llegaron las visiones, lo hicieron bañadas con el mismo rojo luminoso de su sangre. Un hombre sentado en un voluminoso sillón, leyendo. Una mujer muy guapa al otro lado de una mesa de la cocina. Una labor de punto de cruz, una señal que indicaba el departamento de Urgencias. Los extremos oscuros de las visiones empezaban a rizarse. Alguien había sacado un cuchillo para clavármelo en el cerebro.
—Alexandria está a media hora de aquí —gritó Liam, mirando por encima del hombro—. ¡No pienso llevarte hasta allí!
—Hospital Fairfax —suspiró Chubs—. Mi padre… diles que localicen a mi padre por el busca…
—¿Dónde está? —preguntó Liam.
Me miró, pero yo tampoco tenía ni idea. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que tardáramos tanto en llegar que Chubs acabara desangrándose por el camino. Que se muriera allí mismo, en mi regazo. Después de todo lo que habíamos pasado.
Liam dio un volantazo tan brusco que tuve que agarrarme con fuerza al asiento, y agarrar también a Chubs, para no salir ambos proyectados hacia delante. Me mordí la lengua para no volver a gritar.
—Síguele hablando —dijo Liam—. Chubs… ¡Charles!
No sé cuándo ni dónde había perdido las gafas. Tenía los ojos sanguinolentos y me miraba fijamente. Intenté mantener la mirada el máximo tiempo posible, pero vi entonces que intentaba darme algo. Chubs levantó la mano de su ensangrentada camiseta.
Era la carta de Jack. Los bordes estaban empapados de sangre húmeda y pegajosa, pero estaba abierta. A la espera de ser leída.
La caligrafía era pequeña y compacta. Las letras estaban envueltas por un halo fantasmagórico como consecuencia del interminable rato que habíamos pasado sumergidos en el lago, y algunas de ellas incluso habían desaparecido por completo.
Querido papá:
Cuando aquella mañana me enviaste al colegio, creía que me querías. Pero ahora entiendo lo que eres. Me llamaste monstruo y bicho raro. Pero fuiste tú quien me crió.
—Dile que lea… —Chubs se pasó la lengua por los labios. Tuve que agacharme para poder oír su voz—. Dile a Lee que lea mi carta. Lo que escribí… era para él.
—Charles —dije.
—Prométemelo…
Tenía algo atorado en la garganta que le impedía hablar. Asentí. Asomó entre nuestras manos unidas un borbotón de sangre y la hemorragia aumentó de nuevo su intensidad.
—¿Dónde está? —gritó Liam—. ¿Dónde está el hospital, Chubs? Tienes que… ¡tienes que decirme dónde está!
El coche empezó a temblar, luego a gruñir, parecía más un animal que una máquina. Liam se metió sin querer en un bache que lanzó por los aires el capó y una nube de humo gris azulado empezó a salir del motor. Avanzamos cinco, diez metros más, y el coche se detuvo por completo.
Levanté la vista y me encontré con la mirada de Liam.
—Puedo repararlo —juró Liam, con voz quebrada—. Puedo repararlo… tú… tú… sigue hablándole, ¿entendido? Lo repararé. Podré hacerlo.
No cerré los ojos hasta que oí el portazo. Chubs estaba tan quieto y tan pálido, que por mucho que lo zarandeara o gritara me parecía imposible poder sacarlo de aquel estado. Tenía las manos empapadas en sangre, cuyo rojo intenso contrastaba con el cielo encapotado, y pensé en lo que había dicho la noche que Zu se había marchado. «Se acabó. Se ha acabado todo».
Y así era. Eso era precisamente lo que me transmitía aquella sensación artificial de calma que se había apoderado de mí. Llevaba todo aquel tiempo luchando. Había estado luchando desde el momento en que había dejado atrás Thurmond, luchando contra las limitaciones que todo el mundo había querido imponerme, pataleando y dando zarpazos contra lo inevitable. Pero estaba cansada. Muy cansada. Me resultaba imposible negar lo que una parte de mí sabía desde el instante en que los soldados de las FEP habían hecho desaparecer mi mundo. Lo que una parte de mí había sabido todo aquel tiempo.
¿Qué era aquello que solía decirnos la señorita Finch? ¿Que las segundas oportunidades no existían, que nadie regresaba a la vida? Que cuando alguien se marchaba, se iba para siempre. Que las flores muertas no florecían, que no crecían. Por lo tanto, cuando Chubs muriera, ya no volvería a sonreír, ya no volvería a pronunciar sus habituales divagaciones, ya no haría pucheros, ya no reiría… que Chubs muriese era inimaginable.
Hurgué en el interior del bolsillo de la chaqueta de Liam y pulsé el botón del pánico. Transcurrieron veinte segundos, cada uno más largo que el anterior. El botón emitió una pequeña vibración, una señal de recepción de mi llamada y lo solté.
En el exterior, Liam aporreaba metal contra metal, más enojado y más impotente a cada segundo que pasaba. Me habría gustado llamarlo para que volviera con nosotros, para que estuviera al lado de Chubs, porque estaba segura de que todo había acabado. Estaba segura de que Chubs acabaría muriendo en mis brazos, menos de veinticuatro horas después de haberme salvado la vida. Y no podía hacer nada por él, excepto tenerlo en mis brazos.
—No te mueras —susurré—. No puedes morirte. Tienes que estudiar cálculo, ver partidos de fútbol, acudir al baile de final de curso y matricularte en la universidad, y no puedes morir, de ninguna manera. No puedes… no puedes…
Me distancié por completo de la realidad. El entumecimiento se apoderó de mi cuerpo. Apenas era consciente de los gritos de Liam fuera del coche. Abracé con más fuerza a Chubs. Oí pisadas en el asfalto; pero solo olía a humo y a sangre. Y lo único que escuchaba era el latido de mi corazón.
Y entonces fue cuando se abrió la puerta trasera del lado opuesto al que ocupaba yo y apareció el rostro de Cate.
Y entonces fue cuando rompí a llorar, a llorar de verdad.
—Oh, Ruby —dijo, angustiada—. Ruby.
—Ayúdale, por favor —sollocé—. ¡Por favor!
Aparecieron dos pares de manos dispuestas a sacarme del coche. Yo seguía abrazando a Chubs y me resultaba imposible moverme. Había muchísima sangre. Pataleé y di cabezazos contra quien quiera que estuviera intentando separarnos.
—Ruby, cariño —dijo Cate, sentada de repente a mi lado—. Ruby, ahora tienes que soltarlo.
Había cometido un error. Aquello era un error. No tendría que haberlos llamado. Me envolvía un sonido terrible, y no fue hasta que vi a Liam, hasta que tiró de mí cogiéndome por los hombros, cuando me di cuenta de que llevaba todo aquel rato gritando.
Tres vehículos rodeaban nuestro inútil y humeante trasto. Tres todoterrenos.
—Si lo ayudáis, iremos con vosotros —oí que Liam le decía a Cate—. Iremos con vosotros. Haremos todo lo que queráis.
—¡No! —grité—. ¡No!
Liam me sujetaba, pero me di cuenta de que le temblaban los brazos. Cargaron la figura inmóvil de Chubs en la parte trasera de uno de los todoterrenos y en cuanto cerraron la puerta, el coche arrancó y se incorporó a la autopista. Notaba aún el calor de la sangre de Chubs en mi piel, enfriándose a cada segundo que pasaba, y la sensación me provocó un fuerte estremecimiento.
—Por favor —dijo Liam, con voz quebrada—. Intenta calmarte. Tienes que tranquilizarte. Estoy contigo. Estoy aquí.
Noté un pinchazo en la nuca; una sensación que desapareció en un instante, más veloz que una inspiración para coger aire. Los músculos se me relajaron al instante. Noté que caminaba arrastrándome, con las piernas entumecidas, y que la imagen de un todoterreno blanco se iba desenfocando. «¿Lee?», quise decir, pero me pesaba la lengua. Alguien me cubrió la cara con una capucha oscura, y noté que me levantaban… que volaba por los aires, que alguien me levantaba igual que lo hacía mi padre cuando era pequeña. Cuando creía que de mayor sería capaz de volar.
Y luego llegó la oscuridad de verdad.