Tenía las piernas medio congeladas cuando por fin nos armamos del valor necesario para salir de allí. Reinaba el silencio desde hacía un buen rato, desde que el sol empezara a caldear el cielo. Los helicópteros habían sido los primeros en desaparecer, luego lo había hecho el sonido de los disparos. Entre los dos, solo se oía nuestra respiración y los amedrentados susurros para preguntarnos qué habría sido de todos los demás… qué habría sido de Liam.
—No lo sé —dijo Chubs—. Nos separamos. Podría estar en cualquier lado.
Ya hacía dos horas que me habría gustado haber salido del agua, pero durante todo aquel tiempo no habíamos dejado de oír el sonido de árboles que caían al suelo y los espantosos vestigios de la terrible tormenta de fuego.
Estaba tan entumecida que subir al embarcadero me costó el triple de lo que me habría costado en condiciones normales. Chubs se derrumbó a mi lado. No podíamos dejar de temblar cada vez que un golpe de viento azotaba nuestras prendas mojadas. Reptamos hasta el camino, pegándonos al suelo hasta que estuvimos completamente seguros de que éramos los últimos que quedábamos por allí.
La mayoría de las cabañas habían desaparecido y no quedaba de ellas más que madera chamuscada y piedra. Algunas se mantenían todavía en pie, calcinadas y vacías, o desprovistas de tejado. Las cenizas nos envolvían como copos de nieve, se nos adherían al pelo y se nos pegaban a la ropa húmeda.
—Deberíamos ir a la Oficina —dije—. Entrar. Podemos recoger provisiones y luego salir en busca de Lee.
Chubs aminoró el paso y por vez primera vi que tenía los ojos enrojecidos.
—Ruby…
—No lo digas —le advertí, empleando un tono cortante. Era una alternativa inexistente—. No.
No quería pensar en Lee. No quería pensar en Zu ni en los demás niños que habían abandonado para siempre el campamento. Teníamos que seguir avanzando. Si ahora me detenía, sabía que jamás sería capaz de volver a empezar.
Las habitaciones de la parte delantera estaban vacías. Las cajas y los barreños habían desaparecido. Antes de entrar en el almacén, obligué a Chubs a ponerse detrás de mí. También estaba vacío.
—A lo mejor lo han capturado —dijo Chubs, rascándose la cabeza.
Hice una mueca.
—¿Alguna vez hemos tenido tanta suerte como eso?
Arriba, la zona del dormitorio estaba intacta. Antes de marcharse, Clancy había hecho la cama, había recogido las montañas de papeles y cajas e, incluso, había quitado el polvo. Abrí la cortina para unir las dos mitades de la habitación mientras Chubs toqueteaba el televisor, jugando con el botón de apagado y encendido.
—Han cortado la electricidad —dijo—. ¿Qué te apuestas a que también han cortado el agua?
Me dejé caer en la silla de Clancy y aplasté la cara contra la madera oscura de la mesa. Chubs intentó quitarme la chaqueta mojada de Liam, pero no se lo permití.
—Gracias por haber venido a por mí —dije, cerrando los ojos.
—Eres una tonta —dijo Chubs cariñosamente. Me dio unos golpecitos en la espalda—. No paras de meterte en problemas.
Viendo que no me movía, noté su mano en el hombro.
—¿Ruby?
—¿Por qué lo haría? —susurré. Todo en aquella habitación me recordaba a Clancy, desde el olor hasta su manía de organizar los libros por colores en las estanterías—. Los arrojó a los lobos…
Chubs se agachó a mi lado y las rodillas le crujieron como las de un viejo. Seguía con la mano apoyada en mi brazo, pero me di cuenta de que no sabía cómo expresar lo que quería decir a continuación.
—Dios me libre de querer intentar desentrañar esa mente infernal —dijo con cautela—. Pero creo que simplemente le gustaba controlarlo todo. Manipular a la gente le hacía sentirse poderoso porque sabe que lejos de este lugar es tan vulnerable como cualquiera de nosotros. Hay gente así, ¿sabes? Las mentes más poderosas suelen esconderse detrás de los rostros más improbables. Representaba bien el papel de líder, pero no era… no era como Lee, ni como Jack. No quería ayudar a los niños porque creyera que todos se merecían sentirse fuertes y protegidos. Clancy solo pensaba en él. Jamás habría salido en defensa de otra persona, del mismo modo que… jamás habría recibido una bala que fuese dirigida a otro.
Levanté la cabeza cuando le oí decir eso.
—Tenía entendido que Jack había recibido el disparo cuando se daba a la fuga.
Chubs negó con la cabeza.
—Jack recibió el disparo para protegerme, y me protegía porque… —Respiró hondo—. Porque pensaba que yo era incapaz de protegerme a mí mismo. No me había dado cuenta hasta ahora de las muchas cosas que Jack me enseñó.
—Lo siento mucho —dije. Las lágrimas luchaban por asomar en mis ojos—. Por todo.
—Yo también lo siento —dijo al cabo de un buen rato, y no fue necesario que me girara para saber que también estaba llorando.
El ordenador portátil estaba guardado en el cajón superior del escritorio y tenía una nota de color amarillo chillón pegada en la tapa.
Ruby,
Antes te he mentido. Habría corrido.
C. G.
—¡Chubs! —grité, haciéndole gestos con la mano para que se acercara. El carillón del encendido resultó curiosamente dulce. Campanillas.
—¿Lo ha dejado aquí? —preguntó Chubs, tamborileando con los dedos sobre el escritorio—. ¿Sigue ahí la tarjeta inalámbrica?
Estaba allí, pero Clancy se había encargado de dejar el ordenador completamente limpio de información. Solo quedaba el icono de Internet, ocupando el centro de la pantalla.
—¿Por qué marcará quince el reloj de la esquina? —preguntó Chubs, tomando asiento.
Me incliné para ver qué señalaba. La vida útil de la batería. Disponíamos tan solo de quince minutos.
—Es un cabrón —dije furiosa.
Chubs movió la cabeza con preocupación.
—Siempre es mejor que nada. Mientras funcione la conexión, podemos intentar averiguar el modo de salir de aquí. Podemos incluso buscar la nueva dirección del padre de Jack.
—Y enviar un mensaje a tus padres —dije, mientras me invadía una frágil oleada de felicidad.
—Está bien, me gustaría utilizar estos… catorce minutos para localizar al padre de Jack —dijo—. Incluso igual podría llamarle, si es que este ordenador dispone de micrófono.
No se atrevía a llamar a sus padres.
—En serio —dije—. Te llevará dos segundos enviar el mensaje. ¿Lo recuerdas?
—Lo suficiente para que dé resultado —dijo.
Deambulé por la habitación lánguidamente, escuchándole teclear, impregnándome del olor a podrido de la estancia. Los pies me guiaron hacia la cama de Clancy, donde me detuve finalmente; la rabia que sentía hacia él superaba incluso la ansiedad que me embargaba.
La ventana estaba cubierta de hollín y protestó amargamente cuando intenté abrirla. Mereció la pena la pelea por la ráfaga de aire fresco que entró cuando por fin lo logré; me incliné hacia delante y apoyé los brazos en el alféizar. El campamento se extendía ante mí en forma de montañas de cenizas y tierra chamuscada, pero era muy fácil imaginarse dónde hacía apenas unas horas los niños formaban corrillos, dónde hacían cola para obtener la comida. Cerré los ojos y oí las risas y la radio, saboreé el picante del chile y olí el humo de la hoguera. Vi a Liam abajo, inclinando la cabeza para charlar con unos chicos, mientras la luz de la hoguera transformaba su pelo en oro puro.
Y cuando abrí los ojos, ya no solo me lo imaginé.
Salí corriendo de la habitación, ignorando los gritos de Chubs. Bajé a toda velocidad las escaleras, intentando saltar un montón de ellas a la vez, crucé volando el vestíbulo y salí por una puerta que apenas si se sujetaba en su marco.
Estaba en el camino que conducía a las cabañas, luchando por abrirse paso entre el laberinto de árboles caídos y edificios chamuscados. Su magullada cara era la imagen del dolor y del miedo, mientras avanzaba cojeando entre el caos.
—¡Lee!
La palabra emergió de mí como una explosión. Soltó la madera chamuscada que llevaba en la mano y saltó como pudo por encima de un árbol para avanzar ciegamente entre hojas y ramas. Me vio. Creía lo que veía y, al mismo tiempo, no quería creerlo.
—¡Oh, Dios mío!
Lo abracé con tanta fuerza que a punto estuvimos los dos de caer al suelo.
—Gracias —susurraba—, gracias, gracias…
Y empezó a besarme la cara, hasta el último centímetro de mi rostro que fue capaz de cubrir, limpiándome las lágrimas y el hollín, entonando mi nombre.
Liam no era el único que había conseguido huir, pero si el único que había decidido regresar.
Revivió los acontecimientos de la noche sentado con nosotros en la oficina de Clancy, mientras comíamos lo poco que quedaba en la despensa. Chubs tenía el ordenador a su lado: comprobaba cada pocos minutos si recibía un mensaje de sus padres o verificaba una y otra vez la dirección que había encontrado del padre de Jack.
La contienda se había iniciado de un modo tan sorprendente, que los chicos del equipo de Vigilancia no habían tenido ni tiempo de llegar corriendo desde las puertas exteriores hasta las cabañas para defenderlas. Los que no estaban de guardia habían irrumpido en nuestra cabaña para obligarlo a salir de allí —«para llevarme a cuestas, más específicamente», dijo Liam con amargura— y juntos habían huido por uno de los senderos secundarios secretos, construidos para ese fin. Habían seguido andando hasta la mañana, sin parar hasta llegar al tramo de autopista donde en su día nos habían encontrado.
—Seríamos una veintena como mucho —dijo, cogiéndome la mano—. Todos en mal estado. Liv y Mike encontraron un coche que funcionaba y amontonaron en la parte trasera a los que habían salido peor parados con la idea de llevarlos a un hospital, pero…
—¿Y el resto? —pregunté.
—Se dividieron.
Liam se frotó los ojos e hizo una mueca de dolor. Tenía la zona aún muy sensible, los ojos morados.
—¿Y tú por qué no? —preguntó Chubs—. ¿A quién demonios se le ocurre volver aquí sabiendo que todavía podía haber un retén de soldados de las FEP?
Liam se limitó a resoplar.
—¿Crees que tenía ganas de ir con ellos sabiendo que existía una mínima posibilidad de que los dos siguierais aún aquí?
No disponíamos de tiempo que perder; conocíamos lo bastante bien a las FEP como para saber que podían regresar para verificar si había quedado algún superviviente. Los chicos se pusieron a trabajar de inmediato en el armario de suministros con la intención de reunir el máximo de comida que pudiéramos transportar. Por mucho que yo también intentara ser de alguna utilidad, mi atención seguía fija en la planta de arriba, en la mesa de Clancy.
Cedí por fin a mi malestar y, mientras estaban enzarzados en una discusión sobre las latas de comida, aproveché para volver a subir. Palpé el bolsillo interior de la chaqueta de Liam para asegurarme de que las todavía húmedas cartas de Jack y de Chubs seguían allí.
Al ordenador le quedaban dos minutos de batería. El icono parpadeaba alertando de que la batería estaba agotándose. La pantalla empezó a perder intensidad y las luces del teclado se apagaron. Tecleé a la mayor velocidad posible para buscar en las Páginas Blancas el nombre de Ruby Ann Daly, Virginia Beach.
Sin resultados.
Volví a intentarlo, solo con el nombre. Apareció un listado, pero era de Salem. Llevaba casi una década sin vivir allí, pero reconocí la dirección de mis padres nada más verla.
Un minuto y quince segundos. Busqué en el historial de páginas web visitadas la página que había mencionado Chubs, la que te permitía realizar llamadas, y tecleé el número de teléfono. Perdí casi dos segundos en cada tono.
Supongo que más que hablar con ella, lo que quería era oír su voz. Volver con ella se había vuelto inviable. Tenía cosas más importantes de qué ocuparme. Pero necesitaba saber que seguía ahí, que había una persona en el mundo que todavía se acordaba de mí.
Descolgó. El corazón me subió a la garganta y cerré los puños con fuerza.
La voz de mi madre.
«Hola, has contactado con la casa de Jacob, Susan y Ruby Daly…».
No sé por qué razón rompí a llorar. Tal vez porque estaba agotada. Tal vez porque estaba harta de lo duro que estaba siendo todo. Me sentía dichosa por saber que estaban los tres juntos, por saber que mi madre y mi padre habían reconstruido la familia y sustituido a una Ruby por otra. En los últimos días me había dado cuenta de lo importante que era cuidar los unos de los otros y permanecer unidos. Y ellos cuidaban los unos de los otros. Bien.
Bien.
Pero eso no significaba que no pudiera cerrar los ojos y fingir, aunque fuera por unos minutos, que yo era la Ruby que seguía viviendo en Millwood Drive.