Chubs regresó un cuarto de hora después de que Liam se sumiera en un inquieto sueño. Se agitó de nuevo cuando empezamos a limpiarle los cortes y las magulladuras de la cara y buscó a tientas mi mano cuando tuvo el primer contacto con el escozor del desinfectante. Cuando noté que por fin relajaba la mano y vi que cerraba de nuevo los párpados, solté el aire que había estado conteniendo todo aquel rato.
—Vivirá —dijo Chubs al ver la cara que yo ponía. Guardó en mi mochila los medicamentos y el material que le había sobrado—. Por la mañana tendrá un dolor de cabeza de mil demonios, pero vivirá.
Nos turnamos para dormir, o para fingir que dormíamos. La ansiedad y la energía no consumida me palpitaban en el cuerpo y oía a Chubs murmurar para sus adentros, como si estuviese repasando los acontecimientos de la noche.
Y luego se oyeron unos pasos en la escalera de hormigón por la que se accedía a la cabaña, y dejamos de fingir.
—Lizzie… —oí que decía uno de los chicos que vigilaban la puerta—. ¿Vas a…?
Los empujó para pasar y abrió la puerta con tanta fuerza que rebotó contra la pared de atrás. Liam se despertó sobresaltado, más confuso y desorientado que antes.
—¡Ruby! —Lizzie me miró con cara demacrada. El pelo se le había enganchado en la docena de piercings que llevaba, pero fueron sus manos manchadas de sangre lo que me dejó helada.
—Es Clancy —dijo jadeando, mientras me agarraba por los brazos—. Se acaba… se acaba de caer y tiembla como un loco, y está sangrando. No sabía qué hacer, pero él me ha dicho que viniese a buscarte, porque tú entenderías qué pasaba… Ruby, por favor, por favor, ayúdame.
Le miré las manos, la sangre fresca.
—Es una trampa —gimoteó Liam desde el futón—. Ruby, no te atrevas…
—Si de verdad está mal, soy yo quien debería ir —le dijo Chubs a Lizzie.
—¡Ruby! —exclamó Lizzie, como si no pudiera creer que yo no hiciese el más mínimo movimiento—. Había mucha sangre… Ruby, por favor, por favor, ¡tienes que ayudarlo!
¿Creería Clancy de verdad que era una imbécil? ¿O pensaría que su influencia llegaba tan lejos que… que incluso sería capaz de olvidar lo que le había hecho a Liam para acudir corriendo a su lado? Negué con la cabeza, mientras la rabia se iba apoderando de mí. Demasiado inmadura y demasiado débil y cobarde como para saber utilizar mis facultades, ¿no era eso lo que dijo que era?
Pues ya lo veríamos.
Liam se incorporó hasta conseguir sentarse.
—Ya lo conoces —estaba diciendo—, no lo hagas, no lo hagas…
—Enséñame dónde está —dije, aun a pesar de las protestas de Chubs. Me giré para dirigirme a él—. Tú quédate aquí con Liam, ¿entendido? —«Tienes que vigilarlo porque yo no puedo»—. Ya me encargaré yo de todo.
Yo los sacaría de aquí. No Mike, no por un golpe de suerte… yo sería la que conseguiría que saliéramos los tres de aquí: ver la cara de Clancy flojear bajo mi influencia merecería el esfuerzo de tener que adentrarme en su cerebro. ¿Acaso no me había enseñado todo lo necesario para hacerlo?
—Ruby… —oí que decía Liam, pero cogí a Lizzie por el brazo y la conduje hacia fuera. Pasamos por delante de chicos que nos observaron con mirada confusa, por delante de las cabañas. En el exterior, la temperatura se había desplomado casi siete grados.
Lizzie no podía parar de llorar.
—Está en el Almacén… estábamos hablando… sobre…
—No pasa nada —le dije, poniéndole con torpeza una mano en la espalda.
Atravesamos corriendo el huerto y subimos a la oficina por la escalera de la parte de atrás. Lizzie no acertaba a meter la llave en el agujero de la cerradura y se le atascó. Tuve que abrir la puerta de un puntapié; Lizzie era incapaz de hacer otra cosa que no fuera entrar corriendo. El vestíbulo y la cocina estaban vacíos. El edificio olía a ajo y salsa de tomate. Supuse que la gente estaría fuera preparando las mesas para la cena.
Allí solo estaba Clancy, de pie en medio del almacén, apoyado en una estantería llena de paquetes de macarrones.
Lizzie corrió hacia la esquina derecha de la habitación y se arrodilló. Palpó el suelo, pero sus manos temblorosas solo tocaron aire.
—¡Clancy! —gritó—. ¿Clancy, puedes oírme? Ha venido Ruby… ¡Ruby, ven aquí!
El estómago me dio un violento vuelco y me sorprendió sentirme tan triste al ver mis peores sospechas confirmadas.
«¿Por qué tiene que ser así?», pensé, mirándolo. «¿Por qué?».
—Has venido, has venido de verdad —dijo Clancy con un tono de voz monótono, como si estuviese recitando un guion—. Gracias, Ruby. Aprecio mucho tu ayuda en momentos de necesidad.
—¿Qué haces ahí sin moverte? —gimoteó Lizzie—. ¡Ayúdalo!
—Estás enfermo —dije, moviendo la cabeza de un lado a otro. Clancy empezó a caminar hacia mí, pero yo me desplacé hacia el lado opuesto de la estancia, hacia el lugar donde Lizzie seguía con la cara pegada al suelo—. Déjala en paz, ya he venido. No tienes motivos para continuar torturándola.
—No estoy torturándola —dijo Clancy—. Juego, simplemente. —Y entonces, como para ratificar lo que acababa de decir, rugió—: ¡Liz, cierra ya el pico!
Se quedó boquiabierta. Un hilillo de sangre le caía del lugar donde se había mordido el labio. Le cogí las manos y les di la vuelta. La sangre era de ella, de dos cortes limpios en las palmas.
—¿Qué pretendes? —pregunté, girándome en redondo—. ¡Te lo he contado todo, y lo que no te he contado, lo sabes después de haberte infiltrado en mi cerebro!
Solo entonces me fijé en cómo iba vestido Clancy. Pantalón negro precioso, impecablemente planchado, camisa blanca sin una mota de polvo encima y corbata roja, que le caía sobre el vientre exactamente igual que la sangre que le goteaba a Lizzie de la barbilla.
—Solo pretendo entretenerte un rato —dijo—, luego nos iremos.
—¿Y adónde exactamente nos iremos? —Clavé los ojos en la estantería que tenía detrás, llena de cucharas de acero inoxidable y cuencos.
—Donde tú quieras —dijo—. ¿No es eso lo que prometió el Azul?
Intenté mantener la calma, pero su forma de escupir aquella palabra —Azul— zarandeó mis ya frágiles nervios. No sé si Lizzie intuyó mi brusco cambio de humor, pero Clancy sí. Sonreía, con aquella sonrisa perfecta marca Gray, la que me había seguido sin cesar por los terrenos de Thurmond.
«Bien», me dije, «que crea que me siento impotente. Que crea que no soy ninguna amenaza para él». Que pensara eso hasta que se descubriera tendido en el suelo, incapaz de recordar ni tan siquiera su nombre.
—¿Tienes tú una oferta mejor? —le pregunté.
—¿Y si la tuviese?
—Me resultaría difícil creerlo —dije, acercándome un poco, intentando distraerlo—, teniendo en cuenta lo poquísimo que te importo. Si la situación fuera al revés, tú no habrías venido corriendo a ayudarme, ¿verdad?
Se encogió de hombros.
—Habría ido. Solo que andando.
—Deja marchar a Lizzie, por favor —dije.
Me daba miedo su comportamiento, parecía una niña pequeña. ¿Qué tendría eso de ser Naranja que era capaz de convertir a las personas en verdaderos monstruos?
—¿Por qué? Si se queda no se te pasará por la cabeza intentar nada, porque eso significaría hacerle daño también a ella, o algo peor.
Lo dijo tan a la ligera que por un momento pensé que bromeaba.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —Confié en que mi voz sonará más poderosa de lo que yo la notaba en la garganta—. No la conozco tan bien como eso.
—He visto tus recuerdos. Eres lo que los loqueros califican como «excesivamente empática». Nunca harás nada si eso implica hacer daño a otras personas… intencionadamente, claro.
Lo dijo con tremenda seguridad, y ello dulcificó su cara de sorpresa cuando me abalancé sobre él. Por una vez, no había predicho mi respuesta, no me tenía bajo su influencia. Le di un zarpazo en la cara y lanzó un gruñido cuando le clavé las uñas en la mejilla.
La conexión fue instantánea y potente. Por lo visto, parte de lo que me había dicho era cierto. Necesitaba querer utilizar mis facultades. Tenía que querer controlaras. Y ahora lo quería, y mucho. Quería hacerle añicos el cerebro.
Las imágenes que se arremolinaron en las oscuras aguas de su mente no eran muy distintas a lo que había visto hasta entonces. Pero en lugar de ser brillantes y tener los perfiles nítidos y definidos, parecían dibujadas con una especie de carboncillo aguado. Descentradas, borrosas. Las caras, infladas y distorsionadas, afloraban a la turbia superficie. Su cerebro parecía flácido; tenía la sensación de poder darle una forma completamente nueva con ambas manos.
—Déjala marchar —dije, presionándole con fuerza el cuello.
Proyecté la imagen de Clancy diciéndole a Lizzie que se fuera y, al instante, Clancy murmuró:
—Lizzie… vete.
Lizzie correteó hacia la puerta y sentí un escalofrío. Clancy temblaba bajo mis manos, pestañeaba, pero seguía siendo mío.
—Y ahora —dije—, ahora dejarás también que nos marchemos nosotros.
Pero en el mismo momento de pronunciar aquellas palabras, noté que se deshacían. Presioné con más fuerza, hundiéndole los dedos en su carne. «Todavía no», supliqué, «todavía no, necesito… necesito…».
Y con la misma rapidez con que me había infiltrado, me vi expulsada de su cerebro. La maldita cortina blanca se interpuso entre nosotros. Intenté introducirme de nuevo, pero Clancy consiguió soltarse y agarrarme por la muñeca. Absolutamente todos los músculos de mi cuerpo quedaron paralizados, como si estuviesen hechos de piedra.
—Buen intento. —Clancy me dejó caer al suelo como si fuese una tabla y me pisó para acercarse a una maceta de material brillante, capaz de reflejar su imagen, con la intención de examinar el arañazo que yo le había hecho en la mejilla—. Ni he sangrado.
Ni siquiera podía mover la mandíbula para mandarlo al infierno.
—Me alegra ver que mis lecciones te han servido de algo —gruñó Clancy, pasándose una mano por el pelo para peinarlo. Se quedó de cara a las estanterías, escondiéndome el rostro, pero me di cuenta de que cerraba las manos en un puño, rozando la tela del pantalón. No lo había destrozado, pero sí había conseguido ofuscarlo—. Me gusta ver que mis alumnos son aplicados, pero no confundas unas semanas de práctica con años de entrenamiento.
Me concentré en intentar desenmarañar el bloqueo mental que me hubiera impuesto. Empecé con los dedos de los pies, imaginando que los movía, primero uno, luego otro… nada.
Tal vez yo fuera capaz de borrar los recuerdos de las personas, pero él podía convertirlas en piedras vivientes.
El primer grito se produjo solo un segundo después de que oyera el ronroneo de los motores. Un viento poco natural agitó los árboles del exterior. Sus ramas arañaban los muros del edificio, de manera insistente, como empeñadas en captar nuestra atención. Vi a Clancy encogerse también al oír el agudo chillido de las sirenas, pero se enderezó enseguida. Una extraña ansiedad le iluminó el rostro y eso fue lo que más me asustó.
—Eso es —dijo—. Por fin llegan.
No podía ni cerrar los ojos. El aire me los abrasaba, y el aire en sí era abrasador. Un revelador olor a humo se filtró por las ventanas abiertas. Disparos, más gritos, más peleas. Me imaginé moviéndome, de pie y corriendo hacia la puerta, hacia los demás, hacia la seguridad, pero tan solo conseguí pestañear. Pero era algo, al menos. Con eso tenía ya por donde empezar.
—¿Estás bien? —me dijo Clancy cuando se sentó en un taburete a mi lado. Empezó a marcar un ritmo en el suelo con el pie—. No dejaré que te pase nada.
La sangre me rugía en los oídos. Los gritos procedentes del exterior no parecían humanos; eran más bien como de animales despellejados vivos. Sonaban a dolor, terror, desesperación. El gemido metálico que traspasaba los muros aumentaba de intensidad a cada minuto que pasaba.
«Los conejos necesitan dignidad y, por encima de todo, la voluntad de aceptar su destino».
Percibí, más que oí, las pisadas que resonaban en el vestíbulo. No sabía cuántos eran. Se movían con inmaculada uniformidad. Una explosión de humo y calor abrió de repente la puerta del almacén.
Jamás en mi vida me había sentido tan agradecida como cuando vi la cara que puso Clancy en el momento en que irrumpieron los soldados de las FEP. La expresión de expectación cedió paso a la incomprensión, y finalmente a la rabia pura y dura. No sé a quién estaría esperando Clancy, pero era evidente que no a unos soldados de las Fuerzas Especiales Psi.
Ni siquiera tuvo que tocarlos.
—¡Callad! —dijo Clancy entre dientes, moviendo una mano hacia ellos—. ¡Salid! ¡Decidle a vuestro superior que no habéis encontrado a nadie aquí!
Uno de los hombres, con el cuerpo oculto bajo capas de tejido y blindaje, levantó una mano enguantada hacia el aparato que llevaba al oído y dijo con voz monótona:
—Edificio vacío.
La señal que dio a los otros dos soldados fue un sencillo gesto mecánico. Cuando abandonaron la estancia, comprendí que los que habían provocado la humareda eran ellos.
Que los disparos se habían iniciado con ellos.
—Maldita sea… ¡maldita sea! —Clancy negaba con la cabeza. Estampó un puñetazo a la primera estantería que encontró, pero el ruido de los disparos del exterior amortiguó el impacto—. ¿Dónde están mis Rojos? ¿Por qué los ha enviado?
Se llevó los doloridos nudillos a la boca y empezó a deambular de un lado a otro de la habitación. Respiraba de forma entrecortada, como si la respiración fuera un reflejo del veloz remolino de sus pensamientos.
Mis Rojos. «Sus», la expresión dejaba completamente claro lo que implicaba. El Proyecto Jamboree, el programa de su padre.
«No», pensé. «No es de su padre».
Empecé a ver los distintos fragmentos uniéndose hasta formar una imagen completa. Cuando Clancy me había contado lo de aquel programa, todavía no lo conocía muy bien, ni había visto lo que era capaz de hacer… no sabía de él lo suficiente como para encajar todas las pistas que sin querer había ido dándome.
En el mundo no existía ni una sola persona que fuera inmune a sus facultades, ni siquiera el presidente Gray.
Clancy siguió deambulando como una pantera enjaulada. Los músculos de la espalda se le erizaban a cada nueva ráfaga de disparos. De repente se detuvo y levantó la vista hacia las ventanas y el humo que se veía a través de ellas.
—¿Quién te lo ha dicho, cabrón? —dijo, en un tono de voz tan bajo que no me quedó claro si estaba hablando para sus adentros—. ¿Cuál de ellos ha roto mi influencia y lo ha averiguado? He sido siempre tan cuidadoso. Tan condenadamente cuidadoso…
Dio media vuelta y empezó a caminar hacia donde yo me había quedado. Vi toda la verdad escrita en su cara. La misma mano que sangraba ahora por la piel recién levantada era la misma que había convencido a su padre, a sus asesores, a todos los implicados, para que pusieran en marcha el Proyecto Jamboree. ¿Acaso no había mencionado Clancy que antes de que su padre se diera cuenta de que él lo controlaba, se había asegurado de que el programa funcionara correctamente y de que los chicos estuvieran bien tratados?
Era evidente que podría haber hecho mucho más que eso. Si era capaz de dominar de aquel modo un campamento tan numeroso como East River, ¿no podría haber controlado también un pequeño ejército de Rojos?
Clancy debió de leer en mis ojos que estaba descubriendo la verdad, puesto que soltó una carcajada grave y desprovista de humor.
—¿Sabes? A veces olvido que mi padre no es un imbécil. Incluso después de que descubriera que estaba manipulándolo, nunca llegó a atar cabos ni a comprender que el Proyecto Jamboree era una invención mía. Me aseguré de que así fuera después de escapar… incluso de vez en cuando he abandonado East River para asegurarme de que mi influencia sigue presente. Sincronicé perfectamente el soplo de la localización de East River con el fin de su programa de entrenamiento.
Se acercó un puño a la cabeza y cuando volvió a hablar, lo hizo con voz quebrada.
—Me crie idolatrándolo, pero cuando vi lo que era en realidad, lo que era capaz de hacerle a su propio hijo… —Se le atragantaron las palabras—. ¿Quién ha sido? ¿Quién le ha dado el chivatazo? ¿Cómo se habrá enterado y habrá decidido enviar a los soldados de las FEP en su lugar? En estos momentos yo tendría que estar controlando a mis Rojos… y deberíamos haber emprendido la marcha hacia Nueva York para derrocarlo…
Clancy se agachó de repente, me tiró de la camiseta y me obligó a levantarme. Me zarandeó, con tanta fuerza que casi me muerdo la lengua, pero no dijo ni una palabra. Las balas y los gritos del exterior no alteraban ni sus pétreas facciones ni sus pensamientos. El humo empezó a arrastrarse por el suelo, a arremolinarse, a engullirlo todo a su paso. Sin previo aviso, Clancy me soltó la camiseta y me deslizó las manos por los hombros en una caricia de amante; me rodeó luego el cuello con ellas y comprendí, con total seguridad, que pretendía besarme, o matarme.
Más pasos, más leves que antes, pero no por ello menos urgentes. Clancy levantó la vista y la contrariedad se reflejó en las arrugas que se le formaron en la frente.
No vi lo que sucedió a continuación, solo las consecuencias. Clancy salió volando hacia las estanterías y se estampó contra ellas con tanta fuerza que se oyó un crujido cuando se golpeó la cabeza contra la pared de detrás del mueble. El impacto de su cuerpo hizo caer al suelo las estanterías cargadas de pasta y harina, desparramándolo todo por el suelo.
La cara de Chubs apareció al revés encima de mí. Tenía los cristales de las gafas rallados, la montura torcida y el rostro y la camiseta manchados de hollín, pero por lo demás estaba ileso.
—¡Ruby! ¿Puedes oírme, Ruby? Tenemos que salir corriendo de aquí. —¿Por qué su voz sonaba tan tranquila? Los disparos rugían sin cesar en mis oídos, como un torrente interminable de estallidos y explosiones—. ¿Puedes moverte?
Estaba tan rígida que solo pude mover la cabeza de un lado a otro.
Chubs apretó los dientes y me pasó los brazos por debajo de las axilas hasta asegurarse de que me tenía bien sujeta.
—Aguanta, vamos a salir de aquí. En cuanto puedas, muévete.
Lejos ya de la seguridad de la Oficina, era imposible eludir los ruidos. Mi corazón volvió a la vida y empezó a aporrearme la caja torácica.
Espesas capas de gases lacrimógenos y humo habían vuelto el ambiente irrespirable. Había fuego por todas partes: en el suelo, consumiendo los árboles, devorando los tejados de las cabañas… Y era como si me abrasara también la cara y el pecho. El viento empujaba las llamas hacia nosotros y Chubs se vio obligado a ahuyentar las que amenazaban con prenderme los vaqueros. Refunfuñó, y comprendí que estaba haciendo un verdadero esfuerzo por avanzar a la vez que cargaba con todo mi peso. Quería decirle que me soltara, que cogiera las cartas de la chaqueta de Liam y huyera de aquí.
«Liam. ¿Dónde está Liam?».
Entre el remolino de cenizas adiviné las siluetas de uniforme negro que obligaban a los niños a abandonar el campamento. Vi a una niña a la que expulsaban de su cabaña, arrojaban al suelo y arrastraban luego a la fuerza por el pelo. Reconocí a dos chicos del equipo de seguridad del campamento que levantaban sus armas contra los soldados, quienes los eliminaron mediante una lluvia de disparos.
—¡DETENEOS DONDE ESTÁIS!
Me quedé completamente sin aire en los pulmones cuando Chubs me lanzó al suelo para enviar a aquel soldado a lo alto de un árbol. Cuando me rodeó de nuevo con los brazos, empezamos a avanzar con mayor rapidez.
Y de pronto empezamos a caer, a rodar colina abajo. Con un graznido de sorpresa por parte de Chubs, rodamos llevándonos a nuestro paso arbustos y brasas. Sufrí un rasguño en el dorso de la mano al impactar contra un árbol. Era imposible ver hacia dónde íbamos. El humo me cegaba.
El descenso terminó a los pies de la colina, cuando se me hundió la cara en un terreno fangoso. Entre fuertes convulsiones, noté que las manos y las piernas empezaban a recuperar la sensibilidad.
«Vamos a morir. Vamos a morir. Vamos a morir».
«Los conejos necesitan aceptar su destino, los conejos necesitan dignidad y, por encima de todo, la voluntad de aceptar su destino, su destino, su destino…».
El agua estaba helada y me engulló por completo. El impacto fue como un bofetón que despertó la totalidad de mis miembros. En una lucha contra el agua, agité los brazos y logré emerger a la superficie. Me recibió un cielo nocturno teñido de naranja. Tosí con fuerza para expulsar del cuerpo tanto el agua que había tragado, como el aire envenenado.
Chubs me localizó de nuevo. Estaba agarrado con una mano a un poste de madera, mientras que con la otra trataba de alcanzarme. «El embarcadero», pensé, «nuestro embarcadero». Nadé como pude hacia él y dejé que Chubs me arrastrara bajo la protección que nos ofrecía la vieja madera. Los helicópteros agitaban las aguas del lago hasta convertirlas en un frenesí de olas y remolinos. Me costaba mantener la cabeza a flote en aquellas movidas y gélidas aguas, pero conseguí estar alerta para evitar los focos que danzaban rastreando la superficie del lago.
Con un brazo me apoyaba en los hombros de Chubs, así que me serví de la mano que me quedaba libre para agarrarme a los resbaladizos postes cubiertos de algas del embarcadero. Chubs siguió mi ejemplo, y esperó a que el sonido de las pisadas de botas y los disparos hubieran desaparecido para murmurar:
—Oh, Dios mío.
Lo atraje hacia mí y lo abracé con todas las fuerzas que mis blandos músculos me permitían. No nos atrevíamos ni a hablar, pero vi que Chubs movía afirmativamente la cabeza. Sabía lo que intentaba decirle, sabía lo que quería preguntarle, pero ninguno de los dos encontraba las palabras, puesto que habían quedado ahogadas entre el humo y los gritos.