Por muchos poderes que Clancy tuviera, no los utilizaba. Me resultaba curioso que alguien capaz de influir en los pensamientos de los demás de aquella manera hubiera nacido con una personalidad capaz de atraer naturalmente a la gente hacia él. Y lo vi con mis propios ojos, cuando me invitó a acompañarle a dar una vuelta por el campamento.
Clancy saludó a los niños vestidos de negro sentados alrededor de la hoguera. Su presencia levantaba entusiasmo. A su paso, todo eran sonrisas, y no hubo absolutamente nadie que al vernos no nos saludara con la mano o hiciera algún comentario, aunque fuese un rápido «¡Hola!».
—¿Has hablado alguna vez con alguien sobre todo lo que te ha pasado? —le pregunté.
Me miró por el rabillo del ojo, como si la pregunta le hubiese sorprendido. Hundió las manos en los bolsillos posteriores del pantalón y dejó caer los hombros, inmerso en sus cavilaciones.
—Han depositado su confianza en mí —respondió, esbozando una triste sonrisa—. No quiero preocuparlos. Tienen que creer que soy capaz de cuidar de ellos, de lo contrario este sistema no funcionaría.
Lo del «sistema» era un tema más profundo. Grabar el símbolo psi en la pared de los edificios y colgar carteles en los porches era una cosa, pero interiorizar el mensaje eran palabras mayores.
El primer ejemplo claro que tuve de ello fue cuando coincidimos casualmente con la chica responsable del huerto del campamento, quien le pidió a Clancy que castigara a tres niños que, en su opinión, habían estado robando fruta delante de sus narices.
Con solo dos segundos de escuchar el discurso de Clancy comprendí que la forma de vida en East River no estaba construida sobre una base de reglas duras y concisas, sino que descansaba casi por completo en el buen juicio de Clancy, que todo el mundo consideraba justo.
Los acusados eran tres chicos Verdes que hacía tan solo unos meses que habían dejado atrás los Cubículos. La chica responsable del huerto los había dejado sentados en la tierra oscura del recinto, como patitos en fila. Todos iban vestidos con camiseta negra, pero no todos sus pantalones vaqueros estaban igual de sucios. Me hice a un lado mientras Clancy se arrodillaba delante de ellos, sin preocuparle en absoluto que la tierra húmeda pudiera manchar su pantalón perfectamente planchado.
—¿Habéis robado la fruta? —les preguntó Clancy con amabilidad—. Decidme la verdad, por favor.
Los chicos intercambiaron miradas. La responsabilidad de contestar a la pregunta recayó en el más alto de los tres, el que estaba sentado en el medio.
—Sí. Lo sentimos mucho.
Enarqué las cejas.
—Gracias por vuestra sinceridad —dijo Clancy—. ¿Puedo preguntaros por qué lo hicisteis?
Los chicos guardaron silencio durante un buen rato. Finalmente, con un poco de persuasión, Clancy consiguió sonsacarles de nuevo la verdad.
—Pete se ha puesto enfermo y no ha podido estar presente a la hora de las comidas. No quería que nadie lo supiese, porque pensaba que se metería en problemas por no llevar a cabo las tareas de limpieza que le correspondían esta semana y Pete no quería… fallarte. Lo sentimos, lo sentimos mucho.
—Lo comprendo —dijo Clancy—. Pero si Pete estaba enfermo deberíais habérmelo comentado.
—En la última reunión de campamento dijiste que andamos escasos de material médico. Pete no quería tomar ningún medicamento por si acaso otro lo necesitaba de verdad.
—Pero imagino que él sí los necesitaba, si tan débil estaba que no podía ni salir a comer —observó Clancy—. Sabéis muy bien que si cogéis comida del Huerto puede desbaratarse el programa de comidas que tenemos pensado para todos.
Los chicos asintieron, completamente abatidos. Clancy levantó la vista hacia el corrillo de chicos que se había reunido a nuestro alrededor y les preguntó:
—¿Qué queréis que hagan como castigo por haberse llevado fruta?
La chica responsable del huerto abrió la boca dispuesta a responder, pero un chico de más edad dio un paso al frente y apoyó el rastrillo que llevaba en la mano en la sencilla valla que rodeaba la parcela.
—Si están dispuestos a ayudar durante unos días a arrancar las malas hierbas, nos turnaremos para hacerle compañía a Pete y asegurarnos de que come y toma los medicamentos que necesita.
Clancy asintió.
—Me parece justo. ¿Qué opináis los demás?
Cuando todos los demás acordaran imponer ese «castigo», creí que la chica responsable empezaría a patalear de rabia. Estaba tremendamente insatisfecha por el resultado, a tenor de lo coloradas que tenía las mejillas.
—No es la primera vez que tenemos este problema, Clancy —dijo la chica, acompañándonos fuera del huerto—. La gente cree que puede venir por aquí y llevarse lo que le apetezca. ¡El huerto no es una cosa que pueda cerrarse con llave como el almacén!
—Te prometo que pondré el tema en la agenda de la reunión de campamento del mes que viene —le dijo Clancy con una de sus sonrisas—. Será el primer asunto que tocaremos.
La respuesta pareció satisfacer a la chica, al menos por el momento. Después de lanzarme una mirada de curiosidad, la Emperatriz de las Verduras dio media vuelta y regresó a su reino.
—Caramba —dije—, es una auténtica joya.
Clancy se encogió de hombros con aire distraído y se rascó la oreja.
—Tiene razón. Si en el Almacén empezamos a andar escasos de comida, tendremos que depender del Huerto, y si la gente se dedica a desvalijarlo, nos enfrentaremos a un problema grave. Creo que todo el mundo tiene que comprender hasta qué punto está interrelacionada la vida en East River. Oye, ¿te importa si paso a hacerle una visita a Pete?
Le sonreí.
—Por supuesto que no.
El niño estaba enterrado bajo una montaña de mantas… por lo que insinuaban los colchones desnudos del resto de la cabaña, los demás chicos le habían donado generosamente las suyas. Cuando su sofocada cara emergió por fin bajo las mantas, le dije hola y me presenté. Clancy pasó más de un cuarto de hora charlando con él, observando desde la cabaña las idas y venidas del campamento. Los niños me saludaban y me sonreían, como si llevase años allí, no tan solo unos días. Yo les devolvía el saludo, pero poco a poco iba notando en el pecho una especie de opresión. No sé cuándo caí en la cuenta, o si había sido algo que me había ido calando despacio, sigilosamente, pero estaba empezando a comprender que el negro —el color que yo había aprendido a temer y odiar— era precisamente lo que permitía a esos niños sentirse orgullosos y solidarios.
—Aquí nunca te sentirás sola —dijo Clancy después de cerrar la puerta de la cabaña a sus espaldas.
Nos dirigimos al edificio de la lavandería y luego nos paramos en los lavabos para verificar el funcionamiento de los grifos y asegurarnos de que las luces funcionaban correctamente. De vez en cuando, algún chico paraba a Clancy para formularle una pregunta o elevarle una queja, y él nunca se mostraba otra cosa que no fuese paciente y comprensivo. Lo vi solucionando un malentendido entre compañeros de cabaña, aceptando sugerencias para la cena y dando su parecer sobre si era necesario asignar más personal al equipo de seguridad.
Cuando llegamos a la cabaña que servía de aula para los Cubículos, yo ya estaba muerta. Clancy, sin embargo, estaba listo para impartir su clase semanal de historia de los Estados Unidos.
Era una sala pequeña y abarrotada, pero bien iluminada y decorada con pósteres y dibujos de vivos colores. Localicé a Zu y sus guantes rosas antes de fijarme en la adolescente que, subida al estrado, señalaba el recorrido del río Misisipí en un viejo mapa de los Estados Unidos. Zu estaba sentada al lado de Hina, naturalmente, y tomaba apuntes como una loca. A aquellas alturas ya no tendría que haberme sorprendido, pero cuando Clancy asomó la cabeza por la puerta, los niños lo recibieron con vítores. La adolescente le cedió inmediatamente el puesto de profesor.
—Vaale, vaale —dijo Clancy—. ¿Alguien puede decirme dónde lo dejamos la semana pasada?
—¡En los peregrinos! —dijeron al unísono una docena de voces.
—¿Los peregrinos? —dijo Clancy—. ¿Y quiénes eran? A ver, Jamie. ¿Recuerdas quiénes eran los peregrinos?
Una niña que tendría la edad de Zu se irguió en su asiento.
—Los ingleses se portaban muy mal con ellos por culpa de su religión, por lo que tuvieron que emigrar a América y desembarcaron en Plymouth Rock.
—¿Puede alguien contarme lo que hicieron a su llegada?
Se levantaron diez manos a la vez. De entre todas, Clancy eligió la de un niño sentado cerca de donde él estaba… debía de ser Verde, aunque también podía perfectamente ser Azul o Amarillo. Al estar todos mezclados, mi método habitual para distinguirlos ya no servía de nada. E, imagino, esa era la razón de ser de aquella mezcla.
—Fundaron una colonia —respondió el niño.
—Muy bien. Fue la segunda colonia inglesa, después de la que se fundó en Jamestown, en 1607… ¡no muy lejos de aquí, de hecho! —Clancy cogió el mapa que la maestra había utilizado y señaló ambos lugares—. A bordo del Mayflower redactaron el Pacto del Mayflower, un acuerdo que garantizaba que todo el mundo cooperara y actuara en beneficio de la colonia. Cuando llegaron aquí, sufrieron muchas penurias. Pero trabajaron conjuntamente y crearon una comunidad independiente de la Corona británica donde poder practicar libremente su fe. —Dejó de deambular de un lado a otro y fijó sus ojos oscuros en el público—. ¿Os suena?
Zu tenía los ojos como platos. Estaba lo suficientemente cerca de ella para verle las pequitas de la cara y, lo que es más importante, para percibir la felicidad que irradiaba. Me agrandó el corazón. Hina se inclinó para susurrarle algo al oído y su sonrisa se hizo más grande si cabe.
—¡Es como nosotros! —dijo algún niño desde el fondo del aula.
—Acertaste —dijo Clancy.
Durante la siguiente hora y media habló sobre la interacción entre los peregrinos y las tribus nativas, sobre Jamestown, sobre todas las cosas que mi madre solía enseñar cuando daba clases en el instituto. Y cuando hubo agotado su tiempo, saludó a los niños con una comedida reverencia y me indicó que le siguiera para abandonar la cabaña entre los lamentos y las quejas de los Cubículos. Sin dejar de reír, nos encaminamos hacia el círculo de la hoguera, donde estaban iniciando los preparativos para la cena. Percibí montones de ojos fijos en nosotros, pero no hice caso. De hecho, me sentía orgullosa.
—¿Y bien? —dijo Clancy cuando llegamos al porche de las Oficinas y sonaron los cencerros que llamaban a todo el mundo a cenar—. ¿Qué opinas?
—Opino que estoy preparada para la primera lección —dije.
—Oh, señorita Daly —replicó, esbozando una sonrisa—. Ya has recibido tu primera lección. Solo que no te has dado cuenta de ello.
Pasaron dos semanas como si hubiesen sido dos páginas arrancadas de un libro viejo.
Pasé tantas horas encerrada en el despacho de Clancy, introduciéndole imágenes en el cerebro, bloqueándole el paso cuando él intentaba hacer lo mismo conmigo, hablando sobre la Liga, Thurmond y el Ruido Blanco, que ambos perdimos el ritmo del horario del campamento. Él seguía con sus reuniones diarias, pero en vez de pedirme que me ausentara, me hacía esperar al otro lado de la cortina blanca, donde ahora llevábamos a cabo nuestras sesiones prácticas.
Había momentos en los que Clancy tenía que salir a inspeccionar las cabañas, o a solucionar alguna que otra discusión, pero yo casi siempre me quedaba en aquella húmeda y vieja habitación esperándolo. Había libros, música y un televisor a mi disposición, lo que significaba que nunca tenía oportunidad de aburrirme.
Seguía viendo a Chubs algún día a la hora de comer, pero Clancy solía traer la comida a la oficina y comíamos allí juntos. Me resultaba más complicado seguirle la pista a Zu, porque cuando no estaba en el aula, estaba con Hina o con alguno de los Amarillos de más edad. El único rato que pasaba realmente con ellos era por la noche, antes de que apagaran las luces del campamento. Chubs se comportaba en la mayoría de las ocasiones como un fantasma. Trabajaba sin parar o buscaba maneras de llamar la atención de Cloncy: por ejemplo, cosiéndole unos cuantos puntos de sutura a una niña que se había partido el labio o sugiriendo métodos más eficaces para cultivar el huerto. El rato más largo que pasé en su compañía fue cuando me retiró mis puntos de sutura.
Zu, por su parte, estaba encantada enseñándome cada día lo que había aprendido en clase y los trucos que los demás Amarillos le habían enseñado fuera del aula.
Al cabo de unos días, dejó de llevar guantes. Caí en la cuenta una noche, mientras me cepillaba el pelo. Me había apartado para ir a encender la luz, pero Zu me sacó ventaja: chasqueó los dedos y la luz del techo parpadeó.
—Es asombroso —dije efusivamente.
Habría sido una gran mentira decir que no sentí una punzada de celos al ver los avances que había hecho Zu. Yo, por mi parte, solo había conseguido bloquear la entrada de Clancy en mi cerebro una única vez, y no antes de que descubriera lo que me había sucedido con Sam.
—Interesante —había sido su único comentario.
Y mientras que a Zu y a Chubs los veía a diario, la historia con Liam era completamente distinta. El equipo de seguridad le había asignado el segundo turno de guardia, de las cinco de la tarde a las cinco de la mañana, y en el extremo oeste del lago, además. Normalmente, cuando acababa la guardia, estaba tan cansado que no tenía ni fuerzas para regresar a la cabaña y dormía en las tiendas instaladas cerca de aquella entrada. Lo vi un par de veces charlando animadamente con un grupito a la hora del desayuno, o yendo a visitar a Zu en el aula, aunque siempre desde la ventana de la habitación de Clancy.
Lo echaba tanto de menos que a menudo sentía un dolor que era incluso físico, pero comprendía que tenía sus responsabilidades. Cuando me quedaba tiempo para pensar libremente, mis pensamientos se los dedicaba a él, aunque por lo general estaba tan concentrada en mis lecciones que me resultaba complicado dedicar tiempo a otra cosa que no fuera eso.
Clancy se echó a reír y me llamó la atención para que dejara de mirar por la ventana, y de pronto no supe hasta qué punto había sido capaz de dejar vagar mis pensamientos. Clancy iba vestido con un polo de color banco que subrayaba el brillo natural de su tez morena y pantalones de algodón de color beige enrollados a la altura de los tobillos. Cuando no estaba en su casa, iba siempre con la camisa o el polo perfectamente abrochado, la ropa limpia y planchada… pero no conmigo.
Aquí no necesitábamos guardar las apariencias. Entre nosotros no era necesario.
Cuando iniciamos las lecciones, nos sentábamos a ambos lados de la ridícula mesa de despacho y me sentía como si estuviese plantada delante del director del colegio, no siguiendo una lección psi impartida por mi monstruoso gurú. Después probamos en el suelo, pero al cabo de unas horas sentada tenía la espalda destrozada. Fue él quien sugirió que nos sentáramos en su estrecha cama. Él se instaló en un extremo y yo en el otro. Pero poco a poco fuimos acercándonos. Sentados en la colcha roja de cuadros, fuimos minimizando la distancia que nos separaba a cada lección que pasaba, hasta que un día me desperté de repente de la neblina en la que me habían sumido los ojos oscuros de Clancy y me di cuenta de que estábamos sentados tan cerca el uno del otro que nuestras respectivas rodillas se rozaban.
—Lo siento —musité, mirándolo—. ¿Podemos empezar desde el principio?
Todo lo que yo decía le resultaba gracioso, por lo visto.
—¿Empezar desde el principio? ¿Acaso estamos ensayando para representar una obra de teatro? ¿Le digo a Mike que empiece a construir los decorados?
No sé por qué me eché a reír cuando dijo aquello… ni siquiera tenía gracia. Tal vez me hubiera vuelto majara después de pasar veinte minutos intentando impedir que su cerebro penetrase en el mío. Lo único que sabía con certeza era que cuando me cogía una mano y me la apretaba, la suya se me antojaba grande y reconfortante.
—¿Lo volvemos a intentar? —dijo—. Esta vez trata de imaginarte que esas manos invisibles que me decías son en realidad cuchillos. Que cortan la neblina.
Pero era mucho más fácil decirlo que hacerlo. Asentí y cerré los ojos, intentando combatir la oleada de calor que notaba en las mejillas. Cada vez que él empleaba mi torpe manera de explicar el funcionamiento de mi propio cerebro, me invadía una gran turbación e incluso sentía vergüenza. La primera vez que había hecho aquella comparación él se había reído, había empezado a mover las manos delante de mí como si estuviera lanzándome un conjuro.
Había puesto a prueba diversos métodos para demostrarme cómo lo hacía. Habíamos bajado a la despensa para que pudiera ver cómo se adentraba en el cerebro de Lizzie y, sin otro objetivo que hacerme reír, le había pedido que cloqueara como una gallina. Clancy había intentado enseñarme lo fácil que era influir sobre el estado de ánimo de varias personas a la vez solucionando una discusión entre dos niños sin pronunciar palabra. Otro día, se había sentado en el pórtico de la Oficina y me había leído los pensamientos de todos los que pasaban por delante, incluyendo los de la pobre Hina, que al parecer estaba locamente enamorada de Clancy.
La verdad era que podía hacer absolutamente cualquier cosa. Bloquearme el acceso a su cerebro, introducirme una imagen, un sentimiento, un miedo. Estoy segura de que en una ocasión me introdujo incluso un sueño. Yo no quería decepcionarlo, sobre todo teniendo en cuenta la gran cantidad de su valioso tiempo que estaba dedicándome… solo de pensarlo, me encogía de miedo. Pero el continuaba diciéndome que me lo tomara con tranquilidad, que él había necesitado años para dominar todo aquello, pero entendía que me resultara imposible no tener ganas de acelerar las lecciones, de conseguir dominar rápidamente mis facultades. Bajo mi punto de vista, la mejor manera de compensarle tanta amabilidad no era otra que conseguir dominarme hasta el punto de estar a su lado y sentirme orgullosa, no avergonzada, de lo que era capaz de hacer.
Hasta que no fuese capaz de desvelar sus secretos, no seríamos iguales. Me había definido como «amiga» varias veces, tanto mientras me impartía sus lecciones como delante de otra gente, y me sorprendía la reticencia que despertaba en mí ese término. Clancy tenía centenares de amigos. Pero yo quería ser algo más, quería que confiara en mí y me hiciese confidencias.
A veces, lo único que deseaba era que se acercase un poco más, que me retirara el pelo de la cara para ponérmelo detrás de la oreja. Pero era un pensamiento repulsivamente femenino y no sabía muy bien de qué oscuro rincón de mi cabeza surgía. A veces pensaba que el cerebro me hacía jugarretas, porque sabía que en realidad deseaba que fuese Liam quien me hiciera aquello… y otras muchas cosas.
Cada vez que intentaba adentrarme en el cerebro de Clancy, él me expulsaba. Clancy controlaba hasta tal punto sus poderes que ni siquiera me daba tiempo a percibir aquella habitual oleada desorientadora de pensamientos y recuerdos. Era como si tuviese una cortina corrida que le protegía el cerebro. Y por mucho que tirase de ella, resultaba imposible abrirla.
Aunque eso no quería decir que no lo intentase con todas mis fuerzas.
Clancy me sonrió y extendió la mano para retirarme el pelo hacia la espalda. Su mano se quedó allí un momento y ascendió hacia mi nuca. Sabía que me miraba fijamente, pero no me atrevía a mirarle a los ojos, ni siquiera cuando se me acercó aún más.
—Puedes hacerlo. Sé que puedes.
Apreté los dientes hasta que me dolió la mandíbula y noté una tensión extrema en un músculo de la mejilla. Intenté dibujar mentalmente los centenares y miles de dedos unidos, los convertí en un objeto afilado y letal, capaz de atravesar aquel muro. Le apreté la mano, y seguí apretándosela hasta que comprendí que le hacía daño, y entonces le lancé aquella daga invisible y se la clavé con toda la velocidad y la fuerza que me fue posible. Y aún así, en el instante en que rozó aquel muro blanco, noté que él la cogía y me la arrojaba a la cara. Clancy suspiró y me soltó la mano.
—Lo siento —dije, odiando aquel instante de silencio que siguió.
—No, el que lo siente soy yo. —Clancy hizo un gesto negativo con la cabeza—. Soy un profesor malísimo.
—Créeme, el problema de la ecuación no eres tú.
—Ruby, Ruby, Ruby —dijo—, esto no es ninguna ecuación. Es imposible que lo resuelvas tú sola en tres sencillos pasos, de ser así no habrías aceptado mi ayuda, ¿no te parece?
Bajé la vista y vi que me estaba acariciando la palma de la mano con el dedo pulgar, trazando un círculo lento, perezoso. Resultaba curiosamente relajante, un gesto casi hipnótico.
—Es verdad —empecé a decir—. Pero tendrías que saber que no he sido del todo… sincera.
Eso le llamó la atención.
—Los demás… los demás querían dar contigo porque pensaban que eras un personaje mágico que podría devolverlos a sus hogares. Pero yo te buscaba porque tenía mi fe depositada en los rumores que decían que eras un Naranja, y pensaba que tal vez estarías dispuesto a enseñarme.
Clancy frunció las oscuras cejas, pero no me soltó la mano. Todo lo contrario, dejó descansar la otra mano sobre el estrecho espacio que quedaba entre nuestras piernas cruzadas.
—Pero eso fue antes de que te contara lo que la Liga había planeado para ti —dijo—. ¿En qué sentido querías que te ayudara? No… déjame adivinarlo. Algo que tiene que ver con lo que pasó con tus padres, ¿no es eso?
—Entender por qué borré los recuerdos que tenían de mí —le confirmé—. Saber cómo evitar que eso vuelva a pasar.
Clancy cerró los ojos un instante y cuando por fin volvió a abrirlos, sus ojos me parecieron más oscuros que antes, casi negros. Me incliné hacia él y capté una extraña mezcla de tristeza, culpabilidad y algo más que parecía rezumar por sus poros.
—Ojalá pudiera ayudarte en esto —dijo—, pero la verdad es que yo no puedo hacer lo que haces tú. No tengo ni idea de cómo ayudarte.
«No tengo ni idea de cómo ayudarte». Por supuesto. Claro que no podía. Martin también era un Naranja, pero no poseía las mismas facultades que yo. Me pregunté por qué habría dado por supuesto que el Huidizo también las tendría.
—Si… si me lo cuentas, si me explicas cómo crees que funciona… tal vez se me ocurra algo.
No era exactamente que no pudiera hablar sobre el tema, sino más bien que no quería hacerlo. No en aquel momento. Me conocía demasiado bien como para no predecir mis palabras entrecortadas y la lacrimógena explicación que le daría a Clancy. Cada vez que me permitía pensar en lo que había pasado, acababa agotada y temblorosa, sintiéndome tan asustada, desesperanzada y horrorizada como me había sentido al producirse aquellos sucesos.
Me dedicó, desde debajo de sus oscuras pestañas, una mirada de comprensión y luego acercó el dedo pulgar al punto de mi muñeca donde se percibían las pulsaciones.
—Ah. Es un Benjamin. Debería habérmelo imaginado, lo siento. —Viendo mi expresión de perplejidad, se explicó—: Benjamin es el nombre de mi antiguo tutor… de mi tutor mucho antes de que todo se fuese a paseo. Murió siendo yo muy pequeño, pero sigo sin poder hablar sobre el tema. Sigue doliéndome. —Esbozó una sonrisa ladeada y compungida—. Aunque tal vez no sea necesario que me cuentes nada. Podríamos intentar otra cosa.
—¿Cómo qué?
—Como que esta vez me bloquearas tú el acceso a tu cerebro, no al revés. Seguro que te sería mucho más fácil.
—¿Por qué lo dices?
—Porque no eres lo bastante malévola como para saber llevar a cabo una buena ofensiva… créeme, lo que acabo de decirte es un cumplido. —Esperó a que yo sonriera antes de proseguir—. Pero eres cautelosa. No muestras tus cartas a nadie. Hay momentos en que resulta imposible saber lo que piensas.
—No es mi intención —dije, interrumpiéndolo.
Clancy agitó una mano para restarle importancia al comentario.
—No es malo —dijo—. De hecho, te ayudará.
La verdad es que no me había ayudado a defenderme de Martin.
—¿Intuyes cuando alguien intenta adentrarse en tu cerebro? —preguntó—. ¿Notas un hormigueo…?
—Sí, sé de que hablas. ¿Qué tendría que hacer cuando lo siento?
—Tendrías que rechazarlo, expulsarlo del camino que quiera que haya tomado. Según mi experiencia, las cosas que realmente deseamos proteger, como los recuerdos y los sueños, poseen sus propias defensas naturales. Solo necesitas incorporar una pared más.
—Cada vez que he intentado adentrarme en tu cerebro, ha sido como si me encontrara una cortina blanca que me bloquea el paso.
Clancy asintió.
—Así es como yo lo hago. Cuando percibo esa sensación, invoco la imagen de esa cortina y no doy tregua ni aflojo, pase lo que pase. De modo que lo que quiero que hagas ahora es que rememores algún secreto o recuerdo, algo que no quieras que yo vea, que no quieras que vea nadie, y entonces quiero que corras también una cortina para protegerlo.
Supongo que no conseguí disimular adecuadamente mis dudas, puesto que me cogió de nuevo ambas manos entre las suyas y entrelazó los dedos.
—Vamos —dijo—. ¿Qué es lo peor que podría pasar? ¿Qué viese alguna situación embarazosa? Creo que en estos momentos somos tan buenos amigos que puedes confiar en mí si te digo que no le comentaré absolutamente a nadie ninguna caída ni vomitera en público.
—¿Y qué me dices sobre andar por ahí desnuda y comer la arena del parque?
Fingió que se lo pensaba un momento y me sonrió.
—Supongo que podría contener la tentación de contárselo a todo el campamento a la hora de la cena.
—Eres un líder justo y ecuánime —dije. Y añadí—: ¿De verdad me consideras tu amiga, o lo dices simplemente porque quieres ver cómo me partí los cuatro dientes de arriba intentando jugar al fútbol?
Clancy movió la cabeza de un lado a otro y se echó a reír. Sus historias favoritas siempre eran aquellas en las que le explicaba mis gustos por las cosas de chico, o los festines en restaurantes de comida rápida que nos dábamos mi padre y yo cuando mi madre tenía que ausentarse de la ciudad para asistir a alguna conferencia de profesores. Me había dado cuenta de que tenían tan poco que ver con cualquier experiencia que él pudiera haber vivido, que debía de parecerle casi una extraterrestre.
—Por supuesto que te considero mi amiga… de hecho —empezó a decir con voz grave. Cuando volvió a mirarme, le ardían los oscuros ojos con una intensidad que me hizo sentir la cabeza llena de aire, dispuesta a desaparecer flotando por los aires—, te considero mucho más que eso.
—¿A qué te refieres?
—Tal vez tú hayas estado buscándome, pero digamos que yo estaba esperándote. Hace mucho tiempo que necesitaba que alguien comprendiera lo que estoy pasando. Ser un Naranja… no puedes compararlo con lo que son los demás. Ellos no nos entienden, ni tampoco entienden lo que somos capaces de hacer.
«Solo nosotros», dijo una vocecita en mi interior, «solo lo comprendemos nosotros dos».
Le apreté las manos.
—Lo sé.
Me pareció que desviaba su atención, que su mirada se deslizaba hacia el otro lado de la habitación, hacia el ordenador y la televisión. Me pareció detectar un destello de tristeza en sus ojos, un dolor auténtico, pero rápidamente desapareció y quedó sustituido por su habitual expresión de confianza en sí mismo.
—¿Estás preparada para intentarlo?
Moví afirmativamente la cabeza.
—Te prometo que lo he estado intentando. Por favor… por favor, no desesperes.
Me sorprendió sentir que me soltaba las manos. Y me quedé pasmada cuando noté que subía las manos por mis brazos desnudos y me recorría los hombros. No se lo impedí. Era algo que formaba parte de Clancy y que yo estaba aceptando rápidamente. Con él no tenía por qué tener miedo, no tenía que temer lo que yo pudiera hacer intencionadamente o por error. No tenía que levantar todas mis defensas para detener los impulsos de las manos exploradoras de mi cerebro, porque Clancy era más que capaz de mantenerme alejada de su cabeza.
Pero Liam… Liam era un objeto precioso, algo que podía romper con un único paso en falso. Alguien con quien no podía estar, no por el momento, no mientras siguiera siendo así.
Clancy se inclinó hacia delante para iniciar su trabajo. Seguí su ejemplo y me incliné sobre su pecho. Era cálido y olía a pino, a libros viejos y a un sinfín de posibilidades que jamás había llegado a conocer.
No conseguí bloquearle el paso en su primer intento… ni siquiera lo conseguí en el quinto. Fueron necesarios tres días, durante los cuales Clancy presenció prácticamente todos los recuerdos más amargos y vergonzosos de mi cabeza antes de que lograse erigir por fin algún tipo de defensa.
—Piensa con más intensidad —me dijo—. Piensa en algo que no quieres que nadie sepa. Esos recuerdos serán los que te provoquen las defensas más fuertes.
Ya no quedaba nada que Clancy no hubiese visto. Juro que aquel chico podría haber sido perfectamente un cirujano cerebral por lo incisivos y precisos que eran sus golpes y sus pinchazos. Cada vez que yo rememoraba un recuerdo o un pensamiento e intentaba rodearlo con un muro invisible, mis defensas se desmoronaban como si fuesen de papel de cera. Pero Clancy no se desanimaba.
—Puedes hacerlo —seguía repitiéndome—. Sé que puedes. Eres capaz de mucho más de lo que quieres reconocer.
Fue aquella extraña insistencia por encontrar un recuerdo jugoso lo que desencadenó por fin mi primer éxito.
—¿Tiene que ser un recuerdo? —le pregunté.
Reflexionó sobre el asunto.
—Tal vez podrías probar con otra cosa. Algo que imagines.
Tal vez fuera mi mente que me estaba jugando una mala pasada, pero de repente me dio la impresión de que su cara estaba mucho más cerca de la mía.
—Algo que desees. O… ¿alguien?
Lo dijo de una manera que sonó casi como una pregunta, una pregunta seria escondida bajo un tono de voz indiferente y despreocupado. Intenté mantener una expresión impasible.
—De acuerdo —dije—. Creo que ya estoy preparada.
Clancy no parecía estar tan seguro. Pero lo estaba. Era una fantasía que llevaba semanas apoderándose de mis sueños, invadiendo el poco tiempo que no pasaba ocupada practicando con mis facultades.
Todo empezó la tercera noche que pasé en East River, hacia aquella hora que separa la noche del día. Me desperté sobresaltada, confusa, mientras Chubs roncaba tranquilamente y Zu daba vueltas en la cama. Un tremendo hormigueo se había apoderado de mí mientras intentaba procesar lo que había visto, comprender si algo de aquello había sucedido de verdad… si algo de aquello podía acabar sucediendo.
Era un sueño que nunca podría compartir, un sueño que llevaba escondido en lo más profundo de mi corazón, oculto tan dentro de mí que ni siquiera me había dado cuenta de que estaba allí hasta que salió, completamente formado.
Soñé que era primavera. Los cerezos del final de la calle de casa de mis padres en Salem estaban en flor. Pasábamos por allí a bordo de Black Betty. Liam y yo íbamos delante, escuchando una canción de Led Zeppelin que tal vez no fuera real. Enfrente de casa de mis padres había globos blancos, atados a ambos lados de la puerta de la valla blanca, flechas flotantes que nos indicaban la puerta principal de la casa, que estaba abierta. Liam me cogió la mano. Iba vestido exactamente igual que el día que lo conocí, y juntos entramos en la casa, caminamos por el pasillo y llegamos a la cocina decorada en tonos amarillos claros. Nos detuvimos junto a la puerta que daba acceso al patio trasero, donde nos esperaba todo el mundo.
Todo el mundo. Mis padres. Mi abuela. Zu. Chubs. Sam. Estaban sentados alrededor de una manta que mis padres habían extendido sobre la hierba y comiendo lo que mi padre había preparado a la barbacoa. Mi madre correteaba por allí, colocando más globos blancos, con las manos manchadas aún de tierra después de haberse pasado la mañana plantando unas flores de color claro que inundaban lo que antes era un simple jardín con césped. Saludamos a todo el mundo, abracé a Sam, le señalé a Zu los pájaros que había en los árboles y presenté a Chubs a mi madre.
Y entonces, Liam se inclinaba hacia mí y me besaba, y no había palabras para describir mis sensaciones.
La intrusión de Clancy llegó como siempre, primero con un hormigueo, luego con un rugido. Estaba tan perdida pensando en el sueño que ni siquiera me había percatado de que me había cogido la mano para iniciar el experimento.
Clancy me gustaba mucho. Más de lo que me habría imaginado. Pero no aparecía en el sueño. En el sueño no había nada que deseara compartir con él.
Le apreté la mano, con fuerza, y consagré el resto de mi esfuerzo a lanzar las otras manos de mi interior, como si quisiera empujarlo.
La estrategia de la cortina no me había funcionado, ¿pero y si probaba con esta? ¿Y si utilizaba la ofensiva a modo de defensa? Pero creo que tal vez fue excesivamente efectiva. Noté que Clancy daba una sacudida, que lanzaba un silbido que parecía de dolor.
—Oh, Dios mío —dije cuando por fin conseguí liberarme de la neblina que me oscurecía la mente—. ¡Lo siento mucho!
Pero cuando Clancy levantó la vista, estaba sonriendo.
—Te lo dije. Te dije que conseguirías encontrar la manera.
—¿Podemos volver a hacerlo? —pregunté—. Quiero asegurarme de que no haya sido por chiripa.
Clancy se llevó la mano a la frente.
—¿Y si descansamos un poco? Me siento como si me hubieses asaltado el cerebro.
Pero Clancy no pudo descansar. En cuanto pronunció aquellas palabras, ambos escuchamos una señal de advertencia muy distinta. En el otro lado de la habitación se oía un gemido estridente, un sonido que no había oído nunca, parecido a la alarma de un coche. Clancy hizo una mueca, agachó la cabeza para eludir el ruido e incluso se levantó de la cama de un salto.
Corrió hacia su mesa y abrió la tapa del ordenador. Escribió su contraseña casi a la velocidad de la luz, mientras la pantalla azulada del portátil iluminaba sus pálidas facciones. Llegué a su lado en el momento en que abría una aplicación.
—¿Qué está pasando? —le pregunté—. ¿Clance?
Ni siquiera levantó la vista.
—Se ha disparado una de las alarmas del perímetro del campamento. No te preocupes… es muy posible que no sea nada. En alguna ocasión hemos tenido animales que se acercan demasiado a la alambrada.
Tardé un minuto en comprender lo que veía en pantalla. Cuatro vídeos de distintos colores, cada uno de los cuales ocupaba una esquina de la pantalla; cuatro puntos de vista distintos de los límites del campamento. Clancy se inclinó hacia delante y situó las manos a ambos lados del ordenador.
Clancy cogió entonces la radio inalámbrica de color negro que se encontraba también encima de la mesa, sin separar ni un instante los ojos de la pantalla.
—Hayes, ¿me recibes?
Hubo un momento de silencio antes de que se oyera el gruñido de Hayes.
—Sí, ¿qué pasa? —se oyó con interferencias a través del micrófono.
—Ha saltado la alarma perimetral sudeste. Estoy viendo por pantalla la imagen, pero…
Creí que lo que iba a decir era «No veo a nadie ni nada», pero las palabras que pronunció a continuación me obligaron a meter la cabeza por debajo de su brazo para poder ver bien la pantalla.
—Sí, veo a un hombre y a una mujer. Ambos con ropa de ca… hostiles, por su aspecto.
Y allí estaban. Parecían de mediana edad, aunque era imposible asegurarlo. Iban vestidos con lo que solo podía calificarse como vestimenta de cazador, ropa de camuflaje de los pies a la cabeza. Incluso llevaban la cara pintada de un color parduzco.
—Entendido. Me encargo del tema.
—Gracias… consigue que retrocedan, ¿lo harás? —dijo Clancy con cautela, y luego bajó el volumen de la radio.
Perímetro sudeste… No era la zona de Liam, por suerte. Exhalé un suspiro de tranquilidad.
Seguía con los ojos pegados a la pantalla cuando Clancy cerró la tapa del ordenador.
—Volvamos al trabajo. Siento haberte distraído.
Creo que mi cara de sorpresa me traicionó.
—¿No tienes que ir? —pregunté—. ¿Qué les hará Hayes?
Clancy hizo un gesto con la mano restándole importancia. Una vez más.
—No te preocupes por eso, Ruby. Todo está controlado.
Tal vez una grieta no fuera suficiente para derribar las defensas de una fortaleza, pero sí fue suficiente para resquebrajarla y crear dos grietas, luego tres, luego cuatro. Después de aquel avance tan significativo, convertí en mi misión descubrir distintas maneras de deslizarme en el interior del cerebro de Clancy. Aunque, claro está, nunca conseguía permanecer ahí mucho tiempo antes de ser expulsada de malas maneras; pero cada pequeña victoria me animaba a conseguir otra, y luego otra. Conseguía sorprenderlo cuando estaba concentrado en otra cosa, si lo engañaba para que protegiese un recuerdo cuando en realidad yo iba tras otro. Mi actividad sorprendía a Clancy y creo que también, aunque no lo decía, lo entusiasmaba. Lo bastante, al menos, como para permitirme empezar a practicar con más gente.
En cierto sentido era como correr cuesta abajo; la inercia me empujaba hacia todo tipo de experimentos, grandes y pequeños. Una noche monté un lío espectacular a la hora de la cena, cuando cogí por mi cuenta a los seis niños que estaban preparándola y les implanté seis conceptos muy distintos sobre lo que había que preparar para la cena… y para prepararlo simultáneamente, además. Convencí hasta tal punto a una niña de que se llamaba Theodore, que se ponía a llorar cuando los demás se dirigían a ella por otro nombre. Me resultaba tan fácil convencer a cualquiera de que hiciera lo que yo le pedía, o hacerle creer que había hecho una cosa que en realidad no había hecho, que Clancy me dijo que había llegado el momento de pasar a intentar hacer lo mismo sin tener que tocar antes al ingenuo sujeto del experimento.
Estaba llegando a mi objetivo, lentamente y quizá con cierta inseguridad, pero resultaba delicioso saber que aquellas fenomenales y poderosas facultades que hasta ese momento me aterrorizaban estaban perfectamente atadas y controladas. En todos los aspectos me resultaban cada vez más sencillas y manejables.
Pero el martes siguiente tuvimos otra interrupción.
Una de las Amarillas de más edad, una chica llamada Kylie, aporreó de repente la puerta de la oficina de Clancy. No esperó a que nadie le diera permiso para pasar; de hecho, entró con tanto ímpetu que hasta me caí de la cama.
—¿Qué es esto de denegar nuestra solicitud para poder marcharnos? —Una maraña de rizos oscuros le cubría casi la cara—. Dejaste marchar al grupo de Sarah, dejaste incluso marchar a Greg y a sus compinches, y tanto tú como yo sabemos que colectivamente tienen el poder cerebral de una mosca…
Los tablones del suelo crujieron cuando di un paso atrás para volver a sentarme en la cama. Clancy había dejado la cortina abierta al levantarse para acudir a responder a la puerta y Kylie podía verme perfectamente. Se giró hacia Clancy, que había posado las manos en sus hombros para tranquilizarla.
—¡Oh, Dios mío! ¡Y tú aquí tonteando! ¿Has mirado siquiera mi propuesta? ¡He pasado días trabajando en ella!
—La he leído tres veces —dijo Clancy, indicándome con la mano que me acercara. La miró con la misma sonrisa tranquilizadora y la misma paciencia que había demostrado conmigo desde el inicio de las lecciones—. Pero estaré encantado de comentar contigo el porqué de mi decisión de declinarla. ¿Nos vemos mañana, Ruby?
Y de repente, me encontré de nuevo bajo el sol matutino.
El tiempo primaveral seguía siendo un hecho esporádico, frío y desapacible un día, cálido el siguiente. Después de pasar dos semanas encerrada con Clancy me resultaba más difícil si cabe mantener el ritmo de aquellas tendencias bipolares. Me quité la sudadera y me recogí el pelo en un moño suelto. Mi primera idea fue ir a ver qué tal seguía Zu, pero no deseaba interrumpir sus lecciones. Intenté localizar a Chubs en los huertos, pero la chica responsable me dijo —con su habitual tono mandón— que hacía una semana que no lo veía por allí y que pensaba chivárselo a Clancy para que le diese el castigo que se merecía.
—¿Castigo? —repetí, subiéndome por las paredes, pero no me dio más explicaciones.
Acabé localizándolo en el lugar más lógico.
—¿Sabes —le dije al llegar al embarcadero— que, de hecho, el pan es malo para los patos?
Chubs ni siquiera levantó la vista. Me senté a su lado, pero lo único que conseguí con ello fue que se levantara y se marchase, dejando incluso allí su mochila y su libro.
—¡Oye! —grité—. ¿Qué problema tienes?
No hubo respuesta.
—Chubs… ¡Charles!
Se giró por fin.
—¿Quieres saber qué problema tengo? ¿Por dónde quieres que empiece? ¿Qué te parece si te digo que ha pasado casi un mes y todavía seguimos aquí? ¿Qué te parece si te digo que el hecho de que tú, Lee y Suzume os paséis el día haciendo amistades y dando vueltas por ahí no tiene nada que ver con eso de que teníamos que trabajar para encontrar la manera de volver a casa?
—¿Adónde pretendes llegar con todo esto? —le pregunté. Tal vez no hubiera encajado tan bien como Liam y Zu, pero lo había visto hablando con otros chicos mientras trabajaba en el huerto. Me parecía que estaba bien, tal vez no feliz, aunque… ¿lo había visto alguna vez feliz?—. Este lugar no está tan mal…
—¡Es horroroso, Ruby! —me espetó—. ¡Horroroso! Nos dicen cuándo tenemos que comer, cuándo tenemos que dormir, cómo tenemos que vestirnos y nos obligan a trabajar. ¿Le ves alguna diferencia con respecto al campamento?
Respiré hondo.
—¡Eras tú el que quería venir aquí! Siento que no esté a la altura de tus elevadas e imponentes expectativas, pero a nosotros ya nos va bien. Si te esforzaras un poco, podrías ser feliz aquí. ¡Estamos a salvo! ¿A qué vienen tantas prisas por marcharte?
—Que tus padres no te quisieran, no significa que nuestros padres no nos quisieran tampoco a nosotros. A lo mejor tú no tienes prisa por volver a casa, ¡pero yo sí!
Fue como si me hubiese disparado al pecho. El corazón se me quedó sin sangre cuando levantó una mano para tirarse del pelo oscuro.
—He trabajado muchísimo, lo he estado intentando y tú, tú ni siquiera se lo has preguntado, ¿verdad?
—¿Preguntarle…? —Pero ya sabía a qué se refería. En cuanto pronuncié aquellas palabras supe exactamente la promesa que había hecho y no había cumplido. La sensación de rabia me dejó por los suelos—. Lo siento mucho. He estado tan liada con las lecciones que lo he olvidado.
—Pues yo no —dijo Chubs, y se largó, dejándome sola bajo aquel sol tan agradable.
Una hora después, me encontraba bajo un chorro de agua caliente, tapándome la cara con las manos.
Los lavabos del campamento —unos para chicos y otros para chicas— eran tan glamurosos como puede serlo cualquier retrete exterior. Los suelos eran de hormigón con los cantos biselados, las duchas tenían el suelo de planchas de madera y se separaban mediante cortinas de plástico repletas de manchas negras de moho. Cada noche íbamos allí a cepillarnos los dientes y lavarnos la cara y, un par de veces por semana, para ducharnos. Pero hoy, sin champú floral ni acondicionador que perfumaran el ambiente, me di cuenta de que aquel lugar que parecía una cueva olía a serrín.
Me quedé allí hasta oír los cencerros que anunciaban el fin de la hora de la comida. No tenía ningún plan para el resto de la jornada y cuando salí me tropecé justo con la persona que, sin ser consciente de ello, deseaba desesperadamente ver.
Liam se tambaleó con el impacto. Llevaba el pelo, mojado y más largo de lo que recordaba, adherido a las mejillas.
—¡Dios mío! —exclamé con una carcajada, mientras me llevaba una mano al pecho—. Me has dado un susto de muerte.
—Lo siento. —Sonrió y me tendió la mano—. Hola… creo que no hemos tenido oportunidad de conocernos. Me llamo Liam.