CAPÍTULO DIECINUEVE

Cuando estaba a punto de cumplir diez años, lo más importante para mí era que se trataba de una cifra de dos dígitos. Pero no estaba de humor para cumpleaños. Durante la cena, ocupé mi lugar habitual en la mesa, flanqueada por mis padres, y me entretuve dando vueltas a los guisantes en el plato, intentando ignorar el hecho de que ninguno de los dos hablaba, ni entre ellos ni conmigo. Mi madre tenía los ojos enrojecidos y vidriosos después de la pelea que habían tenido hacía menos de media hora; ella seguía obcecada en la idea de encontrar niños para poder agasajarme con una fiesta sorpresa, pero mi padre la había obligado a llamar a los invitados para cancelar el evento. Argumentaba que no era año para estar de celebraciones y que, como última niña que quedaba en el vecindario, sería cruel por nuestra parte colgar un cartel y los tradicionales globos en la entrada con motivo de mi cumpleaños. Yo había escuchado la pelea desde lo alto de la escalera.

La verdad es que lo de la fiesta de cumpleaños me traía sin cuidado. No conocía a nadie a quien realmente me apeteciera invitar. Lo más importante para mí era el hecho de que, con diez años de edad, me había vuelto vieja de repente o, mejor dicho, que pronto sería vieja. Empezaría a parecerme a las chicas que salían en las revistas, me obligarían a lucir vestidos y tacones, a maquillarme… a ir al instituto.

—Dentro de diez años a partir de mañana, tendré veinte.

No sé por qué lo dije en voz alta. Supongo que porque era una toma de conciencia tan importante, que debía compartirlo.

El silencio que siguió a aquel comentario resultó doloroso. Mi madre se enderezó en su asiento y se llevó la servilleta a la boca. Por un momento pensé que iba a levantarse e irse, pero mi padre posó la mano sobre la suya y la clavó en su sitio como un ancla.

Mi padre acabó de masticar su pollo a la barbacoa antes de obsequiarme con una poco convincente sonrisa. Se inclinó hasta que sus ojos verdes y los míos, idénticos, quedaron a la misma altura.

—Así es, abejita. ¿Y cuántos tendrás diez años más tarde?

—Treinta —dije—. Y tú tendrás… ¡cincuenta y dos!

Mi padre rio entre dientes.

—¡Eso es! Con medio pie en la…

«Tumba», dije mentalmente. «Con medio pie en la tumba». Mi padre se dio cuenta de su error antes de que la palabra le saliese de los labios, pero daba lo mismo. Los tres sabíamos a qué se refería.

Tumba.

Yo ya conocía la muerte. Sabía lo que pasaba cuando te morías. En el colegio, habían hecho venir especialistas para hablar con los pocos niños que habían vuelto de las vacaciones. La que asignaron a nuestra aula, la señorita Finch, realizó su presentación dos semanas antes de Navidad, vestida con un jersey de cuello alto de color rosa fucsia y unas gafas que le ocupaban media cara. Lo escribió todo en la pizarra, con gruesas mayúsculas. «LA MUERTE NO ES LO MISMO QUE EL SUEÑO. LE SUCEDE A TODO EL MUNDO. PUEDE PRODUCIRSE EN CUALQUIER MOMENTO. NADIE REGRESA DE LA MUERTE».

Cuando la gente muere, nos explicó, deja de respirar. Los muertos no tienen que comer, ya no hablan, ni piensan, ni nos echan de menos de la manera que nosotros los echamos a ellos de menos. No se despiertan, jamás. Nos dio un montón de ejemplos, como si fuéramos tontos o demasiado pequeños para entenderlo, como si los seis que quedábamos allí no hubiéramos visto cómo la luz de Grace se apagaba para siempre. Las flores muertas —la señorita Finch señaló el ramo de flores marchitas que había sobre la mesa de la profesora— no crecen ni vuelven a florecer. Horas de rollo. Horas preguntándonos «¿Lo habéis entendido?». Pero pese a todas sus respuestas, nunca respondió a la única pregunta que a mí me habría gustado formular.

—¿Qué se siente?

Mi padre levantó la cabeza de repente.

—¿Que qué se siente?

Miré el plato.

—Al morir. ¿Se siente algo? Sé que no es lo mismo en todos los casos, y que dejas de respirar y el corazón de latir, ¿pero qué se siente?

—¡Ruby! —gritó horrorizada mi madre.

—No pasa nada si duele —dije—, ¿pero sigues dentro de tu cuerpo cuando todo deja de funcionar? ¿Sabes que te has muerto?

—¡Ruby!

Mi padre unió las pobladas cejas a la vez que dejaba caer los hombros.

—Bueno…

—No te atreverás —dijo mi madre, sirviéndose de la mano que tenía libre para intentar apartar de sus temblorosos dedos la mano grande de mi padre—. Jacob, no te atreverás

Yo mantuve las manos cerradas en un puño bajo la mesa, intentando no mirar la cara de mi madre, que había pasado de un rubor intenso a una palidez impresionante.

—Nadie… —empezó a decir mi padre—. Nadie lo sabe, cariño. No puedo darte una respuesta. Es algo que descubriremos cuando llegue nuestro momento. Supongo que probablemente depende de…

—¡Para! —dijo mi madre, dando un palmetazo sobre la mesa con la mano libre. Los platos saltaron al ritmo del palmetazo—. ¡Ruby, sube a tu habitación!

—Tranquilízate —le dijo mi padre muy serio—. Es un asunto importante del que se debe hablar.

—¡No lo es! ¡En absoluto! ¿Cómo te atreves? Primero cancelas la fiesta, y cuando te digo…

Se puso rígida bajo la mano de mi padre. Y vi, boquiabierta, cómo cogía su vaso de agua y se lo lanzaba hacia él. Al tratar de esquivarlo, mi padre levantó la mano, el tiempo suficiente para que ella se soltara y se levantara de la mesa. La silla cayó con gran estrépito al suelo un segundo después de que el vaso se estampara contra la pared, justo detrás de la cabeza de mi padre.

Grité… no quería, pero se me escapó el grito. Mi madre vino hacia mí, me agarró por el codo y me obligó a levantarme, arrastrando el mantel conmigo.

—¡Para ya! —Oí que decía mi padre—. ¡Para! ¡Tenemos que hablar con ella sobre este tema! ¡Han dicho los médicos que debemos prepararla!

—Me haces daño —logré decir.

El sonido de mi voz sorprendió a mi madre, que bajó la vista al darse cuenta de que me estaba clavando las uñas en el antebrazo.

—Dios mío… —dijo, pero yo ya estaba en el pasillo, volando escaleras arriba, cerrando de un portazo la puerta de mi habitación y corriendo después el pestillo para aislarme de los gritos de mis padres.

Me sumergí bajo el edredón morado de la cama, arrojando antes al suelo mis siempre bien ordenados animales de peluche. Ni siquiera me tomé la molestia de cambiarme la ropa que llevaba del colegio, ni de apagar la luz. No lo hice hasta que estuve segura de que habían entrado en la cocina y estaban algo más lejos de mí.

Una hora más tarde, mientras aún respiraba el aire cargado de debajo del edredón y escuchaba el ronroneo del conducto de la ventilación, pensé en otra cosa importante que llevaba implícito el hecho de cumplir diez años.

Grace tenía diez años. También Frankie, y Peter, y Mario, y Ramona. La mitad de mi clase tenía diez años, la mitad que no había regresado al colegio después de Navidad. «Diez años es la edad en que comúnmente se manifiesta la ENIAA —había oído decir a un locutor—, aunque el mal puede afectar a cualquier niño en una edad comprendida entre los ocho y los catorce años».

Estiré las piernas y pegué los brazos a los costados. Contuve la respiración y cerré los ojos, manteniéndome lo más quieta posible. Muerta. La señorita Finch lo había descrito como una serie de paradas y noes. Se paran los pulmones. No te mueves. Se para el corazón. No duermes. Pero no me daba la impresión de que fuera tan sencillo.

«Cuando muere un ser querido, no vuelve a despertarse», nos había dicho. «No hay regresos ni segundas oportunidades. Desearíamos que regresaran, pero es importante que comprendáis que no pueden, y que no lo harán».

Las lágrimas me empezaron a rodar por las mejillas, a mojarme las orejas y el pelo. Me puse de lado, aplasté la cara contra la almohada para intentar no escuchar los gritos que seguían abajo. ¿Subirían a mi habitación para reñirme? Había oído pasos en las escaleras un par de veces, y luego la voz de mi padre ascendiendo, atronadora y terrible, vociferando palabras que ni me gustaban ni comprendía. Mi madre chillaba como si la hubiesen destripado.

Doblé las piernas para pegarlas al pecho y apoyé la cara en las rodillas. Por cada dos inspiraciones que realizaba, soltaba el aire una sola vez, y eso con suerte. El corazón me latía a toda velocidad desde hacía horas, se sobresaltaba cada vez que oía abajo el ruido sordo de algún golpe. Asomé la cabeza por encima del edredón en una única ocasión, para asegurarme de haber cerrado bien la puerta por dentro. Si intentaban entrar y la encontraban así, se enfadarían aún más, pero me daba lo mismo.

Notaba la cabeza ligera y pesada a la vez, pero lo peor de todo eran las palpitaciones. Aquel «dum-dum-dum» en la nuca, como si tuviera algo dentro aporreándome el cráneo, intentando romperlo.

—Parad —susurré, cerrando los ojos con fuerza para combatir el dolor. Me temblaban tanto las manos que ni siquiera podía taparme los oídos con ellas—. Por favor. ¡Parad, por favor!

Horas más tarde, cuando los pies me transportaron a la planta de abajo, encontré a mis padres en su habitación, a oscuras, profundamente dormidos. Me planté justo en la rendija de luz que se colaba por la puerta entreabierta, esperando a ver si se levantaban. Me pasó por la cabeza la idea de subir a su cama y meterme entre los dos, como solía hacer antes, acurrucarme en aquel pequeño espacio tan cálido y tan seguro. Pero mi padre me había dicho que ya era demasiado mayor para aquellas tonterías.

Lo que hice, en cambio, fue acercarme al lado de la cama donde dormía mi madre y darle un beso de buenas noches. Su crema con olor a romero le había dejado la mejilla resbaladiza, fresca y suave al tacto. En el instante en que acerqué los labios, me aparté de un respingo, percibí un destello blanco que me abrasaba los párpados. Por un extraño segundo, la imagen de mi propia cara se había antepuesto a una serie de pensamientos entremezclados y había desaparecido enseguida, como una fotografía al hundirse en aguas muy oscuras. Debió de moverse la manta y eso me había sobresaltado, y el susto me había ascendido hasta el cerebro, dejándolo en blanco por un segundo.

Ella no debió de notar nada, puesto que no se despertó. Tampoco mi padre, ni siquiera cuando con él me pasó otra vez aquella cosa extraña.

Cuando volví a subir la escalera, la opresión que sentía en el pecho empezó a menguar y desapareció por completo junto con el edredón cuando, ya en la cama, lo tiré al suelo de una patada. El tremendo dolor de cabeza aflojó también y me quedé con la sensación de tener el depósito completamente vacío. Tuve que cerrar los ojos para no ver cómo mi habitación se movía de un lado a otro en la oscuridad.

Y se hizo de día. La alarma del despertador sonó a las siete en punto, poniendo en funcionamiento la radio, justo cuando empezaba a sonar Goodbye Yellow Brick Road, de Elton John. Recuerdo que me senté en la cama, más sorprendida que otra cosa. Me toqué la cara y el pecho. La habitación, aún con las cortinas corridas, estaba muy iluminada para ser tan temprano, y el dolor de cabeza enseñó de nuevo las uñas en cuestión de pocos minutos.

Rodé por la cama y caí al suelo, al tiempo que notaba el estómago revuelto. Esperé a que los puntitos negros dejaran de flotar ante los ojos e intenté tragar saliva para humedecer la garganta. Conocía la sensación, conocía el significado de aquellos retortijones en el vientre. Estaba enferma. Estaba enferma el día de mi cumpleaños.

Me incorporé y me puse el pijama de Batman de camino hacia la puerta. Si mi madre se enteraba de que había dormido con mi preciosa camisa, se enfadaría aún más conmigo; la camisa estaba arrugada y empapada de sudor, aún a pesar del frío que empañaba la ventana del dormitorio. A lo mejor, mi madre se sentía mal por lo sucedido anoche y me dejaba quedarme en casa para demostrarme lo mucho que lo sentía.

No había siquiera llegado a los pies de la escalera cuando vislumbré ya el caos en que estaba sumida la sala de estar. Desde el descansillo parecía como si hubiese entrado una manada de animales y hubiese celebrado una jornada de maniobras tirándose cojines, volcando un sillón y destrozando absolutamente todos los portavelas de cristal que había sobre la mesita de centro, que estaba asimismo rajada. Las fotografías de la repisa de la chimenea estaban en el suelo, así como los retratos escolares que mi madre tenía sobre la mesita contigua al sofá. Y también los libros. A docenas. Durante su ataque de rabia, mi madre había vaciado la biblioteca. Los libros cubrían el suelo como un montón de caramelos de todos los colores del arcoíris.

Pero por espantoso que fuera el aspecto del salón, no me entraron ganas de vomitar hasta que llegué al último escalón y olí a beicon, no a panqueques.

En la familia no éramos muy de tradiciones, pero los panqueques de chocolate para los cumpleaños era una de las pocas que conservábamos, la única que prácticamente nunca pasábamos por alto. Hacía ya tres años que mis padres se olvidaban de dejar leche y galletas para Santa Claus, habían acabado también olvidando el pacto de que todos los fines de semana del 4 de julio iríamos de acampada e incluso, de vez en cuando, se olvidaban de celebrar el día de San Patricio. ¿Pero olvidarse de los panqueques el día de mi cumpleaños?

A lo mejor es que estaba tan enfadada conmigo que había decidido no prepararlos. A lo mejor me odiaba después de lo que le había dicho la noche anterior.

Cuando entré en la cocina, mi madre estaba de espaldas a mí, tapándome el sol que entraba por la ventana de encima del fregadero. Llevaba el pelo oscuro recogido en un moño suelto que reposaba sobre el cuello de su bata roja. Yo tenía otra igual; mi padre nos las había comprado el mes antes, por Navidad. «Rojo rubí para mi Ruby», había dicho.

Mi madre canturreaba para sus adentros, mientras con una mano giraba el beicon en la sartén y con la otra sostenía un periódico doblado. Fuera cual fuese la canción que tenía metida en la cabeza, era animada, alegre, y por un instante pensé que las estrellas se habían alineado correctamente en mi honor. Había superado lo de anoche. Me dejaría quedarme en casa. Después de meses enfadada e inquieta por cualquier menudencia, volvía a estar feliz.

—¿Mamá? —Y repetí, más fuerte—: ¿Mamá?

Se giró tan rápidamente que chocó con el mango de la sartén que tenía en los fogones y a punto estuvo de quemar el periódico con el fuego. Vi que corría a tocar los mandos de la cocina hasta que el olor a gas desapareció.

—No me encuentro bien. ¿Puedo quedarme en casa?

No hubo respuesta, ni siquiera pestañeó. Movió la mandíbula, como si estuviese masticando, pero tuve que acercarme hasta la mesa y tomar asiento para oírla por fin hablar.

—¿Cómo… cómo has entrado aquí?

—Tengo mucho dolor de cabeza y me duele el estómago —le expliqué, poniendo los codos sobre la mesa.

Sabía que odiaba que fuese una quejica, pero no hasta el punto de acercarse y agarrarme por el brazo.

—Te he preguntado cómo has entrado aquí, joven. ¿Cómo te llamas? —Su voz sonaba extraña—. ¿Dónde vives?

Cuanto más tardaba yo en responder, más me apretaba ella el brazo. Tenía que ser una broma, ¿no? ¿Estaría también ella enferma? A veces, la medicación para el resfriado le provocaba efectos secundarios graciosos.

Graciosos, claro. No aterradores.

—¿Puedes decirme cómo te llamas? —insistió.

—¡Ay! —grité, tratando de soltarme—. ¿Qué te pasa, mamá?

Tiró de mí para apartarme de la mesa y me obligó a levantarme.

—¿Dónde están tus padres? ¿Cómo has entrado en esta casa?

Noté una fuerte opresión en el pecho, como si fuera a reventarme.

—Mamá, mami, ¿por qué…?

—Calla —dijo entre dientes—. ¡Deja ya de llamarme eso!

—¿Pero qué…?

Creo que debí intentar decir algo más, pero ella me arrastró para llevarme hasta la puerta que daba al garaje. Resbalé sobre la madera con lo pies descalzos y me abrasé la piel.

—¿Pe-pe pero qué te pasa? —grité.

Intenté soltarme, pero mi madre ni siquiera me miraba. No lo hizo hasta que llegamos a la puerta del garaje y me aplastó la espalda contra ella.

—Podemos hacerlo a las buenas o a las malas. Sé que estás confusa, pero te prometo que no soy tu madre. No sé cómo has entrado en esta casa y, francamente, no estoy muy segura de querer saberlo…

—¡Pero si yo vivo aquí! —le dije—. ¡Vivo aquí! ¡Soy Ruby!

Cuando volvió a mirarme, no vi ninguna de las cosas que convertía a mi madre en «mamá». Las arruguillas que se le formaban alrededor de los ojos cuando sonreía se habían alisado y tenía la mandíbula tensa, preparada para lo que quisiera decir a continuación. Cuando me miró, no me vio a mí. Yo no era invisible, pero no era Ruby.

—Mamá. —Rompí a llorar—. Lo siento, no quería portarme mal. ¡Lo siento, lo siento! Por favor, te lo prometo, seré buena… iré al colegio y no me pondré enferma y recogeré mi habitación. Lo siento, recuerda, por favor. ¡Por favor!

Me puso una mano en el hombro y apoyó la otra en el pomo de la puerta.

—Mi marido es policía. Él podrá ayudarte a volver a casa. Espérate aquí… y no toques nada.

Abrió la puerta y me vi empujada contra un muro de gélido aire de enero. Salí a trompicones y me encontré en el suelo de hormigón manchado de aceite, conservando a duras penas el equilibrio. Me golpeé contra el lateral del coche de mi madre. Oí la puerta cerrarse con fuerza a mis espaldas y el ruido de la llave al girar en la cerradura. Oí luego a mi madre llamar a mi padre con la misma claridad que escuchaba los pájaros en los arbustos, al otro lado de la puerta exterior del oscuro garaje.

Ni siquiera me había encendido la luz.

Me incorporé hasta quedarme a cuatro patas, ignorando el frío aire que me rozaba la piel. Me lancé en dirección a la puerta y la busqué a tientas hasta localizarla. Intenté mover el pomo, lo forcé, confiando, rezando para que todo aquello no fuese más que una sorpresa de cumpleaños, y para que cuando volviera a entrar me encontrara con una bandeja de panqueques en la mesa y mi padre me trajera los regalos, y para que fingiéramos —podíamos hacerlo— que lo de la noche anterior no había sucedido, a pesar de las pruebas que se acumulaban en el salón.

La puerta estaba cerrada.

—¡Lo siento! —empecé a gritar. Aporreé la puerta—. ¡Lo siento, mamá! ¡Por favor!

Mi padre apareció al momento. Su silueta robusta se recortó contra la luz del interior de la casa. Vi la cara ruborizada de mi madre por encima de su hombro; él se giró para decirle que se marchara y encendió las luces.

—¡Papá! —dije, abrazándolo por la cintura.

Me lo permitió, aunque solo recibí a cambio unos leves golpecitos en la espalda.

—Estás a salvo —me dijo con su habitual voz profunda.

—Papá… no sé qué le pasa —balbuceé. Las lágrimas me ardían en las mejillas—. ¡Yo no pretendía ser mala! Tienes que solucionarlo, ¿vale? Mamá está… está…

—Lo sé, te creo.

Me separó los brazos del uniforme y me guio hacia la entrada. Nos sentamos en el escalón, de cara al turismo granate de mi madre. Lo vi rebuscar algo en los bolsillos mientras escuchaba mi relato de todo lo sucedido desde que había entrado en la cocina. Por fin sacó una pequeña libreta.

—Papá.

Intenté acercarme de nuevo, pero él me lo impidió interponiendo el brazo entre los dos. Entendido: nada de tocarse. Ya lo había visto con esa actitud otras veces, cuando en comisaría organizaban el Día en el Trabajo con Papá. Su forma de hablar, su precaución para que no lo tocase… lo había visto tratar así a otro niño, aunque ese niño tenía un ojo morado y la nariz rota. Aquel niño era un desconocido.

Cualquier esperanza que hubiera albergado se hizo de repente añicos.

—¿Te dijeron tus padres que habías sido mala? —preguntó, cuando pudo hablar por fin—. ¿Te has marchado de casa porque tenías miedo de que te hiciesen daño?

Me incorporé. «¡Esta es mi casa!», quería gritar. «¡Vosotros sois mis padres!». Pero era como si se me hubiese cerrado la garganta.

—Puedes hablar conmigo —dijo con mucha amabilidad—. No permitiré que nadie te haga daño. Lo único que necesito es que me digas cómo te llamas y luego iremos a la comisaría para realizar unas llamadas…

De todo aquello, no sé qué fue lo que al final pudo conmigo, pero antes de que pudiera evitarlo, empecé a aporrearlo con los puños, a pegarle con fuerza una y otra vez, como si con ello pudiera hacerle recuperar el sentido.

—¡Soy tu hija! —grité—. ¡Soy Ruby!

—Tienes que calmarte, Ruby —me dijo, agarrándome por las muñecas—. Todo irá bien. Llamaré antes a comisaría e iremos allí.

—¡No! —chillé—. ¡No!

Me apartó de nuevo de él y se levantó para acercarse a la puerta. Logré arañarle el dorso de la mano y refunfuñó de dolor. Cerró la puerta sin antes volver la vista atrás.

Volví a quedarme sola en el garaje, a menos de tres metros de mi bicicleta azul. A escasa distancia de la tienda que habíamos utilizado para acampar docenas de veces, del trineo con el que casi me parto un brazo. Tanto el garaje como la casa estaban repletos de retazos de mí, pero mi madre y mi padre no conseguían unirlos. No veían el rompecabezas terminado que tenían delante de sus narices.

Pero, tarde o temprano, acabarían viendo mis fotografías en el salón, o el desorden de mi habitación.

—¡… esa no es mi hija, Ruby! —oí que gritaba mi madre al otro lado de la pared. Hablaba con la abuela, tenía que ser con ella. La abuela la haría entrar en razón—. ¡No tengo ninguna hija! ¡No es mía! ¡Ya los he llamado, no… para! ¡No estoy loca!

Tenía que esconderme, no podía dejar que mi padre me llevara a comisaría, pero tampoco podía llamar al teléfono de emergencias para pedir ayuda. Tal vez si esperaba, mejorarían por sí solos. Me escurrí entre el coche de mi madre y la pared y corrí hacia los baúles de almacenamiento que había en el otro lado del garaje. Uno, dos pasos más y me metería en el primer baúl que encontrara y me escondería debajo de un montón de mantas. Pero la puerta del garaje empezó abrirse antes de que me diera tiempo a llegar.

No se abrió del todo, solo lo bastante para permitirme ver la nieve en el camino de acceso, la hierba y la mitad inferior de un uniforme oscuro. Forcé la vista, protegiéndome los ojos del deslumbrante resplandor blanco que me dificultaba la visión. Empecé a sentir de nuevo las pulsaciones en la cabeza, mil veces peores que antes.

El hombre del uniforme oscuro se arrodilló en la nieve, con los ojos ocultos tras unas gafas de sol. No lo había visto nunca, aunque lógicamente era imposible conocer a todos los agentes de la comisaría de mi padre. Aquel parecía más viejo. Más duro, recuerdo que pensé.

Me hizo señas con la mano y dijo:

—Estamos aquí para ayudarte. Sal, por favor.

Di un paso indeciso, luego otro. «Es un agente de policía», me dije. «Mamá y papá están enfermos y necesitan ayuda». Su uniforme azul marino parecía oscurecerse a medida que yo iba acercándome, como si estuviese empapado por la lluvia.

—Mis padres…

El agente no me dejó terminar.

—Sal, cariño. Ahora ya estás a salvo.

Cuando pisé la nieve con los pies descalzos y el hombre me tiró del pelo para obligarme a pasar por debajo de la puerta entreabierta, caí en la cuenta de que el uniforme era negro.

Cuando por fin recuperé el sentido y me encontré envuelta en una luz grisácea, supe, por la posición del asiento trasero y el olor artificial a detergente de limón, que estaba de nuevo en el interior de Betty.

El monovolumen no tenía el motor encendido y el asfalto de la carretera permanecía inmóvil, pero las llaves estaban en el contacto y sonaba la radio. A través de los altavoces oí a Bob Dylan susurrando la primera estrofa de Forever Young.

De repente, la canción dejó de sonar y apareció en su lugar la voz aturullada del DJ.

«… lo siento». El hombre soltó una carcajada nerviosa y ronca. «No sé por qué ha salido esta. Está en la lista de no programables. Bueno… volvamos… a la música. Esta responde a una petición de Bill, de Suffolk. Aquí tenemos We Gotta Get Out of This Place, de The Animals».

Abrí un ojo e intenté sentarme bien, sin éxito. Las pulsaciones de la cabeza seguían siendo tan brutales que me vi obligada a apretar los dientes para no vomitarme encima. Debieron de pasar más de cinco minutos antes de que me sintiera con fuerzas suficientes para levantar el brazo y llevarme la mano al epicentro del dolor, en la sien derecha. Acaricié una zona con la piel levantada y noté la tosca sutura que cerraba la herida.

«Chubs».

Estiré el brazo derecho por delante de mí. Lo deje caer, inútil y completamente dormido, hasta que la sangre volvió a circular por él. Empezó entonces a arderme y me sentí como si me estuvieran clavando agujas. Pero el dolor me fue bien. Sirvió para despertar el resto de mi cuerpo de su terco sopor.

Y no me dejó olvidar.

«Debería irme», pensé. «Ahora, antes de que vuelvan». Solo de pensar en la posibilidad de volverles a ver la cara, sentí una opresión tan grande en el pecho que creí que me iba a estallar.

«Lo saben».

«Lo saben».

Rompí a llorar. No me sentía orgullosa, pero sabía que no podía volver a pasar por aquello y salir indemne.

Oí pasos en el exterior.

—… diciendo que es demasiado peligroso. —Ese era Chubs—. Tenemos que plantearnos quitárnosla de encima.

—Ahora no quiero hablar de esto. —Liam parecía nervioso.

Con la ayuda de uno de los cinturones de seguridad conseguí enderezarme. La puerta corredera estaba completamente abierta, gracias a lo cual veía perfectamente a Chubs y Liam. Estaban de pie delante de una pequeña hoguera, rodeada por un círculo de piedras de desigual tamaño. Era casi noche cerrada.

—¿Cuándo quieres que hablemos de ello, entonces? —dijo Chubs—. ¿Nunca? ¿Vamos a continuar adelante fingiendo que todo esto no ha pasado?

—Zu aparecerá de un momento a otro…

—¡Perfecto! —exclamó Chubs—. ¡Perfecto! También ella tiene que decidir… todos tenemos que decidir, ¡no solo tú!

Nunca había visto a Liam tan colorado.

—¿Qué demonios pretendes que hagamos? ¿Qué la dejemos aquí tirada?

«Sí», me dije, «eso es justo lo que deberíais hacer». Y empecé a arrastrarme para pasar a los asientos intermedios, dispuesta a decírselo, cuando Chubs se abalanzó hacia delante y tiró a Liam al suelo sin ni siquiera tocarlo. Impertérrito, Liam cerró la boca hasta formar una línea tensa con los labios, levantó la mano y tiró literalmente del suelo de debajo de los pies de su amigo. Chubs chocó contra el suelo a la vez que sofocaba un grito, tan pasmado que no pudo hacer otra cosa que quedarse allí tumbado.

Liam seguía en el suelo, tapándose los ojos con los puños cerrados.

—¿Por qué nos haces esto? —gritó Chubs—. ¿Quieres que nos capturen?

—Lo sé, lo sé —dijo Liam—. Es culpa mía. Debería haber sido más cuidadoso…

—¿Por qué no me lo dijiste? —prosiguió Chubs—. ¿Lo has sabido todo este tiempo? ¿Por qué mentir? ¿De verdad quieres volver a casa o…?

—¡Charles!

La palabra me salió de la garganta como un grito desgarrado. No me dio la impresión de que mi voz sonara normal, pero los chicos la reconocieron al instante. El rostro de Chubs perdió parte de su acaloramiento cuando se volvió hacia mí y me vio, inmóvil, apoyada en la carrocería del monovolumen, que conservaba todavía el calor del sol. Liam se incorporó.

—Me iré, para… para que no tengáis que seguir peleándoos, ¿entendido? —dije—. Siento haberos mentido. Sé que debería haberme marchado, pero quería ayudaros a volver a casa porque vosotros me habíais ayudado a mí, y lo siento, lo siento muchísimo…

—Ruby —dijo Chubs, y lo repitió, esta vez más fuerte—: ¡Ruby! Oh, por el amor de… estábamos hablando de Black Betty, no de tu trasero Naranja.

Me quedé helada.

—Yo… pensaba… entiendo que queráis dejarme aquí…

—¿Qué? —Liam estaba horrorizado—. Hemos dejado la radio encendida por si te despertabas, para que supieras que no te hemos abandonado.

Dios mío, oír aquello solo sirvió para que me echara a llorar con más fuerza.

Cuando una chica llora, pocas cosas hay más inútiles que un chico. Y tener dos se tradujo en que se quedaron mirando el uno al otro, impotentes, en lugar de mirarme a mí. Chubs y Liam se levantaron por fin, incomodísimos, sin saber qué hacer, hasta que Chubs finalmente me acarició la cabeza igual que le habría acariciado la cabeza a un perro.

—¿Pensabas que queríamos librarnos de ti porque en realidad no eres una Verde? —Me dio la impresión de que a Liam le costaba hacerse a la idea—. La verdad, no me entusiasma pensar que no confiabas lo bastante en nosotros como para poder contarnos la verdad, pero era tu secreto.

—Confío en vosotros, de verdad —dije—, pero no quería que pensarais que os imponía mi presencia o que os había manipulado. No quería que me tuvierais miedo.

—Muy bien, en primer lugar —dijo Liam—, ¿por qué tendríamos que pensar que nos hiciste un truco mental Jedi para que te dejáramos quedarte con nosotros? Votamos… decidimos quedarnos contigo. En segundo lugar, ¿por qué, en nombre de la verde tierra de Dios, tendría que ser malo ser Naranja?

—No tenéis ni idea…

«… de lo que soy capaz de hacer».

—Exactamente —me interrumpió Chubs—. No tenemos ni idea, pero no veo muy probable que en los próximos tiempos vayamos a recibir un premio a la normalidad. ¿Así que sabes meterte en el cerebro de las personas? Pues nosotros dos somos capaces de mover a la personas como si fuesen muñecos. Una vez, Zu hizo estallar un aparato de aire acondicionado con solo pasar por su lado.

Pero no era lo mismo, y no podían entenderlo.

—No siempre puedo controlarlo como lo conseguís vosotros —dije—. Y a veces hago cosas… cosas malas. Veo cosas que no debería ver. Convierto a los demás en cosas que no son. Es terrible. Cuando me adentro en la cabeza de otra persona, es como pisar arenas movedizas; cuanto más intento salir de allí, más daño hago.

Chubs iba a decir algo, pero se calló. Liam se inclinó hasta poner su rostro a la altura del mío, tan cerca que nuestras frentes casi se rozaban.

—Te queremos —dijo, deslizándome la mano por el pelo hasta llegar a la nuca—. Ayer te queríamos, te queremos hoy y te querremos mañana. Y nada puedes hacer para cambiarlo. Si tienes miedo y no entiendes esas locas facultades tuyas, te ayudaremos a entenderlas… pero no pienses, ni por un solo segundo, que podríamos abandonarte.

Esperó a que lo mirara a los ojos antes de seguir hablando.

—¿Por eso te comportaste de aquella manera cuando dije que el Huidizo podía ser un Naranja? ¿Es esa la verdadera razón por la que quieres encontrarlo, o solo porque quieres ir a casa de tu abuela? Porque sea como sea, pequeña, te llevaremos hasta él.

—Son las dos cosas —dije. ¿Tan mal estaba querer las dos cosas?

Había dejado de llorar, pero notaba los pulmones pegajosos y pesados. Inspirar aunque fuera un solo gramo de aire me exigía un gran esfuerzo. No sabía por qué mi cerebro seguía en aquel estado, pero no quería pensar más en ello. Liam y Chubs me cogieron cada uno por un brazo y me acompañaron hacia la hoguera.

—¿Dónde estamos? —pregunté por fin.

—Confío que estemos en algún punto entre Carolina del Norte y el Great Dismal Swamp —respondió Liam, que todavía tenía la mano en mi espalda y me la acariciaba en círculos—. En el sudeste de Virginia. Y ahora que te has despertado, tengo que ver cómo va Zu. Vosotros dos quedaos aquí, ¿entendido?

Chubs asintió. Nos quedamos observando a Liam en silencio y luego Chubs se volvió hacia mí.

—Ruby —empezó a decir, con voz muy seria—. ¿Puedes decirme quién es el presidente?

Pestañeé.

—¿Y puedes tú decirme por qué me haces esta pregunta?

—¿Recuerdas lo que pasó?

¿Lo recordaba? Era un recuerdo nebuloso y distorsionado, como si estuviera contemplando el sueño de otra persona.

—Un hombre enfadado —dije—. Un rifle. La cabeza de Ruby. Ay.

—¡Vale ya, hablo en serio!

Hice una mueca de dolor al tocarme la sutura de la frente.

—¿Puedes bajar la voz? Tengo la cabeza a punto de estallar.

—Sí, te está bien empleado por asustarnos a todos de esta manera. Ten, bebe esto —dijo, mientras me daba lo que quedaba de la botella de agua. Me dio lo mismo que el agua estuviera pasada o caliente; la engullí de un solo trago—. Mi padre solía decir que las heridas en la cabeza tienen peor pinta de lo que en realidad son, pero te digo de verdad que creía estar curando un cadáver.

—Gracias por haberme dado esos puntos —dije—. Recuerdo un poco a Frankenstein, pero supongo que es lo que toca, teniendo en cuenta todo lo que ha pasado.

Chubs suspiró, algo exasperado.

—Frankenstein es el nombre del médico que creó el monstruo, no del monstruo en sí.

—No dejas pasar ni una.

—No me incordies ahora con eso. Eres tú la que no sabe de literatura clásica.

—Es gracioso, no creo que ese lo tuvieran en la biblioteca de Thurmond.

No era mi intención pronunciar el comentario de forma tan brusca, pero no era una experiencia agradable que alguien te recordase que tu nivel de conocimientos era equivalente al de un niño de diez años.

Tuvo la decencia de poner cara de compungido y exhaló un prolongado suspiro.

—Anda… tómatelo con calma, ¿de acuerdo? El corazón se me acabará resintiendo con tanto estrés.

Durante todo aquel rato, mientras Chubs y Liam intentaban tranquilizarme, no podía dejar de dar vueltas a la conversación que había oído por casualidad. Comprendía, por muy horroroso que fuera, la necesidad de prescindir de Betty. Los de las FEP y los rastreadores conocían ya su existencia. Pero sus palabras contenían algo más… algo más que los enfrentaba. Tenía la sensación de saber qué era, pero no podía preguntárselo a Liam. Quería la verdad, no una versión edulcorada de la misma. Necesitaba darme un baño de realidad. Y la respuesta solo podía dármela Chubs.

Pero dudé, porque a sus pies, en el suelo entre nosotros, estaba el ejemplar de La colina de Watership de Chubs. Y no podía dejar de pensar en aquella frase, la que me había hecho enfadar tanto la primera vez que leí el libro siendo una niña.

«Los conejos necesitan dignidad y, por encima de todo, la voluntad de aceptar su destino».

En el libro, los conejos se habían tropezado con aquella colina —aquella comunidad— que aceptaba regalos en forma de comida de los humanos a cambio de que los humanos mataran a algunos de ellos. Los conejos habían dejado de luchar contra el sistema, porque les resultaba más fácil aceptar aquella pérdida de libertad, olvidar cómo era todo antes de quedar encerrados detrás de una valla, y lo preferían a vivir en libertad luchando a diario por encontrar alimento y cobijo. Habían decidido que la pérdida de algunos de los suyos compensaba la comodidad temporal de muchos.

—¿Será siempre así? —pregunté, doblando las rodillas contra el pecho y apoyando la cara en ellas—. Aún en el caso de que encontráramos East River y nos ayudaran… siempre habrá una Lady Jane a la vuelta de la esquina, ¿verdad? ¿Habrá merecido la pena?

«La voluntad de aceptar su destino». En nuestro caso, ese destino era no volver a ver nunca a nuestras familias. Ser siempre acosados y perseguidos hasta el último rincón oscuro de tierra donde intentáramos escondernos. Algo había que hacer, no podíamos vivir de aquella manera. No estábamos hechos para eso.

Chubs me apoyó una mano en la nuca, pero tardó un buen rato en poner en orden sus pensamientos.

—Es posible que nunca llegue a cambiar nada —dijo—. ¿Pero no te gustaría estar presente por si acaso cambia?

No sé si fue el humo de la hoguera lo que me tranquilizó, o la repentina reaparición de Zu, que venía de inspeccionar las instalaciones de un campamento cercano para asegurarse de que no había nadie. Mientras me abrazaba por la cintura, los chicos empezaron a reunir todas las provisiones que quedaban en Betty.

—¿De modo que así es cómo encontraste la pista? —dijo Liam—. ¿Viste un recuerdo de ello?

Asentí.

—Ahora no parece tan impresionante, ¿verdad?

—No, no, no quería decir eso —dijo Liam, y añadió rápidamente—: Es simplemente que trato de imaginarme cómo sería el interior de la cabeza de ese niño, y lo mejor que se me ocurre es un cenagal lleno de cocodrilos. Debe de haber sido terrible.

—No tan terrible como introducirme en la cabeza de alguien que me gusta —reconocí.

—¿Lo has hecho? —preguntó Chubs después de casi diez minutos de silencio. Liam estaba ocupado mirando si podía servirse de la llave de Betty para hacer palanca y abrir los botes de fruta y de sopa.

—¿Si he hecho el qué?

—¿Te has metido alguna vez en la cabeza de alguno de nosotros? —preguntó por fin.

Su forma de decírmelo me recordó la de un niño que pregunta el final del cuento al irse a dormir. Con ansiedad. Resultaba sorprendente que en todas las pesadillas que había tenido sobre lo que ocurriría cuando descubrieran la verdad, siempre había imaginado que Chubs era el que peor se lo tomaba.

—Pues claro que está en nuestra cabeza —dijo Liam, esforzándose por abrir la tapa del bote—. Ruby es ahora uno de los nuestros.

—No me refería a eso —protestó Chubs—. Solo quiero saber cómo funciona. Nunca había conocido a un Naranja. En Caledonia no había.

—Y seguramente era así porque el gobierno los eliminó a todos —dije, dejando caer las manos sobre el regazo—. Al menos, eso fue lo que pasó con ellos en Thurmond.

Liam levantó la cabeza, alarmado.

—¿A qué te refieres?

—Durante los dos o tres primeros años de mi estancia allí, había chicos de todos los colores, incluso Rojos y Naranjas —les conté—, pero… nadie sabe muy bien por qué o cómo sucedió todo. Algunos decían que se los habían llevado porque causaban muchos problemas, pero corrían también rumores de que los habían trasladado a otro campamento, un lugar nuevo donde poder hacerles más pruebas. Una mañana, nos despertamos y todos los Rojos, Naranjas y Amarillos ya no estaban.

Pensarlo en ese momento me resultaba prácticamente tan aterrador como la sensación que me había embargado entonces.

—¿Y qué pasó contigo? —preguntó Chubs—. ¿Cómo lo hiciste para que no se te llevaran?

—Me hice pasar por Verde desde un buen principio —dije—. Vi que los de las FEP tenían mucho miedo de los Naranjas y engañé al científico que me hizo la prueba de clasificación. —Me costó mucho continuar—. Aquellos niños eran… eran muy conflictivos. A lo mejor ya eran así antes de poseer sus facultades, o se odiaban a sí mismos por tenerlas, pero la verdad es que hacían cosas horribles.

—¿Cómo qué? —insistió Chubs.

Dios, no podía ni hablar de ello. Físicamente me resultaba imposible hablar. No quería hablar sobre los centenares de juegos mentales que les había visto practicar con los soldados de las FEP. No quería hablar sobre el recuerdo de tener que fregar el suelo de la Cantina después de que un Naranja le ordenara a un soldado de las FEP que abriese fuego contra todos los demás soldados que hubiera allí. El estómago me dio un vuelco tan violento que percibí incluso el sabor amargo y metálico de la sangre. Podía olerlo. Recordaba perfectamente bajo las uñas la dolorosa sensación de restregar el suelo hasta dejarlo impoluto.

Chubs abrió la boca, dispuesto a hablar, pero Liam levantó una mano para acallarlo.

—Lo único que sabía era que tenía que protegerme a mí misma.

Y era verdad, porque a mí también me daban mucho miedo los Naranjas. Tenían algo muy malo. Teníamos. Era aquel parloteo constante, el torrente de sentimientos y pensamientos de los demás, supongo. Al final uno aprendía a bloquearlo en parte, construía un frágil muro entre su cerebro y el de los demás, pero no antes de que los pensamientos venenosos de alguien hubieran entrado allí y mancillado los suyos. Los había que pasaban tanto tiempo fuera de su propio cerebro, que cuando por fin regresaban eran incapaces de hacerlo funcionar correctamente.

—Así que ya veis —dije finalmente—, habéis cometido un error permitiendo que me quede con vosotros.

Zu negó con la cabeza, afligida por mi sugerencia. Chubs se rascó los ojos para disimular. Solo Liam tuvo valor para mirarme a la cara. Y su mirada no era de repugnancia, ni de miedo ni de ninguna de las miles de emociones desagradables que tenía todo el derecho a sentir: era solo de comprensión.

—Intenta imaginarte dónde estaríamos sin ti, cariño —dijo en voz baja—, y entonces tal vez comprendas la suerte que hemos tenido.