CAPÍTULO DIECIOCHO

Tenía los ojos cerrados, pero sabía perfectamente lo que había sucedido. Sabía que sus pupilas se habían encogido para dilatarse acto seguido, para quedar tan abiertas como vulnerables. A la espera de una orden.

El cerebro de Liam era un borrón de colores y luces. De repente me encontraba junto a un niño rubio con pelele, aferrado a la mano de una mujer. A continuación me apoyaba en el parachoques delantero de un coche antiguo, acompañado por un hombre de expresión bondadosa y brazos fuertes que señalaba el motor del coche. Luego vi la cara de un niño que salía despedida hacia atrás después de que yo le diera un puñetazo en la nariz, oí el rugido de aprobación del círculo de niños que se había formado a nuestro alrededor. Vi las piernas larguiruchas de Chubs colgando del extremo de la litera superior, y luego me encontré justo delante de Black Betty, viendo cómo Zu montaba en el asiento de atrás, con aspecto frágil y famélico.

Y luego me vi a mí.

Me vi a mí con la luz del sol reflejada en el pelo oscuro, partiéndome de risa en el asiento del acompañante. No sabía que mi imagen fuera esa.

No.

No.

«¡No! No quiero ver…».

Le di un bofetón. El sonido resonó entre las ramas de los árboles. El dolor me abrasó la mano y se extendió rápidamente por el brazo hasta alcanzar el pecho. Oí también algo más… un chasquido, como un hueso seco partiéndose. Me tambaleé, como si hubiera sido él quien me había pegado a mí. Y casi deseaba que hubiera sido así, puesto que el dolor me habría distraído de la mareante sensación de aturdimiento que vino después.

Caí presa del pánico. Por mis innumerables experiencias en Thurmond sabía que la mejor manera de interrumpir una conexión era hacerlo despacio, con cuidado. Desenmarañar uno a uno los hilos invisibles que nos unían. ¿Qué fue exactamente lo que sucedió con Sam? Un movimiento equivocado y me retiré tan deprisa y tan enérgicamente de su cerebro que le arranqué con ello cualquier vestigio de mí.

¿No fue eso?

¿No fue eso?

El dolor fue menguando a medida que me alejaba de él.

—¿Ruby?

¿Por qué siempre me ocurría aquello? ¿Por qué no podría contenerme aunque fuese solo por una vez?

Liam me miraba. Me miraba a mí, no a través de mí. Me miraba fijamente, o quizá completamente perplejo. Me fijé en el cardenal que se le empezaba a formar en la mejilla.

¿Lo habría oído bien? ¿Mi nombre?

—¿Qué demonios ha pasado? —Soltó una media carcajada—. Es como si acabara de pegarme el defensa de un equipo de fútbol.

—He resbalado…

¿Y qué podía decir? Tenía la verdad en la punta de la lengua, a la espera, pero si Liam lo supiese, si supiese lo que acababa de hacerle…

—Y ahí estaba yo, intentando ser valiente y todo ese rollo, presto a recogerte. —Rio entre dientes y buscó el árbol más cercano para apoyarse—. ¡Lección aprendida! La próxima vez te dejo caer, pequeña, porque, tío, pegas fuerte…

—Lo siento —musité—. Lo siento mucho…

Liam dejó de reír.

—Verde… sabes que hablo en broma, ¿no? De verdad, hay que ser especial para que te tumbe la misma persona a la que intentas recoger. Además de recordarme algún que otro momento humillante de las clases de educación física en el colegio, estoy bien, sinceramente… ¿qué pasa?

«¿Recuerdas de qué estábamos hablando?».

—Oh, Dios mío —dijo, dándose de pronto cuenta de que yo seguía en el suelo—. ¿Estás bien? No puedo creer que ni siquiera te lo haya preguntado… ¿te has hecho daño?

Evité la mano que me tendía. Era demasiado pronto.

—Estoy bien —dije—. Creo que deberíamos ir volviendo. No has apagado el motor de Betty.

Mi voz sonó tranquila, pero por dentro me sentía como en medio de un desierto. Toda la esperanza que había brotado, que había crecido y se había expandido, que había dado sus frutos, se había secado en un solo instante. Había cometido un error, pero él no lo sabía. Los demás nunca se daban cuenta.

No podía volver a pasar. Esta vez había tenido suerte; él seguía acordándose de mí, aun cuando no recordara lo que yo había hecho, pero nada garantizaba que tuviera siempre esa misma suerte.

Se acabó lo de tocarse. Se acabó lo de acariciarle el brazo, se acabó lo de un hombro que roza el hombro del otro. Se acabó lo de darle la mano, por cálida y acogedora que fuese.

Solo eso era ya motivo suficiente para localizar al Huidizo y suplicarle que me ayudara.

—Sí… ya —dijo, asintiendo, pero no pasé por alto su entrecejo fruncido al volver a mirarme, ni el tremendo dolor en el pecho que sentí cuando pasó por mi lado y no extendió la mano para alcanzar la mía.

Iniciamos el camino de regreso al monovolumen, yo cinco pasos por delante de él. Rodeamos el muro del área de descanso, pasamos junto a las fuentes de agua y luego entre los bancos metálicos y las mesas protegidas bajo el voladizo. Doblé la esquina caminando a toda velocidad, casi corriendo. Imaginé que Chubs y Zu habrían salido del coche y estarían manipulando la máquina expendedora para conseguir que expulsara el poco contenido que quedara en su interior.

Pero no era Chubs quien me esperaba al doblar la esquina, y tampoco era Zu.

Pelo oscuro, ojos más oscuros si cabe. Un hombre que no podía tener más de veinticinco años, con una cicatriz que se iniciaba justo debajo del ojo derecho y ascendía hasta el nacimiento del pelo, donde la piel rosada y reluciente impedía el crecimiento de nuevo cabello. Procesé mentalmente sus facciones de una en una, con una lentitud agónica. El hombre contrajo entonces el rostro y arrugó la nariz en un gesto de repugnancia.

Liam gritó mi nombre, presa del pánico. Oí el ruido sordo de sus pasos sobre el cemento. «Corre», deseaba gritarle. «¿Pero qué haces? ¡Corre!». Me volví de nuevo hacia el hombre —el rastreador— vestido con un arrugado cortavientos azul, justo a tiempo de ver la culata de su rifle a punto de golpearme el rostro, de borrar de un plumazo todos mis pensamientos.

El dolor era atroz. Cerré los ojos y vi una luz blanca bajo los párpados. Estaba en el suelo, aunque no inconsciente. Cuando el hombre me tiró de la camiseta para intentar levantarme, moví la pierna y lo atrapé por los tobillos, haciéndolo tropezar. Se derrumbó en el suelo con un gruñido y el arma rodó hasta estamparse contra unas piedras. Pataleé hasta establecer contacto con algo sólido. Pero sabía que con eso no bastaba.

Intenté incorporarme, pero el mundo giraba vertiginosamente a mi alrededor. La cabeza me palpitaba y sentí entonces que del ojo derecho supuraba un líquido caliente: sangre. Noté el sabor, con la misma claridad que percibí un movimiento y, acto seguido, vi que Liam levantaba al rastreador del suelo realizando un simple gesto con la mano. A continuación, lo lanzó, como si fuese un muñeco de trapo, contra los afilados bordes de las mesas de picnic, dejándolo fuera de combate de un solo golpe.

«Zu, Chubs, Zu, Chubs». Mi cabeza había entrado en un bucle. Me llevé una mano a la frente, hacia el punto donde la culata del rifle me había dejado una marca dentada en la piel.

No sé qué pasó a continuación. Fue como si algunos segundos no hubiesen quedado debidamente registrados en mi cabeza. Creo que Liam debió de intentar ayudarme, pero imaginó que yo lo aparté con movimientos torpes y lentos.

«¡Corre!», intenté decir. «¡Marchaos de aquí!».

—Ruby… Ruby.

Liam intentaba captar mi atención porque no había visto aún lo que le esperaba.

Zu y Chubs estaban sentados en el suelo, junto a Betty. Tenían las manos esposadas a la espalda y los pies sujetos con una cuerda de color amarillo. A su lado, nada más y nada menos que Lady Jane.

Era la primera vez que la tenía tan cerca, a distancia suficiente como para ver con claridad el lunar que le adornaba la mejilla y la forma hundida de sus ojos detrás de la montura negra de las gafas. La melena oscura, rizada por la humedad, le caía sobre sus hombros, pero aún tenía la piel de la cara tensa, como si hubieran tirado de ella. Iba vestida con una camisa negra, primorosamente recogida en el interior de unos pantalones vaqueros rematados con un cinturón de herramientas. Reconocí prácticamente todos los innumerables objetos que colgaban de él: el identificador naranja, un arma paralizadora, esposas…

—Hola, Liam Stewart —dijo la mujer, con un acento frío y sedoso.

A mi lado, Liam apoyó los pies en el suelo y levantó los brazos, para derribarla, supongo. La mujer se limitó a realizar un leve gesto negativo y le indicó con la mirada su brazo izquierdo, que estaba extendido hacia abajo. Recorrí con la mirada el brazo en toda su longitud y descubrí que la mano que lo remataba sujetaba una pistola que apuntaba directamente a la cabeza de Zu.

—Lee…

La voz de Chubs sonó excepcionalmente aguda, pero fue la mirada de Zu lo que me detuvo en seco.

—Acércate —dijo la mujer—. Despacio, con las manos en la cabeza… ahora mismo, Liam, pues de lo contrario no te garantizo que no se me escape el dedo. —Ladeó la cabeza.

«Pánico», pensé, «el botón del pánico… ¿pero dónde estaba?». Había dejado la mochila debajo del asiento del acompañante. Si pudiera cogerla, su pudiera llegar hasta la puerta…

—¿Sí? —respondió Liam—. ¿Y a cuánto está mi cotización últimamente? ¿De verdad piensas que van a salirte bien los números si has tenido que dedicar tres semanas enteras a cazarnos?

La sonrisa de la mujer titubeó, pero reapareció de nuevo, dejando al descubierto más dientes aún que antes.

—Tu cotización sigue siendo buena, querido, doscientos cincuenta mil dólares. Deberías sentirte orgulloso. La primera vez apenas me dieron diez mil por ti.

Liam temblaba de rabia, estaba tan sofocado que no podía ni hablar. Oí incluso su respiración atascada en la garganta. De repente comprendí por qué sabía tanto de ella: era la mujer que lo había capturado la otra vez.

—No puedes ni imaginarte la sorpresa que me llevé cuando vi tu nombre aparecer de nuevo en la base de datos de las recompensas… y lo que daban por ti. Por lo que parece, desde la última vez que nos vimos te has metido en bastantes problemas.

—Sí, bueno… —replicó Liam con voz ronca—. Se hace lo que se puede.

—Y dime, ¿cómo has podido cometer la estupidez de regresar de nuevo al mismo lugar? ¿No se te ocurrió que iría a buscarte allí? —La mujer ladeó la cabeza—. Tus amigos se mostraron encantados de contarme hacia dónde ibas y por qué, a cambio de que los soltara. Lake Prince, ¿no es eso?

Mi dolor cedió paso al miedo.

«Y si localiza East River…». Me resultaba imposible imaginarme las consecuencias.

Pero Liam sí, por lo visto. Los nudillos se le pusieron blancos por el esfuerzo de mantener las manos en alto, pegadas a la cabeza.

—Si a cambio de entregarte me ofrecen esta cantidad, imagínate lo que me darán por un campamento entero lleno de niños —dijo—. Lo bastante como para poder volver por fin a casa, creo, así que te doy las gracias. No tienes ni idea del dinero que cuesta conseguir que un funcionario haga la vista gorda y admita a alguien procedente de un país asolado por la enfermedad.

Transcurrió un segundo de silencio ensordecedor, simplemente porque sabía muy bien cuál sería la respuesta de Liam.

—Si sueltas a los demás, puedes quedarte conmigo —dijo, sin separar aún las manos de la cabeza—. No te daré ningún problema.

—¡No! —gritó Chubs—. No…

La mujer no lo pensó ni un momento.

—¿Crees que voy a hacerte a ti algún favor? No, Liam Stewart, me quedo con todos, incluso con tu chica… tal vez tendrías que plantearte en qué condiciones está antes de considerar cualquier tipo de trueque.

Liam me miró de reojo y se dio cuenta entonces de que tenía la cara ensangrentada. Me esforcé en mantener la vista centrada y di un minúsculo paso al frente.

—No sé de dónde vienes, niñita, pero te aseguro que el sitio al que vas a ir no será ni la mitad de agradable.

«No pienso regresar».

Ninguno de nosotros regresaría. No si estaba en mis manos evitarlo.

—Ven aquí —dijo, con los ojos clavados en mí y el arma apuntando ahora a Liam—. Tu primero, niña. Me cuidaré especialmente de ti.

Avancé pasito a pasito, ignorando la respiración forzada de Liam y el zumbido que notaba en los oídos. Miré a Chubs, luego a Zu, a continuación la cara de indecible satisfacción de aquella mujer. Todos me miraban.

«Todos se enterarán».

Y nadie estaría dispuesto a seguir conmigo después de aquello.

—Gírate —vociferó la mujer.

Dirigió rápidamente la mirada hacia el lugar en el que seguía su acompañante, oculto entre un montón de mesas de picnic. Al desviar su atención, vi que relajaba levemente la mano con que sujetaba el arma y aproveché la oportunidad.

Levanté la rodilla y se la clavé en el pecho. La pistola cayó al suelo con gran estrépito y Liam salió corriendo hacia mí, pero yo fui más rápida. Seguía sangrando, notaba el líquido caliente que me resbalaba por la cara y me goteaba por la barbilla. La mujer abrió los ojos de par en par cuando la agarré del cuello con una mano y la incrusté contra la puerta de Betty. Y cuando la miré a los ojos, supe que era mía. El dolor de su mirada sirvió para comunicármelo.

Adentrarme en su cerebro fue tan sencillo como exhalar un suspiro. Cuando vi que las pupilas se le encogían y recuperaban de inmediato su tamaño normal, fue como si me hubieran envuelto el cerebro en un alambre de púas que iba estrechando su cerco a cada segundo que pasaba.

Vi el rostro de Chubs por el rabillo del ojo, que me observaba atónito. Cuando vi que intentaba levantarse, se lo impedí con un pie. No. No era seguro. Todavía no.

La mujer miró a su alrededor, con los ojos muy abiertos pero desenfocados. Fue entonces cuando empecé a sentir el latido en los oídos. «Da-du, da-du, da-du, da-du…». No hubiera sabido decir si era mi corazón o el de ella.

—Recoge el arma y entrégasela —dije, ladeando la cabeza hacia el lugar donde sabía que estaba Liam.

Viendo que no se movía, imaginé el gesto y lo introduje en las burbujeantes formas negras de su cerebro. No tuve valor para observar la reacción de Liam cuando la mujer depositó la pistola en su mano extendida.

—Escúchame con mucha atención —dije. Notaba el sabor amargo de la sangre en la boca—. Ahora darás media vuelta y echarás a andar hacia la autopista. La cruzarás y te adentrarás en el bosque… y seguirás andando hasta que pase una hora… y te sentarás donde estés y no te moverás de allí. No comerás… ni dormirás… ni beberás, por mucho que lo desees. No te moverás.

Cada vez me resultaba más difícil imaginar lo que estaba diciéndole e introducirlo en su cerebro, imponerle la idea de que hiciera lo que yo le decía. No porque no pudiera con ella, sino porque me daba cuenta de que me costaba controlar mi propia consciencia.

«Puedes hacerlo», me dije. Daba igual que nadie me lo hubiese enseñado, o que nunca jamás lo hubiera puesto en práctica. Al fin y al cabo, era una cuestión de instinto. Como si siempre lo hubiera sabido.

Cerré los ojos y busqué entre los recuerdos que burbujeaban detrás de sus ojos. Me encontré conduciendo por una autopista, con una mano en el volante y la otra señalando el indicador del área de descanso. Aparqué el coche de manera que quedara medio oculto entre los árboles y empecé a caminar hacia el solitario monovolumen negro estacionado en el aparcamiento. Prolongué mi estancia en aquel recuerdo, capté el aroma de la lluvia y de la hierba, percibí la brisa ligera que soplaba, hasta que su acompañante llegó junto al monovolumen. Iba armado con un rifle, dispuesto a abrir fuego.

Expulsé el recuerdo de mi cabeza imaginando un vacío en el lugar que ocupaba Black Betty en el aparcamiento. Retrocedí en sus recuerdos hasta encontrarme con los chicos del Walmart, con el secreto sobre East River que ellos le habían revelado. Las imágenes se diluyeron en rayos de luz, como gotas de lluvia que resbalan por el parabrisas de un coche.

—Y ahora… no recordarás nada de todo esto, ni a ninguno de nosotros.

—No recordaré nada de esto —repitió ella como un loro, como si la idea fuese suya y acabara de ocurrírsele.

La solté, pero mi dolor seguía allí. Ella consiguió enfocar un poco la mirada. El dolor seguía allí. Dio media vuelta y echó a andar hacia la autopista desierta.

El dolor seguía allí.

No, iba a peor. Me brotó de la sien una gota de sudor que fue cayendo lentamente. Estaba empapada. Tenía el pelo pegado a la cabeza. La camiseta se había convertido en una segunda piel. Me agaché. Si acababa desmayándome, cuanto más cerca del suelo estuviera, mejor.

«Dios, no quiero desmayarme. No te desmayes. No. Te. Desmayes…».

Oí que Liam decía algo. Uno de sus pies entró entonces en mi campo visual y me aparté.

—No… —empecé a decir.

«No me toques. Ahora no».

Y fue extraño, porque lo último que vi antes de cerrar los ojos no fue el maltrecho asfalto, no fue el cielo, no fue siquiera mi reflejo en la carrocería de Betty. Fue un claro recuerdo de mí misma, de unos días antes: Liam iba sentado en el asiento del conductor cantando a pleno pulmón Layla, a coro con Derek and the Dominos, desafinando de tal modo que incluso Chubs reía a carcajadas. Zu estaba sentada justo detrás de él, moviéndose al ritmo de la música, sacudiendo el cuerpo al compás del gemido de la guitarra eléctrica. Era tan fácil entonces, reír y fingir, aunque fuese por un instante, que todo saldría bien. Que yo era como ellos.

Porque no lo sabían, ninguno de ellos lo sabía y ahora sí: todo había acabado. Había acabado y nunca jamás volvería a vivir momentos como aquellos.

Ojalá hubiera intentado hacerme con el botón del pánico. Ojalá hubiera llegado Cate para alejarme de ellos, para llevarme de nuevo con las únicas personas dispuestas a aceptar al monstruo que yo era.