CAPÍTULO DIECISÉIS

Pasó una hora, tal vez más, hasta que la respiración de Liam se regularizó y empezó a roncar. Dormía boca arriba, con las manos apoyadas sobre la suave franela de la camisa. Su rostro, que antes parecía marcado por las sombras oscuras de antiguas magulladuras, volvía a ser joven. Con su barba de tres días y su constitución fuerte podía pasar por un chico de veinte años, aunque dormido no engañaría a nadie.

Se giró hacia Zu, que dormía entre nosotros bajo una montaña de mantas y que era lo único que me impedía en aquel momento acercarme un poco más a él, deslizar la mano bajo la de Liam y conocer el contenido de sus sueños.

Pero la distancia entre nosotros tenía su razón de ser. Imaginar un futuro en el que yo no existiera, en el que me hubiera borrado involuntariamente de sus recuerdos, me obligaba a mantener las manos escondidas bajo las piernas y, por una vez, mantenía también mi cabeza a raya.

Cuando oí que Greg y sus compañeros se revolvían en el interior de su tienda, dejé correr del todo mi intención de dormir. Sus voces sonaron al principio como un murmullo, indistinguibles las unas de las otras, y fueron subiendo de volumen a medida que iban transcurriendo los minutos. Al final, encendieron la linterna en la intensidad más baja, aunque suficiente para verla al trasluz de la tela verde de su tienda.

Salí y, caminando de puntillas, avancé hasta quedarme pegada a su tienda. Cuanto más me acercaba, más aumentaba el volumen de sus murmullos, y también el tono apremiante.

—… ellos —murmuraba Greg—. No les debemos nada.

Cerré los puños con fuerza. La ansiedad y la desconfianza que había ido acumulando en el transcurso de las últimas horas alcanzaron un punto crítico. Por un segundo, deseé haberme traído la mochila, donde seguía escondido el botón del pánico a la espera de ser utilizado si la situación se ponía fea. «Eres una imbécil, Ruby», pensé. «Una imbécil».

Librarnos de Greg y de sus amigos no me preocupaba. Aunque fueran armados, teníamos oportunidades. Pero si intentaban hacer algo mientras dormíamos, o si pedían refuerzos…

Me detuve en seco.

Chubs se me había adelantado y estaba montando guardia.

Estaba sentado ante la tienda, con las largas y delicadas piernas cruzadas delante del cuerpo y el cuaderno de deberes de Zu en el regazo. Estaba inclinado hacia la otra tienda, tan concentrado en captar la conversación que ni siquiera se había dado cuenta de mi presencia, por lo que se llevó un susto de muerte al verme aparecer.

—¿Zu? —Miró en mi dirección forzando la vista.

—¿Zu? —repetí yo en un susurro—. ¿De verdad?

Y lo de «¿de verdad?» lo dije en serio.

Le arranqué el cuaderno y el lápiz de Zu y lo abrí sin siquiera mirar lo que había estado escribiendo.

«¿QUÉ HACES?», escribí, y se lo enseñé. Chubs hizo un gesto de impaciencia y se negó a responder cuando le devolví el lápiz.

«¿CREES QUE PRETENDEN INTENTAR ALGO?».

Pasado un rato, suspiró y movió afirmativamente la cabeza.

«YO TAMBIÉN», escribí. «¿ME ACOMPAÑAS?».

Por el modo en que dejó caer los hombros, vi que Chubs comprendía que no le quedaba otra elección. Se levantó rápidamente, sin hacer ruido, y se limpió las manos en la parte delantera de sus pantalones de algodón de color beis.

—Tengo un mal presentimiento —dijo Chubs cuando estuvo seguro de que no podían oírnos. Tal y como estábamos situados, veíamos su tienda pero ellos no podían vernos—. Sobre esos chicos.

—¿Crees que pretenden robarnos?

—Lo que creo es que quieren robarnos a Betty.

Se produjo una prolongada pausa; noté que Chubs estaba mirando, pero yo seguía sin despegar los ojos de la tienda de los chicos, a la espera de que sucediese algo.

—Deberías irte a dormir otra vez —dijo con voz ronca, mientras se cruzaba de brazos. Pero su forma de decírmelo me llevó a preguntarme si estaría intrigado por conocer mi respuesta—. ¿Qué hacías despierta, de todos modos?

—Lo mismo que tú, me imagino —dije—. Asegurarme de que nadie es brutalmente asaltado, golpeado o asesinado mientras duerme. Esperar a ver si esos chicos son los cabrones que creo que son.

Chubs resopló al oírme decir aquello y se pasó la mano por la frente. Transcurrió un rato de silencio, pero noté que el ambiente se relajaba y pasaba de una precavida hostilidad a cierto nivel de aceptación. Vi que ya no estaba tan tenso y cuando ladeó la cabeza hacia mí, lo interpreté como un sutil gesto de invitación. Di un paso hacia él.

—Ya ha sido bastante malo para él tener que volver aquí —murmuró Chubs, más para sí mismo que para mí—. Dios…

—¿Liam? —dije—. Por lo que entiendo, fue aquí donde lo capturaron junto con sus amigos, ¿es eso?

Chubs asintió.

—Nunca me ha contado la totalidad de la historia, pero creo que lo que pasó fue que Felipe y él se tropezaron con una tribu de Azules. En lugar de reclutarlos, como se esperaba Lee, los de la tribu les dieron una paliza y les robaron todo lo que tenían: comida, mochilas, fotografías familiares, todo. Se instalaron aquí unos días con la intención de recuperar fuerzas, pero estaban tan hechos polvo que no pudieron eludir a los rastreadores cuando los encontraron.

Se me hizo un nudo en la garganta.

—Lee cree que es probable que los de aquella tribu los delataran —prosiguió Chubs—. Que cobraron una buena recompensa por ello.

No sabía qué decir. Solo de pensar que un niño, uno de los nuestros, era capaz de ponerse en contra de los suyos a cambio de dinero, me entraron ganas de destrozar la estantería en la que estábamos apoyados y convertirla en un montón de chatarra.

—Confío en Liam —dije en voz baja—. Es muy buena persona, pero los demás lo calan enseguida… y creo que esta gente no tiene buenas intenciones.

—Pienso exactamente lo mismo —dijo Chubs—. Se esfuerza tanto en buscar la parte buena de la gente que pasa por alto el cuchillo que llevan en la mano.

—E incluso entonces, se echaría a sí mismo la culpa de que la gente llevara ese cuchillo y se disculparía por ser un blanco tan tentador.

Eso era lo que más me preocupaba de Liam: era tan confiado y tenía tan buen corazón que habría sido un perfecto boy scout. Me parecía una muestra asombrosa de terquedad o de ingenuidad que alguien que había visto tanta muerte y sufrimiento siguiera creyendo incondicionalmente que todo el mundo era tan íntegro como él. Su carácter me inspiraba simultáneamente exasperación e instinto de protección, y lo mismo le pasaba a Chubs, por lo visto.

—Creo que ambos sabemos que no es ni mucho menos perfecto, por mucho que se empeñe en serlo —dijo Chubs, sentándose en el suelo y apoyando la espalda contra una estantería vacía—. Nunca ha sido un gran pensador. Siempre se precipita y corre a hacer lo que su instinto le dicta, y luego cuando la realidad le estalla en la cara, se machaca con autocompasión y culpabilidad.

Asentí, jugueteando con un desgarrón en la manga de mi nueva camisa de cuadros que ni siquiera había visto. Después de oírlo hablar con Zu, había comprendido que se sentía tremendamente culpable por lo sucedido la noche de la fuga, aunque por lo que parecía, el problema era todavía más profundo.

—Te lo remendaré luego —dijo Chubs, señalando el tejido rasgado. Tenía las palmas de la mano abiertas sobre las huesudas rodillas y tamborileaba sobre ellas con los dedos—. Recuérdamelo.

—¿Quién te enseñó a coser? —pregunté.

Al parecer, no era la pregunta adecuada, pues Chubs enderezó la espalda y se quedó rígido, como si acabara de lanzarle un cubito de hielo por el cuello de la camiseta.

—Yo no sé coser —me espetó—. Sé suturar. Coser tiene una finalidad decorativa, suturar sirve para salvar vidas. No lo hago porque sea divertido. Lo hago porque es práctico.

Me miró por encima de la montura de las gafas, esperando a ver si yo había captado lo que acababa de decirme.

—Mi padre me enseñó a realizar puntos de sutura antes de que yo pasase a la clandestinidad —dijo por fin—. Por si acaso tenía que enfrentarme a alguna urgencia.

—¿Es médico? —pregunté.

—Es cirujano especializado en traumatología —respondió Chubs con orgullo—. Uno de los mejores de Washington, D. C.

—¿Y tu madre?

—Trabajaba en el Departamento de Defensa, pero la despidieron cuando se negó a incorporarme a la base de datos de la ENIAA. Ahora no sé a qué se dedica.

—Suena estupendo —dije.

Chubs rio, y comprendí que aquel cumplido le había gustado.

Pasaron los minutos y la conversación fue decayendo. Cogí el cuadernillo de Zu y lo abrí por el principio. Las primeras páginas contenían dibujos y garabatos, y a continuación seguían páginas y más páginas de problemas de matemáticas. La caligrafía de Liam era clara y precisa y, sorprendentemente, también lo era la de Zu.

Betty recorrió 195 kilómetros en tres horas. ¿A qué velocidad conducía Lee?

Tienes cinco barritas de caramelo para compartir con tres amigos. Las partes por la mitad. ¿Cuánto le corresponde a cada amigo? ¿Cómo puedes asegurarte de que lo que sobre se reparte equitativamente para que Chubs no se queje?

Y luego pasaba a una página con una caligrafía completamente distinta. Emborronada y descuidada. Las letras eran más oscuras, como si la persona que las había escrito lo hiciera apretando muy fuerte contra el papel.

Estoy fascinado por Swift, es uno de mis autores favoritos. Sobre este libro, fuera de comentarios poco inteligentes, no sé qué más puedo mencionar que no se haya dicho ya. Debo destacar la brillantez de sus juegos de palabras y no puedo dejar de comentar las similitudes con Robinson Crusoe, en especial el contacto que se establece en la parte a bordo del barco rumbo a Liliput. Una interacción entre parodia y originalidad tan brillante como esta no abunda. Cuando empieza la historia, nos encontramos un Gulliver soñador, aventurero y deseoso de conocer mundo por mar. En la novela visita distintos lugares, donde podemos ver la evolución del personaje. Si tuvieras que elegir, no me digas que no te decantarías por la parte dedicada a la isla Laputa, donde te sentirías como en el paraíso, pudiendo dedicarte a estudiar todo el día; yo lo echo de menos. Este libro es perfecto para los que disfrutan con la literatura de viajes y con un fondo de reflexión, y para los que querrían viajar por al menos medio mundo. A través de cada viaje, el personaje evoluciona y tú te transformas con él. Si estás buscando una novela para empezar a leer, quiero recomendarte encarecidamente esta genial obra.

—Mmm… —Le enseñé a Chubs aquella página—. ¿Es tuyo esto?

—Dámelo —dijo.

Su expresión era de pánico. No solo pánico, por el modo en que se le ensancharon las aletas de la nariz y le temblaron las manos, era casi como si le hubiese dado un susto de muerte. El sentimiento de culpa se apoderó de mí. Le devolví la libreta y arrancó la hoja.

—Oye, lo siento —dije, preocupada al ver que se había quedado blanco—. No lo he hecho con mala intención. Pero me preguntaba por qué te dedicas a escribir ensayos cuando crees que nunca jamás volveremos al colegio.

Me miró fijamente unos segundos, hasta que finalmente suavizó su impenetrable expresión. Soltó todo el aire que había retenido en sus pulmones.

—No estoy practicando para volver al colegio. —Y en lugar de guardarse la hoja de papel, la dejó en el suelo, entre los dos—. Antes… antes de entrar en el campamento, mis padres pensaban que los de las FEP estaban investigándolos, y no se equivocaban, como bien sabes. Me escondieron en la cabaña de mis abuelos y… ¿te acuerdas lo que te dije sobre el control policial que impusieron sobre Internet? Tuvimos que idear una forma de eludirlo, sobre todo a partir del momento en que empezaron a presionar a mi madre en el trabajo.

Miré de nuevo la hoja.

—¿Y le enviabas comentarios sobre libros?

—Tenía un ordenador portátil y varias tarjetas para conectarme a Internet —dijo—. Publicábamos los comentarios de los libros en la red. Era la única manera que se nos ocurrió de hablar sin que ellos se enteraran de lo que decíamos.

Se inclinó sobre el papel y tapó el texto de modo que quedara visible una columna formada por la primera palabra de cada línea. «Estoy fuera no puedo contacto. Interacción donde y cuando digas te echo de menos te quiero».

—Oh.

—Ahora quería escribirle —dijo Chubs—. Por si acaso puedo conectarme, aunque solo me quedan unos minutos.

—Eres un genio —dije—. Todos en tu familia sois unos genios.

La respuesta fue un bufido.

—No me digas.

Pero la pregunta que de verdad quería formularle me ardía en la garganta. Extrajo entonces una baraja de cartas del maletín que tenía a su lado.

—¿Te apetece jugar unas partidas? —dijo—. Creo que aquí tenemos para rato.

—Por supuesto… aunque solo sé jugar a las Parejas y a la Pesca.

—Muy bien. —Tosió para aclararse la garganta—. No tenemos la baraja adecuada para jugar a las Parejas y, por desgracia para ti, soy un maestro jugando a la Pesca. En quinto gané un concurso jugando a la Pesca.

Sonreí y esperé a que repartiera las cartas.

—Eres una estrella, Chubs, un… —Arrugó la nariz al oír mi calificativo—. No puedo llamarte otra cosa si desconozco tu verdadero nombre.

—Charles —dijo—. Charles Carrington Meriwether IV, de hecho.

Intenté mantenerme impertérrita. Por supuesto, no podía haberse llamado de otra manera.

—Muy bien, Charles. ¿Charlie? ¿Chuck? ¿Chip?

—¿Chip?

—No sé, lo encuentro mono.

—Uf. Llámame Chubs y ya está. Como todo el mundo.

Lo averigüé.

Debían de ser más de las cinco de la mañana, mucho después de que diéramos por finalizadas diversas y delirantes payasadas y partidas de cartas, consecuencia de un exceso de caramelos y una tremenda falta de sueño. Ambos esperábamos que la cosa cayera por su propio peso, que se acabara demostrando que teníamos razón con respecto a aquellos chicos. Nos agenciamos un bate de béisbol y no le dimos la espalda a las tiendas en las que dormían en ningún momento. Cuando el agotamiento pudo por fin con nosotros, fuimos turnándonos para dormitar un ratito en el suelo.

Cogí de nuevo el cuaderno de Zu para evitar la tentación de adormilarme acunada por los ronquidos rítmicos de Chubs y añadí unas cuantas nubes y estrellas a la primera página de garabatos. Volví a hojear el cuaderno y las páginas se fueron como un abanico, hasta que las detuve al dar con lo que estaba buscando.

«540».

Era un prefijo telefónico de la zona del estado en la que nos encontrábamos. Seguro. La abuela había vivido un tiempo cerca de Charlottesville y yo tenía un recuerdo muy vago de estar en la cocina de casa de mis padres y ver ese número escrito en la libreta que había al lado del teléfono. Pero el área que abarcaba… no era un territorio pequeño y, por otro lado, nada garantizaba tampoco que el número representara un prefijo telefónico.

Ahora, sin tres pares de ojos ansiosos puestos en mí, me resultaba más fácil pensar, aunque lo complicaba un poco el hecho de que estuviera en reserva, en lo que al nivel de sueño se refiere. Como tenía mucho tiempo por delante, empecé de nuevo: cambiando el orden de los números, intentado crear anagramas, sustituyendo unas letras por otras.

La sensación fue apoderándose poco a poco de mí, abriéndose paso entre las partes más abigarradas y cansadas de mi cerebro. Ese número, el 540… ¿dónde lo había visto? ¿Por qué me parecía que…?

Y a punto estuve de echarme a reír a carcajadas cuando caí en la cuenta. A punto.

Había visto aquel número en la radio despertador de los recuerdos de Greg, hacía apenas unas horas, con un resplandor deslumbrante que iluminaba incluso los turbios nubarrones de su cerebro.

Era 540 AM: una emisora de radio.

Con zarandear a Chubs para que se despertara no me bastó, no cuando la emoción me desbordaba por todas partes. Me abalancé sobre su espalda, dándole un susto de muerte y, sin querer además, un golpe tremendo en los riñones. No sé muy bien qué sonido emitió cuando caí sobre él, pero no me pareció lo que se dice muy humano.

—¡Despierta, despierta, despierta! —le dije entre dientes, tirando de él, enfurruñándome, maldiciendo para que se pusiera en pie—. Cuando os dijeron eso de «EDO», ¿os dieron algún detalle más?

—Oye, Verde, si mañana puedo andar será un verdadero milagro…

—¡Escúchame! —dije aún entre dientes—. ¿Mencionaron algo sobre sintonizar, o sobre captar?

Me lanzó una mirada funesta.

—Lo único que dijeron fue que comprobáramos Edo.

—¿Comprobar? —repetí—. ¿Eso fue exactamente lo que dijeron?

—¡Sí! —respondió, exasperado—. ¿Por qué?

—Antes me equivoqué —dije—. Creo que el número no tiene nada que ver con un prefijo telefónico. Estábamos en lo cierto. La última letra no es una letra… es un cero. Cinco cuarenta. Es una emisora de radio.

—¿Y cómo demonios has llegado a esa conclusión?

Ah. Ahora venía lo complicado. Cómo ocultar el hecho de que los había engañado y había visto la respuesta, que habían sido mis supuestas facultades mentales las que habían resuelto el acertijo.

—Estaba pensando en otras cosas que tengan tres dígitos y entonces he recordado que ellos, Greg y sus chicos, mencionaron que tenían que encontrar una radio en el establecimiento. Ya sé que os lo tendría que haber dicho antes, pero es que no le he dado importancia hasta ahora.

—Dios mío. —Chubs movió la cabeza de un lado a otro, pasmado—. No puedo creérmelo. Sinceramente, en este viaje de mierda hemos tenido tan mala suerte que ya empezaba a pensar que al menos dos de nosotros acabarían muertos y enterrados antes de que lo averiguásemos.

—Necesitamos una radio —dije—. Creo que tengo razón, pero por si acaso… deberíamos poner a prueba mi teoría antes de comunicárselo a los demás.

—¿Betty?

—¡No! —No pensaba dejar la tienda sin vigilancia, ni siquiera un cuarto de hora—. Me ha parecido ver una radio por la parte posterior del local. Voy a buscarla.

Eché a correr. El establecimiento me envolvía en haces oscuros y colores apagados, pero nada de lo que pudiera acecharme me daba miedo en aquel momento. Por suerte, lo de la radio no fueron imaginaciones mías. Estaba debajo de la pequeña montaña de maderas y mantas que habían reunido Liam y su amigo durante el tiempo que habían pasado aquí.

Cuando regresé, me encontré a Chubs deambulando delante de las estanterías. Dejé la radio despertador en una de ellas, a la altura de nuestros ojos, y empecé a tocar botones, buscando el del encendido.

Tenía que ser yo la que la encendiera, y la que manoseara el botón del volumen, que hasta el momento no hacía otra cosa que machacarnos los oídos con interferencias. Era una radio despertador vieja, una maltrecha cajita plateada, pero funcionaba. Los altavoces empezaron entonces a emitir sonidos de voces, de cuñas publicitarias e incluso alguna que otra canción antigua que reconocí.

—Tiene que ser una emisora AM —dijo Chubs, cogiendo la radio—. Las frecuencias de FM no van más allá del 108, creo. Veamos…

Lo primero que pensé fue que Chubs no había sintonizado la emisora adecuada. Jamás en mi vida había escuchado un sonido como el que vomitaban los altavoces: un gruñido grave de parásitos salpicado por algo que sonaba como una bañera llena de cristales rotos que alguien estuviera removiendo. No era doloroso como el Ruido Blanco, pero tampoco resultaba especialmente agradable.

Pero vi que Chubs seguía sonriendo.

—¿Sabes qué es? —me preguntó. Y estuvo encantado de explicármelo cuando vio que le respondía con un gesto negativo—. ¿Sabías que existen determinadas frecuencias y tonos que solo pueden captar los niños con cerebro psi?

Me sujeté en la estantería para no caerme. Sí que lo sabía. Cate me lo había contado cuando me dijo que los supervisores del campamento habían incrustado en el Ruido Blanco una determinada frecuencia que servía para desenmascarar a los elementos más peligrosos que siguieran ocultos en las otras cabinas.

—No es tanto que los demás no puedan oír el ruido, sino que su cerebro traduce los sonidos de un modo diferente a como lo hacemos nosotros… es fascinante. Hicieron algunas pruebas en Caledonia, para ver si existían determinados tonos que los de un color captaban y los de otros colores no, y siempre sonaba así cuando…

Y antes de que pudiera terminar la frase, se oyó un clic y el ruido se apagó. Lo sustituyó una suave voz masculina que susurró lo siguiente: «Si puedes oír esto, eres uno de los nuestros. Si eres uno de los nuestros, podrás encontrarnos. Lake Prince. Virginia».

El mensaje se repitió tres veces, luego volvió a sonar el clic y reapareció la frecuencia que habíamos escuchado antes. Incapaces de hacer otra cosa, Chubs y yo nos quedamos mirándonos, sin habla.

—¡Dios mío! —dijo Chubs—. ¡Dios mío!

Y luego empezamos a decirlo los dos, a saltar y dar brincos, a agitar los brazos como si nos hubiésemos vuelto locos, como si durante los últimos días no hubiésemos estado a punto de llegar a las manos no sé cuantas veces. Lo abracé sin ningún miedo ni cohibición; con pasión, embargada por la emoción hasta el punto de que se me llenaron los ojos de lágrimas.

—¡Hasta te daría un beso! —exclamó Chubs.

—¡No, por favor! —dije jadeando.

Me abrazaba con tanta fuerza que pensé que acabaría rompiéndome las costillas.

Liam, bien como consecuencia de su reloj interno o bien por culpa de los gritos de Chubs, fue el primero en despertarse. Por el rabillo del ojo le vi asomar la despeinada cabeza rubia por debajo de la solapa de entrada a la tienda. Nos miró una sola vez y desapareció de nuevo hacia el interior, para emerger otra vez al cabo de un segundo con una expresión dividida entre la perplejidad y la preocupación.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Qué sucede?

Chubs y yo nos miramos, con una sonrisa idéntica.

—Despierta a Zu —dije—. Los dos vais a querer escuchar lo que tenemos que contaros.