Me quedé dormida en algún punto entre Staunton y Lexington y me desperté justo a tiempo de tener una vista perfecta del imponente edificio blanco de Roanoke, el antiguo Walmart de Virginia.
El cartel azul seguía aferrado con desesperación al edificio, pero era el único detalle que recordaba el centro comercial que fuera en su día. En el aparcamiento había carros de la compra que corrían de un lado a otro según soplasen las ráfagas de viento. Con la excepción de algunos coches abandonados y de los contenedores verdes de la basura, el gigantesco aparcamiento asfaltado estaba vacío. Bajo el resplandor anaranjado del sol de la tarde, daba la sensación de que el Apocalipsis había llegado a Virginia.
Y estábamos a un tiro de piedra de Salem. A diez minutos en coche. Se me hizo un nudo en el estómago solo de pensarlo.
Liam insistió una vez más en salir solo del coche a examinar la zona. Noté en el brazo el roce del guante amarillo de Zu y no necesité mirarla para adivinar la expresión de su cara. Deseaba tan poco como yo que Liam se adentrara en la boca del lobo completamente solo.
«Por eso te has quedado con ellos», me recordé. «Para velar por su seguridad». Y en aquel momento, la persona que más me necesitaba era la que empezaba a alejarse del coche.
Bajé corriendo de Black Betty.
—Tocad el claxon tres veces si hay algún problema —dije, y cerré la puerta.
Liam debió de oírme, pues se quedó esperándome apoyado en una de las oxidadas casetas destinadas a almacenar los carros de la compra.
—¿Puedo convencerte de alguna manera de que vuelvas corriendo al coche?
—No —dije—. Vamos.
Tomé la delantera y Liam me siguió con las manos metidas en los bolsillos. No le veía la cara, pero su forma de caminar arrastrando los pies hacia las maltrechas puertas del centro me bastaba para imaginármela.
—Antes me has preguntado cómo es que conocía este lugar… —dijo, cuando nos acercamos a la entrada.
—No… no, tranquilo, ya sé que no es de mi incumbencia.
—Verde —dijo Liam—. No pasa nada. Lo único es que no sé por dónde empezar. ¿Sabes que tanto Chubs como yo estuvimos escondidos? No fue lo que se dice agradable para ninguno de los dos. Aunque él, como mínimo, estuvo en la cabaña que tienen sus abuelos en Pensilvania.
—Ya, y tú tuviste el placer de esconderte en este estupendo establecimiento norteamericano.
—Entre muchos otros —dijo Liam—. No… no me gusta hablar de esa época delante de Zu. No quiero que piense que su vida será siempre así.
—Pero no puedes mentirle —dije—. Sé que no quieres asustarla, pero no puedes fingir y decir que su vida no será dura. No me parece justo.
—¿No te parece justo? —Inspiró profundamente y cerró los ojos. Cuando tomó de nuevo la palabra, su voz había recuperado el habitual tono amable—. Da lo mismo, olvídalo.
—Mira —dije, cogiéndolo del brazo—. Lo entiendo. Estoy de tu lado. Pero no puedes comportarte como si todo fuera a ser fácil. No le hagas esto a Zu… no le des falsas esperanzas. He pasado media vida en un campamento con miles de niños que se hicieron mayores pensando que mamá y papá siempre estarían a su lado y todos ellos, todos nosotros, hemos salido gravemente perjudicados.
—Vaya, vaya —dijo Liam. Su enfado había desaparecido por completo—. Tú no estás perjudicada.
Podría haberle replicado hasta quedarme afónica.
Quien quiera que hubiera desmontado las puertas correderas de cristal de acceso a Walmart no se había tomado la molestia de buscar un lugar donde guardarlas. El suelo, a muchos metros alrededor de los desnudos marcos metálicos de color negro, estaba cubierto de fragmentos de cristal. Nos abrimos paso con cuidado de no pisarlos y nos adentramos en aquel extraño espacio que ocupaba antes la recepción.
Liam avanzaba a mi lado y resbaló con el polvo cetrino que se había acumulado en el suelo. Reaccioné rápidamente cogiéndolo por el brazo y refunfuñó, sorprendido. Lo ayudé a enderezarse, pero Liam mantuvo la vista fija en el suelo, donde se vislumbraban con claridad una docena de huellas.
Eran de todo tipo y tamaño, desde el dibujo dentado de la suela de una bota de montaña masculina hasta las ondulaciones decorativas de una zapatilla deportiva infantil, estampadas en el suelo como formas de galletas recortadas en la masa recién extendida.
—Podrían ser antiguas —le dije en voz baja.
Liam asintió, pero no se apartó de mi lado. Mi suposición no engañaba a nadie.
Hacía tiempo que el establecimiento estaba sin luz y era evidente que llevaba una temporada abandonado. No transcurrió más de un segundo entre que oímos el primer ruido en las estanterías cercanas y el salto que dio Liam para situarse delante de mí.
—Es… —empecé a decir, pero Liam me silenció con un gesto. Observamos las estanterías, esperando a ver qué pasaba.
Y cuando el ciervo, un animalito elegante y encantador de pelaje sedoso color caramelo y grandes ojos negros, salió brincando de detrás de los revisteros volcados, Liam y yo nos quedamos mirando y rompimos a reír a carcajadas.
Liam se llevó un dedo a los labios y me indicó con la mano que continuara avanzando, mientras examinaba con la mirada la oscura hilera de cajas registradoras idénticas que se extendía frente a nosotros. Alguien había cogido los carritos de plástico del interior del establecimiento y los había colocado en los pasillos con la intención de construir una especie de muro fortificado para defenderse de visitantes indeseables. Con cuidado, sin mover la montaña de cestas de plástico, nos encaramamos sobre la cinta transportadora de la caja registradora más próxima. Desde allí vi más estanterías alineadas delante de la otra salida. Pero parecía como si algún objeto de gran tamaño hubiera acabado destrozando la improvisada barricada.
«¿Qué puede haber hecho eso?».
Creo que todo el mundo, psi o no, tiene una parte que es capaz de sintonizarle con los recuerdos de un determinado lugar. Los sentimientos más intensos, especialmente los de terror y desesperación, dejan una huella en el ambiente que reverbera en quien quiera que tenga la desgracia de volver a ese lugar. En aquel momento sentí que la oscuridad me acariciaba la barbilla, que me llamaba y me pedía en susurros que avanzara para conocer sus secretos.
El escalofrío que me recorrió la espalda me dio a entender que allí había sucedido algo terrible. El viento silbaba a través de las destrozadas puertas, interpretando una chirriante canción que ponía los pelos de punta.
Quería irme de allí. No era un lugar seguro. No era un lugar para Zu ni para Chubs. ¿Pero por qué seguía avanzando Liam? Las luces de emergencia del techo parpadeaban, zumbaban como cajas en cuyo interior hubieran quedado atrapadas infinidad de moscas. Por debajo de ellas, todo estaba cubierto de una desagradable luz verdosa. Liam siguió avanzando por el primer pasillo, hacia una oscuridad que parecía querer engullirlo.
Me sumergí en aquella piscina de estanterías metálicas vacías, la mitad de las cuales estaban volcadas en el suelo o apoyadas unas contra otras en frágil equilibrio, con los estantes combados bajo un peso invisible. Las suelas de mis zapatillas rechinaron al pisar el mar de lociones, enjuagues bucales y laca de uñas que inundaba el suelo. Cosas que en el pasado parecían tan necesarias, tan vitales para seguir subsistiendo, pero que ahora habían caído en el más completo olvido.
Llegué junto a Liam y le tiré de la manga de la chaqueta de suave cuero. Liam se giró, con una mirada de sorpresa en sus ojos azules. Di un paso atrás y retiré rápidamente la mano, sorprendida también por lo que acababa de hacer. Me había parecido un gesto natural: ni siquiera lo había pensado, simplemente había sentido una necesidad muy aguda y muy real de estar a su lado.
—Creo que deberíamos irnos —le dije en un susurro—. Hay algo en este lugar que no me gusta nada. —Y no tenía nada que ver con el misterioso ulular del viento ni con los pájaros que anidaban en las vigas del viejo establecimiento.
—No pasa nada —dijo.
Seguía dándome la espalda, pero vi que sacaba la mano del bolsillo. Lo vi moverla hacia mí, como si fuera una forma flotando en la oscuridad. No entendí si con aquel gesto pretendía indicarme que siguiera avanzando o si quería que le diese la mano, pero no tuve valor para hacer ninguna de las dos cosas.
El uno junto al otro, seguimos caminando hacia el rincón de la derecha, al fondo del local; daba la sensación de que aquella parte del establecimiento, donde se ubicaba la zona de la ferretería y las bombillas, estaba más o menos intacta, o bien había resultado menos atractiva para la gente que había desvalijado el resto de estanterías.
Enseguida comprendí hacia dónde nos dirigíamos. Alguien se había montado su pequeño campamento con varias colchonetas de piscina de un llamativo color azul. Encima de una nevera había unas cuantas cajas vacías de pan crujiente y magdalenas, y sobre ellas, una pequeña radio a pilas y una linterna.
—Caray, me cuesta creer que todo siga aquí.
Liam se quedó algo rezagado, cruzado de brazos. Seguí su mirada hacia las docenas de muescas de las rajadas baldosas blancas. Casi consiguieron distraerme del mosaico de antiguas manchas de sangre que había en el suelo, junto a los pies de Liam.
Abrí la boca como para decir algo.
—Es antiguo —dijo rápidamente Liam, como si con ello pudiera sentirme mejor.
Liam me tendió la mano, forzando una sonrisa. Exhalé todo el aire que había estado conteniendo y extendí la mía para cogérsela.
Lo vi casi en el mismo instante en que nuestras manos entraron en contacto. Las luces de emergencia de aquella parte del establecimiento recuperaron de repente todo su esplendor, como si fuesen focos, e iluminaron el gigantesco símbolo Ψ pintado en el muro, junto con un mensaje muy claro: «SALID AHORA MISMO».
Las gruesas e irregulares letras parecían estar llorando. La luz chisporroteó y volvió a apagarse con un sonoro «pop», pero seguí avanzando, soltándome de la mano de Liam, en dirección a aquel mensaje pintado con espray en la pared. Porque aquel olor… el modo en que la pintura parecía gotear… Rocé con los dedos el símbolo psi y los retiré. Estaban pegajosos, manchados de negro.
Era pintura fresca.
Liam acababa de llegar a mi lado cuando sentí una extrañísima sensación de calor en las entrañas. Bajé la vista, casi esperando ver salir chispas del ridículo vestido que me había regalado Zu. De pronto caí al suelo y Liam se precipitó sobre mí, como si acabara de arrollarnos una excavadora, como si no fuésemos más que dos margaritas asomando entre las rendijas de la baldosa.
Liam me aplastó el pecho con el hombro y me dejó sin aire en los pulmones. Intenté levantar la cabeza para ver qué había pasado, pero aquel peso —una piedra sólida e invisible— y el cuerpo de Liam pegado al mío, me impedían moverme.
El suelo estaba helado, pero no podía concentrarme en otra cosa que no fuese la sólida presión del hombro de Liam rozándome ahora la mejilla. Las manos se nos habían quedado atrapadas entre los dos y por un instante tuve la inquietante sensación de no saber dónde empezaba el uno y acababa el otro. Liam tragó saliva; el pulso le latía en la garganta, tan cerca de mí que casi podía oírlo.
Liam se movió para levantar la cabeza y tensó los músculos que le rodeaban la columna vertebral.
—¿Quién hay ahí? —gritó.
La única respuesta fue otro empujón de aquellas manos invisibles. De pronto empezamos a deslizarnos como balas por el suelo, mientras la chaqueta de cuero de Liam chirriaba sobre las polvorientas baldosas. Por encima de la cabeza de Liam, las luces de emergencia pasaban a una velocidad vertiginosa, transformándose en un único rayo. Una risa desenfrenada nos perseguía por los pasillos, por debajo de nosotros, por encima, por todos lados. Por el rabillo del ojo, me pareció ver una forma oscura en movimiento, aunque me pareció más un monstruo que una persona. Destrozamos a nuestro paso cortinas de la ducha, loción hidratante corporal, lejía, hasta llegar a la línea de cajas registradoras próxima a la entrada del establecimiento.
—¡Para! —gritó Liam—. ¡Somos…!
Hay sonidos que uno escucha una sola vez y no olvida nunca. El de la fractura de un hueso. La melodía del carrito de los helados. El del velcro. El del seguro de una pistola.
«No», pensé. «Ahora no… ¡aquí no!».
Nos detuvimos bruscamente al chocar contra la barrera de metal de la salida de caja y el impacto me sacudió dolorosamente todo el cuerpo. No transcurrió más de un segundo de agónico silencio antes de que las luces apagadas del establecimiento cobraran vida. Y entonces, las cajas registradoras se iluminaron, las cintas transportadoras se pusieron en movimiento… primero una, luego la siguiente, después la otra. Absolutamente todas, poniéndose firmes como soldados. Los números correspondientes a cada caja parpadearon en lo alto entre amarillo y azul, como una docena de señales de alarma, a una velocidad que me resultaba imposible registrar con la vista.
De entrada pensé que era Ruido Blanco; de repente, las alarmas de seguridad del edificio, el sistema de megafonía y los anuncios luminosos se encendieron de forma simultánea y un centenar de voces empezó a gritarnos. Las luces del techo se encendieron una a una y la electricidad empezó a correr por ellas después de años de existir como poco más que venas huecas y cubiertas por el polvo.
Liam y yo nos giramos a la vez y vimos a Zu, cuya mano derecha desnuda rozaba la barrera de metal de la salida. Chubs estaba a su lado, pálido como el papel.
Breves segundos después de que Zu produjera su descarga eléctrica, las luces de las cajas registradoras empezaron a chisporrotear como petardos, proyectando hacia el suelo chispas azules y blancas y fragmentos de cristales.
Creo que solo pretendía distraerlos, llamar la atención de nuestros atacantes para que nos diera tiempo a escapar. Por el rabillo del ojo, la vi indicarnos con señas que fuéramos hacia ella, pero el metal que Zu sujetaba se había calentado de tal modo que emitía un aterrador resplandor de material fundido. Aquella mano invisible que me sujetaba aflojó de pronto la presión, pero el miedo me impedía moverme. Liam y yo debimos de sentir lo mismo, un miedo abrasador, puesto que nos levantamos de un salto y le pedimos a gritos que parase.
—¡Desconecta! —gritó una voz por encima del estruendo de las alarmas.
—¡Zu, déjalo!
Liam echó a correr entre botes de bronceador y repelente contra los insectos. Vi que levantaba los brazos, dispuesto a utilizar sus facultades para tirar con fuerza de Zu, pero Chubs fue más veloz que él. Le arrancó el guante de la otra mano a Zu y lo utilizó para cubrirse y separarla del metal.
Se apagaron las luces. Justo antes de que explotaran todas las bombillas, vi la cara de Zu a punto de salir del trance en que estaba sumida. Tenía los ojos inyectados en sangre, el negro pelo erizado y las pecas parecían haber huido del perfecto óvalo de su rostro. Liam aprovechó la repentina oscuridad para abalanzarse sobre ella y sobre Chubs y tirarlos al suelo.
Y entonces, como por milagro, las luces de emergencia parpadearon y se encendieron de nuevo.
El primer indicio de movimiento no procedió de ninguno de nosotros. Vislumbré con claridad a nuestros atacantes: trepaban por encima del caos de estanterías. Eran cuatro, vestidos de negro, armados. Mi primer pensamiento, como casi siempre que veía a alguien uniformado de negro, fue echar a correr. Reunir a los demás y darnos a la fuga.
Pero no eran soldados de las FEP. No eran ni siquiera adultos.
Eran chicos, como nosotros.