El agua caliente bastó para hacerme olvidar que estaba en la ducha de un viejo motel, lavándome el pelo con un champú que apestaba a falsa lavanda. En el reducido cuarto de baño solo había seis cosas: el lavabo, el váter, la toalla, la ducha, la cortina de la ducha y yo.
Yo fui la última en entrar. Cuando finalmente crucé la puerta de la habitación del motel, Zu ya había entrado y salido y Chubs acababa de atrincherarse en el cuarto de baño, donde pasó una hora entera de limpieza, tanto del cuerpo como de la ropa, hasta que todo acabó apestando a jabón rancio. Me parecía inútil intentar hacer la colada en un lavabo y con jabón de mano, pero no había ni bañera ni detergente para la ropa. Mientras, los demás nos limitamos a esperar sentados, ignorando su exaltado discurso sobre la importancia de una buena higiene.
—Ahora te toca a ti —había dicho Liam, volviéndose hacia mí—. Y sécalo todo bien cuando hayas terminado.
Cogí la toalla que me lanzó al vuelo.
—¿Y tú?
—Ya me ducharé por la mañana.
Con la puerta del cuarto de baño cerrada a cal y canto, dejé la mochila sobre la tapa del váter y repasé su contenido. Saqué la ropa que me habían dado y la tiré al suelo. Entre el montón vi aparecer algo rojo y sedoso, y di un respingo, alarmada.
Necesité unos segundos de recelosa inspección para averiguar qué era: el llamativo vestido rojo del armario del remolque.
«Zu», me dije, pasándome una agotada mano por la cara. Debió de cogerlo cuando yo no miraba.
Lo empujé con un dedo y arrugué la nariz ante el débil olor a humo de tabaco. Enseguida vi que me iría grande, eso sin contar la repulsiva sensación que me provocaba el saber de dónde venía.
Pero era evidente que Zu quería que fuese para mí y ponérmelo, por mucho que odiara reconocerlo, era mucho más inteligente que andar por ahí con el uniforme del campamento. Lo haría por Zu; si eso la hacía feliz, valía la pena.
En la mochila no había champú, pero los de la Liga de los Niños se habían tomado la molestia de regalarme un desodorante, un cepillo de dientes de color verde chillón, un paquete de pañuelos de papel, unos cuantos tampones y desinfectante para las manos, todo en envases de tamaño viaje guardados en un pequeño neceser de plástico. Debajo del neceser había un pequeño cepillo y una botella de agua. Y en el fondo de la mochila, un nuevo botón del pánico.
Estaba allí y no me había fijado. Había tirado el primero, el que me había dado Cate, lo había dejado abandonado en el barro. Se me pusieron los pelos de punta solo de pensar que aquello llevaba todo aquel tiempo —todo— en la mochila. ¿Por qué no habría examinado antes el contenido completo de la mochila?
Lo cogí con dos dedos y lo dejé caer en el lavabo como si fuera una brasa al rojo vivo. Tenía ya la mano en el grifo, dispuesta a hacer desaparecer aquel cacharro estúpido por el desagüe y olvidarlo para siempre, cuando algo me detuvo.
No estoy segura de cuánto tiempo me quedé mirándolo antes de volver a cogerlo y observarlo al trasluz para ver lo que contenía el interior de aquel caparazón negro. Busqué una luz roja parpadeante que me dijera que estaba grabando. Me lo acerqué al oído, en un intento de detectar algún zumbido o runruneo que me dijera que estaba activado. De estar encendido, o de ser realmente un dispositivo de búsqueda, ¿no nos habrían atrapado ya?
¿Tan malo sería guardarlo… por si acaso? ¿Por si acaso volvía a pasarnos algo y yo no podía ayudarlos? ¿No sería mejor que nos capturara la Liga que volver a Thurmond? Que me mataran… ¿no era cualquier cosa mejor que eso?
Cuando guardé de nuevo el botón del pánico en el bolsillo de la mochila, no lo hice por mí. Si Cate me hubiera visto, habría sonreído, y al pensarlo volví a enfadarme. Ni siquiera creía en mi propia capacidad para proteger a aquellos niños.
Estar bajo el impresionante chorro caliente de la ducha sin tener que oír el clic clic clic bip del temporizador que tenían instalado en Thurmond para impedir que el tiempo de aseo superara los tres minutos resultaba surrealista. Y bueno, además, puesto que las capas de suciedad se desprendían muy lentamente. Después de más de un cuarto de hora de intenso fregoteo, parecía que hubiera mudado hasta el último centímetro de piel. Utilicé incluso la maquinilla color rosa chicle que acompañaba el pequeño conjunto de jabón y champú del hotel, abriendo con ella viejas y nuevas postillas en espinillas y rodillas.
«Dieciséis años», pensé «y es la primera vez que puedo rasurarme las piernas».
Era una estupidez, una gran estupidez. No sabía lo que hacía, y me daba igual. Ya era mayor. Y nadie iba a impedírmelo.
Las imágenes de mi madre siempre volvían a mí en forma de fogonazos. A veces oía su voz, solo un par de palabras. En otras ocasiones, tenía un recuerdo tan real que era como si estuviese reviviendo el momento. Y ahora, tal y como lo recuerdo, solo podía pensar en la conversación que habíamos mantenido en su día sobre aquel tema, y en su sonrisa mientras me repetía una y otra vez: «A lo mejor, cuando cumplas los trece».
Enjuagué bien la maquinilla y la tiré hacia donde había dejado la mochila. No imaginé que nadie más quisiera utilizarla. Con un poco de sangre resbalándome por las piernas, me concentré entonces en el pelo. Lo tenía tan enredado que ni siquiera podía peinarlo con los dedos. Tuve que deshacer los nudos de uno en uno, y utilizar mucho más champú del que tenía previsto, y cuando hube terminado, estaba llorando.
«Tengo dieciséis años».
No sé cuál fue el desencadenante. Estaba perfectamente bien y, en un abrir y cerrar de ojos tuve la sensación de haberme derrumbado. Intenté respirar hondo, pero el ambiente en el cuarto de baño estaba demasiado cargado y hacía calor. Localicé con las manos las baldosas blancas de la pared, un segundo antes dejar que el cuerpo resbalara por ellas. Me senté en el áspero suelo de piedra artificial de la ducha y el estrépito del aparato de la ventilación ocultó el sonido de mi llanto. No quería que me oyeran, sobre todo Zu.
Era una estúpida, una tremenda estúpida. Tenía dieciséis años… ¿y qué? ¿Y qué si hacía seis años que no veía a mis padres? ¿Y qué si quizá no volvía a verlos nunca más? Al fin y al cabo, no debían ni acordarse de mí.
Debería de sentirme feliz porque aquello hubiera acabado, por estar fuera de aquel lugar. Pero dentro o fuera, estaba sola, y empezaba a preguntarme si siempre lo habría estado, si siempre lo estaría. La presión del agua vaciló de repente y la temperatura se alteró, como si alguien hubiese tirado de la cadena del váter. Me daba igual. Apenas la notaba mientras seguía aporreándome la espalda. Me acerqué la mano a la rodilla, que aún sangraba, y ejercí presión, pero ni siquiera era capaz de sentir eso.
Cate me había dicho que debía dividir mi vida en tres actos y cerrar los dos primeros… ¿pero cómo se hacía eso? ¿Cómo se suponía que debía olvidar?
Llamaron a la puerta. Un toque leve, indeciso al principio, pero más insistente al no responder yo enseguida.
—¿Ruby? —Era la voz de Liam—. ¿Estás bien?
Respiré hondo y extendí la mano en busca del grifo. El agua que caía de la ducha se redujo a una llovizna, luego a un goteo, al final se quedó en nada.
—¿Puedes… abrir la puerta? ¿Solo un segundo?
Su voz sonaba lo bastante nerviosa como para ponerme a mí nerviosa. Por una aterradora décima de segundo pensé que había sucedido algo. Busqué la toalla y me envolví en ella. Mis dedos corrieron el pestillo y giraron el pomo de la puerta antes de que el cerebro les diera la orden.
El primer impacto fue una ráfaga de aire helado. El segundo fueron los ojos de Liam, abiertos de par en par. Y el tercero, los enormes calcetines blancos que tenía en la mano.
Echó un vistazo al cuarto de baño, con la boca cerrada en un gesto de tensión. La habitación del motel estaba más oscura que antes; debía de ser ya noche cerrada. Por tanto, era imposible estar completamente segura, pero creí ver un destello de color ruborizándole las orejas.
—¿Va todo bien? —dije en voz baja. Se quedó mirándome, la caliente neblina del cuarto de baño engulléndolo por completo—. ¿Liam?
Me acercó los calcetines. Me los quedé mirando, luego miré a Liam, confiando en no haberme quedado tan atónita como él.
—Solo quería… darte esto —dijo, zarandeándolos un poco. Volvió a acercármelos—. Ya sabes, son para ti.
—¿No los necesitas? —pregunté.
—Tengo un par de sobra, y tú no tienes, ¿verdad? —Ahora era como si le doliese algo—. En serio, por favor. Son para ti. Chubs dice que el frío empieza a cogerse por los pies, de modo que los necesitas, y…
—Por Dios, Verde —oí que decía Chubs desde algún rincón de la habitación—. Coge de una vez esos malditos calcetines y no hagas perder más tiempo a este chico.
Liam no esperó a que yo extendiera el brazo para cogerlos. Pasó por mi lado y los dejó en la pequeña estantería que había junto al lavabo.
—Eh… gracias —dije.
—Estupendo… no hay de qué. —Liam dio media vuelta dispuesto a marcharse, pero volvió a girarse, como si se le hubiera ocurrido algo—. De acuerdo. Estupendo. Guay… bueno, así que tú…
—Mide tus palabras, Lee —gritó Chubs—. Ten en cuenta que por aquí hay gente que pretende dormir.
—Oh, sí, claro, dormir. —Liam movió la mano en dirección a la cama de la habitación—. La compartiréis Zu y tú. Espero que no te importe.
—Por supuesto que no —dije.
—¡Perfecto, magnífico!
Esbozó una sonrisa excepcionalmente luminosa. Me pregunté si estaba esperando a que yo dijera o hiciese algo, si aquel era uno de esos momentos para los que no me había preparado el hecho de haber pasado seis años encerrada en una cabaña con docenas de chicas. Era como si habláramos en dos idiomas distintos.
—Sí… perfecto —repetí, más confusa que nunca.
Pero, por lo visto, mi respuesta fue la adecuada. Liam dio media vuelta y se marchó sin decir nada más.
Cogí mis nuevos calcetines y los inspeccioné. Antes de volver a cerrar la puerta, oí la voz de Chubs hablando con su habitual tono de «ya te lo dije».
—… confío en que te sientas satisfecho contigo mismo —decía—. Deberías haberla dejado tranquila. Ya estaba bien como estaba.
Pero no lo estaba, y Liam, no sé por qué, lo había adivinado.
Tardé un momento eterno en darme cuenta de que era el sueño de Zu.
Zu y yo ocupábamos la cama de matrimonio de la habitación y estábamos acurrucadas para darnos calor. Los chicos dormían en el suelo con mantas y habían improvisado unas almohadas con toallas limpias que habían cogido del carrito de la ropa blanca. Ni siquiera poniendo sus respectivos cerebros a colaborar habían sido Chubs y Liam capaces de averiguar cómo desconectar el aparato de aire acondicionado, que insistía en exhalar su gélido aliento cada vez que la habitación osaba superar los quince grados de temperatura.
Llevaba horas revoloteando por los dulces y lácteos contornos del sueño cuando sentí aquel hormigueo en el subconsciente. En parte me lo esperaba; por mucho que mi cuerpo permaneciera en la cama quieto como una losa de hormigón, mi cerebro seguía dando vueltas, procesando lo sucedido con los soldados de las FEP, preguntándose si sería capaz de hacer otra vez lo que había hecho con aquel hombre. Y entonces el pie desnudo de Zu rozó sin querer el mío, y con eso fue suficiente. Me zambullí de cabeza en su sueño.
Yo era Zu, y Zu estaba en una camita, contemplando las tripas del colchón marrón oscuro que tenía por encima. La oscuridad reinaba a nuestro alrededor hasta que emergieron por fin algunas formas reconocibles. Montones de literas, una pizarra, armarios de color azul desde el suelo hasta el techo, ventanas tapadas con tablas de madera contrachapada y extraños cuadrados descoloridos en la pared, allí donde en su día debió de haber pósteres colgados.
No podía alejarme de allí. Eso era lo más peligroso de los sueños: la rapidez con que acabo enmarañándome en ellos. La gente, cuando duerme, suele bajar la guardia y a veces hasta tal punto que si el sueño es terrorífico, ni siquiera necesito el contacto físico para verme arrastrada hacia él.
No podía oler el humo, pero lo vi enseguida, deslizándose por debajo de la puerta de lo que había sido un aula, como la leche cuando se derrama en el suelo. Al momento, me desperté sobresaltada y rodé sobre el cuerpo hasta caer de la cama. Observé horrorizada cómo docenas de niñas saltaban de las literas y se congregaban aterradas en el centro de la estancia.
Una de las niñas, que debía de sacarles una cabeza y cuatro años a todas las demás, intentó sin éxito que se agacharan y formaran fila junto a las ventanas. Agitaba los brazos y las mangas largas de su sencillo uniforme de color amarillo mostaza se desdibujaban.
Y entonces, se dispararon las alarmas y se abrió la puerta del otro lado de la habitación.
El sonido de la alarma era casi tan atroz como el Ruido Blanco, pero el sueño distorsionaba y exageraba su tono. Las chicas empezaron a avanzar hacia la puerta, dándome empujones. Parecía traerles sin cuidado que el humo fuese asfixiante o que no tuviera un origen visible.
En lugar de filas claras y ordenadas, allí reinaba el caos. Niños con uniformes de color verde, azul marino y amarillo corrían por el pasillo de baldosas blancas. Se habían encendido las luces de emergencia y las alarmas de incendio lanzaban destellos rojos y amarillos contra la pared. Me vi proyectada contra la riada aplastante de cuerpos que corrían hacia una misma dirección: la dirección de donde venía el humo.
Las lágrimas me nublaron la vista y me obligué a soltar el aire. Me bastó con mirar por encima del hombro para ver que un grupo de los mayores, chicos y chicas, arrastraban los armarios azules para sacarlos de su habitación y colocarlos delante de las dobles puertas plateadas del extremo opuesto del pasillo.
No estábamos evacuando el lugar. Estábamos fugándonos.
Cuando me vi empujada hacia el otro par de puertas y la abarrotada escalera, ya solo veía negrura. Aquí el humo era más espeso, pero me di cuenta de que su origen no era un incendio, sino dos pequeños botes metálicos de color negro, como los que llevaban los soldados de las FEP en el cinturón para lanzar contra los niños cuando se portaban mal.
¿Los habían activado los de las FEP? No, imposible. Lo más probable era que algunos niños los hubiesen robado y activado para que se dispararan las alarmas y se abrieran las puertas. El protocolo de emergencia tenía que ser ese.
Estábamos atrapados en aquella escalera, apretujados los unos contra los otros en un tembloroso amasijo de nervios y euforia. Intenté mirar al frente e intuir los peldaños bajo los pies, pero resultaba difícil no ver lo que la oscuridad y los destellos de las luces provocaban en muchos niños. Algunos gritaban histéricos, otros estaban a punto de desmayarse, pero había muchos que se reían. Se reían, como si aquello fuese un juego.
No sé cómo detecté la presencia de la otra niña asiática entre aquella marea de cabezas y manos. Estaba en la esquina izquierda del último descansillo, de puntillas, con el uniforme verde apenas visible. El cabello negro le brillaba con el resplandor de las luces de emergencia y extendía el brazo por encima de la cabeza… ¿hacia mí?
Cuando nuestras miradas se cruzaron, se le iluminó el rostro. Vi que esbozaba la palabra «Zu» con los labios. Intenté alcanzarla, darle la mano, pero el enjambre de gente que me rodeaba me empujó hacia delante. Cuando me giré, había desaparecido.
No vi ningún soldado de las FEP ni ningún supervisor del campamento… hasta que llegamos a los pies de la escalera y saltamos, o pisoteamos más bien, las tres figuras negras que yacían tendidas en el suelo y cuyas caras, hinchadas a golpes, parecían máscaras. El suelo estaba lleno de sangre.
Alguien, seguramente un Azul, había arrancado las puertas de las bisagras y las había mandado volando hacia fuera, hacia aquel páramo de nieve blanquísima. El suelo brillaba de forma casi artificial bajo un cielo sin luna, en parte porque era un sueño y en parte como consecuencia de la luz de los reflectores, que se habían encendido en el mismo momento en que el tono de la alarma había cambiado para transformarse en una sirena de aviso.
En cuanto cruzamos aquellas últimas puertas, echamos a correr.
La nieve nos llegaba hasta las rodillas y la mayoría de los niños iban descalzos y no llevaban encima más que los uniformes, finos como el papel. Minúsculos copos flotaban sobre las profundas huellas de nuestras pisadas y por un instante me permití el lujo de bajar el ritmo, de contemplar aquella nieve que ni volaba ni caía, sino que simplemente permanecía allí, como un suspiro contenido, iluminándose como miles de luciérnagas bajo los reflectores del campamento.
Y entonces se rompió el encanto, que quedó hecho añicos tras el primer disparo.
Y a continuación fueron las balas, no la nieve, lo que empezó a caer sobre nosotros.
Cientos de niños profirieron gritos desgarradores. Cinco, diez, quince… resultaba imposible contar los niños que de repente empezaron a derrumbarse, a caer en la nieve, gritando y chillando de dolor. Una pesadilla roja reptó sigilosamente por la nieve como tinta derramada, extendiéndose poco a poco, devorándolo todo. Me llevé la mano a la mejilla, a la humedad que notaba allí, y cuando la retiré, el cerebro conectó finalmente y comprendí que acababan de salpicarme la cara con sangre. Estaba empapada: la sangre de otra persona me cubría por completo las mejillas y la barbilla.
Corrimos con todas nuestras fuerzas hacia la esquina derecha de la alambrada que rodeaba la vieja escuela. Miré por encima del hombro hacia el edificio de ladrillo y vislumbré docenas de figuras negras en lo alto del tejado de pizarra gris, mientras que docenas más empezaban a asomar por las ventanas del primer piso. Cuando volví de nuevo la cabeza hacia el frente, todo estaba cubierto de bultos de distintos colores: Amarillos, Azules, Verdes. Y rojo. Mucho, muchísimo rojo. Formaban líneas casi, barreras involuntarias que los demás teníamos que saltar para seguir avanzando.
Caí hacia delante y apenas conseguí mantener el equilibrio. Algo, alguien, me había agarrado por el tobillo. Una chica Verde tendida sobre la nieve, con los ojos abiertos, intentando coger aire por la boca. «Ayúdame», sollozaba, mientras la sangre le brotaba a borbotones entre los labios, «ayúdame».
Pero me incorporé y seguí corriendo.
En aquel lado del campamento había una verja, la veía a escasos metros de mí. Pero lo que no lograba ver era lo que estaba causando aquel embotellamiento de niños, no entendía por qué no corríamos hacia la verja para huir hacia la libertad. Sobresaltada, comprendí que caídos en la nieve, detrás de mí, había casi el triple de niños que por delante de mí.
El grupo de niños avanzó en tropel con un lamento unificado, entre centenares de manos extendidas hacia delante. Mi tamaño me facilitó la posibilidad de deslizarme entre las piernas y abrirme paso hasta delante de todo, donde tres chicos mayores con uniforme Azul se esforzaban por mantener a la multitud de niños alejada tanto de la verja, como de la única caseta de guardia que la vigilaba y que en la actualidad albergaba a tres personas: un soldado de las FEP, que se había quedado inconsciente, Liam y Chubs.
Me quedé tan sorprendida al verlos, que casi paso por alto un borrón verde, un niño que corría hacia la verja. Sorteó corriendo a los adolescentes que se interponían en su camino y se arrojó contra los barrotes de color amarillo que mantenían la verja cerrada.
La rozó simplemente, pero el pelo se le erizó de golpe, mientras un estallido de luz le iluminaba los dedos. En lugar de soltarla, el niño se quedó con la mano adherida a la verja, paralizado por los miles de voltios de electricidad que le provocaron en el cuerpo un tremendo ataque de temblores.
Dios mío.
La verja seguía electrificada y Liam y Chubs se esforzaban por desconectarla.
Sentí un grito que me burbujeaba en la garganta cuando el niño se derrumbó por fin en el suelo y se quedó inmóvil. Liam gritó algo desde la caseta, pero no logré entender qué decía porque los gritos de los demás niños me lo impedían. Ver a aquel niño destrozado bastó para que, en un segundo, estallase la burbuja temporal de calma.
Los de las FEP estaban muy cerca; tenían que estarlo, puesto que cuando abrieron fuego de nuevo, fue pan comido para ellos. Era como si los niños fueran cayendo por capas y como si cada una de esas capas revelara más niños que matar… la nieve había desaparecido debajo de la montaña de cuerpos.
Los niños corrían en todas direcciones: algunos volvían hacia la escuela, otros hacia los extremos de la valla electrificada, buscando una salida. Oí el ladrido de los perros y el rugido de los motores. La combinación de sonidos hacía pensar en un monstruo surgido del infierno. Me volví, y observé horrorizada la estela de animales y motos de nieve que avanzaba hacia nosotros cuando algo arremetió con fuerza contra mí por la espalda y me tumbó en la nieve.
«Me han disparado», pensé sorprendida.
No, no era así. El golpe era un codazo que me habían dado en la nuca. La chica Azul ni siquiera me había visto cuando había decidido dar marcha atrás y regresar al campamento. Rodé por el suelo a tiempo de verla levantar las manos, en clara señal de rendición, y con todo y con eso, le dispararon. Gritó de dolor y se derrumbó en el suelo.
Pero no era tan solo aquella chica la que no me había visto tendida en la nieve: no me había visto nadie. Hice toda la fuerza que pude con los brazos, aguijoneados por el frío, para impulsarme y abandonar el gélido contacto de la nieve, pero cada vez que avanzaba un poco, alguien me pisoteaba los hombros y me empujaba de nuevo hacia abajo. Me daba el tiempo justo de protegerme la cabeza, pero nada más. Notaba que los pulmones se me estaban quedando sin aire; gritaba y nadie podía oírme.
La rabia y la desesperación se apoderaron de mí. La estampida de niños me hundía cada vez más en la nieve y no podía dejar de preguntarme: ¿es posible ahogarse así? ¿Se puede morir ahogado en la nieve? ¿Será mejor esta muerte?
Noté unas manos que me cogían por la cintura. Los pulmones se me llenaron de repente, y de forma dolorosa, de aire helado en el momento en que alguien me levantó del suelo y me sacó de la nieve.
La verja estaba abierta y los niños que habían mantenido la calma y la serenidad suficientes —y que habían tenido la suerte de no ser alcanzados por los disparos— empezaban a cruzarla y echaban a correr hacia el bosque. No podían quedar más de veinte. De los centenares de niños que habían inundado los pasillos de la escuela, veinte.
Tenía calor, un calor imposible. El abrazo que me sujetaba ejerció más presión. Cuando levanté la vista, me encontré con los ojos claros de Liam.
«Agárrate fuerte, ¿entendido?».
Zu se despertó jadeando y emergió de su pesadilla en busca de aire que respirar.
Expulsada bruscamente del sueño, me encontré de nuevo en la fría habitación del motel. Inmersa en un vértigo caótico, me giré hacia Zu. Cuando los ojos se me acostumbraron a la oscuridad, conseguí vislumbrar su silueta.
Pero, al alargar el brazo para tocarla, encontré unas manos que no eran de ella.
Liam movía la cabeza, intentando deshacerse del abrazo prolongado de su propio sueño.
—Zu —susurró—. Zu…
Me quedé inmóvil.
—Zu —dijo Liam con delicadeza—, tranquila, no pasa nada. No ha sido más que una pesadilla.
Se me encogió el estómago cuando me di cuenta de que Zu estaba llorando. Escuché a continuación un sonido chirriante, de madera contra madera, como si Liam hubiera cogido algo de la mesita de noche.
—Escribe —dijo Liam—. Pero no te fuerces.
Debía de ser el papel de carta del hotel. Cerré los ojos con fuerza, imaginando que Liam encendería la luz de la mesita, pero se mantuvo fiel a las reglas: ninguna luz encendida excepto la del cuarto de baño.
—¿Por qué dices que lo sientes? —dijo Liam en voz baja—. Aquí el único que necesita un sueño reparador para volver a estar guapo es Chubs.
Zu soltó una risilla temblorosa, pero yo podía percibir aún la tensión de su cuerpo.
—¿Era… la pesadilla de siempre?
La cama se hundió cuando Liam se sentó en ella.
—¿Un poco distinto? —preguntó pasado un momento—. ¿Sí?
El silencio se prolongó un poco más. Con la penumbra, no comprendí que Zu estaba escribiendo otra vez hasta que oí a Liam toser un poco antes de decir con voz ronca:
—Es algo que jamás olvidaré. Me… me preocupaba muchísimo que hubieses intentado tocar la verja antes de que Chubs averiguara cómo desconectarla. —Y luego, tan bajito que incluso es posible que me lo imaginara, dijo—: Lo siento mucho.
La culpabilidad y la lástima que impregnaban aquellas palabras me golpearon como una patada en el estómago. Noté que me movía en la cama, atraída por el dolor que percibía en Liam, ansiosa por reconfortarle y decirle que lo que había pasado en aquel campo nevado no había sido por su culpa. Me resultaba espeluznante lo bien que comprendía lo que le pasaba.
Pero no podía hacerlo. Aquello era una conversación íntima entre ellos dos, del mismo modo que los recuerdos de Zu también tenían que seguir siendo íntimos. ¿Por qué siempre estaba traspasando los límites de intimidad de los demás?
—Chubs no es el único que lo considera demasiado peligroso. Pero creo que Ruby es lo bastante fuerte como para conseguirlo sin nuestra ayuda si se lo propone. ¿Por qué?
Zu volvió a escribir.
—Lo único que quiere Chubs es que salgamos de esto sanos y salvos —dijo Liam en un susurro—. Y a veces eso le impide hacer cosas buenas por los demás… ver la imagen global, ¿me explico? Salimos de allí hace tan solo dos semanas. Tienes que darle más tiempo.
Hablaba tan seguro de sí mismo que una pequeña parte de mí acabó cediendo. Era completamente creíble.
—Mira. —Casi me lo imaginaba pasándose una mano por el pelo—. Nunca te avergüences de lo que eres capaz de hacer, ¿me has entendido? De no haber estado tú allí, ahora no estaríamos todos aquí.
La habitación volvió a sumirse en un pacífico silencio, roto tan solo por los ronquidos de Chubs.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Liam—. ¿Necesitas algo de Betty?
Debió de responder con un gesto negativo, puesto que un movimiento del colchón me llevó a suponer que Liam se levantaba por fin de la cama.
—Estaré aquí a tu lado. Despiértame si cambias de idea, ¿entendido?
No oí que Liam le diera las buenas noches. Pero sí que noté que en lugar de volver a acostarse, tomaba asiento en el suelo y apoyaba la espalda contra la cama, para vigilar la puerta y a cualquiera que pudiera aparecer por ella.
Unas horas después, con la luna visible aún en el cielo azul grisáceo del alba, retiré con cuidado los dedos de Zu de la parte delantera de mi vestido y salí de la cama. El destello rojo del despertador de la mesita de noche me grabó en el cerebro la hora como con fuego candente: las cinco y tres minutos de la mañana. Había llegado el momento de ponerse en marcha.
Liam había insistido en que no sacáramos nuestro equipaje de las bolsas, pero tenía que recoger el cepillo de dientes y el dentífrico que había dejado en el cuarto de baño, junto al de Chubs. En el lavabo, junto a la cafetera de café instantáneo más horrorosa del mundo, vi un set de artículos de aseo de la marca HoJo. Lo metí en la mochila, y decidí llevarme también la toalla de manos más pequeña.
En el exterior, la temperatura era apenas unos grados más baja que en la habitación. El típico clima bipolar de Virginia en primavera. Además, por la noche había llovido. La ligera neblina blanca que había dejado a su paso la silenciosa tormenta se enroscaba entre los coches y los árboles. El monovolumen, que anoche había quedado aparcado en el otro extremo del aparcamiento, estaba ahora justo delante de la habitación del motel. Creo que de no haberme acercado a Black Betty para acariciar el magullado lateral, no me habría percatado de la presencia de Liam.
Estaba arrodillado junto a la puerta corredera, rascando con la llave del coche lo que quedaba del rótulo «LIMPIEZAS BETTY JEAN». A sus pies, la matrícula de Ohio que había desatornillado. Me detuve en seco a un par de metros de él.
Estaba ojeroso y enfrascado en sus pensamientos, y tenía los labios apretados en un gesto adusto que no le pegaba en absoluto. Con el pelo húmedo y peinado hacia atrás y recién afeitado, podría parecer dos o tres años más joven que el día anterior, aunque su mirada decía más bien lo contrario.
El sonido de mis pisadas en el asfalto llamó la atención de Liam. Hizo el ademán de levantarse.
—¿Qué sucede?
—¿Qué?
—Te has levantado temprano —dijo—. No me pasa lo mismo con Chubs. A ese hay que meterlo en la ducha y abrir el agua fría para ponerlo en marcha.
Me encogí de hombros.
—Supongo que sigo acostumbrada al horario de Thurmond.
Se incorporó poco a poco y se limpió las manos en los vaqueros. Por su forma de mirarme, adiviné que quería decirme algo, pero se limitó a sonreír. Dejó la matrícula de Ohio en el asiento trasero y la reemplazó por otra de Virginia Occidental. No tuve oportunidad de preguntarle de dónde la había sacado.
Dejé caer la mochila a los pies y me apoyé en la puerta del monovolumen. Liam desapareció hacia la parte trasera del coche y reapareció al cabo de un par de minutos cargado con una lata de gasolina de color rojo y una maltrecha manguera negra. Cerré los ojos y apoyé la oreja contra el gélido cristal de la ventanilla para captar la almibarada melodía del anuncio de una tienda de comestibles que sonaba por la radio. Cuando luego sonó la voz de la locutora, lo hizo para dar una tétrica predicción de lo que quedaba de Wall Street. La mujer leyó el informe como si fuese una elegía.
Me obligué a abrir de nuevo los ojos y fijé la vista en el punto donde Liam estaba hacía tan solo un segundo.
—¿Liam? —grité, sin poder evitarlo.
—Estoy aquí —respondió él de inmediato.
Eché una rápida ojeada a las habitaciones del motel, a la hilera de puertas de color aguamarina, y rodeé el monovolumen por detrás hasta situarme a espaldas de Liam. Me puse de puntillas y me incliné hacia la derecha para poder apreciar mejor lo que estaba haciendo con el todoterreno plateado estacionado junto al monovolumen.
Liam trabajaba en silencio, con la mirada clara concentrada en la tarea que tenía entre manos. Había sumergido uno de los extremos de la manguera en la panza del depósito de gasolina del todoterreno. Se había cargado al hombro el resto de la manguera y había introducido el otro extremo en la boca de la lata roja.
—¿Qué haces? —dije, sin tomarme siquiera la molestia de ocultar mi perplejidad.
Colocó la mano que tenía libre a escasa distancia de la manguera, por encima de ella, y realizó un movimiento deslizante hacia atrás. Era casi como si estuviera recogiendo el sedal de una caña de pescar, o como si estuviera indicándole a alguien que viniera hacia él. Y, acto seguido, un líquido de olor acre empezó a gotear hacia la lata.
Comprendí que estaba extrayendo gasolina del otro vehículo. Sabía que era una práctica a la que mucha gente se había visto obligada durante una época de escasez de combustible, pero nunca había visto cómo se hacía. El líquido empezó a fluir rápidamente hacia la lata, inundando el ambiente con un olor penetrante.
—Crisis de combustible —dijo, encogiéndose de hombros, como si quisiera disculparse por lo que estaba haciendo—. Vivimos tiempos desesperados y ayer llevábamos ya un buen rato en reserva.
—¿Eres Azul, verdad? —dije, moviendo la cabeza en dirección a la mano con la que parecía estar dándole a la gasolina la orden de entrar en la lata roja—. ¿No podrías hacerlo incluso sin la manguera, colocando a Betty justo al lado?
—Sí, pero… poco rato —dijo Liam, casi con timidez.
Apretó con fuerza los labios, que adquirieron un asombroso tono blanco y delataron la presencia de una pequeña cicatriz en la comisura derecha.
Cuando me di cuenta de que me había quedado mirándolo sin hacer nada, me agaché a su lado, más para disimular mi desconcierto que para ayudarlo. Me sorprendía que robar gasolina fuese tan fácil.
—Supongo que me he quedado impresionada con tus facultades.
Y una parte de mí empezó a preguntarse si también yo las habría tenido durante todo aquel tiempo sin ni siquiera enterarme. En Thurmond, los supervisores del campamento habían hecho todo lo que estaba en sus manos para que viviésemos aterrados por el miedo a ser sorprendidos utilizando nuestras facultades. Desde un buen principio nos habían hecho creer que tanto nosotros, como lo que éramos capaces de hacer, eran cosas peligrosas y contra natura. Los errores y los accidentes no eran excusa, y el castigo era inevitable. Ni siquiera podíamos sentir curiosidad por poner a prueba nuestras facultades, ni intentar traspasar los límites para ver si había alguna manera de superarlos.
Si Liam dominaba tan bien sus facultades era seguramente porque llevaba años practicándolas, en su mayoría lejos de los confines de un campamento. Nunca se me había pasado por la cabeza que pudiera haber otros niños, escondidos en la seguridad de sus hogares —que existiesen los otros, los que nunca habían visto el interior de una cabaña, ni experimentado aquella nada que era la vida en el campamento—, capaces de haber aprendido a dominar cosas tan asombrosas. Aquellos niños no tenían miedo de sí mismos; no vivían paralizados por el peso de lo desconocido.
Tenía una sensación extrañísima, como de haber perdido algo sin siquiera haber llegado a tenerlo, de no ser lo que fui en su día y de no ser en absoluto lo que yo supuestamente era. Me sentía completamente vacía.
—Para nosotros, los Azules, es muy sencillo —se explicó Liam—. Miras un objeto, te concentras hasta imaginar que dicho objeto se traslada del punto A al punto B, y… el objeto se mueve —dijo—. Estoy seguro de que muchos de los Azules de Thurmond sabían cómo utilizar sus facultades. Pero decidieron no utilizarlas. Tal vez tuviera algo que ver con ese ruido.
—Supongo que tienes razón.
Nunca me había relacionado lo bastante con los Azules como para estar segura de que Liam estuviera en lo cierto.
Liam zarandeó un poco la manguera cuando el flujo de gasolina fue disminuyendo hasta convertirse en goteo. Levanté la vista en busca de signos de vida por el aparcamiento y las puertas de las habitaciones, y no volví a bajarla hasta asegurarme de que estábamos solos.
—¿Aprendiste tú solo? —pregunté, para verificar mi teoría.
Me miró a los ojos.
—Sí. Me metieron en el campamento muy tarde y pasé mucho tiempo solo, aburrido como una ostra… así pude averiguar cosas.
Naturalmente, la siguiente pregunta era «¿Estuviste escondido?», pero no podía formularla sin que él me preguntara después acerca de mi historia y de cómo me capturaron.
Tenía que cortar la conversación. Me temblaban las manos como si acabara de decirme que pensaba estrangularme hasta matarme. Pero nada de lo que Liam había hecho hasta el momento me había parecido otra cosa que agradable. ¿No me había demostrado, una y otra vez, que estaba dispuesto a ser mi amigo si yo estaba dispuesta a permitir que lo fuese?
Hacía tanto tiempo que deseaba tener un amigo que ni siquiera recordaba cómo se empezaba a entablar una amistad. Cuando iba a primero me resultó extremadamente sencillo. La maestra nos dijo que anotáramos en un papel el nombre de nuestro animal favorito y que luego buscásemos entre los compañeros a alguien que hubiera anotado el mismo animal. Al parecer, la amistad siempre sería tan fácil como encontrar a otra persona a la que también le gustaran los elefantes.
—Me gusta esta canción —dije de repente.
La voz de Jim Morrison sonaba a escaso volumen por los altavoces de Betty y llegaba a duras penas hasta nosotros.
—¿Sí? ¿Los Doors? —La cara de Liam se iluminó—. «Come on baby, light my fire» —cantó en voz baja, intentando imitar la voz de Morrison—. «Try to set the night on fire…».
Me eché a reír.
—Me gusta cuando el que la canta es él.
Liam se llevó la mano al pecho, como si acabase de herirlo, pero se recuperó rápidamente. El DJ de la radio anunció el título de la siguiente canción y fue como si a Liam le acabase de tocar la lotería.
—¡Eso sí que es lo que yo llamo una buena canción!
—¿Los Allman Brothers?
Se me saltaron casi los ojos de las órbitas. Resultaba gracioso, me lo había imaginado más de Led Zeppelin.
—Es la música que llevo en el alma —dijo, moviendo la cabeza al ritmo de la música.
—¿Has prestado atención a la letra? —le pregunté, mientras la sensación de ansiedad iba desapareciendo. Mi voz sonaba cada vez más firme—. ¿Acaso tu padre era un jugador de Georgia que acabó en el extremo equivocado de un arma? ¿Naciste en el asiento de atrás de un autobús de la Greyhound?
—Oye tú, tranquila —dijo, dándome un capirotazo—. He dicho que era la música que llevo en el alma, no que sea mi vida. Para tu información, mi padrastro trabaja como mecánico en Carolina del Norte y, por lo que sé, sigue vivito y coleando. Lo que sí es verdad es que nací en el asiento de atrás de un autobús.
—Me tomas el pelo. —No me lo creía.
—En absoluto. Salió incluso en los periódicos. Durante los tres primeros días de mi vida fui «El niño milagro del autobús» y ahora…
—«Intento ganarme la vida y hacerlo lo mejor que puedo» —dije, acabando la frase con otro verso de la canción.
Liam se echó a reír y se sonrojó hasta las orejas. La canción siguió sonando, envolviéndonos con su rápido ritmo y sus incansables guitarras. Todo encajaba a la perfección, ni country ni rock and roll. Una canción sencilla, cálida y sureña.
Y cuando Liam empezó a entonarla, me gustó aún más.
Cuando el flujo de gasolina se quedó en simples gotas, Liam retiró la manguera y cerró el depósito con el tapón. Antes de levantarse, me dio un golpecito con el hombro.
—¿De dónde demonios ha salido este vestido?
Resoplé, mirando la falda.
—Un regalo de Zu.
—Pones cara de querer arrojarlo al fuego.
—No puedo prometer que no se vaya a producir un desgraciado accidente más adelante —dije muy seria. Y cuando Liam volvió a reírse, fue para mí como una pequeña victoria.
—Verde, ha sido una gentileza por tu parte que hayas decidido ponértelo —dijo—. Pero ve con cuidado. Zu está tan necesitada de tiempo de chicas que acabará convirtiéndote en una muñeca a la que ponerle vestiditos.
—Cómo son los niños de hoy en día —dije—. Se creen que el mundo entero les pertenece.
Liam sonrió.
—Sí, los niños de hoy en día.
Y así fue pasando de coche en coche, recorriendo todo el aparcamiento. No me pidió ayuda, ni yo le formulé más preguntas. Por muchas horas que hubiésemos seguido inmersos en aquel reconfortante silencio, no me habría cansado.