CAPÍTULO ONCE

Debíamos de haber recorrido unos quince kilómetros cuando los chicos empezaron a espabilar. Puesto que Zu no dejó de llorar ni un momento en el asiento de atrás y yo no tenía ni idea de hacia dónde íbamos, decir que me sentí aliviada sería un eufemismo.

—Mierda —gruñó Liam. Se llevó la mano a la cabeza y, sorprendido, se enderezó hasta sentarse—. ¡Mierda!

Había quedado con la cara a escasos centímetros de los pies de Chubs, y tiró de ellos como si quisiera asegurarse de que seguían unidos a su cuerpo. Chubs gimoteó y dijo:

—Creo que voy a vomitar.

—¿Zu? —Liam se desplazó a gatas hacia la parte posterior, y sin querer le dio una patada en la pierna a Chubs, que gritó para protestar—. ¿Zu? ¿Has…?

Zu rompió a llorar con más fuerza y escondió la cara detrás de sus guantes.

—Oh, Dios mío, lo siento… lo siento mucho… yo…

La voz de Liam era agónica, como si le estuvieran arrancando las entrañas. Vi que cerraba la mano en un puño y se la acercaba a la boca, le oí que intentaba toser para aclararse la garganta y seguir hablando, pero no consiguió articular ni una sola palabra más.

—Zu —dije, con voz extrañamente tranquila—. Escúchame bien. Nos has salvado. No habríamos salido de esta sin ti.

Liam giró la cabeza hacia mí, como si acabase de recordar mi presencia. Me estremecí, aunque, ¿por qué tenía que molestarme que primero quisiera verificar el estado de sus verdaderos amigos?

Se desplazó de nuevo hacia delante y, durante la maniobra, noté su mirada clavada en mi nuca. Cuando llegó al asiento del acompañante, se derrumbó en él, pálido como el papel.

—¿Estás bien? —me preguntó con voz ronca—. ¿Qué ha pasado? ¿Cómo nos has sacado de allí?

—Ha sido Zu —empecé a decir.

Era consciente de que tendría que moverme por una estrecha línea entre la verdad y la mentira, consciente de lo que debía contarles, tanto por mi bien como por el de Zu. No estaba segura de lo mucho que Zu recordaba de lo sucedido, pero no estaba dispuesta a confirmar ninguno de sus temores.

—Hizo que un coche chocara contra el otro —me limité finalmente a decir—. Uno de los tipos quedó inconsciente y el otro salió huyendo.

—¿Qué era…? —A Chubs le costaba respirar—. ¿Qué era ese ruido tan horrible?

Me quedé mirándolo, y traté de pronunciar con los labios las palabras que la incredulidad me impedía articular.

—¿No lo habíais oído nunca?

Los chicos negaron con la cabeza.

—Dios —dijo Liam—, era como el maullido de un gato en una batidora mientras, además, se electrocuta.

—¿De verdad que no teníais Ruido Blanco? ¿Control Calmante? —pregunté, sorprendida por la rabia que se apoderaba de mi corazón. ¿En qué campamento habían estado esos chicos? ¿En la tierra de las golosinas?

—¿Y tú sí? —Liam movió la cabeza de un lado a otro, seguramente para librarse de una vez por todas del zumbido.

—En Thurmond lo usaban para… inhabilitarnos —le expliqué—. Cuando había rebeliones o problemas. Te impide pensar y no puedes utilizar tus facultades.

—¿Y tú por qué estás bien? —gimoteó Chubs, medio suspicaz, medio celoso.

La pregunta del millón. Mi larga y sórdida historia con el Ruido Blanco incluía varios episodios de desmayos, vómitos y pérdida de memoria, eso sin mencionar mi última experiencia, con abundante sangrado por la nariz y los ojos. Supongo que cuando has probado lo Peor, lo Bastante Malo ya no es tan terrible. Si aquella era su primera experiencia con el Ruido Blanco, explicaría por qué se habían marchitado hasta quedarse como hierba seca en cuestión de segundos.

Liam me observaba con atención y me pregunté qué estaría viendo. ¿Todo? Recordé la sensación que me había producido el roce de su chaqueta en la mejilla, la curvatura de su espalda, y me embargó la paz y la tranquilidad.

—Supongo que porque estoy acostumbrada —respondí—. Y a los Verdes no nos afecta tanto como a los Azules y a los demás. —Tuve en cuenta añadir aquel comentario. Una verdad y una mentira.

En cuanto el rostro de Liam perdió el aspecto demacrado y las mejillas recuperaron el color, se ofreció a intercambiar su asiento conmigo. El chico se merecía un aplauso por lo bien que estaba disimulando frente a los demás el temblor de las manos y de las piernas, pero yo tenía la vista acostumbrada. Reconocí sin problemas, como si de antiguos amigos se tratara, los desagradables efectos secundarios del Ruido Blanco. Liam necesitaba aún unos minutos más.

—Vamos —dijo, cuando el reloj del salpicadero cambió de minuto—. Ya has hecho… —Se interrumpió.

Me quedé mirándolo, y entonces me di cuenta de que también él estaba mirándome o, más concretamente, me estaba mirando las huesudas y magulladas rodillas. Devolví rápidamente la mirada a la carretera y un instante más tarde noté algo caliente muy cerca de la pierna, pero me aparté enseguida.

—Ah… lo siento —susurró Liam, retirando la mano. Las orejas se le pusieron coloradas como tomates—. Es solo que… estás llena de cortes. ¿Podemos parar un momento, por favor? Deberíamos reagruparnos. Averiguar dónde estamos.

Pero no me apetecía parar en el arcén, ni junto a cualquier valla que protegiera una zona de pasto; esperé hasta encontrar una antigua zona de descanso, con su casita de ladrillo rojo de estilo colonial, y detuve el monovolumen en el aparcamiento desierto.

Chubs aprovechó la oportunidad para vaciar el contenido de su estómago, aunque no consiguió más que dar unas cuantas arcadas. Liam le dio unos golpecitos en la espalda.

—¿Ayudarás a Ruby cuando hayas terminado?

Tal vez Chubs me odiara, o tal vez quisiera espantarme para que me largara, pero al menos reconoció que había jugado un papel importante en salvarles el pellejo. Aunque no dijo que sí, sino que se limitó a cruzarse de brazos y a exhalar un prolongado suspiro, digno de un mártir.

—Gracias —dijo Liam—. Eres la mejor, Madre Teresa.

Deslizó la puerta de detrás de mi asiento para salir y fue derecho al pequeño conjunto de fuentes de agua que estaban a medio camino entre el monovolumen y la entrada de los lavabos. Zu bajó también, con una pequeña mochila rosa en la mano. Cuando me volví hacia Chubs, ya se había recuperado lo bastante como para empezar a meterse de nuevo conmigo.

—¡Tranquilo! —dije cuando me rozó el codo con el dedo.

Levantó la mano hacia las luces del techo, que se encendieron al instante. Pude ver por fin el considerable rasguño que me había levantado la piel desde el codo hasta la muñeca.

—Gírate hacia mí. —Parecía que Chubs estaba luchando con todas las fuerzas que le quedaban para no mirarme con exasperación—. Ahora, Verde, antes de que me crezca la barba.

Me di la vuelta, de manera que las piernas me quedaron de cara a Chubs, que seguía ocupando el asiento del acompañante. No me extrañó ver que el aspecto de mis piernas era casi tan terrible como el de mi brazo. Tenía las rodillas peladas y la piel empezaba a cicatrizar, pero aparte de algún que otro rasguño y moratón que nada tenía que ver con el ataque que habíamos sufrido, estaban en mucho mejor estado que mis manos.

Chubs hurgó debajo de su asiento y extrajo una especie de maletín. Presionó los cierres para abrirlo. Solo pude echar un vistazo al contenido, puesto que Chubs cogió rápidamente cuatro paquetitos cuadrados de color blanco y volvió a cerrarlo.

—Madre mía, ¿cómo te has hecho esto? —murmuró, abriendo el primer paquete. Olía a desinfectante e intenté apartarme.

Chubs me miró encolerizado por encima de la montura de sus gafas.

—Si tu intención es volver a casa, como mínimo podrías esforzarte en cuidarte un poco más. Bastante tengo con tratar de que los otros dos sigan enteros y solo me faltas tú, arrojándote también a cualquier peligro.

—Yo no me he arrojado… —empecé a decir, pero me lo pensé mejor—. Lo siento.

—Vale —resopló—. Aunque más lo sentirás si se te infecta alguno de estos cortes.

Me cogió la mano derecha para examinarla con más detalle e intenté no saltar del dolor cuando empezó a darle golpecitos con la toallita desinfectante. Lo hacía con la misma ternura que un lobo emplearía para devorar su cena. La sensación de escozor me despertó de aquel amodorramiento nebuloso. Consciente de pronto del contacto, retiré la mano y le arranqué la helada toallita. Decidí que limpiarme yo sola y extraer los pedacitos de asfalto incrustados en la piel me haría el mismo daño.

—Tendrías que ir a ver cómo están Lee y Zu —dije.

—No, porque se cabrearían por no haberte atendido a ti antes —reconoció a regañadientes—. Además, pareces… has salido peor parada que nosotros. Pueden esperar. —Debió de ver mi mala cara por el rabillo del ojo, puesto que añadió—: Pero no creas que vas a quedarte tú con todos los vendajes… como mucho son heridas superficiales, ¡y ni siquiera muy graves!

—Sí, señor —dije, tirando por la ventana la toallita desinfectante.

Me pasó una toallita nueva para la otra mano, entrecerrando todavía los ojos, aunque quizá, tal vez, suavizando algo la mirada. Me relajé un poco, aunque sin hacerme en ningún momento ilusiones de que a partir de entonces fuéramos a compartir estrechos lazos de amistad.

—¿Por qué has mentido?

La pregunta me alarmó y, de repente, noté la cabeza muy ligera.

—Yo no… ¿pero qué…? Yo no hice…

—Sobre Zu.

Chubs miró por encima de su hombro y cuando volvió a hablar, lo hizo en voz baja.

—Has dicho que simplemente ha dejado inconsciente a ese tipo, pero… pero no ha sido así, ¿verdad? Ha muerto.

Asentí.

—Pero ella no quería…

—Evidentemente que no quería —dijo, cortándome—. Me preguntaba por qué no nos ha perseguido nadie. Y me he preocupado pensando lo que podrían hacerle a Zu… bueno, supongo que, al fin y al cabo, tienes un poco de sentido común.

Y lo comprendí en aquel momento, mirándolo; fue uno de esos excepcionales y perfectos momentos en que todo cristaliza y ocupa su debido lugar. Chubs no me quería porque me veía como una amenaza para ellos. No estaba dispuesto a confiar en mí hasta que yo se lo demostrara… y después de mi desliz confundiendo el color del todoterreno, era probable que nunca llegara a conseguirlo.

—Aunque… ¿qué pierde el mundo con un rastreador menos? —Se agachó para sacar de nuevo el maletín y guardar el material que no había empleado.

«Es verdad», pensé, enderezándome en el asiento. «No se lo he dicho».

—No eran rastreadores. Eran de las FEP.

Chubs soltó una risotada al oír aquello.

—¿Y debo suponer que debajo de la camisa de cuadros y los vaqueros escondían el uniforme?

—Uno de ellos llevaba una insignia —dije—. Y ese aparato de color naranja que tenían… una vez vi uno de esos en Thurmond.

Chubs no parecía convencido, pero no teníamos tiempo ni, en mi caso, la energía para pasar una hora dándole vueltas a la verdad.

—Mira —proseguí—, no es necesario que me creas, pero deberías saber que uno de ellos comunicó por radio un número de psi. El 42755. Es el de Liam, ¿verdad?

Conté mi versión de la historia y dejé qué el llenara los espacios en blanco como más le apeteciera. Cuando llegué a la descripción del aparato naranja, Chubs decidió que ya había oído suficiente. Respiró hondo y cerró la boca con fuerza hasta formar una expresión que parecía más la de un hurón que la de un ser humano. Contuve la respiración al ver que bajaba el cristal de la ventanilla para repetir, con las mismas palabras, lo que yo acababa de contarle, como si no me creyera capaz de volver a hacerlo.

—¡Ya os dije que los de las FEP darían con nosotros! —repitió una y otra vez para que lo oyesen todos, como si nadie le hubiese oído las primeras diez veces—. Ha sido una suerte que no fuese ella.

Ya estaba ahí otra vez, la misteriosa «Ella».

Liam no hizo caso a los gritos y siguió de espaldas a nosotros, inclinado todavía sobre la fuente de agua. Zu permanecía a su lado, pulsando el botón para que Liam pudiera lavarse la cara con las dos manos.

Utilicé la última toallita para limpiarme la cara.

—Solo quiero saber cómo lo reconoció ese soldado de las FEP, incluso antes de utilizar esa cosa naranja. La cosa centelleó, pero él se sabía el número de memoria. No tuvo que esperar a que el aparato se lo dijera.

Chubs me miró fijamente un instante y luego se subió las gafas sobre el puente de la nariz.

—A todos nos hicieron una fotografía cuando nos procesaron. ¿A ti no?

Respondí con un gesto afirmativo.

—¿De modo que han montado una red con las fotografías?

—Verde, ¿cómo demonios quieres que lo sepa? —dijo—. Vuelve a describírmelo.

El artilugio naranja debía de ser una especie de cámara o de escáner, esa fue la única explicación que se me ocurrió, lo único que Chubs no tildaría de imbecilidad.

Me llevé las manos a los ojos para combatir las ganas de vomitar.

—Mala noticia, si para identificarnos les basta con eso —dijo Chubs, pasándose la mano por la frente y alisando las arrugas que se le habían formado—. Por si no estábamos ya bastante jodidos… lo más probable es que a estas alturas sepan que tratamos de localizar East River, lo que significa que van a mandar un montón de patrullas, lo que significa que vigilarán aún más de cerca a nuestras familias, lo que significa que el Huidizo lo tendrá aún más complicado…

No terminó de expresar lo que pensaba. No era necesario.

Solté una carcajada de desgana.

—Vamos. ¿De verdad crees que van a mandar una armada entera para capturar a cuatro monstruos como nosotros?

—En primer lugar, las armadas están integradas por barcos —dijo Chubs—. Y en segundo lugar, no, nunca mandarían una armada entera para cuatro monstruos.

—¿Y entonces qué pasa?

—Que sí que la mandarían para capturar a Lee.

No esperó a que me diera tiempo de unir todas las piezas.

—Mira, Verde, ¿quién crees tú que fue el cerebro que preparó nuestra fuga del campamento?

Cuando los demás estuvieron listos para volver a subir al monovolumen, jugamos al juego de las sillas. Chubs ocupó el asiento trasero detrás del asiento del acompañante y Zu su lugar habitual, detrás del asiento del conductor. A mí me quedaban dos opciones: o el asiento de la última fila o aguantar en el asiento del acompañante, fingiendo que todo marchaba a las mil maravillas, como si Chubs no acabara de revelarme que Liam era el responsable de la que tal vez fuera la única fuga de un campamento que había culminado con éxito.

Al final, el agotamiento pudo conmigo y me derrumbé en el asiento del acompañante con la sensación de que mi aspecto era tan encantador como el de una lechuga mustia. Liam ocupó entonces su puesto.

Me sonrió.

—Eso de ser la gran heroína debe de ser agotador.

Le hice un gesto con la mano para que me dejara tranquila, e intenté acallar aquel ridículo y minúsculo zumbido de felicidad que me produjeron sus palabras. Simplemente intentaba mostrarse amable.

—Es una suerte que las señoras hayan solucionado el asunto —prosiguió, volviéndose hacia Chubs—. De lo contrario, tú y yo estaríamos ahora dando tumbos en la trasera de un pickup rumbo a Ohio.

Chubs se limitó a refunfuñar, con la tez todavía grisácea.

Como mínimo, Liam empezaba a tener mejor aspecto. El agua fría de la fuente le había dejado la cara sonrosada y aunque aún le quedaba algún que otro espasmo nervioso en los dedos, sus ojos habían perdido ya aquella mirada nebulosa y descentrada. Teniendo en cuenta que era la primera vez que quedaba expuesto al Ruido Blanco, Liam se había recuperado con rapidez.

—Muy bien, equipo —dijo—. Ha llegado el momento de realizar una votación Betty.

—¡No! —Chubs resucitó de inmediato—. Sé muy bien adónde quieres ir a parar, y sé que perderé por mayoría y yo…

—Todos los que estén a favor de permitir que nuestra chica maravilla se quede de momento con nosotros, que levanten la mano.

Tanto Liam como Zu levantaron enseguida la mano. Zu me miró con una sonrisa especialmente luminosa, al lado de la sombría expresión de Chubs.

—No sabemos nada de ella… demonios, ¡ni siquiera sabemos si lo que nos ha contado es verdad! —objetó—. Podría tratarse de una psicópata que acabe matándonos mientras dormimos, o que llame a sus amigos de la Liga en cuanto bajemos la guardia.

—Caramba, muchas gracias —dije secamente, casi halagada por el hecho de que me considerara capaz de aquellas maquinaciones.

—Cuanto más tiempo se quede con nosotros —añadió—, más probabilidades de que la Liga dé con nosotros, ¡y ya sabéis lo que les hacen a sus chicos!

—No conseguirán atraparnos —dijo Liam—. De eso ya nos hemos ocupado. Si permanecemos unidos, todo irá bien.

—No. No, no, no, no, no —dijo Chubs—. Quiero registrar mi voto negativo, por mucho que vosotros dos siempre ganéis.

—No seas tan mal perdedor —dijo Liam—. Esto es democracia en acción.

—¿Estás seguro? —pregunté yo.

—Por supuesto que sí —respondió Liam—. Con lo que me sentía mal era con la idea de dejarte tirada en alguna estación de autobuses de mala muerte, sin dinero, sin documentación, sin saber si saldrías de allí sana y salva.

Otra vez, aquella sonrisa. Me llevé la mano al pecho en un intento de controlar la situación. De mantener mis sentimientos encerrados. De impedirme rozar la mano que Liam acababa de apoyar sobre el reposabrazos de mi asiento. Me parecía mareante, horroroso, pero lo único que deseaba era adentrarme en su cerebro y averiguar qué estaba pensando. Saber por qué me miraba de aquella manera.

«En realidad eres un monstruo», pensé, apretándome el estómago con el puño.

Deseaba protegerlos, y en aquel momento tuve perfectamente claro lo que quería: protegerlos, a todos. Me habían salvado. Me habían salvado la vida sin esperar absolutamente nada a cambio. Si el enfrentamiento con los FEP encubiertos me había enseñado algo, era que aquellos chicos necesitaban a alguien como yo. Yo podía ayudarlos, protegerlos.

Sabía que nunca podría devolverles el favor que me habían hecho acogiéndome y permitiéndome estar con ellos todo ese tiempo, pero si conseguía controlarme, ya era un buen principio. Era lo mejor que podía hacer siendo lo que era.

—¿Y dónde pretendes ir, de todos modos? —Liam intentó hablar con un tono despreocupado, pero la preocupación le había oscurecido los ojos—. Si te lo propusieras, ¿podrías llegar allí en autobús?

Les conté el débil plan que había medio elaborado en la estación de servicio. Lo hice con nerviosismo, jugando con las puntas de mi enmarañado pelo, y me sorprendió notar que la tensión que sentía continuamente en el pecho se aflojaba un poco y podía por fin respirar hondo.

—¿Qué hay en Virginia Beach?

—Mi abuela, creo —dije—. Espero.

Sí, mi abuela, recordé. Mi abuela seguía siendo una opción. Ella se acordaría de mí, ¿verdad? Si les ayudaba a localizar al Huidizo —y si ellos podían ayudarme—, ¿me quedaría la opción de volver a verla? ¿De vivir con ella?

Muchos «y si…». Si localizábamos al Huidizo. Si era finalmente un Naranja. Si podía ayudarme a controlar mis facultades. Si podía ponernos en contacto con nuestras familias.

En cuanto abrí la caja de las dudas, todo lo demás vino rodado.

Pese a lo aplastante de la idea me pregunté qué pasaría si mi abuela hubiese muerto. Cuando me habían llevado al campamento, la abuela tenía setenta años, lo que significaba que estaría ya muy cerca de los ochenta. Jamás me había planteado aquella posibilidad, puesto que no recordaba ni un momento en que no la hubiera visto dispuesta a comerse el mundo con su cabello blanco, su riñonera de color fluorescente y su gorra de visera a conjunto.

Pero si yo no era la misma de hace seis años, ¿cómo podía esperar que ella siguiera siéndolo? Si continuaba con vida, ¿cómo podía pedirle que se hiciese cargo del monstruo en que se había convertido su nieta —que me protegiese y me escondiese—, cuando eran muchas las posibilidades de que no pudiera ni hacerse cargo de sí misma?

Ahora había muchas cosas en qué pensar, muchas cosas que tener en cuenta y por las que sufrir de forma lógica. Mi cerebro se tambaleaba aún como consecuencia del Ruido Blanco, pero mi débil corazón me facilitó la elección.

—De acuerdo —dije—. Me quedaré.

«Y confío en que nadie tenga que arrepentirse de ello».

La arruga profunda que había aparecido en el entrecejo de Liam se relajó, aunque sin desaparecer por completo. Sabía que estaba analizándome, notaba cómo me examinaba las facciones con sus ojos claros. Cómo intentaba descifrar, tal vez, por qué había dudado tanto antes de decidirme. Fuera cual fuese su conclusión, se recostó en su asiento, suspiró y ajustó los retrovisores en silencio.

Liam tenía una de esas caras que se leen y se sabe al instante en qué está pensando, y eso facilitaba la confianza, el saber que lo que decía era verdad. Pero la expresión que tenía en aquel momento era ensayada, una concentración intensa para que su rostro se mantuviese impenetrable. Se veía poco natural en un chico que siempre tenía una sonrisa lista en la comisura de la boca. Me recosté también en mi asiento e intenté ignorar las punzadas que notaba en la cabeza y los penosos sonidos de animal moribundo que empezó a emitir Chubs en cuanto recordó lo dolorido que estaba.

Liam, aún sin decir nada, le pasó una botella de agua medio vacía que guardaba debajo del asiento del conductor. Miré a Zu por el rabillo del ojo, pero el anochecer había podido con ella y se había dormido. Una fina capa de sudor le cubría la frente y el labio superior.

El coche cobró vida de nuevo. Liam respiró hondo y cruzó el aparcamiento en diagonal. Cuando finalmente llegamos a la carretera, me di cuenta de que no sabía qué dirección tomar.

—¿Dónde vamos? —le pregunté.

Se quedó un instante en silencio, rascándose la barbilla.

—Seguimos rumbo a Virginia, si es que soy capaz de localizarla. Creo que hace un rato hemos cruzado la frontera del estado, pero no sé dónde estamos. No conozco en absoluto esta zona, si te digo la verdad.

—Pues mira ese condenado mapa —refunfuñó Chubs detrás.

—Puedo averiguarlo sin él —insistió Liam. Seguía moviendo la cabeza de un lado a otro, como si esperara que fuera a aparecer alguien y le indicara con bengalas y fanfarria la dirección correcta.

Cinco minutos más tarde, había extendido el mapa sobre el volante y Chubs se regodeaba en el asiento de atrás. Me incliné sobre el reposabrazos, intentando encontrarle el sentido a los colores pastel y las líneas entrecruzadas de aquel endeble y arrugado papel.

Liam señaló los límites de Virginia Occidental, Virginia, Maryland y Carolina del Norte.

—Creo que estamos… ¿aquí?

Señaló un puntito rodeado por un arcoíris de líneas entrecruzadas.

—Supongo que Black Betty no tiene GPS, ¿verdad? —dije.

Liam suspiró y dio unos golpecitos al volante. Acababa de decidir que seguiríamos la carretera hacia la derecha.

—Black Betty nos llevará por el camino correcto, aunque no sabe de direcciones.

—Ya te dije que deberíamos haber cogido aquel todoterreno Ford —dijo Chubs.

—Ese pedazo de… —Liam se corrigió—. Esa caja sobre ruedas era una trampa mortal… y eso sin mencionar que tenía la transmisión hecha polvo.

—Por lo que, naturalmente, la otra alternativa era un monovolumen.

—Sí, me llamó desde el aparcamiento de los coches abandonados. El sol brillaba a través de sus ventanillas como un faro de esperanza.

Chubs refunfuñó.

—¿Por qué eres tan excéntrico?

—Porque mi excentricidad sirve para anular tu excentricidad, señorita Punto de Cruz.

—Lo que yo hago, al menos, está considerado arte —dijo Chubs.

—Sí, en la Europa medieval habrías sido la bomba…

—Venga va —dije, interrumpiéndolos. Estaba ahora en posesión plena del mapa—. Debemos de estar cerca de Winchester.

Señalé un punto en el extremo oeste de Virginia.

—¿Qué es lo que te hace suponerlo? —dijo Liam—. ¿Eres de la zona? Porque si…

—No soy de aquí. Pero recuerdo haber pasado por Keyser y Romney mientras estabais inconscientes. Y con todos los carteles que hemos visto indicando lugares emblemáticos de la Guerra Civil, deberíamos estar cerca de algún campo de batalla.

—Eres buena detective, Nancy Drew, pero por desgracia, esos carteles no indican gran cosa en esta parte del país —dijo Liam—. Apenas puedes andar cien metros sin toparte con una indicación explicando que tal ejército pasó por aquí, o que tal tipo murió allí, o dónde vivía James Madison…

—Eso es en Orange —dije, interrumpiéndole—. Pero no estamos precisamente cerca de allí.

La cálida luz azul del anochecer le envolvía el cabello rubio y le robaba el color. Me examinó con atención y se rascó de nuevo la barbilla.

—Así que eres de Virginia.

—No…

Liam levantó la mano.

—Por favor. A cualquiera que no sea de este estado le importa una mierda dónde está la casa de James Madison.

Me recosté en el asiento. «He metido la pata hasta el fondo».

Era culpa de mi madre. Como profesora de historia en el instituto, había convertido en su misión personal pasearnos a mi padre y a mí por todos los lugares históricos de la zona. Así, mientras mis amigas iban a fiestas del pijama o a nadar a la piscina de unas y otras, yo paseaba de campo de batalla en campo de batalla y posaba para fotografías con un fondo de cañones y reconstrucciones de la época colonial. Momentos divertidos, que se volvían más divertidos si cabe gracias a las miles de picaduras de todo tipo de bichos y las quemaduras provocadas por el sol que siempre acababa luciendo el primer día de clase. Aún conservo cicatrices de la batalla de Antietam.

Liam sonrió sin apartar la vista de la oscura carretera, pues no había encendido las luces del monovolumen. Un acto de valentía —o de estupidez—, a mi entender, teniendo en cuenta que el estado de Virginia nunca había considerado prioritario instalar farolas en sus carreteras y autopistas.

—Creo que deberíamos parar para pasar la noche en algún sitio —dijo Chubs—. ¿Piensas buscar aparcamiento?

—Relájate, colega, lo tengo presente —dijo Liam.

—Siempre dices lo mismo —murmuró Chubs—, y luego «Oh, lo siento, equipo, acurruquémonos para darnos calor», mientras los osos intentan acercarse y comerse nuestra comida.

—Sí… lo siento —replicó Liam—. ¿Pero qué sería la vida sin adversidades?

Debía de ser el intento de optimismo más falso que oía desde que mi maestra de cuarto intentó hacernos razonar diciendo que en clase estábamos mejor sin los niños que habían muerto, porque así éramos menos para turnarnos en los columpios del patio.

Después de aquello, dejé de seguir la conversación. No es que no me interesara conocer detalles sobre las estrafalarias tradiciones y costumbres que habían ido adquiriendo a lo largo de las dos semanas transcurridas desde su fuga del campamento; pero estaba agotada intentando discernir por qué, exactamente, aquellos dos chicos eran capaces de aferrarse al fino hilo que mantenía unida su amistad.

Liam acabó encontrando la autopista 81 y Chubs cerró los ojos y se durmió, con un sueño superficial e inquieto. Por la ventanilla veía pasar interminables hileras de árboles, solo algunos de ellos vestidos de primavera. Íbamos demasiado rápido, y estaba demasiado oscuro, para poder vislumbrar el mosaico de hojas que habían empezado a brotar. Donde quiera que estuviéramos, el asfalto de la autopista contenía aún vestigios de las hojas muertas el otoño anterior. Era casi como si el nuestro fuera el primer vehículo que transitaba por allí en mucho tiempo.

Apoyé la frente en el frío cristal, situándome de tal modo que el aire que entraba por los orificios de la ventilación me diera directamente en la cara. El dolor de cabeza seguía allí, dándome punzadas justo detrás de los ojos. El aire gélido me ayudaría a mantenerme despierta y, como mínimo, me mantendría alerta para impedir que mi mente intentara meter mano a la de Liam.

—¿Estás bien?

Liam intentaba controlar tanto la carretera como a mí. A oscuras poco podía adivinar excepto el perfil de su nariz y su boca. En parte me alegraba de no poder ver las magulladuras y los cortes. Habían sido solo unos días, un abrir y cerrar de ojos en la totalidad de mis dieciséis años de existencia, pero no necesitaba verle la cara para adivinar su expresión preocupada. Liam era estupendo en muchos sentidos, pero el misterio y la imprevisibilidad no estaban incluidos en el lote.

—¿Estás bien?

El coche era lo bastante silencioso como para permitirme oír el tamborileo nervioso de sus dedos en el volante.

—Creo que solo necesitas dormir un poco. —Y al cabo de un momento, dijo—: ¿De verdad utilizaban eso contigo en Thurmond? ¿Muy a menudo?

No mucho, pero lo suficiente. Aunque no podía decírselo sin encender la llama de su compasión.

—¿Crees que los de las FEP sabían hacia dónde te dirigías? —pregunté en cambio.

—Es posible. Aunque tal vez fue que estábamos en el lugar erróneo en el momento erróneo.

Chubs, detrás de nosotros, se despertó en aquel momento y bostezó con exageración.

—No creo —dijo adormilado—. Aún en el caso de que no estuvieran siguiéndonos la pista, estoy seguro de que ahora sí que nos siguen. Y seguro que les han obligado a memorizar esta fea cafetera y tu número de psi. Ya sabemos que eres una golosina para los rastreadores.

—Gracias, señor Sonrisas —replicó Liam.

—La verdad es que ese tipo pareció sorprendido al descubrir quién eras —dije—. Pero… ¿quién es esa persona de la que habláis todo el rato? ¿Esa mujer?

—Lady Jane —respondió Liam, como si eso lo explicase todo.

—¿Perdón?

—Es como llamamos a una de las rastreadoras más insistentes —prosiguió.

—En primer lugar —dijo Chubs—, así es como la llamas tú; y en segundo lugar: ¿insistente? Diría que ha sido como una sombra para nosotros desde que salimos de Caledonia. Aparece por todas partes, a cualquier hora, como si adivinase lo que vamos a hacer antes de que lo hagamos.

—Es excelente en su trabajo —confirmó Liam.

—¿Podrías, por favor, no lanzarle cumplidos a la persona que está intentando que nuestros culos vuelvan a dormir lo antes posible en ese campamento?

—¿Por qué la llamas Lady Jane? —pregunté.

Liam se encogió de hombros.

—Es un excepcional ejemplar británico dentro de un rebaño de norteamericanos sedientos de sangre.

—¿Y cómo es posible? —pregunté—. Tenía entendido que las fronteras estaban cerradas.

Liam abrió la boca dispuesto a responder, pero Chubs se le adelantó.

—No lo sé, Verde; ¿por qué no quedas con ella para tomar el té y charlar un poco la próxima vez que aparezca dispuesta a capturarnos?

Hice un gesto de impaciencia, exasperada.

—A lo mejor, si me cuentas un poco cómo es, para reconocerla…

—Pelo oscuro, recogido siempre en un moño, gafas… —empezó a decir Liam.

—¿Y una nariz larga y ganchuda? —dije, rematando la descripción.

—¿La has visto?

—En Marlinton. Era la que conducía el camión rojo, pero… —Cate y Rob se habían llevado el coche. Ella se había quedado allí—. Pero se quedó —dije—. A lo mejor la hemos perdido para siempre.

—Lo veo muy poco posible —gruñó Chubs—. Esa mujer es un Terminator.

Pasamos por delante de unos cuantos moteles de ruinoso aspecto, algunos ocupados y otros no. Me enderecé cuando vi que Liam entraba en el aparcamiento de un viejo establecimiento de la cadena Comfort Inn para, rápidamente, dar un silbido y salir de allí en marcha atrás. En el aparcamiento no había coches, pero sí una docena de personas en el exterior, hombres y mujeres, fumando, charlando, peleando.

—Lo hemos visto muy a menudo conduciendo por Ohio —me contó sin que se lo hubiese preguntado—. Después de perder la casa, la gente intenta conseguir una habitación en el hotel más próximo. Y se pelean por ello. Hay bandas criminales y mierda de todo tipo.

El motel en el que finalmente nos detuvimos era un Howard Johnson Express, con una cuarta parte del aparcamiento ocupado por diferentes tipos de vehículos y el cartel azul de «LIBRE» colgado de forma ostentosa. Contuve la respiración cuando recorrimos lentamente el círculo exterior de habitaciones del complejo, evitando pasar por delante del edificio de las oficinas. Después de inspeccionar por fuera las habitaciones más próximas, Liam eligió un lugar en un extremo del aparcamiento. Dos de las habitaciones quedaban claramente descartadas —se veía el resplandor del televisor a través de las cortinas—, pero las demás podían estar libres.

—Esperad un segundo aquí —dijo, desabrochándose el cinturón—. Voy a inspeccionar el área para asegurarme de que es un lugar seguro.

Y, como era habitual en él, no se tomó la molestia de esperar nuestra respuesta. Bajó del coche, desfiló por delante de las habitaciones para echarles un vistazo y empezó a forzar la puerta de la elegida.

Chubs y yo recibimos el encargo de repartir la poca comida que nos quedaba de la estación de servicio de Marlinton. El inventario se reducía a una bolsa de Cheetos, galletas saladas con mantequilla de cacahuete, algo de regaliz y un paquetito de Oreo, además del caramelo que había logrado meter yo en la mochila. Un banquete de ensueño para un niño de seis años.

Trabajamos en silencio, evitando mutuamente las miradas, como verdaderos campeones. Chubs abrió sus galletas de mantequilla con dedos ágiles y rápidos y empezó a comer. Seguía con aquel andrajoso libro en el regazo, abierto, como si le sonriera. Sabía que era imposible que estuviera leyéndolo con una vista tan mala como la suya. Pero cuando por fin decidió hablarme, ni siquiera levantó la vista de sus páginas.

—¿Aún te gusta nuestra vida criminal? Por lo que se ve, el General piensa que tienes dotes innatas para esto.

Alargué el brazo hacia atrás para despertar a Zu, haciendo caso omiso de lo que pretendiera decir con aquello. Estaba demasiado cansada para enfrentarme a él y, francamente, ninguna de las réplicas que tenía en aquel momento en la punta de la lengua servirían para derrotarle.

Me disponía a bajar del monovolumen, con la mochila y la comida, cuando Chubs estiró el brazo para volver a cerrar la puerta. Con la escasa luz que proyectaba el edificio del hotel, me dio la impresión de que Chubs estaba… no exactamente enfadado, aunque tampoco tenía una expresión amistosa.

—Tengo algo que decirte.

—Ya has dicho bastante, gracias.

Esperó a que le mirara por encima del hombro para seguir hablando.

—No voy a ignorar el hecho de que hoy nos has ayudado, o de que has pasado años viviendo en un agujero de mierda, pero te lo digo ahora: aprovecha esta noche para plantearte muy en serio tu decisión de quedarte con nosotros, y si decides largarte de madrugada, que sepas que seguramente habrás tomado la decisión correcta.

Me dispuse de nuevo a abrir la puerta, pero no había terminado todavía.

—Sé que escondes algo. Sé que no has sido del todo sincera. Y si por algún insensato motivo crees que podemos protegerte, piénsatelo de nuevo. Si salimos vivos de este lío sin las posibles crisis que tú puedas aportar, estaremos de suerte.

Noté que se me encogía el estómago, pero mantuve mi expresión inalterable. Si Chubs esperaba leerme en la cara alguna pista que pudiera delatarme, se llevaría un chasco; había pasado casi seis años disciplinándome para parecer completamente inocente bajo la amenaza de cualquier tipo de arma.

Fuera lo que fuese lo que sospechaba, no podía ser la verdad puesto que, de ser ese el caso, no estaría ofreciéndome una última oportunidad de darme a la fuga, sino que me habría echado personalmente del monovolumen de un puntapié, a poder ser cuando íbamos al máximo de velocidad y en medio de una autopista desierta.

Chubs se pasó el pulgar por el labio.

—Creo que… —empezó a decir—. Espero que consigas llegar a Virginia Beach, te lo digo en serio, pero… —Se quitó las gafas e hizo el gesto de pellizcarse el puente de la nariz—. Esto es ridículo, lo siento. Pero piensa en lo que te he dicho. Toma la decisión correcta.

Liam nos llamaba con señas desde la puerta, que mantenía abierta con el pie. Zu apoyó la mano en el hombro de Chubs, que se sobresaltó, sorprendido por el repentino contacto de la goma amarilla. Estaba tan callada, que incluso yo había olvidado su presencia.

—Vamos, Suzume —dijo Chubs, poniéndole entonces él la mano en el hombro—. Con un poco de suerte, el General será condescendiente y nos permitirá ducharnos. Y tal vez, si tenemos suerte de verdad, incluso se duchará él.

Zu cruzó la puerta y me lanzó una mirada ansiosa al pasar por mi lado. Le hice un gesto con la mano para que siguiera adelante y me obligué a sonreírme mientras cogía la mochila negra del asiento de atrás.

No me di cuenta hasta que estuve fuera, mientras el cielo oscuro engullía lo poco que quedaba en mi cuerpo del calor del interior del monovolumen. Mantuve la puerta corredera abierta con una mano mientras me inclinaba de nuevo hacia el interior del vehículo para coger el libro que había quedado en el bolsillo de detrás del asiento del acompañante. Era la primera y única vez que lo veía lejos de las manos de Chubs.

La bolsa aplastada y vacía de M&M’s que utilizaba a modo de punto de libro seguía en su lugar. Abrí el libro por aquella página y no me hizo falta mirar el lomo para saber al instante de qué libro se trataba. La colina de Watership, de Richard Adams. No me extrañó que hiciese lo imposible por ocultar su lectura. ¿La historia de unos cuantos conejos tratando de sobrevivir en el mundo? Liam se lo pasaría en grande.

Pero yo adoraba aquel libro, y por lo visto Chubs también. Era la misma edición que mi padre solía leerme cuando me iba a la cama, la que solía robarle de su despacho y guardar en mi estantería para cuando me despertaba a media noche y no podía dormir. ¿Cómo era posible que hubiese llegado a mí cuando más lo necesitaba?

Devoré con los ojos las palabras allí escritas, venerando su forma hasta que pasé a articularlas con los labios y a leerlas en voz alta, aunque nadie me oyera. «Todo el mundo será tu enemigo, Príncipe con Mil Enemigos, y te matarán si te alcanzan. Pero antes tendrán que atraparte, a ti, que cavas, escuchas y corres, príncipe con la alarma presta. Sé astuto e ingenioso y tu pueblo nunca será destruido».

Me pregunté si Chubs sabía cómo terminaba la historia.