Me despertó Chubs. Fue solo una somera palmada en el hombro, como si no se atreviese a tocarme lo bastante como para zarandearme, pero no hizo falta más. Me había quedado acurrucada en uno de los estrechos asientos, pero aquel mínimo contacto había bastado para que me despertase sobresaltada y me golpease la parte posterior de la cabeza contra la ventana. Noté la frialdad en la nuca y caí en el limitado espacio entre el asiento de delante y el mío. Durante un confuso momento no recordé dónde estaba ni tampoco, no hace falta decirlo, cómo había llegado hasta allí.
El rostro de Chubs se cruzó en mi campo visual y vi que arqueaba la ceja ante la maraña de brazos y piernas en que me había convertido. Y entonces lo recordé todo, como si me hubiesen dado un puñetazo.
«Maldita sea, maldita sea, maldita sea», pensé, intentando apartarme el pelo de la cara. Solo pretendía cerrar los ojos unos minutos, pero a saber cuánto rato habría estado dormida. A juzgar por la cara de Chubs, no había sido una siestecilla.
—¿No crees que ya has dormido bastante? —refunfuñó, cruzándose de brazos.
El interior del monovolumen estaba más caldeado, y no comprendí por qué hasta que me senté y vi que estaba tapada con la tela azul oscuro que cubría el parabrisas posterior.
La realidad de la situación me sobrevino al instante, con una aguda punzada en el costado. Había quedado completamente expuesta en un vehículo lleno de desconocidos, tan expuesta, de hecho, que incluso Chubs me había tocado. No sabía quién de los dos había tenido más suerte: si él, porque yo no le había limpiado el cerebro, o yo por haber evitado otro potencial desastre. ¿Cómo podía ser tan estúpida? En el instante en que supieran lo que era, me echarían de allí y ¿dónde iría a parar? Y hablando de dónde…
—¿Dónde estamos? —me incorporé—. ¿Dónde están los demás?
Chubs estaba sentado en uno de los asientos centrales, repartiendo el tiempo entre el libro y el universo de árboles que se veían al otro lado de la ventanilla tintada. Intenté seguir su mirada, pero no había nada más que ver.
—Cerca de la encantadora ciudad de Kingwood, Virginia Occidental. Lee y Suzume han ido a comprobar algo —dijo.
Sin darme cuenta, me había inclinado hacia delante para intentar averiguar qué leía. Llevaba años sin ver un libro, y mucho menos leerlo. Pero Chubs no estaba por la labor. En el momento en que le rocé el hombro, cerró el libro y se volvió para lanzarme la mirada más repugnante imaginable. A pesar de que llevaba aquellas gafitas minúsculas y de que yo sabía que guardaba un encantador costurero debajo del asiento delantero, recordé que existía la remota posibilidad de que pudiera matarme con el cerebro.
—¿Cuánto he dormido?
—Un día —dijo Chubs—. El General te quiere en pie y lista para prestar servicio. Está con ganas de marcha. Por mucho que no seas más que una Verde, espera tu colaboración.
Elegí con gran cuidado lo que iba a decir a continuación e hice caso omiso de su expresión desdeñosa. Que piense eso, si así se siente mejor. Si él se creía el más listo, no pensaba llevarle la contraria. Seguramente había ido al colegio muchos más años que yo, había leído cientos de libros más y sabía suficientes matemáticas como para que le sirviesen de alguna cosa. Pero por pequeña y estúpida que me hiciese sentir, yo no debía ignorar el hecho de que con un simple toque podía leerle todo el contenido de la cabeza.
—Liam es Azul, ¿verdad? —dije—. ¿Y Zu y tú? ¿Sois también Azules?
—No. —Frunció el entrecejo, y pasó un momento decidiendo si debía revelarme aquella información—. Suzume es Amarilla.
Me enderecé en mi asiento.
—¿Teníais Amarillos en el campamento?
Chubs refunfuñó.
—No, Verde, te he mentido: sí, teníamos Amarillos.
Aquello no tenía sentido: si habían eliminado a todos los Amarillos de Thurmond, ¿por qué no habían hecho lo mismo en los demás campamentos?
—¿Les…?
No sabía muy bien cómo preguntarlo. Cuando había entrado en el monovolumen después de que Zu me ayudara, simplemente había pensado que era una niña tímida en presencia de desconocidos. Pero en todo aquel rato no le había oído pronunciar palabra. No había hablado ni conmigo, ni con Chubs y ni siquiera con Liam.
—¿Les… hicieron algo a los Amarillos? ¿A ella?
El ambiente del monovolumen solo podría haberse electrificado a mayor velocidad si hubiese arrojado un cable pelado en una bañera.
Chubs se giró hacia mí bruscamente, levantó los brazos y los cruzó sobre el pecho. La mirada que me lanzó a través de sus gafas habría convertido en piedra incluso al alma más débil.
—Eso —empezó a decir, muy despacio, como para asegurarse de que lo comprendía a la perfección—, no es en absoluto asunto tuyo.
Levanté las manos, en señal de rendición.
—¿Se te ocurrió por un momento pensar lo que podía pasarle a Zu cuando empezaste a perseguirla? —siguió presionando Chubs—. ¿Te preocupó por un momento que tus amigos del todoterreno verde pudieran cargársela?
—La gente del todoterreno verde… —empecé a decir, y habría terminado la frase de no ser porque la puerta de detrás se deslizó de repente.
Chubs emitió un sonido que solo puede describirse como de graznido y corrió al asiento del acompañante. Cuando se hubo instalado tenía los ojos casi tan abiertos como Zu, que lo observaba desde la puerta.
—¡No hagas eso! —dijo, respirando con dificultad y llevándose la mano al corazón—. Avisa antes, ¿entendido?
Zu arqueó una ceja en mi dirección y yo le respondí arqueando a mi vez una ceja. Pasado un instante, pareció recordar por qué había abierto la puerta y nos hizo señas con su llamativo guante para que saliéramos.
Chubs se desabrochó el cinturón de seguridad con un suspiro de fastidio.
—Ya le dije que era una pérdida de tiempo. Dijeron «Virginia» no «Virginia Occidental». —Y entonces volvió a mirarme—. Por cierto, el todoterreno era marrón claro. ¿No decías que tenías memoria fotográfica?
Pensé en replicar con una excusa, pero me lo impidió con su mirada y salió, cerrando después de un portazo.
Salí del monovolumen por mi puerta y seguí a Zu. Eché a andar por el barro y la triste hierba amarillenta, mientras observaba mi alrededor por vez primera.
Había una indicación de madera, inclinada hacia atrás como si alguien hubiera chocado contra ella, donde podía leerse «CAMPING EAST RIVER», pero no había río por ningún lado y, evidentemente, tampoco era exactamente un camping. En todo caso, era —o había sido en su día— un antiguo aparcamiento de remolques y autocaravanas.
Cuanto más nos alejábamos del monovolumen, más nerviosa me sentía. Ya no llovía, pero sentía la piel fría y pegajosa al tacto. A nuestro alrededor, hasta donde me alcanzaba la vista, había esqueletos chamuscados, plateados y blancos, de lo que habían sido autocaravanas y remolques. Las paredes completamente carbonizadas de los remolques fijos, de mayor tamaño, dejaban a la intemperie cocinas y salones con el interior intacto, aunque inundado o infestado de animales y hojas putrefactas caídas de los árboles cercanos. Era como una fosa común de vidas pasadas.
Pese a que las puertas mosquitera estaban combadas y medio arrancadas, pese a que muchas autocaravanas reposaban sobre neumáticos rajados, se percibían aún algunos signos de vida. Las paredes estaban decoradas con fotografías de familias felices y sonrientes, un reloj de pie seguía contando el paso del tiempo, en las cocinas se veían todavía cazuelas, un pequeño y solitario columpio continuaba intacto en el otro extremo del terreno.
Zu y yo rodeamos una autocaravana volcada en el suelo, siguiendo el rastro de unas pisadas profundamente marcadas en el barro. Eché un vistazo a aquel esqueleto oxidado, sin soltar la mano enguantada de Zu. La niña levantó la vista y me lanzó una mirada inquisitiva, a la que yo respondí haciendo un gesto negativo, mientras decía:
—Fantasmagórico.
Cuando se puso de nuevo a llover, las gotas amartillaron los cuerpos metálicos e hicieron vibrar los tejados y mamparas más débiles. Me sobresalté y chillé en el momento en que la puerta de un remolque cayó al suelo y se interpuso en nuestro camino. Zu saltó sobre ella y señaló en dirección a Chubs y Liam, que estaban enzarzados en una conversación.
Tardé unos segundos en reconocer a Liam. Debajo de la chaqueta llevaba una sudadera azul, cuya capucha se había subido por encima de lo que parecía una gorra de los Redskins. Y no tenía ni idea de dónde había sacado las gafas de sol de estilo aviador que le ocultaban buena parte de la cara.
—… no es —decía Chubs—. Ya te lo dije.
—Dijeron que estaba en el este del estado —insistía Liam—. Y con ello podían referirse a Virginia Occidental…
—O podían estar pegándonosla —dijo Chubs, acabando la frase por él.
Debió de oír que nos acercábamos, puesto que se volvió, sobresaltado. Me miró a los ojos y puso mala cara.
—¡Buenos días, preciosa! —dijo Liam—. ¿Has dormido bien?
Zu correteó por delante de mí, pero los pies me pesaban como el plomo. Me crucé de brazos y me armé de valor para preguntar:
—¿Qué es este lugar?
Esta vez fue Liam el que suspiró.
—Confiábamos en que fuera East River. El East River, quiero decir.
—Ese río está en Virginia —dije, bajando la vista—. En la península. Desemboca en la bahía de Chesapeake.
—Gracias, detective, no me digas. —Chubs hizo un gesto negativo con la cabeza—. Nos referimos al East River del Huidizo.
—Oye —dijo Liam en tono cortante—. Tranquilo, tío. Nosotros tampoco sabíamos nada sobre el tema hasta que salimos del campamento.
Chubs se cruzó de brazos y apartó la vista.
—Lo que tú digas.
Vi que Liam me miraba, lo que me llevó de inmediato a mirar a Zu, que parecía confusa. «Contrólate», me ordené, «para ya».
No me daban miedo, ni siquiera Chubs. Tal vez un poco cuando pensaba en la facilidad con que podía destrozarles la vida, o me imaginaba su aterrada reacción si llegaban a descubrir quién era yo en realidad. No sabía ni qué decir ni cómo comportarme con ellos. Todo lo que hacía o decía me parecía torpe, estridente o fuera de lugar, y empezaba a preocuparme la posibilidad de no llegar a quitarme jamás de encima aquella sensación de incertidumbre e inquietud. Me sentía como el más monstruoso de todos los monstruos y, encima, carecía de una capacidad tan básica como la de saber comunicarme con normalidad con otros seres humanos.
Liam suspiró y se rascó la nuca.
—La primera vez que oímos hablar de East River fue a través de otros chicos del campamento. Supuestamente, y me gustaría subrayar lo de «supuestamente», se trata de un lugar donde podemos ir a vivir los chicos y las chicas. El Huidizo, el que dirige la orquesta, puede ponerte en contacto con tu familia sin que se enteren los de las FEP. Hay comida, cama… bueno, ya te lo imaginas. El problema es encontrarlo. En Ohio nos cruzamos con unos Azules poco serviciales que nos hicieron creer que estaba por esta zona. Pero es de esas cosas que…
—Que si las sabes, no debes hablar sobre ellas —dije, para terminar la frase—. ¿Y quién es el Huidizo?
Liam se encogió de hombros.
—No lo sabe nadie. O… bueno, imagino que hay gente que lo sabe, pero que no lo dice. Aunque corren rumores increíbles sobre él. Los de las FEP le pusieron ese apodo porque, supuestamente, escapó de su custodia un mínimo de cuatro veces.
Estaba tan perpleja que no me salían ni las palabras.
—Podría decirse que nos deja en evidencia a todos los demás, ¿no te parece? La verdad es que me sentía fatal conmigo mismo hasta que me contaron los rumores que corren sobre él. —Liam se estremeció—. Por lo visto, es uno de esos… es un Naranja.
La palabra me sacudió de los pies a la cabeza y me dejó helada. Liam continuó hablando, con menos repugnancia, pero lo oía como un rumor lejano. No me enteré ni de una palabra de lo que estaba diciendo.
El Huidizo. Un chico capaz de ayudar a los demás a volver a casa, siempre y cuando tuvieran un hogar al que regresar, y unos padres que los recordaran y los amaran. Una vida que recuperar.
Y, por lo visto, uno de los últimos Naranjas que quedaban.
Cerré los ojos con fuerza y, por si no bastara con eso, me los apreté también con la palma de las manos. Yo no podía optar a su ayuda. Aun en el caso de que consiguiera ponerme en contacto con mi familia, no creo que recibieran con los brazos abiertos a una chica a la que consideraban una desconocida. Estaba la abuela, claro, pero era imposible saber dónde vivía ahora. ¿Y me querría cuando se enterara de en qué me había convertido?
—¿Pero por qué necesitáis la ayuda de ese chico? —dije entonces, con una sensación de vértigo persistente—. ¿Por qué no podéis volver a vuestra casa y ya está?
—Utiliza el cerebro, Verde —dijo Chubs—. No podemos volver a casa porque lo más probable es que los de las FEP estén vigilando a nuestros padres.
Liam movió la cabeza de lado a lado y se quitó por fin las gafas de sol. Estaba agotado; tenía el rostro demacrado y ojeroso.
—Tendrás que ir con mucho cuidado, ¿entendido? ¿Quieres de verdad que te deje en la primera estación de autobús que encontremos? Porque estaríamos encantados de…
—¡No! —exclamó Chubs—. En absoluto. Ya hemos perdido bastante tiempo con ella, y además es por su culpa que tenemos a los de la Liga pisándonos los talones.
Noté una punzada de dolor en el lado izquierdo del pecho, justo por encima del corazón. Tenía razón, evidentemente. La mejor opción para todo el mundo sería que me dejasen en la estación de autobús más próxima y nos olvidáramos del tema.
Pero eso no significaba que yo no quisiera, o no necesitase, encontrar tanto como ellos a ese tal Huidizo. Aunque, por otro lado, no podía pedirles que me dejasen quedarme con ellos. No podía imponerles más cosas, ni correr el peligro de llevarlos a la ruina con aquellos dedos invisibles que parecían obsesionados por destrozar cualquier relación que yo pudiese establecer. Si la Liga nos atrapaba y los hacía prisioneros, nunca me lo perdonaría. Jamás.
Si decidía encontrar al Huidizo tendría que hacerlo sola. Cualquiera pensaría que me había acostumbrado a la idea de vivir la vida sin nadie a mi lado, que me supondría un alivio no correr constantemente el peligro de deslizarme en el interior de la cabeza de los demás. Pero yo no quería. No quería echar a andar sola bajo aquel cielo gris y encapotado y sentir el frío que me atravesaba la piel.
—Así que… —dije, entrecerrando los ojos para fijar la vista en el remolque más próximo—. Esto no es East River.
—Tal vez lo fuera en su día —dijo Liam—. Es posible que trasladen el campamento de vez en cuando. La verdad es que no se me había ocurrido.
—O… —refunfuñó Chubs— podría ser también que los de las FEP los hayan capturado de nuevo. Quizás esto era East River, y ahora ya no es East River y no nos toca otro remedio que buscar la manera de entregar la carta de Jack y volver a casa por nuestros propios medios… solo que nunca lo conseguiremos porque los rastreadores darán con nosotros y nos encerrarán otra vez a todos en campamentos, solo que ahora ellos…
—Gracias, Chuckles —le interrumpió Liam—, por este estupendo empujón de optimismo.
—Podría tener razón —dijo Chubs—. Reconócelo.
—Y también podrías estar equivocado —dijo Liam, acariciándole la cabeza a Zu para reconfortarla—. En cualquier caso, esto es lo que hay: pensaremos que no es más que una falsa alarma. Echemos un vistazo para ver si encontramos algo que nos sea de utilidad y luego nos ponemos de nuevo en marcha.
—Por fin. Estoy harto de perder el tiempo con cosas que carecen de importancia.
Chubs hundió las manos en los bolsillos del pantalón y echó a andar muy indignado hacia donde estaba yo. De no haberme apartado de su trayectoria, me habría golpeado y derribado al suelo.
Me giré y seguí con la mirada su recorrido. Enfadado, apartaba de un puntapié todas las piedras que se cruzaban en su camino. De pronto vi a Liam plantado a mi lado de brazos cruzados.
—No te lo tomes como una cuestión personal —dijo. Supongo que emití algún sonido que denotó mi incredulidad, puesto que siguió hablándome—. Me refiero a que… este chaval no es más que un viejo cascarrabias de setenta años atrapado en un cuerpo de diecisiete. Si se muestra tan insufrible es porque está intentando echarte.
«Sí, claro», pensé, «pues le está funcionando».
—Y ya sé que no es excusa, pero está tan estresado y asustado como nosotros y… supongo que lo que intento decirte es que todo este ácido que te echa constantemente encima viene de un buen corazón. Si resistes, te juro que no encontrarás un amigo más fiel. Pero está muerto de miedo por lo que pueda pasar, sobre todo por lo que pueda pasarle a Zu, en el caso de que volvieran a atraparnos.
Levanté la vista al oír aquello, pero Liam ya se había alejado de mi lado para acercarse a un conjunto de remolques destrozados. Durante un segundo de locura se me pasó por la cabeza la idea de seguirlo, pero entonces vi a Zu por el rabillo del ojo, balanceando los guantes de color amarillo chillón a ambos lados del cuerpo. Entraba y salía de los remolques, se ponía de puntillas para husmear a través de las ventanas rotas de las autocaravanas e incluso, en un momento dado, me pareció que andaba a gatas entre los restos de una autocaravana a la que un tornado parecía haber partido por la mitad. El techo de metal, que colgaba de dos endebles juntas, se bamboleaba y combaba bajo la fuerza combinada de la lluvia y el viento.
Pese a que tenía la cabeza cubierta con la capucha de aquella sudadera que le iba tan grande, vi que levantaba una mano enguantada y se tocaba la cara, como si quisiera apartarse de los ojos un mechón de pelo. No me pareció extraño hasta que volvió a repetirlo y palideció levemente al sorprenderse realizando aquel gesto.
Me vino repentinamente a la cabeza la conversación que había intentado mantener con Chubs en el interior del monovolumen.
—Zu… —empecé a decir, pero me callé en seco.
¿Cómo preguntarle a una niña si le habían hecho picadillo el cerebro sin pisotear un recuerdo ya doloroso de por sí?
La verdad es que en Thurmond solo afeitaban la cabeza a los niños cuando querían meterles las narices en la sesera; cuando yo llegué allí, ya habían dejado de hacerlo, pero los niños de más edad habían tardado un tiempo en recuperar su pelo normal. Me di cuenta de que ya me había preguntado si sería ese su caso, si el motivo por el que no hablaba era porque le habían cruzado algunos cables que no deberían haberle cruzado, o porque habían ido demasiado lejos con la excusa de encontrar una «curación».
—¿Por qué te cortaron el pelo? —le pregunté al final.
Conocía a muchas chicas —incluyéndome a mí— que habrían preferido llevar el pelo más corto, pero con la excepción del corte de pelo anual al que nos sometían a todas, poco podíamos decir al respecto. Y el modo en que Zu se había tocado el pelo fantasma, me llevaba a pensar que tampoco ella había podido opinar con respecto a aquel tema.
Si mi pregunta la había incomodado, no lo demostró. Zu se llevó las manos a la cabeza y empezó a restregársela, con una expresión de profundo malestar. Viendo que yo no lo captaba, se quitó un guante y se rascó la cabeza.
—Oh —dije—. ¡Oh! ¿Quieres decir que tenías piojos?
Asintió.
—Vaya —dije. Tenía sentido, pero aquello seguía sin explicar por qué no podía abrir la boca para responderme—. Lo siento mucho.
Zu levantó un hombro en un poco entusiasta gesto de indiferencia, dio media vuelta y se encaminó hacia la autocaravana más próxima.
La puerta se tambaleó al abrirla para entrar y seguirla, y las bisagras chirriaron. Zu puso mala cara y yo le correspondí, dándole a entender que coincidía con ella. El interior olía a algo dulce, aunque no agradable. Como a fruta podrida.
Empecé por el reducido espacio central, abriendo y cerrando las puertas de color claro de los armarios. Los cojines de los asientos estaban forrados de un detestable color morado e, igual que el pequeño televisor que colgaba de la pared, estaban cubiertos de polvo y suciedad. Sobre la encimera, una solitaria taza de café. La zona de dormitorio, situada en la parte de atrás, era también austera: unos cuantos cojines, una lámpara y un armario que contenía un vestido rojo, una camisa blanca y un arsenal de perchas vacías.
Alargué el brazo para coger la camisa cuando lo vi por el rabillo del ojo.
Lo habían colocado en el parabrisas de la autocaravana en lugar de en un espejo retrovisor. No era nada que pudiera parecer extraño visto desde fuera, ni que llamara la atención a menos que uno se fijara realmente en ello. Pero una vez dentro, apenas a un metro de distancia, estaba lo bastante cerca como para ver con precisión la luz roja en la base, lo bastante cerca como para comprender que la cámara del interior estaba enfocada hacia cualquier cosa que pasara por la carretera situada justo enfrente.
Y si yo podía ver a Betty desde donde me encontraba en aquel momento, la cámara también podía verla.
La cámara era algo distinta a las que teníamos en Thurmond, pero lo bastante similar como para inducirme a pensar que los que estaban tras ella eran los mismos. Miré a Zu y ella me miró a mí.
—Quédate aquí —dije, cogiendo la cafetera que había en la mesa.
Crucé la autocaravana en tres pasos, blandiendo la cafetera como una espada. Aparté de una patada algunas cajas vacías y trastos que había por el suelo y vi, entre la basura y las bolsas de plástico, un pequeño guante de color rojo. Demasiado pequeño para un adulto.
No me di cuenta de que la cafetera seguía en mi mano hasta que golpeé el dispositivo con la intención de romperlo. El cuerpo de cristal barato se partió, cayó al suelo y me quedé con el asa en la mano. La bombilla negra seguía perfectamente colgada en su sitio, solo que ahora, el ojo de la cámara giró para enfocarme.
«Funciona», pensé, presa del pánico, buscando otro objeto con el que poder romperla. «Está grabando».
No recuerdo haberla llamado, pero Zu apareció al instante a mi lado. Vi que llevaba algo bajo la sudadera. También ella debió de reconocer la cámara, puesto que antes de que me diera tiempo a decir nada, la vi quitarse uno de los guantes amarillos y extender el brazo hacia el objeto.
—¡No…!
Nunca había visto a un Amarillo en acción. Había sufrido sus secuelas, naturalmente: cortes de luz en todo el campamento, Ruido Blanco cuando los supervisores del campamento pensaban que alguno de ellos lo había hecho expresamente. Pero hacía tanto tiempo que habían desaparecido de Thurmond que ya había dejado de imaginarme cómo debía de ser eso de hablar el misterioso idioma de la electricidad.
Zu se limitó a rozarla con la punta de los dedos, pero eso bastó para que la cámara empezase a emitir un agudo gemido. Los dedos de Zu emitieron entonces un rayo azulado en dirección al cuerpo de la cámara. La línea quebrada fustigó el plástico, que empezó a humear y deformarse por el efecto del calor.
Sin previo aviso, se encendieron todas las luces de la autocaravana y aumentaron hasta tal punto de temperatura que se hicieron añicos. El vehículo empezó a carraspear y chisporrotear, a temblar bajo nuestros pies, y el motor resucitó milagrosamente después de un prolongado sueño.
Zu se puso de nuevo el guante y se cruzó de brazos. Cerró los ojos con fuerza, como si con el gesto intentara detener aquel caos. Pero no teníamos tiempo de quedarnos para ver si el esfuerzo daba sus frutos. Avancé hacia la puerta y la agarré por la camiseta con la intención de sacarla de allí. La arrastré para rodear la autocaravana por el lado que daba a la carretera, y desde donde se veía a Black Betty. Zu seguía temblando.
—Vamos —dije, sin dejar que se parara. Su rostro había perdido toda su luminosidad, se había apagado como una vela—. Todo va bien —dije, mintiendo—. Tenemos que reunirnos con los demás.
Vi que todos los remolques que ocupaban aquella primera fila tenían una cámara instalada en el parabrisas delantero; fui mirándolas una a una mientras corríamos hacia Black Betty. Destruirlas en ese momento carecía de sentido. Quienquiera que pudiera vernos, ya nos había visto. Teníamos que salir de allí, y rápido.
Tal vez fueran viejas, intenté decirme mientras abría la puerta de Black Betty. Tal vez estuvieran instaladas allí desde hacía muchísimos años, para controlar los hurtos. A saber dónde enviarían sus grabaciones. Tal vez a ninguna parte.
Pero, al mismo tiempo, el corazón me latía con una melodía completamente distinta: «Ya vienen, ya vienen, ya vienen».
Pensé en gritar para llamar a los demás, pero quién sabe dónde estarían. Salté al monovolumen después de que hubiese entrado Zu e hice lo único que pensé que tenía sentido en aquel momento: presioné con la palma de la mano la parte blanda del volante. El gemido de la bocina de Betty despertó de repente el paisaje dormido. Una bandada de pájaros, que hasta entonces habían permanecido escondidos en un árbol, echaron a volar. Cuando alcanzaron el cielo empecé a hacer sonar la bocina con un ritmo más rápido e insistente.
Chubs fue el primero en aparecer, corriendo entre una fila de autocaravanas, y Liam lo hizo un segundo después, unas cuantas filas más arriba. Cuando vieron que solo estábamos nosotras, ambos aflojaron la marcha. La expresión de Chubs se tornó de fastidio.
Asomé la cabeza por la ventanilla abierta del lado del conductor y grité:
—¡Tenemos que irnos! ¡Ahora mismo!
Liam le dijo a Chubs algo que no logré oír, pero me obedecieron. Cuando los chicos entraron, me instalé en cuclillas entre los dos asientos delanteros.
—¿Qué pasa? —Liam estaba sin aliento—. ¿Qué sucede?
Señalé hacia la autocaravana más próxima.
—Tienen cámaras instaladas —respondí con voz ronca—. Absolutamente todas.
—¿Estás segura?
La voz de Liam sonó calmada… excesivamente calmada. Adiviné que estaba fingiendo, puesto que vi que incluso le temblaban los dedos al intentar introducir la llave en el contacto.
Las ruedas del monovolumen giraron sobre el barro en cuanto puso la marcha atrás. El acelerón me mandó directa al suelo.
—Dios mío —dijo Chubs—. No puedo creerlo. Somos como Hansel y Gretel. Dios mío… ¿crees que era ella?
—No —dijo Liam—. No. Es muy astuta por ser una rastreadora, pero esto… esto es otra cosa.
—Tal vez lleven mucho tiempo aquí —dije cuando nos incorporamos de nuevo a la autopista. Estaba completamente vacía: parecía una boca lista para engullirnos enteros—. Tal vez estuvieran espiando a la gente que vivía aquí. A lo mejor esto sí que era East River y…
O era simplemente una trampa tendida a todo aquel que estuviera buscando el auténtico East River.
Liam apoyó el codo en el panel de la puerta y dejó descansar la barbilla sobre la mano cerrada. Cuando por fin habló, los cientos de grietas serpenteantes del cristal resquebrajado del parabrisas cortaron en mil pedazos su reflejo. Pisó el acelerador a fondo y el viento entró silbando a través del orificio que había dejado la bala.
—Limitaos a mantener los ojos bien abiertos y avisadme si veis alguien o algo que os parezca sospechoso.
«Definición de sospechoso»: ¿Casas cerradas a cal y canto? ¿Un monovolumen tiroteado?
—Sabía que deberíamos haber esperado a que oscureciera —dijo Chubs, dando golpecitos en la ventanilla del lado del acompañante—. Lo sabía. Si esas cámaras funcionaban, lo más probable es que hayan captado el número de matrícula y todos los detalles.
—De la matrícula ya me encargo yo —afirmó Liam.
Chubs abrió la boca para decir algo, pero se quedó mudo y apoyó la cabeza en la ventanilla.
—¿Qué es lo que debemos esperar? ¿Una patrulla de soldados de las FEP? —pregunté cuando cruzamos otra vía de tren.
—Peor. —Chubs suspiró—. Rastreadores. Cazadores de recompensas.
—Por lo que cuentan, los de las FEP andan escasos de recursos —explicó Liam—. Y lo mismo se aplica a la Guardia Nacional y a lo que queda de la policía local. No creo que envíen una unidad hasta aquí solo por un chivatazo. Y a menos que casualmente tengan un cazador de recompensas que viva en este culo del mundo, todo irá bien.
Sonaba a últimas palabras antes de morir.
—La recompensa por entregar a un niño es de diez mil dólares. —Chubs se giró para mirarme—. Y el país entero está sin un puto duro. No nos irá todo bien.
Oí un tren a lo lejos: el sonido de su silbato era similar al que emitían los que pasaban por Thurmond a todas horas de la noche. Aquello bastó para empujarme a clavar las uñas en los muslos y cerrar los ojos con fuerza, con la esperanza de superar la terrible sensación de náuseas. No me di cuenta de que la conversación había continuado hasta que oí que Liam me preguntaba:
—¿Te encuentras bien, Verde?
Levanté la cabeza y me sequé la cara, preguntándome si aquella humedad era debida a la lluvia o a que había estado llorando sin darme cuenta. No dije nada y, a gatas, me instalé en el asiento de la última fila. Aunque me habría gustado hacerlo, no participé más en la conversación sobre si debían seguir buscando East River o debían dejarlo correr. Había cientos, miles, millones de lugares donde el Huidizo podía haber instalado su campamento, y deseaba ayudarles a solucionar aquel rompecabezas. Quería ser partícipe de ello.
Pero no podía hacer preguntas y, por otro lado, necesitaba dejar de mentirme. Porque a cada segundo que pasara con ellos, aumentaban las probabilidades de que descubrieran que los rastreadores y los soldados de las FEP no eran los auténticos monstruos de este mundo. No. El auténtico monstruo estaba sentado en el asiento de atrás.
Por una vez, la música estaba apagada.
Pero el silencio de los altavoces me ponía nerviosa, más que las carreteras desiertas o los cascarones vacíos de las casas embargadas. Liam no paraba de moverse. Examinaba con la mirada los pequeños pueblos abandonados por los que pasábamos, vigilaba el nivel de combustible del depósito, jugueteaba con el mando del intermitente, tamborileaba con los dedos sobre el volante. En un determinado momento, su mirada se cruzó con la mía a través del retrovisor. Fue solo un instante, pero sentí una pequeña punzada en el estómago, tan aguda como si me hubiera acariciado la palma de la mano con el dedo.
Me ruboricé, aunque por dentro me había quedado helada. Había sido medio segundo, no más, el tiempo suficiente como para ver que se le habían oscurecido los ojos por culpa de algo que podía muy bien ser frustración.
Chubs, en el asiento del acompañante, doblaba y desdoblaba un papel que tenía en el regazo, una y otra vez, casi de manera inconsciente.
—¿Puedes parar ya con eso? —explotó Liam, desasosegado—. Lo romperás.
Chubs paró de inmediato.
—¿No podemos… intentarlo? ¿Necesitamos al Huidizo para hacerlo?
—¿De verdad querrías correr ese riesgo?
—Jack lo habría hecho.
—Sí, pero Jack… —Liam se interrumpió—. Es mejor ir a lo seguro. Él nos ayudará cuando demos con él.
—Si es que damos con él —dijo enfurruñado Chubs.
—¿Jack?
No me di cuenta de que había hablado en voz alta hasta que vi que Liam me miraba de nuevo a través del retrovisor.
—A ti no te importa —dijo Chubs, y lo dejó en eso.
Liam se mostró solo algo más explícito.
—Era nuestro amigo… en la habitación del campamento, me refiero. Estamos intentando… intentamos ponernos en contacto con su padre. Es uno de los motivos por los que tenemos que localizar al Huidizo.
Señalé con la cabeza la hoja de papel.
—Y antes de que os separarais, ¿escribió una carta?
—Cada uno de nosotros escribió una —explicó Liam—, por si acaso alguno se echaba atrás en el último momento y no quería venir o… no lo conseguía.
—Y Jack no lo consiguió.
La voz de Chubs era capaz de cortar el acero. A su espalda, pasaban en trepidante sucesión elegantes casas coloniales, cuyos colores nos guiñaban el ojo a través de la ventanilla.
—Da igual —dijo Liam, tosiendo para aclararse la garganta—. Intentamos entregar esta carta a su padre. Fuimos a la dirección que Jack nos proporcionó, pero la casa había sido embargada. El padre dejó una nota diciendo que había ido a trabajar a Washington, D. C., pero sin dirección ni número de teléfono. Por eso necesitamos la ayuda del Huidizo… para averiguar dónde está.
—¿Y no podéis enviarla por correo y ya está?
—Unos dos años después de que te internaran en Thurmond, empezaron a revisar el correo precisamente por esto —explicó Liam—. El gobierno lo lee todo, lo dice todo y lo escribe todo. Han elaborado una encantadora historieta según la cual nos han salvado a todos y en los campamentos se dedican a reprogramarnos para convertirnos de nuevo en muchachitos encantadores. No quieren que nadie descubra la verdad.
La verdad es que no sabía qué responder a aquello.
—Lo siento —murmuré—. No era mi intención que me lo contaras todo.
—No pasa nada —dijo Liam, después de que el silencio se tensara tanto que se hizo necesario romperlo—. Tranquila.
No hay una forma de explicar cómo lo supe. Tal vez fuera por la tensión de las manos de Liam en el volante, o por su manera de mirar constantemente por el retrovisor lateral durante la conversación, incluso mucho después de que un coche plateado pasara por nuestro lado en sentido contrario. Tal vez por el movimiento de sus hombros, que dejó caer en un gesto de derrota. Lo supe, simplemente, mucho antes de que captara su mirada de preocupación a través del retrovisor.
Muy despacio, sin molestar a Zu y a Chubs, que seguían contemplando el interminable bosque que se desplegaba al otro lado de las ventanillas laterales, volví a agacharme entre los dos asientos delanteros.
Liam me miró a los ojos durante una décima de segundo y movió la cabeza en dirección al retrovisor lateral. «Compruébalo por ti misma», parecía decirme. Y así lo hice.
Nos seguía, a unos dos coches de distancia, un viejo pickup de color blanco. Dado que la lluvia perjudicaba la visibilidad, no sabía muy bien si su interior lo ocupaban uno o dos hombres. Desde donde estaba yo sentada, parecían un par de hormigas negras.
—Interesante —dije, sin alterar la voz.
—Sí —replicó él, apretando la mandíbula. Tensó la musculatura del cuello—. Acabaré adorando Virginia Occidental. El glorioso estado de la montaña. Paisaje de tantas y tantas canciones de John Denver.
—A lo mejor… —empecé a decir—, deberías parar un momento en el arcén para mirar el mapa.
Era una manera de tantear la situación. Liam estaba a punto de incorporarse a la autopista George Washington, bastante más ancha que la carretera de curvas que dejábamos atrás. Si aquel vehículo realmente nos seguía, no podría pararse sin delatarse con ello. En cualquier caso, quien quiera que estuviese al volante del pickup, no conducía de manera agresiva. De tratarse de un cazador de recompensas, como Liam al parecer suponía, lo más probable era que también estuviera tanteándonos.
Continuamos por Gorman Road, siguiendo las curvas. Black Betty bajó el ritmo antes de llegar al cruce. Liam dudó un segundo antes de poner el intermitente. Miré por el retrovisor y noté alivio en el corazón al ver que el pickup encendía el intermitente contrario. Iban a la derecha. Nosotros a la izquierda.
Liam exhaló un prolongado suspiro, y se recostó por fin en su asiento cuando el monovolumen llegó al cruce de la autopista con la carretera. Había otro coche que entraba en la autopista, un pequeño Volkswagen plateado; tanto Liam como yo extendimos la mano para protegernos del intenso reflejo del sol en sus ventanillas.
—Tranquilo, viejo. —Liam hizo señales al coche con impaciencia—. Adelante y gira antes de que se acabe el siglo. No, tómate tu tiempo, aféitate, contempla el universo…
El pickup, que crujía y chirriaba como al parecer lo hacen todos los coches antiguos, llegó a nuestra altura y oí la música de Lynyrd Skynird sonando a través de las ventanillas bajadas. Free Bird. Precisamente la favorita de mi padre. Dos segundos de escuchar aquella canción bastaron para encontrarme de nuevo sentada en el asiento trasero de su coche patrulla, recorriendo la ciudad. Era la única posibilidad de escuchar buena música, cuando estábamos solos los dos, patrullando. Mi madre la odiaba.
Me reí interiormente a carcajadas cuando vi que el conductor movía la cabeza al ritmo de la música. Cantaba además a pleno pulmón, exhalando con cada palabra una bocanada de humo del cigarrillo que estaba fumando.
Pero apareció de repente un sonido distinto, una especie de chillido. Levanté la vista en el momento en que el Volkswagen daba un frenazo justo delante de nosotros, se detenía en seco y nos mandaba otro rayo de sol cegador.
—¡De qué vas!
Liam iba a tocar el claxon, pero el conductor del Volkswagen bajó el cristal de su ventanilla y apuntó hacia nosotros un objeto negro y brillante.
No. El mundo se concentró. Los sonidos a mi alrededor se evaporaron. NO.
Extendí el brazo, pulsé el botón de la radio y la puse a todo volumen. Liam y Chubs empezaron a gritar, pero le aparté la mano a Liam antes de que pudiera apagarla.
El Ruido Blanco superó el sonido de la música que sonaba por los altavoces, destrozándonos los oídos. No era tan fuerte y potente como el del campamento, ni de lejos tan terrible como el de la última vez, pero estaba ahí, una agonía. El truco de la radio no conseguía ahogarlo, no del todo.
Todos a mi alrededor se derrumbaron, perdieron la fuerza al oír el penetrante sonido.
Liam cayó sobre el volante, tapándose los oídos con las manos. Chubs empezó a golpear la cabeza contra la ventanilla de su lado, intentando expulsar el sonido con ello. Black Betty empezó a deslizarse hacia delante, y se paró en seco cuando Liam pisó el freno en lugar del acelerador.
Se abrió la puerta de mi lado y un par de brazos rodearon a Chubs por la cintura e intentaron liberarlo del cinturón de seguridad. Me incorporé del suelo y estiré el brazo hasta que encontré la mejilla de aquel hombre y lo arañé con fuerza. Fue suficiente para alertar al conductor del pickup, el que hacía tan solo dos segundos seguía alegremente el ritmo de Free Bird, y conseguir que soltara a Chubs, que permaneció en su asiento, aunque con medio cuerpo fuera del coche.
El conductor cayó contra la base de la parte trasera del pickup y sus palabras quedaron ahogadas en la tormenta de ruido que envolvía los tres coches. Fue entonces cuando vi la insignia que le colgaba del cuello con una cadena de plata, y el símbolo Ψ bordado. No eran rastreadores.
Psi. FEP. Campamento. Thurmond. Tortura.
El hombre del Volkswagen había abierto la puerta del lado del conductor e intentaba desabrochar el cinturón de seguridad de Liam. No era un hombre grande en ningún sentido: por su aspecto podría haber sido perfectamente un contable, con sus gafas de gruesos cristales y sus hombros cargados como consecuencia de haber pasado horas interminables encorvado sobre una mesa. Pero mientras siguiera sujetando aquel terrible megáfono negro, no necesitaba ejercer la más mínima fuerza.
En Thurmond había soldados de las FEP que llevaban siempre con ellos aquellas máquinas de generar ruido y las activaban para apaciguar pequeños grupos de alborotadores, o simplemente para ver retorcerse de dolor a los niños. Les traía sin cuidado. Ellos no lo oían.
Pese a tener los nervios a flor de piel, le propiné al conductor del pickup un codazo en el pecho. Cayó de nuevo hacia atrás y lo encerré dentro del vehículo. Dispuse solo de un segundo para volver la cabeza y mirar a Zu antes de abalanzarme por encima del cuerpo de Liam, dispuesta a pelear. De un puñetazo, envié las gafas de Volkswagen al suelo. Por detrás de mí, Pickup se había acercado a la puerta del monovolumen y esta vez no iba con las manos vacías.
Zu no retrocedió cuando el rifle le apuntó a la cara; por sus gemidos, por su manera de apretar los ojos para cerrarlos, por el modo en que se protegía agónicamente los oídos con los guantes amarillos, no creo que llegara a verlo.
No sabía qué hacer. Zarandeé a Liam para que volviese en sí. Abrió entonces los ojos, tan claros y tan azules, pero fue solo un instante. De repente noté el megáfono a cinco centímetros escasos de mi cara, y el Ruido Blanco se me clavó en el cerebro como un hacha. Los huesos se me transformaron en gelatina. No me di cuenta de que caía sobre Liam hasta que me encontré allí. El único sonido que superaba el Ruido Blanco, la radio y los alaridos de Chubs, era el del corazón de Liam resonando a través de su espalda.
Volví a cerrar los ojos y me aferré al suave cuero de la chaqueta de Liam. En parte deseaba alejarme de él, poner entre nosotros la distancia suficiente para no correr el riesgo de adentrarme en su mente, pero en parte, en mi más absoluta desesperación, estaba ya tratando de abrirme paso en su interior, de adherirme a él y ordenarle que se moviese. Si tenía la capacidad de hacer daño a la gente, ¿no existía la posibilidad de que pudiera también ayudarla?
«Levántate», le supliqué, «levántate, levántate, levántate, levántate…».
Se oyó un lamento agudo, un sonido que no podía ser humano. Me obligué a abrir los ojos. Pickup tenía el rifle en una mano y con la otra agarraba a Zu por el cuello de la sudadera y la arrastraba hacia el vehículo. Intenté gritar, aún notando en aquel momento que Volkswagen me tiraba del pelo para incorporarme y sacarme del monovolumen. Me lanzó al suelo y la gravilla se me clavó en piernas y manos.
Rodé para quedarme lejos del alcance del soldado de las FEP. Por debajo de Betty, vi un aleteo amarillo que se derramaba sobre la carretera, como dos pajaritos, y a continuación, oí un portazo.
—Stewart… confirmo localización de elemento psi número 42755.
Volkswagen tiró de nuevo de la puerta del lado del conductor para abrirla y extrajo de su bolsillo un objeto de color naranja. Me froté los ojos intentando que la imagen doble que veía de aquel hombre se fundiera en una. El aparato naranja que el soldado tenía en la mano no era más grande que un teléfono móvil y lo maniobraba con facilidad por delante de la cara de Liam, que seguía aplastada contra el volante del monovolumen.
Asesté un manotazo al tobillo del soldado pero fue inútil: estaba tan enfrascado con lo que estaba haciendo que ni se dio cuenta.
«¡Liam!». No podía mover la boca, la tenía paralizada. «¡Liam!».
El aparato de color naranja parpadeó y al cabo de un instante, por encima del gemido del Ruido Blanco, oí que Volkswagen decía:
—Identificación positiva de Liam Stewart.
Algo caliente y afilado, que emergía por debajo de Betty como una mordaz nube de arena, cortó el aire. Friccionó a su paso mi piel desnuda y tuve que volver la cara para eludir la luz cegadora que llegó a continuación: un fogonazo que borraba absolutamente todo lo que se interponía en su camino. Oí a Volkswagen maldecir por encima de mí, pero su voz quedó engullida por un sonido de metal rechinando contra metal, de vidrio explotando con tanta fuerza y a tanta velocidad, que los minúsculos fragmentos llovieron delante de mí como el granizo.
Y entonces terminó todo. El Ruido Blanco se interrumpió bruscamente en el momento en que algo aterrizaba en el suelo a escasa distancia de donde yo estaba. El megáfono.
Extendí el brazo y con la mano busqué a tientas la empuñadura del megáfono. Volkswagen gritaba algo que el zumbido de mis oídos me impedía escuchar. Además, estaba tan concentrada en alcanzar el aparato que me importaba un comino prestar atención a sus palabras. Pero en aquel momento, noté que una mano me apresaba el tobillo y tiraba de mí para arrastrarme por el suelo… pero no antes de que consiguiera hacerme con la empuñadura.
—¡Levántate, pedazo de…! —Se produjo un chillido digital, algo que sonó como una alarma, y el hombre me soltó de inmediato la pierna—. Al habla Larson, solicito ayuda inmediata…
Me arrodillé con un gruñido y conseguí incorporarme por completo. El hombre siguió de espaldas a mí un segundo más de lo aconsejable, y cuando se percató de su error y miró por encima del hombro, fue recompensado con un golpe metálico de megáfono en plena cara.
La radio cayó al asfalto con gran estrépito y le di un puntapié para dejarla fuera de su alcance. El hombre levantó las manos para protegerse de otro posible golpe, pero yo no estaba dispuesta a ponérselo fácil. No estaba dispuesta a permitir que me devolviera a Thurmond.
Le aprisioné el antebrazo y tiré hacia abajo, obligándole a mirarme. Tenía los ojos de color avellana y las pupilas se le encogieron por un momento antes de recuperar su tamaño normal. Aquel hombre me sacaba más de un palmo, pero nadie lo diría por el modo en que cayó arrodillado delante de mí. Era incapaz de recobrar el aliento, y mucho menos de impedirme entrar directamente en su cabeza.
«¡Vete!», intenté decirle. Tensé la mandíbula, con los músculos rígidos como si el Ruido Blanco los tuviera aún atrapados en una pulsante corriente eléctrica. «¡Vete!».
No lo había hecho nunca, y era imposible saber si funcionaría… ¿pero qué perdía intentándolo? De repente, me inundaron sus recuerdos, oleadas y oleadas de recuerdos que me asaltaban el cerebro, mientras yo me repetía sin cesar: «Voy a hacerlo. Funcionará».
Martin había dicho que podía implantar pensamientos en la gente, pero mis facultades no funcionaban así, nunca habían funcionado así. Yo solo veía imágenes. Solo podía revolver, clasificar y borrar imágenes.
Aunque nunca había intentado hacer más cosas. Nunca había querido hacerlo, hasta este momento. Porque si no conseguía ayudar a aquellos chicos, si no conseguía salvarlos, ¿para qué servía yo? ¿Qué sentido tenía mi vida? «Hazlo. Limítate a hacerlo».
Me imaginé al hombre cogiendo la radio. Imaginé hasta el último detalle, desde como buscaba a tientas el aparato después de haber perdido las gafas, hasta las arrugas de sus pantalones. Lo imaginé cancelando la solicitud de ayuda. Lo imaginé descendiendo por aquella colina rocosa y alejándose de la carretera, perdiéndose en el bosque.
Y cuando relajé la tensión de la mano que le sujetaba por el antebrazo, eso fue exactamente lo que hizo. Se marchó, y a cada paso que daba estaba más sorprendida. Yo lo había hecho. Yo.
Me volví. El humo negro se derramaba sobre la carretera, cubriendo la hierba de la colina y todos los rincones bajo un espeso y desagradable manto. Entonces, recordé.
Zu.
Avancé cojeando y pude comprobar los destrozos. El pickup que hacía apenas un momento estaba detenido justo al lado de Betty, estaba ahora a muchos metros de distancia, en un prado verde. El Volkswagen plateado estaba volcado a su lado, convertido en un irreconocible montón de metal retorcido. Arrojaba un humo espeso y daba la impresión de que iba a explotar de un momento a otro.
«Lo embistió», comprendí. «El pickup lo embistió para sacarlo de la carretera».
Seguí el rastro de las marcas de los neumáticos y los cristales, pero solo encontré al conductor del pickup. O lo que quedaba de él.
El hombre estaba hecho un ovillo sobre la hierba, era imposible distinguir dónde empezaba un miembro y acababa otro. De hecho, ninguno estaba en el lugar que le correspondía. Los codos sobresalían del suelo como dos alas rotas. También a él lo habían embestido.
Se apoderó de mi pecho una sensación fría y quebradiza que me obligó a apartarme de la humareda en cuanto hube confirmado que Zu no estaba en ninguno de los dos coches. Esperé a que se disipara un poco el humo antes de arrodillarme y vomitar la poca comida que pudiera tener en el estómago.
Fue entonces cuando, al levantar la cabeza, la vi por fin, sentada en la carretera junto a Betty, con la espalda encorvada y la cabeza gacha, pero viva, sana y salva. Me aferré mentalmente a esas dos palabras cuando empecé a llamarla. Zu levantó la vista, jadeando. Y a medida que fui aproximándome vi que estaba destrozada: tenía los ojos inyectados en sangre, un corte en la frente y las sucias mejillas bañadas en lágrimas.
Cuando me arrodillé delante de ella, la cabeza me palpitaba al ritmo de mi corazón, y durante unos segundos de agonía, fui incapaz de oír nada más.
—¿Estás… bien? —pregunté, con la boca pastosa.
Zu asintió con un castañeteo de dientes.
—¿Qué… qué ha pasado? —logré farfullar.
Zu se acurrucó, como si intentara desaparecer de allí. Los guantes amarillos estaban en el suelo, a su lado, y tenía las manos desnudas levantadas, proyectadas hacia delante, como si hiciese solo un segundo que había tocado el vehículo.
No sabía qué decir para tranquilizarla, ni siquiera sabía cómo tranquilizarme a mí misma. Aquella niña, aquella Amarilla, acababa de destruir dos coches y una vida en cuestión de segundos. Y, por lo que parecía, lo había hecho con un solo toque de manos.
Pero incluso sabiendo aquello, la niña seguía siendo Zu… ¿y sus manos? Sus manos me habían salvado.
La cogí con brazos temblorosos y la acomodé en el interior de Betty. Zu ardía, con una temperatura muy superior a la que pudiera provocar la fiebre. La deposité en el asiento de atrás y le acaricié las mejillas, pero ella no lograba enfocar mi imagen. Cuando me disponía a cerrar la puerta, me agarró por la muñeca y señaló sus guantes, que habían quedado en el suelo.
—Ya te los traigo.
Los recogí, se los entregué y me dispuse a enfrentarme a una carga más pesada.
Chubs seguía inconsciente en el asiento del acompañante, con el cuerpo colgando por la puerta entreabierta. Por suerte, el conductor del pickup no había conseguido arrastrar más allá su largo cuerpo… de lo contrario, era muy posible que en aquellos momentos Chubs yaciera en la hierba junto al conductor. Cuando empujé la puerta para cerrarla, golpeé el saco de huesos que era su cuerpo.
De puntillas, rodeé el monovolumen por la parte delantera. Con una nube de puntitos luminosos decolorando mi visión, abrí del todo la puerta del conductor. Liam seguía inconsciente, frío, y por mucho que lo zarandeara no conseguía que volviera en sí. Zu empezó a llorar y escondió la cara entre las rodillas para amortiguar los sollozos.
—Estás bien, Zu —le dije—. Todos estamos bien. No nos pasará nada.
Desenredé los brazos de Liam del cinturón de seguridad gris, lo empujé y lo desplacé como pude para que dejara libre el asiento del conductor. No era lo bastante fuerte como para trasladarlo a los asientos traseros, al menos no en aquel momento. De manera que acabó en el suelo, calzado entre los dos asientos de delante. Quedó de cara a mí y así pude apreciar el movimiento espasmódico de los músculos de su boca, la sonrisa artificial que se formaba de vez en cuando en las comisuras.
Miré el volante e intenté recordar los pasos a seguir para poner en marcha el coche. Pensé en lo que Liam hacía, en lo que Cate había hecho, en lo que mi padre solía hacer. Dieciséis años y ni siquiera sabía localizar el freno de mano, y mucho menos cómo desactivarlo.
Al final dio igual. Por lo visto, al ser un coche automático, podía funcionar sin necesidad de tocarlo y lo único que realmente necesitaba saber era que el pedal de la derecha era para acelerar y el de la izquierda para frenar, y poca cosa más.
Betty atravesó la humareda y siguió avanzando en busca de la carretera hasta que, por fin, por fin, por fin nos alejamos de aquel caos y el aire que empezó a entrar por las rendijas de ventilación dejó de transportar el eco del Ruido Blanco hasta nuestros oídos y el humo hasta nuestros pulmones.