Grace Somerfield fue la primera en morir.
O, como mínimo, la primera de la clase de cuarto, mi curso. Estoy segura de que, para entonces, miles, tal vez cientos de miles de niños, debían de haberse ido igual que ella. A la gente le llevó tiempo encajar todas las piezas… al menos habían concebido la manera de mantenernos en la inopia mucho después de que empezaran a morir niños.
Cuando las muertes salieron por fin a la luz, mi escuela de primaria prohibió estrictamente a los profesores y al personal que nos hablaran de lo que por aquel entonces se conocía como enfermedad de Everhart, en honor a Michael Everhart, el primer niño que había muerto víctima de la misma. Pero pronto, alguien decidió ponerle el nombre correcto: enfermedad neurodegenerativa idiopática aguda en adolescentes, o ENIAA. Y la enfermedad no había afectado únicamente a Michael. Sino a todos nosotros.
Todos los adultos que conocía ocultaban la verdad detrás de sonrisas y abrazos. Yo seguía aferrada a mi mundo de sol y ponis y a mi colección de coches de carreras. Si vuelvo la vista atrás, me cuesta creer lo ingenua que llegaba a ser, la enorme cantidad de indicios que pasé por alto. Incluso cosas notorias, como cuando mi padre, que era policía, empezó a trabajar muchas horas y no soportaba ni mirarme cuando por fin volvía a casa. Mi madre me sometió a un estricto régimen de vitaminas y se negaba a dejarme sola, ni siquiera por unos minutos.
Por otro lado, tanto mi padre como mi madre eran hijos únicos. Yo no tenía primos que hubieran muerto y encendieran con ello una señal de alarma, y la negativa de mi madre a permitir que mi padre instalara una «vorágine de basura y entretenimiento absurdo que te devora el alma» —esa cosa comúnmente conocida como televisor— aseguraba que mi mundo no se viese zarandeado por noticias espantosas. Esto, combinado con un control parental de acceso a Internet digno de la CIA, garantizaba que me preocupara mucho más la disposición de mis peluches sobre la cama que la posibilidad de morir antes de mi décimo cumpleaños.
Tampoco estaba en absoluto preparada para lo que sucedió el 15 de septiembre.
La noche anterior había llovido y mis padres me mandaron al colegio con las botas de agua rojas. En clase estuvimos hablando sobre los dinosaurios y practicamos caligrafía en cursiva antes de que la señorita Port nos enviara a comer con su habitual expresión de alivio.
Recuerdo con claridad hasta el más mínimo detalle de la comida de aquel día, no porque estuviese sentada en la mesa justo delante de Grace, sino porque ella fue la primera, y porque se suponía que aquello no tenía que suceder. No era vieja como el abuelo. No tenía cáncer como Sara, la amiga de mamá. Ni alergia, ni tos ni dolor de cabeza: nada. Murió de repente y ninguno de nosotros comprendió lo que ocurría hasta que ya fue demasiado tarde.
Grace estaba inmersa en un intenso debate sobre si en el interior de su gelatina había una mosca. Meneaba de un lado a otro la masa roja, que temblaba, y a punto estuvo de derramarse cuando Grace apretujó el vasito con demasiada fuerza. Naturalmente, todo el mundo, incluida yo, quería dar su opinión sobre si se trataba de una mosca o era un trozo de caramelo que Grace había metido allí dentro.
—Yo no soy mentirosa —dijo Grace—. Solo…
Se interrumpió. El vasito de plástico se le deslizó entre los dedos y golpeó la mesa. Abrió entonces la boca y fijó la mirada en algo que quedaba por detrás de mi cabeza. Frunció el entrecejo, como si estuviera prestando atención a alguien que intentaba explicarle una cosa muy complicada.
—¿Grace? —recuerdo que dije—. ¿Estás bien?
En el segundo que tardó en cerrar los párpados, vi que tenía los ojos en blanco. Grace exhaló un leve suspiro, tan suave que el aliento ni siquiera levantó los cuatro pelos castaños que se le habían pegado a los labios.
Los que estábamos sentados junto a ella nos quedamos paralizados, aunque todos debimos de pensar lo mismo: se ha desmayado. Un par de semanas antes, Josh Preston había perdido el conocimiento en el patio porque, según nos explicó más tarde la señorita Port, no tenía suficiente azúcar en el organismo… una cosa tan tonta como esa.
Una ayudante de comedor se acercó corriendo a la mesa. Era una de las cuatro señoras mayores con visera blanca y silbato que se turnaban para vigilarnos en el comedor y en el patio durante la semana. No tengo ni idea de si tenía algún tipo de titulación médica más allá de unas vagas nociones de reanimación cardiovascular, pero de todas maneras depositó rápidamente en el suelo el flácido cuerpo de Grace.
El público quedó cautivado cuando la mujer acercó el oído a la camiseta rosa fucsia de Grace para escuchar un latido que ya no estaba allí. No sé qué pensaría aquella mujer, pero empezó a dar gritos y, de repente, nos vimos inmersos en un círculo de viseras blancas y caras de curiosidad. Pero solo cuando Ben Cho empujó con suavidad la mano flácida de Grace con la punta de su zapatilla deportiva, comprendimos que estaba muerta.
Entonces todos los niños se pusieron a gritar. Una niña, Tess, rompió a llorar con tanta fuerza que se le cortó la respiración. Un montón de piececitos huyeron de estampía hacia la puerta de la cafetería.
Y yo me quedé sentada, rodeada de platos de comida abandonados, mirando fijamente el vasito de gelatina y dejando que el terror se apoderara de mí hasta que tuve la sensación de que las piernas y los brazos se me quedarían pegados a aquella mesa para toda la eternidad. De no haber venido el guardia de seguridad del colegio a sacarme de allí, no sé cuánto tiempo me habría quedado.
«Grace está muerta», estaba yo pensando. «¿Grace está muerta? Grace está muerta».
Y la cosa fue a peor.
Un mes más tarde, después de las primeras grandes oleadas de fallecidos, los Centros para el control y la prevención de enfermedades publicaron una lista de síntomas, resumida en cinco puntos, con el fin de ayudar a los padres a identificar si sus hijos corrían peligro de sufrir la ENIAA. A aquellas alturas, la mitad de mi clase había muerto.
Mi madre ocultó la lista tan bien que solo la encontré por casualidad, cuando me encaramé a la encimera de la cocina para buscar el chocolate que solía guardar detrás de los cacharros para preparar pasteles.
«Cómo identificar si su hijo corre peligro», decía el folleto. Reconocí enseguida el color naranja fuego del papel: era la nota que la señorita Port había mandado entregar en casa a los pocos alumnos que le quedaban. La había doblado por la mitad y cosido con tres grapas para impedir que la leyéramos. «SOLO PARA LOS PADRES DE RUBY», era la frase que se leía en el exterior, subrayada tres veces. Un subrayado triple indicaba que se trataba de un asunto grave. Mis padres me habrían castigado de haberlo abierto.
Por suerte para mí, ya estaba abierto.
1. Su hijo/a se muestra repentinamente malhumorado/a y retraído/a y/o pierde interés por actividades que antes le gustaban.
2. Empieza a mostrar una dificultad de concentración anormal o de repente se centra excesivamente en determinadas tareas, perdiendo como consecuencia la noción del tiempo y/o muestra ignorancia hacia sí mismo/a o hacia los demás.
3. Experimenta alucinaciones, vómitos, migrañas crónicas, pérdida de memoria y/o episodios de desvanecimiento.
4. Muestra propensión a arrebatos violentos, conducta atípicamente temeraria o se autolesiona (quemaduras, golpes y cortes de origen desconocido).
5. Desarrolla conductas o facultades inexplicables, peligrosas o que provocan daños en ustedes o en otras personas.
SI SU HIJO/A PRESENTA CUALQUIERA DE LOS SÍNTOMAS MENCIONADOS, REGISTRE SUS DATOS EN ENIAA.GOV Y ESPERE A QUE SE LE COMUNIQUE EL HOSPITAL LOCAL AL QUE DEBE SER TRASLADADO/A.
Cuando acabé de leer el folleto, volví a doblar el papel con cuidado, lo guardé de nuevo donde lo había encontrado y vomité en el fregadero.
La abuela llamó por teléfono a finales de aquella semana y con su habitual estilo de ir directamente al grano, me lo contó todo. Los niños morían a diestro y siniestro, todos de mi edad. Pero los médicos estaban trabajando para encontrar una solución y yo no tenía que temer nada, porque era su nieta y no me pasaría nada. Tenía que ser buena y avisar a mis padres si notaba algo raro, ¿entendido?
Rápidamente, la situación pasó de mala a horrorosa. Una semana después de que enterraran a tres de los cuatro niños de mi vecindario, el presidente hizo un llamamiento a la nación. Mi madre y mi padre lo vieron en directo por el ordenador, y yo lo escuché desde el otro lado de la puerta del estudio.
«Ciudadanos norteamericanos», empezó el presidente Gray, «nos enfrentamos a una crisis devastadora, una crisis que amenaza no solo la vida de nuestros hijos, sino también el futuro de nuestra gran nación. Tal vez os sirva de consuelo saber que en este tiempo de necesidad, aquí en Washington estamos desarrollando programas de apoyo a las familias afectadas por esta terrible tragedia y a los niños que tengan la bendición de sobrevivir a ella». Ojalá hubiera podido verle la cara, porque creo que sabía —debía de saberlo— que esa amenaza, ese obstáculo en nuestro supuestamente glorioso futuro, no tenía nada que ver con los niños que habían muerto. Enterrados o reducidos a cenizas, ya no podían hacer otra cosa que atormentar los recuerdos de quienes los habían querido. Se habían ido. Para siempre.
¿Y aquella lista de síntomas, la que la maestra había mandado a casa doblada y grapada, que había aparecido centenares de veces en los noticiarios mientras las caras de los fallecidos desfilaban por la parte inferior de la pantalla? Nunca les habían dado miedo los niños que pudieran morir ni los espacios vacíos que pudieran dejar tras ellos.
Lo que les daba miedo éramos nosotros: los que habíamos salido vivos de aquello.