—¿SEÑORA MAŽEKIENĖ? Soy Sigita.

La señora Mažekienė tardó un rato en contestar.

—Sigita. Gracias a Dios. ¿Cómo te encuentras?

—Mejor ya. Pero no me dejan salir de aquí hasta mañana. ¿Está Mikas con usted?

—No no. Está con su padre.

—¿Con Darius?

—Sí. Si vino a buscarle antes de… ¿no te acuerdas, cielo?

—No. Dicen que tengo una conmoción cerebral, hay muchas cosas que no recuerdo.

Pero… Darius estaba en Alemania. ¿O no? No siempre la avisaba cuando volvía a casa. Oficialmente seguían sólo separados, pero lo único que tenían en común era a Mikas. ¿Habría sido capaz de llevárselo a Alemania? ¿O a Tauragé? Él no tenía casa en Vilna, y dudaba mucho que los compañeros de juergas con los que a veces se quedaba a dormir admitieran en el piso a un niño de tres años.

Le dolía la cabeza. No podía pensar con claridad y no le inspiraba demasiada confianza que Darius tuviese a Mikas, pero al menos ya sabía dónde estaba. O con quién.

—Menudo susto, cielo. ¡Creía que estabas muerta! Figúrate, toda la noche ahí tirada, en las escaleras. Tú deja que te cuiden bien en ese hospital y ponte buena.

—Sí. Gracias, señora Mažekienė.

Sigita colgó el móvil. No había sido nada fácil hacerse con él y aún menos colarlo sin que lo vieran en el cuarto de baño.

Estaba prohibido usarlos dentro del hospital y todavía le costaba andar sin apoyarse en la pared.

Marcó torpemente el número de Darius con el pulgar derecho. No podía sostener el teléfono con la mano escayolada, al menos no marcando al mismo tiempo.

Su voz resultaba alegre, cálida y cercana incluso grabada en un estúpido contestador.

—«Has llamado a Darius Ramoska, pero, pero, pero… lo siento, no estoy. ¡Inténtalo más tarde!».

De lo más oportuno, se dijo. Ésa era la historia de su vida, o al menos la de su relación. Lo siento, no estoy, inténtalo más tarde.

Se hicieron novios el verano que ella terminaba el colegio y él pasaba a segundo curso del centro de primaria y secundaria de Tauragé. Fue un verano extraordinariamente caluroso y sólo los críos más vitales se atrevían a jugar y corretear por el blando asfalto caliente del patio. Los alumnos mayores, perezosamente encaramados al muro gris de cemento con las mangas y las perneras remangadas, charlaban como adultos.

—¿Os vais de vacaciones, Sigita?

Era Milda quien preguntaba; sabía perfectamente que la respuesta era no.

—Puede —contestó Sigita—. Aún no hemos hecho planes.

—Nosotros vamos a ir a Palanga —dijo Daiva—. ¡A un hotel!

—Vaya —continuó Milda—. Nosotros vamos a Miami.

Se hizo un silencio sepulcral en torno a ella. El respeto y la envidia resultaban tan visibles como el parpadeo del calor sobre el asfalto. Miami, tan lejana e inalcanzable como la luna. Unas vacaciones podían consistir en los quince días de Daiva en un hotel de las playas de Palanga o, en casos excepcionales, un viaje hasta el Mar Negro. Ninguno de la clase había llegado más allá.

—¿Estás segura? —insistió Daiva.

—Claro que estoy segura. Ya tenemos los billetes reservados.

Nadie preguntó de dónde había salido el dinero, ya lo sabían. El padre y el tío de Milda traían coches de segunda mano de Alemania, los reparaban y se los vendían a los rusos. Que las cosas marchaban bien se notaba, para empezar, en la ropa de los niños y en la bici nueva de Milda, para continuar en el BMW que tenían y, para terminar, en la nueva casa que estaban construyendo a las afueras de la ciudad. Pero de ahí a Miami…

—Yo prefiero Nueva York —se oyó decir a sí misma Sigita. Por qué no se mordería la lengua.

Milda dejó escapar una sonora carcajada.

—Vale, pues entonces ve y dile a tu padre que quieres ir a Nueva York —dijo—. Ya verás como te compra un billete… en cuanto consiga vender todas esas camisas.

Sintió que le ardían las mejillas. Las malditas camisas. Jamás se libraría de ellas. Jamás.

Eran varios miles y tenían invadida toda la casa. Venían de una fábrica polaca que habían cerrado y su padre se había hecho con ellas «por casi nada», como él decía. Pero casi nada había sido suficiente como para obligarles a vender el coche, y aunque el padre no dejaba de hablar de «calidades de primera» y «cortes clásicos», lo cierto es que prácticamente no había logrado vender ni una. Llevaban casi dos años colgando de palos de escoba y ganchos atornillados al techo, crujiendo, enfundadas en plástico y «de fábrica», por encima del sofá, de las camas, sí, hasta en el cuarto de baño. Ella ya no llevaba amigos a casa, le daba demasiada vergüenza; aunque ni la mitad que cuando la obligaba a llevar un par de «muestras» al colegio para que las compraran los padres de sus amigos.

Su padre no había sabido adaptarse cuando se fueron los rusos. En la época soviética trabajaba como controlador en la conservera. No era un puesto mucho mejor remunerado que los de la cadena de montaje, pero en aquellos tiempos lo importante no era el dinero, sino los contactos. Uno no podía comprar lo que quería sin más ni más, había que conseguirlo. Y su padre era el hombre que solía hacerlo.

Ahora que estaba cerrada, la fábrica se iba desmoronando por detrás de su alambrada, un coloso negro y gris con las ventanas vacías y la cubierta de hormigón cuajada de malas hierbas. Los viejos contactos ya no valían nada, casi al contrario. A los que les iba bien eran a los que estaban en situación de comerciar, reparar, construir y organizar. En la economía negra y en la blanca.

Sigita se levantó. El sol la hería como un martillo y ahora que estaba de pie no sabía adónde ir.

—¿Ya te marchas? —le preguntó Milda—. ¿Qué, a casa a reservar el hotel?

En ese momento apareció él y acudió en su salvación.

—¿Sigita? No se te habrá olvidado que el sábado vamos a Kaliningrado, ¿verdad?

Darius. Rubio y bronceado, con aquella seguridad en sí mismo tan ensayada que ningún otro poseía. Llevaba la camisa abierta como por descuido para dejar ver la camiseta blanca que llevaba debajo, y ninguna de las dos cosas venía de Polonia.

—No —contestó ella—. Va a ser muy divertido. ¿Te has enterado de que Milda se va de vacaciones a Miami?

—Ah —dijo él—, pues dale recuerdos a mi tío. Vive allí.

Le costó varios años descubrir que la blanca armadura de Darius era frágil como una cascara de huevo. Él no podía salvarla y nunca había podido. Dios sabía qué estaría haciendo con Mikas. ¿Y si su niño estaba en algún tabernucho mientras los amigotes de Darius le obligaban a beberse los culos de sus vasos? No, tenía que salir de ese maldito hospital cuanto antes.