EN REALIDAD era un alivio poder escapar del centro, se dijo Nina mientras subía por la rampa del aparcamiento del Magasin y encajaba el coche entre una columna y un enorme Mercedes plateado. A veces la sensación de impotencia llegaba a saturarla. Pero ¿qué país, qué mundo era ése en el que las jóvenes como Natasha se veían obligadas a venderse a tipos como el Cabronazo a cambio de un permiso de residencia?
Subió en el ascensor hasta el último piso. Apenas puso un pie fuera, la envolvió el olor a comida, un aroma a paté tibio mezclado con aceite de freír y café. Oteó por la cafetería hasta dar con la rubia cabeza de Karin. Ocupaba una mesa junto a la zona infantil y llevaba un vestido de verano blanco sin mangas que seguía pareciendo un uniforme de enfermera, pero en versión tiempo libre. Su mano no descansaba sobre uno de esos graciosos bolsitos de mano que solía utilizar, sino en una cartera negra que había dejado en una silla; mientras tanto, con la otra movía la taza de café de atrás a adelante una y otra vez.
—Hola —la saludó Nina—. Bueno, ¿qué es lo que pasa?
Karin levantó la vista. Tenía un brillo en la mirada que no acababa de identificar, entre concentrado y definitivo.
—Tienes que ir a recoger una cosa en mi lugar —dijo dejando sobre la mesa un objeto de plástico pequeñito y redondo. A Nina le pareció una de esas fichas que sirven para abrir las taquillas de los vestuarios públicos.
Empezaba a sentirse molesta.
—Déjate de misterios de una puta vez. ¿Qué es lo que tengo que recoger?
Karin titubeó.
—Una maleta —se decidió a contestar—. Está en la consigna de la estación central. No la abras hasta que no salgas de allí. Y date prisa.
—Joder, Karin. Tal como lo dices parece que esté llena de cocaína o algo así.
Sacudió la cabeza.
—No, no es eso. Es que… —de pronto se interrumpió con el pánico pintado en el rostro y añadió febril—: Eso no era lo que habíamos acordado. No puedo. Yo no puedo hacer nada, pero tú sí. Tú sabes cómo.
De repente se levantó como si se dispusiera a marcharse. La ficha continuaba sobre la mesa, entre ambas. 37-43, se leía en los números blancos del pequeño círculo de plástico negro.
—A ti te encanta salvar a la gente, ¿verdad que sí? —preguntó con cierto tono de amargura—. Pues ahora es tu oportunidad, pero debes darte prisa.
—¿Adónde vas?
—A casa, a renunciar a mi trabajo —contestó Karin cortante—. Y luego supongo que de viaje una temporada.
Empezó a serpentear entre las mesas de camino a la salida. En lugar de llevar la cartera por el asa, la estrujaba bajo el brazo. Por algún motivo, resultaba chocante.
Nina desistió de su propósito de retenerla y se quedó observando aquella ficha brillante. Una maleta. Una consigna. «A ti te encanta salvar a la gente, ¿verdad que sí?».
—¿En qué coño andas metida, Karin? —murmuró.
Tenía la sensación de que lo más sensato sería marcharse. Dejar el número 37-43 en aquella mugrienta mesa de café, darse la vuelta y salir de allí.
—¡Mierda! —gruñó; y cogió la ficha.