MORTEN CONTINUABA levantado mucho después de que Nina se durmiera y al arrodillarse junto a ella en la cama la despertó. Nina alargó un brazo y le acercó. Él se dejó caer. La besó profunda e impetuosamente, le paseó con delicadeza los dedos por entre los labios, por el cuello, los pechos, los brazos y las muñecas. Los fundió con los suyos mientras la hundía en el colchón bajo el peso de su cuerpo.
Aunque sus ojos casi habían desaparecido en la oscuridad, Nina los veía brillar a la débil luz de las farolas que entraba por la ventana y percibió algo en ellos, una especie de pena o melancolía interpuesta entre los dos. Quizá hubiera estado ahí siempre, pero ella la advirtió por vez primera.
Se volvió a mirar los números que parpadeaban en la pantalla de la radio-despertador.
—No —la voz de Morten resonó áspera e insistente—. Ahora no.
Extendió un brazo y tumbó el reloj para que los números dejaran de ser visibles. Luego la cogió por la cabeza y la obligó a volverla hacia él en la oscuridad mientras con gesto lento y decidido le separaba las piernas.
Ella no se resistió. Se dejó caer en él, en lo que sentía, en esa cálida zona donde el tiempo no era nada.
Volvió a casa corriendo. No era capaz de reprimir el pánico a pesar de que sabía que estaba histérica y que al llegar le encontraría sentado a la mesa de la cocina, como siempre, con un trozo de pan con huevo, una cerveza rubia y el café haciéndose en la cafetera. Pero a veces su padre regresaba aunque la jornada escolar no hubiese acabado todavía. No sucedía a menudo, sólo tres o cuatro veces al año, y por lo general al día siguiente estaba ya de vuelta en el colegio. Por lo general. Pero otras veces, las veces malas, podían llegar a pasar dos o tres semanas y la cosa no andaba muy bien. Eso es lo que decía su madre cuando se interesaban. «No, Finn no anda muy bien últimamente». Y ya no preguntaban más, si le conocían no.
«Pan con huevo cocido y berros, —pensó—. Estará sentado a la mesa de la cocina con un buen manojo de berros que habrá cortado de ese erizo deforme que ha hecho Martin en la guardería. Y lo acompañará con una cerveza rubia porque se habrá tomado sus pastillas».
Consultó el reloj. Las once y veinte. Si le veía ahí sentado no tenía ni que entrar, podía mirar desde fuera por la ventana y volver corriendo al colegio, así no llegaría tarde a la siguiente clase.
Pero no estaba sentado a la mesa, de modo que no le quedó más remedio que entrar.
Su grueso abrigo colgaba del perchero de la entrada. Sus zapatos estaban muy colocaditos en el estante de abajo al lado de la cartera del colegio. Entreabrió con cuidado la puerta del dormitorio, pero allí tampoco estaba. Entonces descubrió que la puerta del sótano estaba entornada. Y oyó el ruido.
Llegó tarde a lengua y a sociales y se llevó una regañina. Al principio se quedó bloqueada sin saber qué decir.
—He tenido que cambiarme de ropa —explicó por fin.
Sólo después comprendieron la razón y empezaron a preguntarle por qué había vuelto al colegio.
El que más preguntas hacía era el psicólogo. Siempre comenzaban con un «qué sentiste cuando…» o «qué pensaste cuando…». Y ella se sentía incapaz de responder. No recordaba haber sentido o pensado nada. Ni haber hecho nada. No es que no se acordara de haber estado en el sótano, y también se acordaba de lo otro: de su padre en la bañera con la ropa puesta y del agua roja. Recordaba que sus labios se movieron al verla, pero era como una película sin sonido, no oía lo que decía. Se quedó allí mirando todo aquel rojo que le escurría por los brazos. Fue más o menos entonces cuando el tiempo dejó de existir, creía ella, pero no sabía cómo. Recordaba haber ido a casa de la señora Halvorsen a pedirle que llamara a una ambulancia. Lo que no entendía, lo que no le cabía en la cabeza, es que hubiera pasado más de una hora. Que de repente fueran las doce y media y llevara otra ropa. «Si fui corriendo», repetía una y otra vez, a sí misma y a todos los mayores que le preguntaban. «Fui corriendo».
El teléfono la arrancó de aquella pesadilla. Lo buscó a ciegas y contestó antes de que despertara a Morten. Eso creía. Al principio no había más que una respiración agitada al otro lado. Estaba a punto de colgar cuando oyó una vocecilla aterrorizada.
—Please come.
—Who is this?
—Natasha. Please…
Nina se incorporó bruscamente y encendió la luz. Morten murmuró algo, adormilado. La palabra «mierda», entre otras cosas, pero llegó a entender poco más.
—Natasha, ¿qué ocurre?
Por espacio de unos interminables segundos sólo oyó el aliento jadeante y lloroso de la joven.
—Ha tocado a Riña. Ha tocado…
—Denúnciale —exclamó furiosa—. ¡Si no, le denuncio yo!
—Me parece que está muerto —dijo Natasha—. Ven, por favor. Creo que le he matado.
Se oyó un chasquido cuando la comunicación se cortó. Nina permaneció inmóvil con el regusto sangriento de los restos de la pesadilla. Morten rodó hacia un extremo de la cama y continuó durmiendo; no parecía haber llegado a despertarse del todo. La sábana, lo único que le tapaba, se había deslizado hasta dejar al descubierto el arranque de sus nalgas.
«Llama a la policía, —se dijo—. Vamos. 112. Conoces el número. Joder». Acababa de curársele la herida de la cabeza y aún le dolía de vez en cuando.
Cerró los ojos un instante. Después salió de la cama con sigilo, metió los brazos en la misma camiseta de la víspera y entró en el cuarto de baño sin hacer ruido. Se echó un poco de agua fría por encima, se vistió tan en silencio como pudo y cogió las llaves del coche del llavero de la entrada. La noche de septiembre se cernía densa y húmeda sobre la ciudad casi tan cálida como el día anterior. El verano parecía haber decidido ser eterno.
Eran las 4.32, comprobó.