NINA LE PIDIÓ a la agente que la llevó a casa que se marchara al llegar al portal. Estaba cansada, le dolía todo el cuerpo y por alguna razón la idea de una extraña en su hogar le resultaba difícil de aceptar en esos momentos. No se sentía capaz. De eso ni de nada.
Sabía que Morten la estaba esperando, o al menos eso es lo que le había parecido entender por las palabras de aquella mujer de uniforme. Por supuesto, le habían avisado de inmediato, y le había hecho «muy feliz saber que se encontraba en buen estado», le explicó.
Subió el primer peldaño de las escaleras mientras desmenuzaba mentalmente aquella frase. Morten estaría aliviado, no le cabía la menor duda, pero «feliz» era un adjetivo que a su actual relación le venía un poco grande. Intuyó que lo encontraría cualquier cosa menos feliz y la expresión que vio en su rostro confirmó al instante sus peores sospechas.
Debía de haberla visto llegar por la ventana, porque la puerta del apartamento estaba abierta de par en par y él aguardaba en el rellano cruzado de brazos y con aspecto de tener intención de cerrarle físicamente el paso al hogar que compartían. Nina aminoró el paso automáticamente hasta detenerse en el último escalón.
—Conque aquí estás.
La voz de Morten era apagada, casi un susurro.
Ni furiosa ni triste, algo distinto que no acababa de captar; la mirada que le lanzó la amilanó un poco. Después se armó de valor, dio el último paso y llegó al rellano.
Le tenía tan cerca que casi podía tocarle, y tuvo que reprimir el impetuoso impulso repentino de hundir el rostro entre su cuello y el hueco de la clavícula.
—¿Puedo pasar?
Intentaba que su voz sonara firme y llena de aplomo, pero no pudo evitar que se le hiciera un doloroso y molesto nudo en la garganta, seguramente un preludio del llanto que estaba por venir, aunque en esos momentos deseaba ser ella la que le consolase a él. Al levantar la vista en busca de la mirada de Morten, se encontró con su semblante velado por una sombra grande y oscura y vio cómo su pecho se hinchaba en un único sollozo. La cogió del pelo corto y revuelto y la estrechó contra sí.
Desamparo.
Eso era lo que había oído en su voz, la absoluta impotencia que sabía que sentía cuando algo la arrastraba y se la llevaba.
—Esto —dijo abrazándola con tanta fuerza que le hacía daño—, esto no me lo vuelvas a hacer en tu vida.