—¡SEÑORA RAMOŠKIENĖ!
Una luz hiriente iluminó el ojo de Sigita. Intentó volver la cara hacia el otro lado, pero no pudo, alguien la sujetaba, la sostenía por la cabeza.
—Señora Ramoškienė, ¿me oye?
No podía contestar, ni siquiera podía abrir los ojos por sí misma.
—Es inútil —dijo otra voz—. Está completamente ida.
—Menuda peste.
Sí, pensó Sigita. Apestaba. A alcohol y a vómitos. Deberían hacer una buena limpieza.
—Señora Ramoškienė, es mejor si colabora.
¿Colaborar en qué? No comprendía nada. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba Mikas?
—Vamos a tener que introducirle un cubo por la garganta. Será menos desagradable si colabora y traga.
¿Un cubo? ¿Cómo pretendían que se tragara un cubo? Su confuso cerebro la devolvió por un instante a las absurdas apuestas del patio del colegio. Un litas si te metes este clavo por la nariz. Un litas si te tragas esta lombriz. Hasta que de pronto entrevió un atisbo de lógica en todo aquello. Un tubo, claro. Estaba en un hospital y querían sondarla, pero ¿por qué?
No podía colaborar, la estaban asfixiando. ¿Es que no lo veían? Cuando intentó resistirse apareció un nuevo dolor, tan penetrante que se abrió paso entre la niebla que la envolvía. El brazo.
Entonces descubrió que no se puede gritar con un tubo de plástico en la garganta.
—Mikas.
—¿Qué está diciendo?
—¿Dónde está Mikas?
Abrió los ojos. Sentía los párpados extraños y pesados, pero se obligó a mantenerlos abiertos. La luz era cegadora y blanca como la leche. Apenas podía intuir las oscuras siluetas de dos mujeres en medio de la blancura. Enfermeras, quizá auxiliares, no era capaz de distinguir en detalle. Estaban haciendo la cama de al lado de la suya.
—¿Dónde está Mikas? —preguntó con toda la claridad de que fue capaz.
—Tiene usted que estar tranquila, señora Ramoškienė.
«Debo de haber sufrido un accidente, —se dijo—. Un coche, o quizá el trolebús. Por eso no me acuerdo de nada». Y luego el miedo. «¿Qué habrá sido de Mikas? ¿Estará herido también? ¿Habrá muerto?».
—¿Dónde está mi hijo? —gritó—. ¿Qué han hecho con él?
—Tiene que tranquilizarse, señora Ramoškienė, ¡acuéstese!
Una de las enfermeras trató de retenerla, pero estaba demasiado asustada para permitírselo. Se levantó. Descubrió que le pesaba más un brazo que el otro. Eso fue justo antes de que las náuseas llegaran como una oleada verde y amarga. El ácido le subía a borbotones por la garganta y su maltrecho esófago le dolía tanto que todo empezó a darle vueltas e, incapaz de controlar sus brazos ni sus piernas, se desplomó en el suelo como un fardo.
—Mikas. ¡Quiero ver a Mikas!
—No está aquí, señora Ramoškienė. Seguro que está en casa de su abuela o de algún otro familiar. O con los vecinos. Se encuentra bien. Acuéstese otra vez y no grite de esa manera. ¡Aquí hay otros pacientes que están muy enfermos y necesitan descanso!
La enfermera la ayudó a subir a la cama. Al principio sintió alivio. ¡A Mikas no le había pasado nada! Pero después comprendió que algo no marchaba bien. Intentó ver el rostro de aquella mujer con claridad. Había algo en su tono, algo que no era compasión, sino más bien lo contrario. Desprecio.
«Lo sabe, —observó perpleja—. Sabe lo que hice». Pero ¿cómo? ¿Cómo podía saber tantas cosas de ella una enfermera de un hospital cualquiera de Vilna? ¡Hacía ya tantos años!
—Tengo que volver a casa —dijo con la voz pastosa a través de las náuseas. Era imposible que Mikas estuviera con su abuela. Quizá con la vecina de al lado, la señora Mažekienė, pero tenía ya muchos años y enseguida se cansaba de cuidar al niño y le fallaba la cabeza—. Mikas me necesita.
La otra enfermera le lanzó una mirada desde el otro lado de la cama y alisó la funda de la almohada con movimientos precisos y definidos.
—Eso debería haberlo pensado antes —dijo.
—Antes… ¿antes de qué? —balbució Sigita. ¿Habría sido culpa suya el accidente?
—Antes de emborracharse hasta caerse redonda, ya que me lo pregunta.
¿Emborracharse?
—Yo no bebo —aseguró Sigita—. Bueno… casi nunca.
—Ya. Entonces no la mandamos a que le hicieran un lavado de estómago con una tasa de alcohol del 2,8, ¿verdad?
—Pero si yo… de verdad que no bebo.
No podían estar hablando de ella, tenía que haber un error.
—Descanse un poco —dijo la primera enfermera echándole la manta por las piernas—. Es posible que le den el alta luego, cuando pase el médico.
—¿Qué es lo que tengo? ¿Qué ha pasado?
—Al parecer se ha caído usted por unas escaleras. Conmoción cerebral y fractura del antebrazo izquierdo, ¡y aún ha tenido suerte de que no haya sido más grave!
¿Unas escaleras? No recordaba nada. Nada después del café, los columpios y Mikas en la arena jugando con su camión.