NO TENÍAN mucho tiempo, se dijo Nina. El espectáculo no tardaría en comenzar: policía, ambulancias y todo lo que seguía la estela de la muerte y la desgracia. Disponían exactamente del tiempo que se invertía en llegar hasta allí desde Kalundborg con las sirenas puestas.
Fue Anne Marquart quien pidió ayuda desde el teléfono móvil de su hijo. También les prestó su coche familiar azul oscuro a Mikas y a su madre. Mejor que no estuvieran allí cuando llegasen las autoridades, les advirtió. Jan Marquart continuaba en el suelo del salón, ahora con unos cojines bajo la cabeza y envuelto en mantas, con un vendaje provisional y todo lo estabilizado que Nina había logrado dejarle con los medios a su alcance.
Su mujer parecía a punto de quebrarse al primer golpe de viento, pero bajo sus tonos pastel ocultaba una fuerza inesperada. No parecía afectarle demasiado tener un cadáver tirado en medio de un charco de sangre en el rellano y al parecer se mantenía impasiblemente firme en su decisión de asumir la responsabilidad de su muerte. Entre ella y Nina habían cubierto el cadáver con una manta, sobre todo por su hijo Aleksander, y Anne le había ofrecido una blusa de color crema para reemplazar la que había usado para vendar la herida de bala de su marido. Antes de introducir los brazos, sometidos a un lavado de emergencia, en las carísimas mangas con su sentimiento de culpa algo más aliviado, observó que en el cuello ponía Armani.
Anne la guio alrededor de la casa hasta una entrada que había en la fachada.
—Es aquí —le explicó marcando una clave en la cerradura electrónica—. Arriba, en el primer piso. Entra sin más. Yo me ocupo de Jan mientras tanto.
Nina asintió. La puerta del apartamento de Karin estaba precintada con el cordón amarillo de la policía, pero la abrió igualmente y pasó por debajo del precinto. La luz del recibidor se encendió automáticamente a su paso; debía de haber un sensor en algún sitio. Localizó el interruptor y encendió también la del salón.
Allí había vivido Karin. Sus abrigos y zapatos a la entrada, su perfume que aún flotaba débilmente en el aire. Aquella mezcla tan suya de orden y desbarajuste. Los rimeros de libros y las montañas de papeles crecían por doquier, eso a Karin no le parecía desorden, pero Nina sabía que si entraba al dormitorio encontraría hasta la ropa sucia pulcramente doblada en montoncitos.
Reconoció la vieja mecedora de su amiga, una herencia que la acompañaba desde su época en la residencia universitaria, pero en todo lo demás el estilo se había ido transformando a medida que engordaba su cuenta nómina. Conran y Eames en lugar de Ikea, cafetera exprés auténtica en la cocina americana, arte contemporáneo original en las paredes.
Sobre el escritorio había una pequeña y elegante impresora, pero no se veía ningún ordenador. Se lo habría llevado la policía, igual que se veía que faltaban algunos montones de papel. Uno de los cajones había quedado entreabierto.
Se sentó en la mecedora. No había ido a fisgonear, había ido a despedirse.
Había pensado mucho en el miedo de Karin. Era evidente que había pasado las últimas horas de su vida aterrorizada, incluso mucho antes de que la encontrase el lituano. ¿Sería Jan lo que la asustaba? A Nina no le parecía especialmente terrorífico, pero claro, ella le había conocido desangrándose en el suelo en estado de shock después de que una bala de nueve milímetros le destrozara la clavícula.
Karin le conocía mejor. Lo bastante para estar sobrecogida tras desobedecer sus órdenes, y eso que ni siquiera se había llevado los fajos de dólares que continuaban esparcidos por el suelo junto a Jan Marquart. ¿Qué creía que iba a hacerle? ¿Por qué había salido del apartamento a todo correr para ir a ocultarse en un pequeño chalé de una zona de veraneo?
Le asustaba la gente que mete a los niños en maletas, se le ocurrió de pronto, y quienes les pagan por hacerlo. «Pensó que yo podría salvar a Mikas y supongo que lo he hecho, pero ella no tenía quien la salvara».
Oyó unas sirenas a lo lejos. Se agotaba el tiempo. Se levantó para apagar la luz y marcharse, pero al alargar la mano en busca del interruptor sus ojos se toparon con las distintas postales, notas y fotografías que Karin tenía en la puerta del frigorífico.
Descubrió la existencia de una pequeña sección-Nina. Arriba a la derecha había una foto suya con Karin, una antiquísima que les hicieron durante un concierto en la cafetería de la universidad hacía al menos cien años, cuando acababan de ingresar juntas en la escuela de enfermería. Karin llevaba un tremendo peinado de fiesta postochentero, raya de ojos a lo Cleopatra y unos pendientes que le llegaban casi por los hombros, y sus ojos le sonreían retozones a la cámara. Nina iba de negro, por supuesto, pero por una vez también le había regalado una sonrisa al fotógrafo, aunque algo menos radiante.
«La ha guardado diecisiete años, —pensó—. Quién sabe en cuántos frigoríficos habrá estado».
Debajo de la foto de la fiesta había otra de la boda de Nina tomada a toda prisa junto al Ayuntamiento de Arhus, delante de la célebre escultura de los cerdos. No recordaba quién había tenido la brillante idea, pero tanto ella como Morten, absurdamente jóvenes, se miraban de reojo con tal seriedad que parecían presagiar un negro futuro en común. Aún no se adivinaba la presencia de una pequeña Ida de cuatro meses bajo el vestido de la novia.
Algo más abajo estaban las imágenes de los nacimientos de Ida y Anton, unas tarjetas que habían enviado decoradas con una fotografía de un rojo y arrugado recién nacido cada una y una diminuta huella dactilar de tinta negra.
«Toda mi vida ha estado aquí colgada, —se dijo—, año tras año entre fotos de sobrinos y sobrinas, citas con el dentista y postales de las vacaciones. Aquí, donde ella podía verla todos los días si quería».
Un caos de sentimientos la sacudió por dentro, una combinación oscura y untuosa de añoranza, pena, odio hacia sí misma y culpa. Le llevaría algún tiempo analizarlos, más del que podía dedicarles en esos momentos. Apagó la luz. Cerró la puerta y oyó el chasquido del cierre electrónico. Mientras las sirenas se acercaban, se sentó a esperar en la escalera de piedra. Debería bajar a ver a Jan Marquart, pero en ese preciso instante la idea de mirarle se le antojaba insoportable. No habían sido sus manos las que habían golpeado a Karin hasta matarla, pero había pagado al hombre que se encargó de hacerlo. El miedo de Karin estaba más que justificado.
Le dolía la cabeza como si fuera a partírsele y sabía que tenía que ingresar, pero no le apetecía. Lo único que quería era irse a casa. Al fin, y si era posible. Se había lavado las manos y los brazos lo mejor que había podido, pero seguía notando la sensación pegajosa de la sangre del lituano entre los dedos y por debajo de las uñas.
No había tenido miedo. Al menos de él no.
Le había encontrado en el suelo en medio del mar de sangre que salía de su cabeza y crecía sin cesar. No se movía, pero su enorme corpachón se agitaba débilmente, como si tuviera frío, y al verlo allí, tirado en el suelo, resultaba difícil sentir algo que no fuera compasión. Quizá conmiseración fuese más exacto, observó Nina, porque así era su aspecto. Mísero.
Había visto la sangre que salía a chorros rítmicos de inmediato, nada más apartarle de encima de la mujer, y en ese mismo instante había comprendido que se estaba muriendo. A pesar de todo, se había arrodillado junto a él y le había introducido dos dedos en el desgarrón del cuello. Había palpado la arteria viscosa y elástica con las yemas de los dedos, aquel agujero irregular y excesivamente grande, y la sangre que manaba, cálida e incontrolable.
El herido la observaba con una mirada que ya era lejana y lechosa, como si alguien hubiese corrido una cortina ante sus ojos. No era la primera vez que veía esa mirada, por supuesto que no. Era enfermera y había asistido a otros moribundos.
De todos modos aquello era diferente.
El olor de la sangre caliente y el torrente rojo y viscoso que le corría por los antebrazos la mareaban.
«No te olvides del tiempo, Nina. Mantente despierta. No puedes volver a olvidarte del tiempo». Había movido la cabeza de un lado a otro intentando captar la atención del hombre. Necesitaba saber una cosa. Necesitaba saber si había hecho lo correcto.
—¿La mataste?
El hombre pestañeó y su aliento sonó húmedo y borboteante. ¿Se habría visto afectada también la tráquea? No la miraba, pero ella sabía que la había oído.
—A Karin, la mujer del chalé. ¿La mataste tú?
Sus labios se separaron en algo que podía ser desde un gruñido hasta un intento de hablar. Sus ojos habían perdido el brillo como las piedras oscuras al secarse a la orilla del mar. No contestó, pero ella se sintió de pronto muy segura.
«Ya puedo dejarle morir, —se dijo contemplándose las manos. La sangre seguía escurriéndole por los brazos y cayendo al suelo de parqué claro—. Puedo soltar y dejarle morir. Ha matado a Karin, ha robado un niño y no merece otra cosa».
Pero no lo hizo.
Hundió más las yemas de los dedos en la herida. Quizá si encontrara otro punto mejor, si apretara algo más fuerte. Usaba ya las dos manos.
El flujo disminuyó, pero no porque hubiese logrado taponar mejor la herida, sino porque la sangre se iba agotando. De pronto el tórax del hombre se alzó hacia ella, se desplomó con un hondo suspiro y quedó inmóvil.
Permaneció a su lado presionándole el cuello con los dedos unos segundos más; notó una punzada de dolor ya antiguo en el pecho.
No había logrado salvarle a pesar de todos sus esfuerzos, y al darse cuenta sintió una especie de alivio en algún rincón de su conciencia. Independientemente de lo que ella hubiera hecho, aquel hombre habría muerto.