SIGITA NO LOGRABA LIBERARSE. Aquel hombre la aplastaba contra el suelo y con la mano cerrada aferraba un puñado de sus cabellos. Pesaba mucho. En un breve destello le recordó extrañamente a Darius y al sexo con él, aunque ahora las cosas no acabarían en risas, besos y un clímax perfecto entre jadeos. Se le había caído la pistola de la mano e ignoraba dónde estaba. El cuerpo macizo que tenía encima hacía que respirar le resultara cada vez más difícil. Sabía que había gente que perecía de ese modo, en clubes nocturnos y estadios de fútbol, pero ¿sería posible morir aplastado por el peso de una sola persona? Eso parecía.

¿Qué había sido de la fuerza pánica que la impulsaba instantes atrás? Le había estrellado la caja de herramientas contra la nuca como si esperara poder arrancarle la cabeza. Ese tipo se había llevado a Mikas y, por más que ella le había rogado y suplicado una y otra vez desde el suelo de piedra de aquel despropósito de salón, que más parecía una sala de baile que una casa, no le había dicho dónde estaba su hijo. Ni siquiera cuando salió con el danés y regresó tan deprisa que no le cupo la menor duda de que Mikas estaba cerca, muy cerca. Se limitó a gruñirle y a decirle que cerrara la boca si quería que el crío sobreviviera, de modo que no se atrevió a hacer más preguntas.

La mente se le llenó de todas aquellas imágenes de pesadilla que había tratado de reprimir durante los últimos y largos días. ¿Y si Mikas estaba metido en un cajón o similar, o en un maletero donde el aire se hiciera cada vez más irrespirable? O aún peor. Imaginaba su cuerpecito en la cámara frigorífica de un camión, frío, amoratado y abierto en canal como una res. Porque ¿quién le decía a ella que seguía con vida? Todo lo que tenía era la palabra de ese hombre, y en él no se podía confiar. Sólo les interesaba su riñón, el resto les daba lo mismo; sus ojos azul oscuro, su risa burbujeante, el empeño de su cara cuando las palabras le salían atropelladamente y tan sin orden ni concierto que ni ella era capaz de desenmarañarlas.

El hombre no se movía. ¿Se estaría muriendo? Sigita reemprendió la lucha a pesar de que ya casi no podía respirar.

Entonces fue cuando alguien acudió en su auxilio, alguien que apartó aquel pesado corpachón y la ayudó a sentarse. Jadeante y temblorosa, se llenó los pulmones de aire y observó cómo la mujer delgada de pelo corto que la había liberado de la cinta adhesiva se arrodillaba junto al cuerpo convulso del herido. No llevaba blusa, tan solo un sujetador blanco, y parecía que la habían rociado de pintura de cintura para arriba. No, de pintura no. De sangre. También había sangre en la pared, un arco rojo y alargado que se diría trazado con spray. La mujer presionó el cuello del herido con las manos, pero Sigita veía que la sangre continuaba saliendo a borbotones entre sus dedos. Aquel tipo tenía todo un lateral del cuello desgarrado y comprendió que era obra suya. Había disparado a ciegas y había sentido el latigazo del arma por dos veces, pero sin saber a ciencia cierta si había dado en el blanco y dónde. Por lo visto sí. En la pierna y en el cuello. Si se moría, lo habría matado ella.

—¿Mikas? —preguntó con el escaso aliento que le quedaba.

—Se encuentra bien —contestó la mujer morena sin levantar la mirada; ella no tuvo fuerzas para preguntar qué quería decir bien, dónde estaba, si tenía miedo, si le habían hecho algo.

La puerta tiroteada se entreabrió y Anne Marquart asomó la cabeza con cautela. Casi resultaba cómico.

—¿Hay más heridos? —preguntó la mujer morena ásperamente.

—No —respondió la señora Marquart contemplando la gran cantidad de sangre y el cuerpo que yacía en el suelo—. Por… por nuestra parte no.

La morena se inclinó aún más sobre el hombre que se había llevado a Mikas y le dijo algo que Sigita no oyó. Él no contestó. Al cabo de un rato hizo un ruido, una especie de estertor. La sangre ya no salía con tanto ímpetu. Sigita se puso en pie lentamente. Descubrió que ella también estaba embadurnada, por el pelo, por el cuello, por la blusa. La sangre de ese hombre. Sintió un hormigueo en la piel. Era casi peor que si fuera suya. Más sucio. Oyó que Anne Marquart decía algo en danés, quizá a Aleksander, que continuaba al otro lado de la puerta destrozada y, con un poco de suerte, no vería todo aquello.

—¿Hay algo que podamos hacer? —preguntó Sigita con algo de retraso. La mujer, inclinada hacia delante mientras taponaba con las manos el cuello del herido, no contestó de inmediato. Sigita podía contar cada vértebra de su espalda arqueada y veía cómo le temblaban los hombros por el esfuerzo.

Después esos mismos hombros cayeron y se relajaron; su dueña se puso en pie.

—Está muerto —anunció.

Sigita observó el pesado corpachón.

—Le he disparado yo —susurró. No sabía muy bien lo que sentía. De pronto recordó la promesa que se había hecho a sí misma si le hacían daño a Mikas. «Si le hacéis algo, os mato». ¿Es necesario haber pensado algo antes de poder hacerlo? Y una vez que se ha pensado ¿nos coloca eso más cerca del acto? Ella lo había pensado y ahora además lo había hecho. La calma que sintió entonces quedaba ya muy lejos.

—Me temo que te equivocas —replicó Anna Marquart con voz queda agachándose a recoger la pistola—. Creo que he sido yo.

Sigita la miró estupefacta. ¿Qué quería decir con eso?

Anne, que parecía muy tranquila, limpió la pistola a conciencia.

—Cuidado —advirtió luego. Y disparó un tiro bien calculado hacia el marco de la puerta.

—Puede que sea lo mejor —dijo la mujer morena con aire pensativo—. A la policía no le costará creer su explicación.

Sigita lo comprendió al fin. Ella allí era una extraña, una extranjera sin credibilidad, dinero ni contactos. Recordó lo difícil que había resultado al principio que Guzas la creyera, aun siendo su compatriota.

—Tuve que hacerlo —continuó Anne señalando hacia el cuerpo inmóvil con la cabeza—. Fue en defensa propia.

Sigita tragó saliva. Después asintió.

—Por supuesto —dijo—. Tenías que defender a tu hijo.

Algo ocurrió cuando sus miradas se cruzaron. Un acuerdo tácito. No un trato, más bien una especie de… pacto.

—Mikas no —añadió Sigita—, pero yo sí. Le doy el mío. Si sirve.

—Ahora es mejor que te vayas —dijo Anne—. Pero espero que vuelvas. Pronto.

—Lo haré, lo prometo —contestó.

De repente la mujer morena esbozó una sonrisa breve pero intensa que llenó de vida sus ojos de color gris oscuro y borró la angulosa seriedad de su semblante.

—Está en el garaje —dijo—. En el coche gris.

Mikas estaba a la puerta del oscuro garaje. Se apoyaba en el marco con la mano, como si acabase de aprender a andar. Al verla se pintó en su rostro una expresión que no era alegría ni miedo, sino una mezcla de ambas cosas. No pudo cogerle, la escayola se lo impedía, pero se arrodilló junto a él y lo estrechó contra sí con el brazo sano. Su cuerpecito caliente, que olía a miedo y a pis, se aferró a ella como una cría de mono y le ocultó el rostro en el cuello.

—Cariño —murmuró—. Cariño mío.

Sabía que les aguardaban tiempos difíciles repletos de pesadillas, pero en ese momento, con el calor del aliento de Mikas en la piel, sintió que algo, el destino, la vida, quizá incluso Nuestro Señor, la había perdonado por lo que hizo.